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lunes, 7 de septiembre de 2020

ICONOGRAFÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (II)

 


Santísima Trinidad

            Fides ómnium christianorum in Trinitate consistit” (La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad. S. Cesáreo de Arlés).

            El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe. Solo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por lo tanto, esta creencia afirma que Dios es un ser único que existe simultáneamente como tres personas distintas o hipostásis[1]: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres personas de la Trinidad son realmente distintas pero solo un Dios verdadero, tal y como aprendimos en el catecismo cuando lo memorizábamos como paso previo y “obligatorio” para hacer la Primera Comunión. Esto es algo posible de formular pero inaccesible a la razón humana; de ahí que se le considere un misterio de fe.

            Los cristianos son bautizados en el “”nombre” del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” y no en los “nombres” de éstos, pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso, su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad. El Padre es Dios, el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo no hay tres dioses, sino un solo Dios. En esta Trinidad, las Personas son coeternas y coiguales; todas, igualmente, son increadas y omnipotentes.

            La Trinidad es una; la unidad divina es Trina, por lo que a causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo. Cuando se habla de estas tres personas se cree en una sola naturaleza o substancia; se dice entonces que la Trinidad es consubstancial: las tres Personas tienen la misma esencia, la misma naturaleza divina, la misma sustancia.

            Podemos observar que la palabra sustancia es utilizada reiteradamente cuando se habla de la Santísima Trinidad. El motivo se debe a una terminología propia que la Iglesia debió crear cuando formuló el dogma de la Santísima Trinidad. Términos como “substancia”, “persona”, “hipostasis”, o “relación” tienen nociones de origen filosófico y su utilización por parte de la Iglesia desvincula la fe de la sabiduría humana, y asigna un sentido nuevo a estos términos, utilizados para significar un misterio inefable, “infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana”, en palabras de Pablo VI.

            Si nuevamente hacemos uso del diccionario de la lengua de la R.A.E., la palabra substancia o sustancia (es la misma palabra en dicho diccionario) viene a significar ser, esencia o naturaleza de algo, aquello que permanece en algo que cambia, aquello que constituye lo más importante de algo. Otra acepción sería la de una realidad que existe por sí misma y es soporte de sus cualidades o accidentes. La Iglesia, sin alejarse demasiado de estos significados, utiliza el término “substancia” (traducido a veces como “esencia” o “naturaleza divina”) para designar el ser divino en su unidad, ya que el problema central del dogma trinitario es justificar la decisión entre “substancia única” y triple “personalidad”. El término “persona” o también llamado “hipostasis” lo utiliza para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí. Ya en el primer concilio ecuménico de Nicea, celebrado en el año 325 a.C., se redactó el credo niceno, vigente casi en su totalidad en la actualidad, y en el cual se decía, y se dice: “… luz de luz, …, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre, …”, y que en la actualidad recitamos: “… de la misma naturaleza del Padre, …”, sustituyendo “consubstancial” por “de la misma naturaleza”, muestra tipo de la utilización que hace la Iglesia de esta palabra.

Imagen alegórica del Primer Concilio de Nicea (325).

Sin embargo se muestra el texto del credo niceno constantinopolitano

 del Primer Concilio de Constantinopla (381)

 con el inicial πιστεύομεν (creemos)

 sustituido por πιστεύω (creo), como en la liturgia.

            Los Padres de la Iglesia distinguen entre la “Theología” y la “Oikonomía”. Designan al primer término como el misterio de la vida íntima de Dios-Trinidad, mientras que al segundo lo utilizan para designar todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomía nos es revelada la Theología; inversamente, es la Theología quien esclarece toda la Oikonomía. Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; inversamente, el misterio de su ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Lo mismo podría decirse de las personas humanas: la persona se muestra en su obrar, y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprenderemos su obrar.

