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jueves, 1 de abril de 2021

CONSIDERACIONES SOBRE LA SEMANA SANTA (Divertimento Pascual) IV

TIEMPO Y  PASCUA

Cada año nos preguntamos cuánto se adelantará o retrasará la Semana Santa con relación al año anterior, o ¿por qué siempre hay luna llena en Semana Santa? La razón de su ubicación en el calendario se justifica por motivos históricos, religiosos,… y astronómicos. Lo único seguro, en cualquier año, es que, entrada la primavera (21 de marzo), la Pascua será el primer domingo tras la primera luna llena de esa primavera. Este es el motivo por el que podemos disfrutar todos los años de la luna llena en Semana Santa.

La Semana Santa católica que celebramos en la actualidad, recrea anualmente diversos sucesos astronómicos tradicionalmente aceptados en el mundo mediterráneo respecto del calendario civil y religioso, desde el que se deducen las fiestas móviles a partir de la Pasión y Resurrección de Cristo. Su objetivo no es otro que mantener, para cada Domingo de Pascua, las relaciones astronómicas que se produjeron en el momento del suceso bíblico, y concatenar las festividades eclesiásticas con las labores propias del calendario civil. Son aquellos sucesos que ocurrían hacia el año 33 d.C. de nuestra era, y que se recogen en los textos sagrados.

El cómputo del tiempo y sus reformas

Ya desde la antigüedad, el hombre ha precisado siempre computar el transcurso del tiempo y prever su devenir. Es una necesidad patente en el primitivo agricultor y ganadero, ya que una pluralidad de decisiones, que determinarán el éxito o fracaso de la producción, deben tomarse a su debido tiempo. De ahí la importancia de conocer anticipadamente el ciclo de las estaciones. Para ello, siempre tuvo que basarse en un calendario (calendae) cuyo significado es “proclamar”[1].

Y es justamente en la antigua Roma donde se remonta el primer calendario “oficial” para organizar ese tiempo transcurrido o por transcurrir.

El calendario juliano, así llamado por ser Julio César quien lo instauró en el año 45 a.C., se creó con el fin de unificar las prácticas en todo su imperio. Reorganizó el calendario romano según pautas que, en su mayoría, han subsistido hasta hoy. César transformó el calendario romano de origen lunar, atribuido a Rómulo, en solar. Antes de esa transformación, el año comenzaba en marzo, constaba entre 295 y 304 días, divididos en diez meses de 30 ó 31 días. Posteriormente, Numa Pompilius lo amplió a 355 días, añadiendo dos meses finales, enero y febrero. De esta forma, el año comenzaba el 1º de marzo, los meses de marzo, mayo, julio y octubre tenían 31 días, febrero, 28[2] días y los meses restantes 29 días. Para ajustar el año al ciclo lunar y solar al mismo tiempo se intercalaba cada dos años un nuevo mes de 22-23 días entre el 23 y el 24 de febrero.

Es en el año 153 a.C. cuando se fija el 1º de enero como comienzos del año, pauta que se mantendría también en la instauración e implantación del calendario juliano. Julio César y el astrónomo Sosígenes cambian el calendario lunar existente hasta entonces por uno solar, que va a constar de 365 días y 6 horas exactas. Para compensar el cambio, agregó 10 días al año, quedando los meses prácticamente con los mismos días que tienen en la actualidad (meses de 30 y 31 días) e intercaló un nuevo día entre el 23 y el 24 de febrero, al que llamó bisiesto, porque el 24 de febrero es la sexta calenda de marzo.[3] De este modo el año bisiesto pasaba de tener 366 días, resultando ser bisiesto todos los años divisibles por cuatro.

De todas las modificaciones que se realizaron en el calendario juliano, incluso en las anteriores a éste, la característica que más tardó en imponerse fue el cambio de comienzo de año del 1º de marzo al 1º de enero. Si bien fue la práctica en común a lo largo de los siglos este cambio de fechas, en ciertos lugares como Inglaterra y sus colonias americanas tardó en imponerse, donde hasta 1752 se tenía el 25 de marzo (fecha invariable del equinoccio de primavera en el calendario juliano) como el primer día del año.

La reforma juliana se realizó sobre el calendario lunar entonces vigente, que databa de alrededor del 600 a.C., que a su vez había reemplazado a otro de cerca del 740 a.C., derivado del antiguo calendario griego y sus ciclos de cuatro años, relacionados con juegos olímpicos. Para compensar las distorsiones que venían acumulándose en el calendario lunar desde sus antiguos orígenes egipcios, la reforma juliana necesitó agregar dos meses y 23 días al año 45 a.C., que -por ello- quedó con 455 días, y resultó el más largo del que se tienen noticias.

                
   
      Julio César


Gregorio XIII

En 1582, el papa Gregorio XIII reformó el calendario juliano para mantener la Pascua en la primavera septentrional -más precisamente, cerca del primer día de esta, el equinoccio vernal (o de marzo)-, ya que, según la Biblia, Cristo murió en el mes judío de Nisán, en la primavera.

El calendario romano reformado por Julio César deba al año una duración de 365 días y ¼, duración aproximada, lo que provocaba un error de un día cada 128 años. Este error afectaba a la situación de los equinoccios; así, el de primavera, en la época de la reforma juliana, caía el 25 de marzo. En el año 325, cuando se celebró el Concilio de Nicea, el equinoccio de primavera tuvo lugar el 21 de marzo, y en el año 1582, fecha de la reforma gregoriana, dicho equinoccio tuvo lugar el 11 de marzo. El problema no parecía ser demasiado grave ni importante, pero de seguir así, en unos cuantos milenios, la Pascua se celebraría en verano.

Para que el calendario solar tuviese mejor coincidencia con las estaciones, y, sobre todo, con el equinoccio primaveral, el Papa Gregorio XII (1572-1585) ordenó la bula Inter Gravissimas del 24 de febrero de 1582 que “con objeto de que el equinoccio vernal, fijado por la padres del Concilio de Nicea en las duodécimas calendas de abril (21 de marzo)” volviera a coincidir con dicha fecha, se eliminaran de octubre de 1582 “los diez días que van del tercero después de las nonas (día 5 de octubre) hasta el día previo de los idus (14 de octubre), ambos incluidos”[4].