            Dios, además de poseer vida íntima, trata de explicarnos el misterio de la divinidad en forma de obras; podríamos equipararlas a procesiones: algo que sale de otro e implica cambio y movimiento. Puesto que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios Uno y Trino, la mejor analogía con las procesiones divinas la podemos encontrar en el espíritu humano, donde el conocimiento que tenemos de nosotros mismos no sale hacia afuera. El concepto que nos hacemos de nosotros mismos es distinto de nosotros mismos, pero no está fuera de nosotros. Juan Escoto Eriúgena, filósofo de época medieval, explicaba con estas palabras el conocimiento de nuestro propio ser: “Pues yo sé que existo, y sin embargo el conocimiento de mi me precede. Puesto que yo no soy distinto del conocimiento por el que yo me conozco; y si yo desconociera que yo existo, conocería el desconocer que yo existo. Y por eso, sepa o no sepa que yo existo, no careceré de conocimiento: en efecto, permanecerá en mí el conocer mi propia ignorancia”.

            Este proceder divino, esta procesión divina es algo que Dios obra hacia fuera de sí. El Padre engendra al Hijo donándole a Él, entregándole su substancia y su naturaleza, no en parte como acontece en la generación humana, sino perfecta e infinitamente. Lo mismo puede decirse del Espíritu Santo, que procede como el Amor del Padre y del Hijo. Procede de ambos porque es el Don eterno e increado que el Padre entrega al Hijo engendrándole, y que el Hijo devuelve al Padre como respuesta a Su Amor. Este don es un don en sí, porque el Padre engendra al Hijo comunicándole total y perfectamente su mismo Ser mediante el Espíritu. La Tercera Persona es, por tanto, el Amor mutuo entre el Padre y el Hijo, la que guía a la Iglesia hasta el conocimiento de la “verdad plena”, que procede como la voluntad que se mueve hacia el Bien conocido.

            Al contrario de lo que sucede en el mundo creado, donde las relaciones son accidentales en el sentido de que sus relaciones no se identifican con su ser aunque lo caractericen en lo más hondo, en el caso de la filiación en Dios, puesto que en las procesiones o proceder divino es donada toda la substancia misma, las relaciones son eternas y se identifican con la substancia misma. Esto es lo que ocurre en las tres relaciones Padre, Hijo y Espíritu Santo: no solo son eternas, sino que se identifican con las tres personas divinas, puesto que pensar en el Padre quiere decir pensar en el Hijo; y pensar en el Espíritu Santo quiere decir pensar en aquellos respecto a los cuales Él es Espíritu. Así, las Tres Personas divinas son tres Alguien pero un único Dios, no como se da entre tres hombres, que participan de la misma naturaleza humana sin agotarla. Las Tres Personas son cada una toda la Divinidad, identificándose con la única Naturaleza de Dios. Las Tres Personas son Una en la Otra. El Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Por eso Jesús dice a Felipe que “… quien le ha visto a Él ha visto al Padre.[2]  en cuanto que Él y el Padre son una sola cosa[3].

            Jesús, cuando se dirige al Padre en su oración, lo hace con el término “Abbá”, término usado por los niños israelitas para dirigirse a su propio padre. En el Antiguo Testamento, Yahwé era como un padre, pero después de haber hablado muchas veces por medio de los profetas, Dios habló por medio de su Hijo, revelando que Yahwé no sólo era “como” un Padre, sino que “es” Padre, indicando con ello que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente. Este lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Los padres humanos son falibles y pueden desfigurar la imagen de la paternidad; Dios trasciende la paternidad: nadie es Padre como lo es Dios. Por eso Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no solo lo es en cuanto es Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el cuál eternamente es Hijo en relación solo a su Padre. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo y aquel a quién el Hijo se lo quiera revelar.[4].

Abbá

Toda la vida de Jesús es revelación del Dios Uno y Trino: en la anunciación, en el nacimiento, en su muerte, en su resurrección; Jesús se revela como Hijo de Dios. Al comienzo de su vida pública, en el momento de su Bautismo, el mismo Padre atestigua al mundo que Cristo es el Hijo Amado y el Espíritu desciende sobre Él en forma de paloma. Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío del Espíritu Santo. Éste estará ahora junto a los discípulos y en ellos para enseñarles y conducirlos hasta la verdad completa. El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre. Es enviado a los apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre. El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.

            La Iglesia reconoce al Padre como fuente y origen de toda divinidad. Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: “El espíritu santo, que es la Tercera Persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma substancia y también de la misma naturaleza. Por eso no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el Espíritu del Padre y del Hijo.” (Concilio de Toledo, año 675 a.C.) Así mismo, el credo del Concilio de Constantinopla (381 a.C.) confiesa: “Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria.”. Hay una mutua y eterna relación del Amor que sale del Padre, toma del Hijo que es el Espíritu Santo. En último término, el Espíritu Santo es el amor recíproco que une en eterno diálogo al Padre y al Hijo y a nosotros mismos con ellos. Se puede decir que Dios en su vida íntima es Amor, que se personaliza en el Espíritu Santo.

            La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas ni separando las substancias: una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo, pero del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria y coeterna la majestad. Las personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo, y del don del Espíritu Santo.

            Según esta doctrina:

  • El Padre es increado e inengendrado, aunque es quien engendra. Es la Divinidad generadora. Se le atribuye la Creación.
  • El Hijo no es creado sino engendrado eternamente por el Padre. Es la divinidad generada. Se le atribuye la Redención.
  • El Espíritu Santo no es creado ni engendrado, sino que procede eternamente del Padre y del Hijo (según las iglesia católica romana) o sólo del Padre (según la iglesia católica ortodoxa). Es la divinidad procedente. Se le atribuye la Santificación y habita en los corazones de los fieles con el don de la caridad.

Toda actuación de Dios en la historia es obra conjunta de las Tres Personas, puesto que se distinguen solo en el interior de Dios, aunque cada una imprime en las acciones divinas externas su característica personal; se podría decir que la acción divina es siempre única. Esto lo podríamos asemejar a una familia amiga, que es fruto de un solo acto, pero para quien conoce a las personas que forma esa familia, es posible reconocer la mano o la intervención de cada una por la huella personal dejada por ellas.

Familia

La Santísima Trinidad es el misterio del Padre que eternamente engendra al Hijo en el Amor del Espíritu Santo. Sería el modelo originario de la familia humana. Cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, y está hecha para vivir en comunión con los demás hombres y, sobre todo, con el Padre Celestial.

            La perfecta unidad de las Tres Personas divinas es el vértice trascendente que ilumina toda forma de auténtica relación y comunión entre nosotros, seres humanos.”[5]. No se trata de que queramos entender el misterio de la Santísima Trinidad; esto es imposible. Jesús nos reveló ese misterio para mostrarnos el modelo de lo que deben ser las relaciones humanas de los cristianos. Nosotros debemos aportar nuestro granito de arena para mejorarlas y así vivir la unidad querida por Jesús “… que todos sean uno.”.

 

Clausula Filioque

            ¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué la Iglesia Ortodoxa celebra sus fiestas litúrgicas en otras fechas que la Iglesia Católica? ¿Por qué no se llevan bien ambas comunidades (no quiero decir que sus respectivos feligreses estén reñidos o enfrentados y se hayan perdido el respeto)? ¿Por qué esa separación si ambas, básicamente, tienen los mismos dogmas de fe, y creen en un mismo Dios? Las respuestas a estas preguntas tienen bastante complejidad, pero considero que sí se puede afirmar con cierta rotundidad que uno de los motivos de esa división o separación se encuentra en la Santísima Trinidad; más concretamente en lo que se ha venido llamando la “Clausula Filioque”.