Lo que realmente el Papa logró fue adaptar el nuevo calendario a los cálculos de la época. Dicha adaptación fue obre del astrónomo Luigi Lilio, el gran inspirador de la reforma. Lilio descompuso el año solar en 365 días, 5 horas, 48 minutos y 54 segundos, lo que al cabo de cuatro años daba prácticamente un nuevo día; en realidad, 23 horas, 15 minutos y 46 segundos. Como el bisiesto aún debía 45 minutos, se estableció que cada 134 años habría que descontar un día, o, lo que es lo mismo, tres días cada 402 años. La forma de llevar la cuenta de este desfase se solucionó con cierto ingenio matemático: se descontaría tres días cada 400 años, eliminando los años bisiestos de los años que terminaran en doble cero, con la excepción de los múltiplos de 400, que no serían eliminados[5].

Aún así, el calendario gregoriano tampoco es perfecto, ya que arrastra un error de un día cada 3300 años (¡ahí es nada!), pero una mayor precisión implicaría aportar también múltiples correcciones por la desaceleración del movimiento de traslación de la tierra, lo que difícilmente compensaría el esfuerzo.

El calendario gregoriano, sin embargo, no se impuso de inmediato. España, Italia, Portugal y la parte católica de los Países Bajos lo aplicaron de forma inmediata, ya que Felipe II, consciente de que la difusión del mismo no podría ser simultánea ni homogénea en todo su territorio (donde nunca se ponía el sol), expidió la Pragmática sobre los diez días del año en Aranjuez (Madrid), y propuso su adopción en el nuevo mundo hasta 1548. Francia lo impuso al año siguiente de su promulgación, y la Alemania católica lo hizo al año siguiente. Los países protestantes lo hicieron más lentamente, generalmente durante el siglo siguiente. Inglaterra en 1752; Suecia en 1753, mientras que Turquía lo hizo en 1917 y Rusia en 1918, al igual que Grecia, que lo instauró también durante el siglo XX. En la actualidad, la diferencia entre los calendarios gregoriano y juliano será de 13 años.

Lo que realmente trataba de hacer la reforma gregoriana era acomodar la fecha de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús con lo dictado en los Evangelios sinópticos, ya que la Iglesia siempre quiso, desde un principio, conmemorar la Muerte de Jesús el mismo día que lo relatan los Evangelios, y para ello tenía que realizar, no sólo la reforma gregoriana en cuanto a días y meses, sino cambiar el tipo de calendario: pasarlo de lunar a solar.

El calendario eclesiástico que rige en occidente es un calendario solar, con fiestas religiosas fijas en determinados días coincidentes con los solsticios o equinoccios del sol, además de otras fiestas también fijas e inamovibles para celebrar onomásticas de santos o fiestas fijas de la Iglesia propiamente suyas. Sin embargo, cuando se produjeron los acontecimientos de la Pascua Cristina (Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús), es decir, durante la época en la que Jesús vivió entre nosotros, se celebraba la Pascua Judía, que conmemoraba la liberación de la esclavitud en Egipto del pueblo de Israel. Este acontecimiento tenía lugar el decimocuarto día del mes de Nisán, con la primera luna llena de primavera, conocida como luna de Parasceve, que viene a significar “preparación”[6]. Por lo tanto, el problema del cambio de fechas tenía mucho que ver con el cambio del calendario judío que era lunar, con el calendario de occidente, que era y es solar.

Medir el tiempo con la luna

Realmente, la luna está en el origen de los calendarios, pudiéndose considerar como el primer reloj de la humanidad. Sufre unas transformaciones periódicas y regulares muy atractivas que, ya desde la antigüedad, le confirieron un contenido y carácter mágico-religioso –las fases lunares- manteniendo siempre un tamaño muy similar, puesto que su órbita es casi circular. Así mismo, el ciclo completo de la luna tiene una duración adecuada, ni demasiado larga para perder la cuenta, ni demasiado corta para no caer en ella. Se la puede considerar como el verdadero germen del calendario. Nuestros antepasados partieron de las lunaciones, acaecidas cada algo más de 29 días, para confeccionar un calendario que les permitiese prever las estaciones. Observando y conociendo las fases lunares, se bastaron para organizar un calendario que les guiara en sus actividades económicas, laborales y festivas.

Y es la luna el máximo referente en el calendario judío, lo que provoca que sea un calendario lunar. Ello hace que la Pascua judía, la que se celebraba en la época de Jesús, se celebre a partir de los ciclos o fases de la luna.