            La clausula Filioque, o cuestión del Filioque, tuvo la importancia necesaria como para formar la base fundamental de las razones por las que se produjo el denominado “Cisma de Oriente”, la separación, como se ha sugerido, entre la Iglesia Católica de Roma y la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, separación que aún hoy día sigue vigente, aunque tanto el pontífice anterior, Benedicto XIII, como el actual, Francisco, han tratado de acercar posturas con escasos resultados por el momento.[6]

            La palabra latina “filioque” significa “… y del Hijo”, palabra incluida en el credo niceno-constantinopolitano que alude a la procedencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo. En concreto, la frase de la controversia en latín sería: “… qui ex Patre filioque procedit.”.

            El germen de todo este conflicto está en el siglo IV, en las sucesivas herejías[7]  que surgían en torno a la procedencia fundamentalmente del Hijo con respecto a Dios Padre. La corriente pensadora más crítica de aquellos años era el arrianismo, corriente fundada por Arrio (250-336), sacerdote formado en Antioquía y ordenado en Alejandría. Este sacerdote sostenía, en torno al año 319 a.C., que el Hijo no era coigual o coeterno con el Padre, sino sólo el primero y el más elevado de todos los seres finitos, creado de la nada por un simple acto de la libre voluntad de Dios. Para él, Dios Padre y Dios Hijo son dos personas distintas con una sola esencia. El Padre era eterno, la fuente de toda creación; el Hijo era creado, la primera y más importante de las criaturas del Padre, y por lo tanto, inferior a Él en dignidad. Esta corriente tuvo mucha influencia tanto en las iglesias de oriente como en las de occidente, generando verdaderos conflictos y litigios entre todas ellas.

Arrio

            Para tratar de calmar los ánimos y resolver los conflictos creados, el emperador Constantino convocó un concilio en el año 325 en la ciudad de Nicea, cerca de Constantinopla, el 20 de mayo, en la mañana de las fiestas de conmemoración de su victoria sobre Licinio, su rival. Esta asamblea ha pasado a la posteridad como el Primer Concilio Ecuménico (Universal), conocido como el I Concilio de Nicea. En este concilio, todos los obispos asistentes, trescientos según crónicas de la época (aunque imposible de confirmar ni siquiera en parte), debatieron cuestiones legislativas necesarias de resolver una vez terminada la persecución cristiana. Se aprobaron una serie de reglas, entre otras, relativas al modo en que los presbíteros y obispos debían ser elegidos y ordenados. Pero la cuestión más escabrosa era, justamente, la cuestión o corriente arriana.

            Después de tensos debates, e incluso alguna que otra agresión física entre obispos y presbíteros sobre la interpretación a su modo de diferentes citas bíblicas para resolver dicho conflicto, se llegó a la conclusión de la redacción y composición de un credo que expresara la fe de la Iglesia en las cuestiones que allí se estaban debatiendo. Finalmente se llegó a la fórmula del Credo de Nicea, o Credo Niceno, el credo cristiano más universalmente aceptado con el añadido de algunas clausulas. Debemos tener en cuenta que dicho credo no alude en modo algunas cuestiones trinitarias ni del Espíritu Santo, ya que, fundamentalmente, se compuso para combatir la herejía arriana. Por lo tanto, en él no se habla nada de la clausula filioque.

            Las primeras formulaciones trinitarias que aluden e incorporan la procedencia del Espíritu Santo aparecen en el año 374 de la mano de Epifanio, obispo de Salamina, cuando escribe:”… Espíritu Paráclito, increado, que procede del Padre y recibido por el Hijo y creído…”, continuándose en el año 381 con el Concilio de Constantinopla, en el que continúan debatiéndose y elaborándose un elenco de cuestiones indiscutibles de la fe. En dicho concilio se estableció lo que dicta el evangelio de San Juan, XV, 26, que el Espíritu Santo procede del Padre: “Credo in unum Deum … et in Spiritum Sanctum … qui ex Patre procedit.” (Creo en un solo Dios … y en el Espíritu Santo … que procede del Padre). Con ello se da origen básicamente al Credo Niceno-Constantinopolitano, credo largo, recitado hoy día.

            Sin embargo, la clausula filioque no fue añadida tampoco en este Concilio de Constantinopla. Hubo que esperar al Sínodo III de Toledo del año 589 para que fuera añadida, aunque para ello, el credo niceno-constantinopolitano tenía que adquirir carácter normativo, hecho que ocurrió en el IV Concilio Ecuménico celebrado en Calcedonia en el año 451.

            El III Sínodo de Toledo fue convocado por el rey visigodo Recaredo, y en él tuvo lugar la solemne conversión de los visigodos al catolicismo. Además, en este mismo Sínodo se produjo la añadidura del término “filioque” por el que se declaraba que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, quedando el texto como sigue:” Credo in Spiritum Sanctum qui ex Patre filioque procedit” (Creo en el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo).

            Pero como tantas veces ha ocurrido con temas de cierta envergadura y de difícil consenso, el tema de la clausula filioque no quedó zanjado definitivamente en dicho sínodo, ya que esta aseveración provocó importantes disidencias, por lo que de nuevo el Papa lo eliminó, dejando el credo como estaba, en el sentido de aseverar que el Hijo y el Espíritu Santo procedían del Padre. En el año 809, Carlomagno también tomó partido en este asunto y convocó el Sínodo de Aquisgrán, en el cual se solicitó al Papa León III que dicha clausula fuera aceptada por toda la Iglesia mediante su definitiva inclusión. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, dicha clausula fue rechazada, más por temor a la modificación de la formulación del misterio de la fe que por estar en contra de dicha doctrina.

Coronación de Carlomagno por el Papa León III

            Entretanto, las Iglesias de Roma y de Oriente continuaban divididas. La Iglesia de Oriente admitía solo la procesión del Padre, ciñéndose a la formulación original del año 325, olvidando el contexto occidental en que se había ido formando con el paso de los siglos la inclusión del filioque. Ello derivó en la ruptura total en el año 1054. Ambas Iglesias se separaron en el llamado Cisma de Oriente, separación que aún hoy día continua, siendo quizás la mayor diferencia el establecer cuál es la relación del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo; es decir, su procesión o procedencia. En definitiva, el filioque o clausula filioque.

            La Iglesia de Roma o Iglesia de Occidente celebró después de esta ruptura o separación otros dos concilios más para, entre otras cosas, apuntalar la clausula filioque, y reconocer la validez universal de dicha formulación.

            En el II Concilio de Lyon, celebrado el 18 de mayo del año 1274, se formuló la constitución acerca de la excelsa Trinidad y de la fe católica en los siguiente términos: “Confesamos con fiel y devota profesión que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, no como dos principios, sino como de un solo principio; no por dos aspiraciones, sino por una única aspiración.”. En el concilio de Florencia, celebrado en el año 1439 se añadió: “Definimos, además, que la adicción de la palabra Filioque fue lícita y razonablemente puesta en el Símbolo, en gracia de declarar la verdad y por necesidad entonces urgente.”.

            Anteriormente al afianzamiento de ese misterio de fe por ambos concilios, durante la coronación como emperador del Sacro Imperio de Enrique II en el año 1014, se recitó por primera vez en la historia el credo con la inclusión de la clausula filioque, previa solicitud de dicho rey al Papa Benedicto VIII, solicitud que fue aceptada por el pontífice. Esa autorización no debió gustar en demasía a la Iglesia de Oriente, ya que cuarenta años después se separó definitivamente de la Iglesia de Roma.


[1] Supuesto o persona, especialmente de la Santísima Trinidad.

[2]  Jn XIV, 6

[3] Jn X, 30

[4]  Mt XI, 27

[5] Juan Pablo II. Creo en Dios Padre, pag. 170

[6] Muy difícil está el asunto si nos atenemos a esta cuestión o controversia como vamos a ver más adelante; es sólo una opinión personal mía.