Luna llena





[1]   Un mes no empezaba hasta que no era proclamado oficialmente por los sacerdotes de la antigua Roma.
[2]  Una hipótesis que explicaría la extraña circunstancia de la corta duración del mes de febrero se encuentra en la animadversión que los antiguos romanos tenían por los números pares. El calendario prejuliano fue una mala adaptación de un calendario lunisolar, que debería de tener en los años normales una duración de 354 días. Pero los que idearon el antiguo calendario romano aumentaron la duración a 355 días para evitar el número par. Aunque los meses de un calendario lunisolar deben tener lunaciones de 30 y 29 días, se evitaron los meses de 30 días, dándoles una duración excesiva de 31 días. Todo esto se hizo con la idea de evitar los números pares. Pero inevitablemente, uno de los meses debía tener una duración par. Se eligió para ello el mes más “nefasto”, que entonces estaba colocado en la última posición del año y que era nuestro actual mes de febrero, porque “un número inferior y par convenía a las divinidades infernales”. La posterior reforma del calendario que patrocinó Julio César se hizo con las mínimas modificaciones posibles. Se añadieron diez nuevos días, pero no se alteró el mes de febrero, que continuó con los 28 días “para no alterar el culto a los dioses infernales”.
[3] Bisiesto: bis sextum. Se duplica el 24 de febrero, la sexta calenda de marzo.
Esta adición de un día en el mes de febrero, último mes antes de la implantación del comienzo del año el 1º de enero, fue asimilado por la Iglesia para la creación de su calendario lunisolar eclesiástico, basado en el calendario romano, en el que el 24 de febrero era duplicado. Esto encuentra su razón en el calendario que existía en Roma en tiempos de la República, en que se colocaba un mes intercalar después del día 23 de febrero, fiesta de la Terminalia.
Los días de un mes estaban bien definidos desde la reforma juliana en el calendario romano, aunque en vez de usar un numeral como lo hacemos actualmente, los meses del calendario romano tenían tres fechas fijas: las calendas o kalendas, las nonas y los idus.
Las calendas o kalendas se corresponde con el día 1 de cada mes, pero si hay un número precediendo a la palabra kalenda (a veces también puede ir la expresión “ante diem”) quiere expresar “antes de las kalendas”, o sea, antes del día 1 del mes; es decir, siempre será del mes anterior al citado.
Para el cálculo del día correspondiente adaptado a la fecha actual se debe tener en cuenta el número de días del mes anterior al que se menciona, al que se le deben sumar 2 y se resta el número de kalendas que aparece. Por ejemplo: 24 de febrero es la sexta kalenda de marzo: 28 días (febrero) + 2 – 6 = 30 – 6 = 24 de febrero.
La explicación del cálculo de las otras dos fechas, idus y nonas, no será tratado en este escrito por estar fuera del ámbito temático que nos ocupa.
[4] La eliminación de estos diez días del calendario acarreó, además de algunas otras, la curiosidad o la anécdota de la muerte de Teresa de Cepeda y Ahumada, Santa Teresa de Jesús o Santa Teresa de Ávila. Dicha santa murió el 4 de octubre de 1582 y fue enterrada “al día siguiente”, es decir, el 15 de octubre del mismo año. Lo que pudiera parecer un error o una supuesta incorruptibilidad de su cuerpo no es sino una pura coincidencia con la implantación del calendario gregoriano, ya que durante la noche que fue velada (la enterraron a las 24 horas de su muerte) en Alba de Tormes (Ávila) se produjo el salto de diez días de la reforma del calendario gregoriano.
[5] Serán bisiestos todos los años múltiplos de 4 y de 400 pero no lo sean de 100 (años seculares).
[6] El motivo más prosaico de que se eligiera una luna llena para esta fiesta, era que aquellos pueblos pastores que se reunían en Jerusalén, viajaban mejor de noche si había luna llena que les iluminara el camino.

miércoles, 25 de marzo de 2015

DON INO Y SU TRIDUO PASCUAL

          Mi condición eclesiástica me impide cerrar los ojos y permanecer impasible antes ciertos hechos o situaciones que atañen a la religiosidad o, más concretamente, al cristianismo, entendido éste como un ejercicio de fe en Cristo, en Jesucristo. Al igual que expresé mi opinión acerca del patrimonio eclesiástico y su utilización (demagógica por otro lado, como demostré) para eliminar el hambre en el mundo, me siento obligado a expresarla de nuevo en otro tema del que siempre me ha parecido oportuno mantenerme al margen, pero que viendo el cariz que están tomando ciertos acontecimientos, no tengo más remedio que hacerla pública. Los acontecimientos a los que me quiero referir están relacionados con todo lo que se mueve alrededor de la Semana Santa; mejor dicho, a todo lo que las personas mueven y quieren encerrar, delimitar y hasta aislar en y a la Semana Santa.
 


          No voy a dar, ni mucho menos, un sermón cuaresmal o pascual, ni voy hacer una exposición teológica sobre toda la Semana Santa, la Cuaresma y la Pascua. No. Quisiera tan sólo expresar mi opinión acerca de cómo las personas, o la gran mayoría de ellas, viven esos días, qué es lo que quieren, qué es lo que buscan, qué es lo que la Semana de Pasión les aporta en sus vidas. No soy quién para juzgar a nadie, ni antes ni ahora, ni por mi condición de clérigo ni por mi condición de persona, pero me entristece mucho (quizás sea lo que realmente me mueva a hacer esto) ver cierta “espontaneidad” religiosa, cierto fervor magnificado, ciertas lágrimas de culpa más que de emoción y sinceridad, ciertos sobredimensionamientos corporales que no hacen sino devaluar aquello que se está haciendo o aquello que se está tratando de vivir, sobre todo de vivirlo para los demás, para el exterior, de cara a la galería como se suele decir, en vez de hacerlo para uno mismo, con intimismo, con recogimiento.



         La Semana Santa siempre ha sido el tiempo anual en el que las personas han tratado de expresar con más magnificencia toda la religiosidad que dicen llevar dentro. Para ello, durante los días del llamado correctamente Triduo Pascual, han tratado de sentir y padecer los mismos dolores, agravios y ofensas que Jesús de Nazaret sintió y padeció horas antes de su muerte en la cruz. Durante las manifestaciones populares, públicas y muchas de ellas lisonjeras, cargan sobre sus espaldas cientos de kilos de peso, arrastran pesadas cadenas o trozos de hierro atados a sus tobillos, portan cruces sobre sus hombros o, más fuerte aún, se van flagelando públicamente durante todo el trayecto procesional (aquí lo dejo, aún sabiendo, como lo sabéis todos, que todavía hay manifestaciones aún más fuertes rayando la indecencia). Quieren sentir lo que Jesús sintió, quieren padecer lo que Jesús padeció, quieren sufrir lo que Jesús sufrió, … pero creo que no lo conseguirán, ni de esa forma ni de ninguna otra.



         He dicho antes que no iba hacer un sermón teológico de la Semana Santa, pero para sentir lo que Jesús sintió, padecer lo que Jesús padeció o sufrir lo que Jesús sufrió no hacen falta tres días al año, ni tampoco focalizarlo todo en su muerte (sinceramente, parece que nos alegramos de ella; la celebramos con más ahínco y magnificencia que su propia vida, por no decir la pírrica celebración de su resurrección y vuelta a la vida). Querer sentir lo que Jesús sintió lo tenemos que buscar diariamente, entre nosotros mismos y con los nuestros, en el día a día, en el trabajo, en la calle, en nuestras amistades, en nuestra familia, en los mismos lugares y con las mismas personas y situaciones con las que Jesús convivió en vida. La muerte es más fácil que la vida (esperarla no tanto, lo sé). La muerte llega muchas veces sin llamar, no avisa, se presenta y ya está; la vida hay que vivirla, disfrutarla agradecerla, padecerla en ciertos momentos, pero siempre abrazarla con fe férrea. Jesús vivió treinta y tres años y sólo nos acordamos de Él para celebrar su muerte; lo demás, pelillos a la mar.