[7]  Hoy tratadas de herejías, pero en ese siglo tan sólo eran controversias o corrientes pensadoras, ya que no se había establecido aún el cristianismo como religión oficial de todo el imperio romano o de lo poco que quedaba de él.


sábado, 27 de julio de 2019

VÍRGENES NEGRAS (II) - MADRE-TIERRA DIOSA-MADRE MAGNA-MATER

VÍRGENES NEGRAS (II)
(Madre-Tierra, Diosa-Madre, Magna-Mater)
           

Como se ha podido comprobar en la primera parte de este miniestudio acerca de las vírgenes negras, las mismas no han aparecido ni por asomo;  tan sólo se ha realizado una breve introducción y una miniexplicación a la aparición del culto mariano y la “desaparición” del culto a la Madre-Tierra o Magna-Mater. Pero de negrura, nada de nada.

        La breve introducción puede considerarse como un punto de partida para comprender la aparición del culto a la Virgen María. Podrá estar mejor o peor enfocado, mejor o peor realizado, mejor o peor expresado canónicamente. Eso, para los más creyentes debe darles un poco lo mismo. Los feligreses católicos deben tener siempre presente lo que ha enseñado y enseña la Iglesia Católica. Para los demás, esta introducción puede servirles para comprender el trasfondo arquetípico que subsiste en el culto mariano. Para los más escépticos, quizás pueda serles más comprensible el enfoque sincrético para que capten la sacralidad de estos argumentos. Yo, haciendo uso de mi condición eclesiástica, me atrevería a recordaros las palabras dichas por el papa Juan Pablo II en 1984: “La Iglesia ayudará a todos los creyentes a respetar y a tener en gran estima los valores, tradiciones y convicciones de los otros creyentes… Siendo consecuentes con la propia fe, también es posible compartir, comparar y enriquecer las experiencias espirituales así como los caminos que llevan al encuentro con Dios.” Ese encuentre con Dios aludido por el papa puede darse en cada uno de nosotros con nuestro propio Dios, con nuestra propia creencia más interna e intensa, con nuestro propio significado final de nuestra vida, con lo más profundo de nuestro ser, siempre que ese dios profundo y faro de nuestra vida nos ayude a comprender a todos los demás que tienen un dios diferente al nuestro.
Juan Pablo II. Iglesia de Santa Eufemia. Ourense
Pero tanto unos como otros, creo que deberían tener claro que el culto mariano, mejor dicho, el culto a una divinidad femenina, es muy anterior al culto a Jesús como Hijo de Dios, con la correspondiente y consiguiente aparición del cristianismo.

Como ha quedado manifestado anteriormente, el culto a la tierra o Madre-Tierra se produce como consecuencia de las creencias antiguas acerca de la creación de la vida, de la similitud entre el parto de la mujer cuando nace un nuevo ser humano y la fertilidad de la tierra cuando produce los productos necesarios para la subsistencia del mismo. Ese binomio formado por una madre y por la tierra es el que crea esa divinidad Madre-Tierra adorada por todas las culturas desde que la humanidad es la humanidad, y cuando toma conciencia de la vida, la muerte y la regeneración de la tierra.

            Las culturas antepasadas neolíticas agricultoras encontraron una total analogía entre la fertilidad de la mujer y la de la madre naturaleza. Establecieron la identificación de la vida de la naturaleza con la vida femenina y sus funciones; ambas tenían las mismas funciones con respecto a dar la vida. La madre de familia y la madre naturaleza cumplen funciones equivalentes. Y así ocurre que la Madre-Tierra o Diosa-Madre se encuentre en los orígenes de todas las mitologías, incluidas las griegas y las del pueblo judío. En la raíz de todos los mitos históricos estuvo la creencia de una divinidad femenina: diosa que reunía los poderes fecundantes y fertilizantes de la naturaleza.

            La aparición y expansión del cristianismo trató de anular o de exterminar ese culto a la Madre-Tierra o Diosa-Tierra. Cuando tuvo conciencia que le era imposible su erradicación total, comenzó con un proceso sincrético para asimilar y transformar ese culto ancestral y considerado pagano en otro tipo de culto adaptado a las nuevas creencias que deberían regir a partir de ese momento.

            Isis, Artemisa, Diana, Kali, Cibeles, Démeter, Proserpina, Inanna, Isthar, Astarté, Tanit, Belisana. Todos ellos son nombres de diosas relacionadas con la Magna-Mater o Diosa-Tierra de diferentes culturas ancestrales, tales como la fenicia, la púnica, la egipcia o la celta. De algunas de ellas podremos tener más o menos conocimiento de su existencia pero muy pocos son los que las asocian a cultos de la Madre-Tierra, y muchos menos los que las asocian a la propia Madre-Tierra que engendran y dan a luz “niños divinos”; tal es el caso de la Isis egipcia, que da a luz a su hijo Horus incluso después de la muerte de su esposo Osiris, asesinado por su hermano Set.


Representaciones de Isis

            Y ahora os preguntaréis: ¿es posible que la Virgen María sea la misma imagen que Venus, Afrodita o que Cibeles, Hathor, Isthar y las otras divinidades? (No hace falta decir que dar una relación de todas las diosas de la antigüedad relacionadas con la Madre Tierra, y la época y función religiosa que cumplieron durante su adoración, no se adapta a la finalidad de este trabajo).

            Está claro que ningún buen católico se arrodillaría ante la imagen de cualquiera de las divinidades nombradas anteriormente, no ya por el tiempo y la época de unas y de otro sino por su significado religioso y dogmático. Sin embargo, todos los temas míticos atribuidos ahora dogmáticamente a María como ser humano histórico pertenecen (y pertenecieron en la época y lugar del desarrollo de su culto) a aquella Diosa-Madre de todos los seres, de quién tanto María como las otras eran manifestaciones locales: la madre-esposa del dios muerto y resucitado, cuyas primeras representaciones conocidas ahora se deben situar, como mínimo, hacia el año 5500 a.d.C. Es recomendable recordar las palabras que la diosa Isis (tampoco es tema para describir los hechos y acontecimientos relacionados con esta diosa egipcia) dirigió a su “iniciado” Apuleyo hacia el año 150 a.d.C.: ”Yo soy la madre natural de todas las cosas, señora y guía de todos los elementos, progenie primera de los mundos, la primera entre las potencias divinas, reina del infierno, señora de los que moran en los cielos, en mis rasgos se conjugan los de todos los dioses y diosas. Dispongo a mi voluntad de los planetas del cielo, de los saludables vientos de los mares, y de los luctuosos silencios del mundo infernal …. Mi divinidad es adorada en el mundo entero bajo diversas formas, con distintos ritos y por nombres sin cuento.

            Releyendo detalladamente estas palabras podemos hallar ciertas similitudes (salvando las distancias) con las letanías que actualmente se rezan el rosario “oficial” o canónico de la Iglesia Católica, lo que podría avalar ese sincretismo anteriormente aludido y poco cuestionado.

Izquierda: Isis. Derecha: Virgen María
           
De ese sincretismo también hablamos ya anteriormente. Cualquiera que sea creyente, ateo, agnóstico o de cualquier otra ideología religiosa lo entiende perfectamente. Pero el tema a tratar no es explicarlo, justificarlo ni desarrollarlo; tan sólo es enlazar las divinidades antiguas de la Madre-Tierra con la Madre de Jesús, la Virgen María, la Theotokos de Éfeso.

            A partir del concilio en esa ciudad y el Concilio de Calcedonia (451), el culto a María, amparado en la “legalidad sincrética”, fue poco a poco asimilado por toda la población, aunque ésta nunca dejaría de asimilar la naturaleza y “lo femenino” con la tierra y, más concretamente, con el color de la tierra fértil: negra, oscura.