         Me entristece mucho esa actitud conformista y ventajista de las personas. Es más fácil representar una muerte que una vida. Es más fácil parecernos a alguien en la muerte (sobre todo porque a todos nos llega) que en la vida. Por eso creo que se celebra más su muerte que su vida. Es más fácil, simple, pura y llanamente. Celebrar su muerte es celebrar un aquí te pillo y aquí te mato (nunca mejor dicho); celebrar su vida es seguir sus pasos, sus consejos, sus enseñanzas. ¡Ah!, ¡eso es harina de otro costal! “¡Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!”, que decía un personaje manchego espejo de muchos de nosotros y vosotros.



         Y para corroborar aún más mi opinión sobre la celebración de la Semana Santa (mejor deberíamos llamarle de una vez por todas Triduo Pascual, porque realmente sólo tenemos en cuenta el jueves, viernes y sábado, tres días y no siete como tiene una semana) os invito a que se analicen con calma, sosiego y sinceridad, sobre doto muchísima sinceridad, tolo lo que se mueve alrededor de ese Triduo Pascual en cuanto a festividad, jocosidad, pomposidad, populismo, enjuiciamientos, envidias, ostentación, magnificencias, exageraciones, vejaciones, … etc.



         Procesiones, pasos lujosos, bordados en oro, plata en carrocería, bronce en el pecho (no somos ni primeros ni segundones; más atrás), lágrimas de cocodrilo, oscura vestimenta, blanca y ¿lúcida mente? ¿Y todo eso para qué? ¿Para celebrar vida? ¿Muerte? No. Para lucimiento, para ostentación, para dejarlo hecho cara al público. ¡Eh!, soy yo. ¡Miradme!



         Y si a esas individualidades egocéntricas le añadimos la comprensión y la loa de una abstracción colectiva como es una directiva diferenciadora, comparativa y discriminatoria (casi siempre de manera negativa) tenemos lo que realmente buscamos, encontramos y queremos: un Triduo Pascual a medida nuestra, como realmente queremos, nada que ver con Jesús de Nazaret, ni por un asomo. Aún más: para afianzar definitivamente nuestra postura populista y festiva, apelamos a las tradiciones y costumbres, esas abstracciones cómodas donde las haya que convertimos en leyes un día sí otro no según nos convenga. Si no hay costumbre, si no hay tradición, se hace dos años seguidos y … ¡tradición conseguida! ¡Qué pase el siguiente!



         A pesar de todo ello ¿aún creemos que estamos conmemorando las últimas horas de Jesús de Nazaret? ¿Aún nos creemos seguidores y manifestantes de sus enseñanzas? ¿No estamos más cerca de un fanatismo ciego y ególatra que de un recogimiento intimista y personalísimo?



         No tengo ningún derecho a juzgar a las personas por ninguna faceta de su vida. Cada uno es libre, g.a.D., pero por mi condición “profesional” no estoy de acuerdo ni puedo apoyar ciertas conductas humanas que atañen a la espiritualidad, ni individual ni colectiva. El Triduo Pascual conmemora lo que conmemora, y todo lo que nosotros queramos añadirle por pura conveniencia no hace sino deteriorarlo, contaminarlo, alejarlo de sus verdaderas raíces y su verdadero fundamento. ¿Es lo que realmente nos gusta y lo que realmente queremos? Sí, pero esa no es la realidad. La realidad debería ser la alegría diaria de que Jesús de Nazaret estuvo aquí, en la Tierra, con nosotros, como nosotros, y que murió como tantos otros morían en aquellos años por los mismos motivos y en las mismas circunstancias. Lo realmente prodigioso y lo que nos debería mover en nuestra vida es lo que Él hizo después: resucitar, volver a la vida, demostrar que podemos vivir después de la muerte. Y eso … eso es lo que realmente no celebramos, de lo que nos olvidamos año tras año. Gastamos todas nuestras energías en la muerte y nos olvidamos de la vida, del día a día. Somos así, convencionalistas redomaos; no hay quién nos cambie.



         Dije al principio que no quería dar un sermón teológico, pero como no lo deje aquí, creo que lo voy a conseguir. Este es un tema muy escabroso y peliagudo, y que se debe tratar con mucha mano izquierda, pero … creo y os invito a reflexionar en él. Sé que no voy a conseguir nada positivo; al contrario, cada vez irá a peor, pero al menos por mí no va a quedar tratar de sentar cabezas, de convertir golpes de pecho en impulsos de amor y benevolencia.


         ¡Uf! ¡Me voy, que si no…!

viernes, 8 de enero de 2010

NAVIDAD (y V)

A modo de conclusión final

Aunque hasta San Antón pascuas son, con la Epifanía se puede dar por concluida la navidad, salvo para los ortodoxos, que es cuando realmente celebran el nacimiento de Jesús. Son una de las festividades religiosas que más calado tienen entre la población. Unas fiestas en la que todo el mundo tiene algo que celebrar, sea creyente o no lo sea. Sin embargo, a medida que pasan los años, el carácter religioso que siempre la ha impregnado se va perdiendo, dando paso a unos días festivos, no ya laicos, sino casi profanos, donde no sólo no se quiere celebrar algo sagrado, sino que no se muestra el respeto debido a las cosas sagradas (definición de profano).

Queremos celebrar la navidad, pero lo hacemos a modo de una noche de jueves, viernes o sábado cualquiera de cualquier mes: botellones, comilonas, trifulcas nocturnas, vandalismo callejero, etc. Atrás quedan las misas del gallo, los villancicos populares, espontáneos y callejeros, el compartir fruta de horno con vecinos y familiares, el aguinaldo. Estas fechas se convierten en unas vacaciones invernales para “descansar de la rutina”.

Hay un sector emergente de la sociedad que pide reiteradamente un estado laico, tal y como lo dice la Constitución. Aboga por la laicidad y la aconfesionalidad del Estado y, por ende, de la sociedad. Pero en estas fechas, ese deseado estado laico no hace sino convertir estas entrañables fechas en algo rutinario, generalista, vacacional al fin y al cabo, creándonos la necesidad de descansar de todo el otoño trabajado.

La sociedad, en su imparable avance pero sin una meta clara en el horizonte, está terminando con estas tradiciones y, en este punto, todos somos culpables. Los unos, los cristianos y católicos, por no mantener el espíritu navideño con toda su pureza y significado, y los otros, los laicistas, por querer cambiar por cambiar, sin ser conscientes de las consecuencias que esto puede acarrear. En definitiva, todos nos estamos cargando la navidad, que, como dice el dicho popular, “entre todos la mataban y ella solita se murió”.

lunes, 4 de enero de 2010

NAVIDAD IV

Los Reyes Magos

Los Reyes Magos sólo aparecen en el evangelio de Mateo, el único de los llamados sinópticos; Marcos y Lucas ni siquiera los mencionan.

Juan Isidro Palacios, en su artículo “La Navidad, los Magos y el Rey del Mundo” (1983/1984) nos acerca a los orígenes de los Reyes Magos: “Cuenta la Tradición que había tres magos viviendo al Oriente, en diversa geografía y en el mismo tiempo. Ellos conocían la realidad de un primitivo anuncio, pues habían heredado tesoros, celosamente custodiados en la India, en Persia, en Egipto… Muy atentos esperaban la señal que les comunicara, por fin, la venida del un Rey excepcional. Dicho Rey no sería, desde el punto de vista cristiano, como otros enviados por el cielo. Se trataba del mismísimo Verbo encarnado, del Rey del Mundo en persona”.

La palabra “mago”, para designar a los reyes, generó problemas dentro de la iglesia incipiente, ya que mago, en aquella época, era un término que se aplicaba a un amplio espectro de personas, desde el farsante vendedor de pócimas “curalotodo” a los sabios astrólogos caldeos, pasando, entre otros, por los sacerdotes de culto mazdeista y por los taumaturgos gnósticos de Alejandría. El dominico Santiago de la Vorágine, en su obra “La leyenda dorada”, (1264), afirma que la palabra “mago” significa tres cosas diferentes: ilusionista, hechicero maléfico y sabio.

Fueron los armenios en el siglo III quienes introdujeron la creencia den los Reyes Magos y los festejos de los Reyes Magos no se conmemoraron plenamente hasta el siglo V en occidente, eligiendo la fecha del 6 de enero.

Diferentes autores relacionados o alentados por la propia iglesia, trataron de dar nombre, ponerles cara y vestimenta a estos magos, con el fin de hacerlos más creíbles ante las gentes del pueblo. Eso y la escasez de documentación, tanto sinóptica como no sinóptica, acerca de los Reyes Magos, hizo que durante años aparecieran descripciones sobre ellos, en algunos casos hasta contradictorias.

Agnello de Rabean, en el siglo IX acuña definitivamente el nombre de los Reyes Magos en su libro “Liber Pontificalis Ecclesiae Ravennati”: Melchior, Caspar y Balthasar.

Reyes Magos en el claustro de San Juan de la Peña (Huesca)

El texto “Excpetiones Patrum” describe a cada rey mago. Melchor es el de más edad, con cabellos y barba larga y canosa; túnica de color jacinto y capa naranja, que regala oro (Señor -> Rey, realeza). Gaspar es joven, bello e imberbe; túnica naranja y capa roja, que regala incienso (Señor -> Dios, santidad). Por último Baltasar, que es de tez oscura, con túnica roja y capa blanca jaspeada, que regala mirra (Señor –> hombre, sabiduría, resurrección).

Otra descripción de los magos que pone de manifiesto esa contradicción aludida anteriormente: Baltasar, de 30 ó 40 años, barba oscura y lleva en sus manos un recipiente para mirra; Melchor, de 20 ó 25 años, sin barba y transporta una bandeja para incienso; Gaspar, de más de 50 años, con pelo y barba largos y blancos, presenta una canasta con oro.

El teólogo anglosajón Beda el Venerable (675-735), describe a los magos: “ Primero de los magos es Melchor, un anciano de larga cabellera blanca y luenga barba (…) fue él quien ofreció oro, símbolo de la realiza divina. Segundo, llamado Gaspar, joven, imberbe, de tez blanca y rosada, honró a Jesús ofreciéndole incienso, símbolo de la divinidad. Tercero, Baltasar, de tez morena (no negro, ya que Baltasar no fue negro hasta el siglo XV) testimonió ofreciéndole mirra, que significaba que el hijo del hombre debería morir”.

Petrus de Natalibus fijó en el siglo XV que Melchor tenía 60 años, Gaspar 40 y Baltasar 20.

El dominico Santiago de la Vorágine hace una interpretación de los Reyes Magos: “ … el oro para regalar la pobreza de la Virgen María; el incienso para ahuyentar el mal olor del establo y la mirra para consolidar los miembros de la criatura con la expulsión de todo mal de su vientre”.

Juan Isidro Palacios, en su artículo “La Navidad, los Magos y el Rey del Mundo” (1983/1984) escribe: “… Los sabios, por su parte, portaron los atributos que son debidos al Rey y no a otro: el oro, el incienso y la mirra. Esperaron a su Dueño, pues hasta entonces nadie acreditó serlo. De oro es el cetro con el cual el Soberano mide su ciudad, la circunda y la rige… El incienso es el aliento de Dios que, por su aroma, atrae a los santos y repele a los inicuos. Y la mirra, por ser símbolo de lo incorruptible, es el sello del principio intemporal sacro que no conoce la muerte”.