            Su avance entre la población no estuvo exento de altibajos, teniendo especial relevancia el siglo VIII, con el reinado de Carlomagno, cuando éste decidió sustituir o frenar su culto para centrarse fundamentalmente en el culto a Jesús; se trató de frenar cualquier vestigio de su adoración y divinidad,  poniendo el foco exclusivamente en la figura de Jesús como Hijo de Dios. Carlomagno eliminó o prohibió cualquier representación de la Virgen María, aduciendo que tales figuras representaban divinidades creadas por el ser humano, no por Dios. Hubo que esperar a la época cisterciense, con San Bernardo de Claraval a la cabeza, para el resurgimiento, florecimiento y asentamiento del culto mariano.

                Carlomagno

            Ese resurgimiento coincide en el tiempo en un momento históricamente cercano al Milenio, donde confluyen la tradición celta cristianizada, la cristiano visigoda y las romanas oriental y occidental. A ello se unió la aparición de las órdenes monásticas, siendo los anteriormente citados cistercienses una de las más importantes. Fue el resurgir de una tradición, de un culto, el resurgir de María, Nuestra Señora, Notre Dame.

            A San Bernardo de Claraval se le conoce como el “Doctor Mariano”. Se adelantó a su tiempo al considerar a la Virgen María como medianera de todas las gracias y poderosa intercesora nuestra ante su Hijo. A él se le deben las últimas palabras de la Salve: ¡Oh Clementísima!, ¡Oh Piadosa!, ¡Oh Dulce Virgen María! También él fue el que utilizó las frases del Apocalipsis para referirse y designar la Virgen María: “Una gran señal apareció en el cielo, una mujer vestida de sol, la luna bajo sus pies, y la corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Apocalipsis 12,1) (¿Os habéis fijado en cualquier representación escultórica o pictórica de la Inmaculada Concepción? ¿Lleva corona de doce estrellas y una media luna a los pies?) Pero como contradicción, siendo San Bernardo tan devoto de María, no aceptaba la creencia ya extendida en su tiempo de la Concepción Inmaculada de María. Él siempre declararía que su opinión al respecto la sometía a la autoridad de la Iglesia[1].

San Bernardo de Claraval
            Aun así, nunca se olvidó por completo a la Madre-Tierra, y en aquellos lugares donde hubo un santuario dedicado a la Madre-Tierra, se instaló un santuario a la Virgen, pero con una nueva particularidad: la Virgen a la que se comenzaba a venerar era una Virgen negra, en clara alusión al color oscuro de la tierra. Pero la negrura de su tez no representaba sólo y exclusivamente la  tierra, sino también evocaba a grutas, cavernas, criptas,  etc.; en definitiva, el seno de la tierra en el que la vida se elabora en lo negro, que a su vez nos remite inmediatamente al seno materno. Nuevamente aparece  la  relación de la Madre-Tierra con todo el misterio de la vida, la gestación del  trigo en la tierra, la gestación del embrión en el vientre de  la madre. En lo profundo del  cuerpo materno se esconde la luz del mundo. Fertilidad, fecundidad.



[1] San Bernardo también fue un fervor defensor de la Orden del Temple, cuyos freires también llamaban Nuestra Señora a la Virgen María. Numerosas catedrales, iglesias y ermitas están o estuvieron bajo la advocación de dicha Notre Dame; hay quien incluso atribuye el título de Notre Dame al culto a María Magdalena en vez de a la Virgen María por parte de los templarios. Dichos freires difundían el culto a María Magdalena como madre del linaje de Jesús, pues éste, según los templarios, habría tenido descendencia. Tampoco es un asunto a tratar en este minitrabajo, toda vez que todo lo relacionado con el Temple acerca de este tema deberíamos tratarlo con la máxima prudencia y discreción ya que, con la desaparición de los mismos, desapareció casi toda la documentación sobre ellos, y lo que ha llegado a nosotros está todo basado más en conocimientos y transmisiones orales que escritos.