Siguiendo con esa búsqueda de identidad de los Reyes Magos por parte de la iglesia para adaptarla al pueblo, algunos autores consideraban que cada rey mago representaba un continente. Por ello, en el siglo XVI, con el descubrimiento de América se vio la necesidad de añadir un cuarto rey mago. Éste era un indio con características de los pueblos amazónicos, armado con una larga azagaya y portando como presente una arqueta de madera cargada, se supone, de semillas de cacao.

También durante el siglo XVI, las necesidades ecuménicas de la iglesia católica llevaron a implantar un simbolismo inédito, identificando a los tres magos con los tres hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet) que, según el Antiguo Testamento, representaban las tres partes del mundo y las tres razas humanas que lo poblaban, según se creía en esos días. Melchor-Jafet-europeos-oro; Gaspar-semitas de Asia-incienso; Baltasar-Cam-africanos-mirra.

La adoración de los Reyes Magos, llamada por la iglesia Epifanía, se celebra en la actualidad el 6 de enero. Epifanía significa “manifestación” y originalmente la Epifanía se refería al bautismo de Jesús. Los discípulos de Basílides (gnóstico de Alejandría del siglo II) celebraban el bautismo de Jesús, ya que creían que Jesús fue hecho Hijo de Dios en el bautismo. Daban mayor importancia al bautismo que al nacimiento. En Alejandría se decía que la noche del 6 de enero, las aguas del Nilo adquirían poderes milagrosos.

La tradición de los Reyes Magos como generosos proveedores de juguetes y regalos a los niños es relativamente reciente y sólo fue adoptada por algunos países latinos y de mayoría cristiana, a mediados del siglo XIX. Gaspar repartía golosinas, miel y frutos secos; Melchor ropa y zapatos y Baltasar castigaba a los niños dejándoles carbón o leña.

sábado, 2 de enero de 2010

NAVIDAD III

El belén o portal de Belén
Belén significa casa del pan y alude a Cristo como pan que da la vida.

Los primeros testimonios del nacimiento de Jesús y la adoración de los Reyes Magos datan del siglo IV. En el siglo VII ya existía una recreación formal de la gruta de la Natividad en la basílica romana de Santa María la Mayor. Durante la edad media, esta tradición se consolidó con escenificaciones en las iglesias de dramas evocadores de la Natividad. Con ocasión de la misa de Navidad, solía representarse el episodio evangélico del nacimiento de Jesús con la participación del pueblo.

La idea original de montar un belén fue de San Francisco de Asís, cuando en 1223, tras realizar un viaje por oriente en el que visitó Belén en 1220, solicitó permiso al papa Honorio III pare reproducir el nacimiento de Cristo. En el bosque de Greccio recreó la escena de un establo, con animales y personas caracterizadas como los pastores, San José, la Virgen y el Niño para meditar, y con él los demás, en el misterio de la encarnación divina. Así mismo, fabricó el primer belén navideño del que se tiene noticia: esculpió un niño Jesús en piedra y lo representó en un pesebre entre un buey y un asno vivos. Este primer belén no se inspiraba sólo en el Evangelio, sino también en los apócrifos, condenados por la iglesia en el siglo IV, como el pseudo-Mateo. Fueron franciscanos y mojas clarisas quienes lo difundieron por toda Italia y la aristocracia lo adoptó como costumbre.

Hay muchas interpretaciones que se han hecho acerca del belén: colocación de la figuras, tamaño de ellas, significado de cada una de ellas, etc. Cada uno tenemos nuestro belén y, cuando lo montamos para estas fechas, lo ponemos de la forma que quede más artística. Algunos autores nos dan una idea de cómo debería montarse un belén para que éste tuviera el verdadero significado evocador de la Navidad.

“El Niño Jesús debe ocupar una situación central; debe ser lo más pequeño posible para figurar en el “Reino de los Cielo semejante a un grano de mostaza” (Mt, 13, 31-32). La Virgen debe ocupar igualmente una situación central, pero en un plano de fondo; ella no debe ocupar en ningún caso una posición simétrica a la de San José, que no es el verdadero padre del Niño Jesús. Contrariamente a la mayoría de las figuraciones vulgares, ella no debe tener una actitud de plegaria o de adoración semejante a la de otros personajes. Debe estar situada detrás de Cristo, pero en la misma situación “axial”, lo que significa que es a la vez Madre de Dios y Esposa del Espíritu Santo. Su actitud debe ser jerárquica, perfectamente impasible, lo cual simboliza su virginidad, su inmaculada concepción, su perfecta sumisión o “pasividad” con respecto al Espíritu Santo”. (Abbe Hénri Stephane, “El simbolismo del belén”, 2002)

Abbe Hénri Stephane continúa en el mismo artículo: “ … El buey y el asno representan respectivamente el mundo celestial y el mundo infernal. Podemos entonces preguntarnos por qué este último es admitido en el nacimiento de Jesús; la explicación se encuentra claramente indicada en la Epístola a los Filipenses (II, 10), donde San Pablo declara “ … a fin de que en el Nombre de Jesús, toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra, en los infiernos … “, texto que se refiere tanto al nacimiento de Cristo en el mundo como a la invocación del Nombre de Jesús.

San José debe figurar al lado de la Virgen, pero no en el eje indicado anteriormente, y, puesto que es el símbolo del Maestro Invisible, debe estar en actitud puramente pasiva, de manera que no obstaculice la acción del Espíritu. El buey y el asno deben colocarse a la derecha (lado diestro) y a la izquierda (lado siniestro) del Niño Jesús.

Los Reyes Magos, en el belén, representan el carácter aristocrático que los distingue de la plebe, representada por los pastores. Se deben colocar frente al Niño Jesús, mientras que los pastores pueden ser dispuestos en semicírculo alrededor de los Reyes Magos.

El “renacimiento espiritual”, alusión a la Navidad como renacimiento o renovación, debe realizarse durante la “noche”; es por eso que tiene lugar en la “gruta” a “medianoche” y en el “solsticio de invierno”, fecha de la Navidad. La gruta no es de ningún modo una pobre chabola con un techo de paja. Su simbolismo se refiere a la Caverna, con forma hemisférica (propiamente un cuarto de esfera); el interior debe ser sombrío, iluminado solamente por la Estrella, símbolo de la Luz divina, pudiéndose ésta colocar encima de la Caverna. El pesebre donde reposa el Niño Jesús puede tener forma hemisférica complementaria a la de la Caverna”.

Quizás sea la figura de José la que más haya cambiado con el paso del tiempo. Primitivamente era representado como un hombre joven, fuerte y sin barba. Con el culto a María, su figura se fue postergando y se le hizo envejecer con el fin de que no ofreciera ni obstáculo no sospecha a la virginidad de María, siendo ya nulo su vigor.

Posteriormente se añadió el gallo como ave anunciadora del advenimiento de Cristo a todas las criaturas.
Las siguiente fotos muestran diversas escenas de un belén napolitano:

Carlos III trajo esta moda a España desde Nápoles, siendo famoso el Belén del Príncipe. Fue en el siglo XVIII cuando se popularizaron en España.

miércoles, 30 de diciembre de 2009

NAVIDAD II

Origen

Son antecedentes de esta celebración las principales festividades dedicadas a los dioses solares. Todas las culturas de la antigüedad pasaron a identificar a su dios principal o algunos de los más importantes de su panteón, con el dios Sol y, en lógica consecuencia, situaron la conmemoración y festejo de su advenimiento alrededor del prodigioso evento cósmico que representaba el solsticio de invierno cada 21-22 de diciembre.

El primer lugar donde se menciona la fecha del nacimiento de Jesús es en Egipto, concretamente en Alejandría, cerca del año 200 de nuestra era, cuando Clemente de Alejandría indica que ciertos teólogos egipcios “muy curiosos” asignan, no sólo el año, sino también el día real del nacimiento de Cristo como 25 pachon (20 de mayo) en el vigésimo octavo año de Augusto. Desde 221, en la obra Chronographiai, Sexto Julio Africano popularizó el 25 de diciembre como la fecha del nacimiento de Jesús. Para la época del Concilio de Nicea, en 325, la Iglesia de Alejandría ya había fijado el Dies Nativitatis et Epifanieae. El papa Julio I pidió en el año 350 que el nacimiento de Cristo fuera celebrado el 25 de diciembre, lo cual fue decretado por el papa Liberio en el año 354 (aparece por primera vez en el calendario de Filocalus). Fue también durante el mandato del papa Liberio (352-366) cuando se tomó como fecha inmutable la noche del 24 al 25 de diciembre, día en que muchos pueblos festejaban la llegada del solsticio hiemal. La primera mención de un banquete de Navidad en tal fecha en Constantinopla, data del año 379, bajo Gregorio Nacianceno. La fiesta fue introducida en Antioquia hacia el 380 por Juan Crisóstomo, quien impulsó a la comunidad a unir la celebración del nacimiento de Cristo con el 25 diciembre. En Jerusalén, Egeria, en el siglo IV, se atestiguó el banquete de la presentación, cuarenta días después del 6 de enero, el 15 de febrero, que debe haber sido la fecha de celebración del nacimiento. El banquete de diciembre alcanzó Egipto en el siglo V.

La Navidad de Cristo fue fijada por la iglesia en el solsticio hiemal para borrar el rastro de las fiestas que celebraban el nacimiento del sol o los ritos de origen egipcio y persa que tenían lugar el 25 de diciembre con motivo del nacimiento de sus respectivos dioses Osiris y Horus, y Mitra; también los dioses griegos Apolo y Dionisios y sus adaptaciones romanas Febo y Baco, eran también veneradas en el solsticio de invierno.

Los antiguos creyeron que el mejor día para celebrar el nacimiento de Jesús era precisamente aquel en el que la luz diurna comenzaba a ganar terreno a la noche, lo que se consideraba el momento del nacimiento o renacimiento del sol. De ahí en adelante, con días cada vez más largos y noches más cortas, hasta el solsticio de verano, entre el 21 y 22 de junio (la noche de San Juan, también precristiana, señala ese hito), la naturaleza se va vigorizando conforme crecen la luz y el calor sobre el suelo.

El evangelio de Lucas dice que Juan era 6 meses mayor que Jesús; si Jesús nació el 24 de diciembre, Juan tendría que nacer el 24 de junio, 6 meses antes que su primo. Ambas fechas coinciden con los equinoccios de invierno y verano.

Con errores pequeños de cálculo, dedujeron que el 24 de diciembre era el día solar más corto del año; justo a partir de esas fechas, las noches eran más cortas y los días más largos. Esa jornada era, en resumidas cuentas, la que representaba la victoria de la luz sobre las tinieblas, del día sobre la noche, del Sol sobre la Luna. Aquella celebración la llamaron Sol Invictus.

El Dies Natalis Solis Invicti era la fiesta del solsticio de invierno. Recordaba a Mitra, Baco, Adonis, Horus, Osiris, Júpiter, Hércules y Tammuz, hijo de Nimrod, que habían nacido en la misma época invernal. De ahí surgió la idea de unir el nacimiento de estos dioses con el de Jesús. Esta fiesta, junto con otras, eran las más viles, inmorales y degeneradas que tanto desprestigiaron a Roma. Este Dies Natalis se refería al día del bautismo de los conversos a la fe de Cristo y no al nacimiento de Jesús. Se refieren a la muerte, a la vida vieja y el nacimiento para la eternidad.

Diferentes cultos ya habían elegido la fecha del 24 de diciembre. Las Saturnalias romanas en honor al dios Saturno, dios de la agricultura y plantador de vides, que se celebraban entre el 17 de diciembre y el 24 de diciembre; el día 25 se celebraba el nacimiento del dios Sol. Durante su celebración, los romanos posponían todos los negocios y guerras, había intercambio de regalos y liberaban temporalmente a sus esclavos. Era el acontecimiento social principal durante el Imperio Romano.

Al mismo tiempo, se celebraba en el norte de Europa una fiesta de invierno similar, conocida como Yule, en la que se quemaban grandes troncos adornados con ramas y cintas en honor de los dioses para conseguir que el sol brillara con más fuerza.

Fue el cristianismo el que la adoptó para sí tras la decisión tomada por 318 obispos reunidos en el Concilio de Nicea en el año 325, declarando la fecha del nacimiento de Jesús en el solsticio de invierno, es decir, el 25 de diciembre, coincidiendo con el nacimiento de diversas deidades romanas y germánicas. Al estar constituida como festividad pagana, resultó mucho más fácil infiltrar la celebración en todos los habitantes del Imperio.

El Papa Juan I (523-526) encargó a Dionysius Exiguus (Dionisio el pequeño) que calculara la fecha exacta. Dionisio concluyó que la Encarnación había sido el 754 de la fundación de Roma (el calendario romano se basaba en los años transcurridos “Ad urbe condita” o desde la fundación de Roma), el día 25 de marzo; 9 meses después, el 25 de diciembre, el nacimiento de Jesús. Los cálculos de Dionisio fueron erróneos, ya que, entre otros errores, se olvidó totalmente del año 0: saltaba directamente desde un año antes de Cristo a un año después de Cristo. Además, no tuvo en cuenta los años que Cesar Augusto gobernó bajo su nombre propio, “Octavio”, que fueron 4 años.

La navidad entró en la edad media con estatus de ser la única celebración eclesiástica con fecha precisa. Esto la convirtió en una referencia de suma relevancia no sólo en el ámbito religioso, sino también en el social y administrativo (la mayoría de los días señalados como ferias, mercados, coronación de reyes, pagos de rentas, ordenación de caballeros, se correspondían o tomaban como orientación las festividades religiosas).

Originalmente, los cristianos celebraban el Shabat de los judíos, el sábado, pero Constantino lo modificó para que coincidiera con el día de veneración pagana al sol: el domingo (sunday, en inglés).

miércoles, 23 de diciembre de 2009

NAVIDAD I

La Navidad es fruto de un proceso milenario que se pierde en la noche de los tiempos. Después de la Pascua de Resurrección, es la fiesta más importante del año eclesiástico.

Navidad proviene de “natividad” que viene del latín Nativitatem (Nativitas) que significa nacimiento y el mundo cristiano la aplica propiamente al nacimiento de Jesús de Nazaret, Jesucristo. Los angloparlantes utilizan el término Christmas, cuyo significado es “misa (mass) de Cristo”. En algunas lenguas germánicas, como el alemán, la fiesta se denomina Weihnachten, que significa “noche de bendición”. El nacimiento de Jesús que relata Mateo en su evangelio es el corazón de este ciclo festivo que, además, se celebra coincidiendo con el solsticio de invierno, que se extiende desde el 25 de diciembre hasta el 5-6 de enero, con la Adoración de los Magos (Epifanía) que cierra este ciclo.

Los símbolos de la Navidad evocan la idea de nacimiento y renacimiento del Sol, que muere con el día más corto del año para volver a renovar el ciclo. El sol nuevo era motivo de esperanza: la tierra se iría liberando paulatinamente de la infertilidad del invierno, para dar paso a las actividades agrícolas, a la era del trabajo y la fecundidad; en definitiva, a la posibilidad de sobrevivir. Para agradecer y estimular la regeneración del ciclo estacional se formaban grandes hogueras alrededor de las cuales se comía, bebía, cantaba y bailaba. Las fiestas que honraban este acontecimiento en la antigüedad se caracterizaban por su alegría.

Realmente, la Navidad no es una enseñanza bíblica porque, en la Biblia, no se encuentra nada relacionado con la celebración de la Navidad. Ni Pedro, ni Juan, ni ningún otro apóstol hacen mención a la Navidad como fiesta, por lo que se entiende que no la celebraron, ya que los primeros cristianos nunca celebraban un cumpleaños. En ninguno de los evangelios, Dios hace mención a que sus hijos celebren su cumpleaños. Los verdaderos cristianos sabían que ésta era una costumbre que observaban los paganos y ellos nunca celebraron sus cumpleaños. Por ello, con la instauración de la Navidad, también comenzó la celebración de los cumpleaños en occidente. En el siglo II de nuestra era (100 años después del nacimiento), los cristianos celebraban la Pascua de Resurrección y algunas otras festividades, pero nunca el nacimiento, ya que lo consideraban como una fecha irrelevante y desconocían absolutamente cuando podía haber acaecido.

Acerca del nacimiento real de Jesús, los relatos evangélicos (Lucas 2, 8-19) explican que los pastores se encontraban cuidando el rebaño de sus ovejas al aire libre y que el cielo estaba lleno de estrellas (poco probable que esto hubiera ocurrido en invierno en el hemisferio norte), algo que en Palestina sólo ocurre entre los meses de mayo y septiembre, especialmente en la vera del río Jordán, que se encuentra en las proximidades del Belén, Betania y Jericó, ubicaciones que pueden situarse en las proximidades del verdadero lugar de nacimiento. Por lo tanto, todo hace pensar que Jesús nació en algún momento del verano. La mayor parte de los estudiosos apuesta por el mes de agosto, fecha en la que no pocos cultos heterodoxos y revisionistas del cristianismo tradicional prefieren celebrar la Navidad. Tampoco está claro que el alumbramiento fuera a medianoche. Mismos obispos del Concilio de Nicea lo asimilaron con el culto mitráico (dios Mitra), que también se celebraba a medianoche.

Fechas que se suponían el nacimiento de Jesús: 20 de mayo; 28 de marzo; 19 ó 20 de abril y el 6 de enero. La iglesia armenia fechó el nacimiento de Jesús el día 6 de enero, así como la iglesia ortodoxa que en la actualidad sigue manteniendo esa misma fecha del 6 de enero, ya que ambas iglesias no aceptaron la reforma hecha al calendario juliano para pasar a nuestro calendario actual, llamado gregoriano, del nombre de su reformador, Gregorio XIII; otras iglesias orientales, egipcios, griegos y etíopes propusieron la fecha del 8 de enero. Para las iglesias orientales, la Epifanía es más importante que la Navidad, ya que es ese día cuando se da a conocer al mundo a Jesús en la persona de los extranjeros.

La Navidad no figuraba entre las fiestas de la iglesia antes del siglo V.