viernes, 6 de mayo de 2016

LA PINTURA EN EL ARTE ROMÁNICO (I)



          ¡Ala chicos! ¡Vamos pa’dentro! Recoger el balón, coger vuestras cosas e ir pasando. Vamos a dejar el partido de fútbol y tomar partido en nuestro tema estrella: el Arte Románico. ¡A ver si se os da mejor que el fútbol, porque con sotana aún me muevo mejor que vosotros! ¡Y eso que estamos en la plaza! Si estuviéramos en un campo de fútbol de verdad, veríais quien soy yo. En el seminario, cuando jugaba con mis compañeros al fútbol, no podían conmigo. Me los regateaba a todos. Jugar a un “gol reñío” contra mí era perder seguro. Y si jugábamos un partido de fútbol normal, cuando “echaban pies”, me pedían a mí primero. ¡Y jugábamos con sotana y todo! Nada de quitarse ropa molestosa. Allí jugábamos tal cual voy ahora. Eso sí, con algunos años menos. Todos íbamos vestidos iguales, con sotana negra, y todos sabíamos qué compañeros eran de un equipo y cuáles no. No nos hacía falta llevar ningún globo rojo atado en la oreja para saber quién era de un equipo y quién era de otro. ¡Como no nos veía nadie! Nosotros nos la apañábamos solos.

         En fin, eran otros tiempos, ni mejores ni peores; simplemente, otros tiempos.

         Bien. Nuestro tema románico de hoy trata sobre la pintura, pero no de la pintura tal y como vosotros estáis acostumbrados a mirarla (el que la mire): cuadros de un artista o de otro representando tal o cual tema, como un paisaje, una figura humana, una cara, un bodegón. No, no me estoy refiriendo a ese tipo de pintura. Me refiero a la pintura que había en el interior y exterior de las iglesias y templos de aquellos años del Románico.

         Veo algunas caras de asombro y extrañeza, pero es verdad lo que os digo: todas las iglesias, templos y ermitas estaban pintadas, tanto por fuera como por dentro. Lo que ocurre es que con el paso del tiempo, la fragilidad de los materiales empleados y la mano demoledora del hombre, se ha perdido la casi totalidad de la pintura románica; tan sólo alguna queda gracias a los museos, a los investigadores y a los restauradores que están haciendo una labor impagable para salvaguardar lo poco que queda. Gracias a ellos y a estas personas podemos admirar esos frescos (así es como se llama estos tipos de pintura) tan valiosos por un lado y tan preciosos y espléndidos por otro.

Recreación pictórica virtual del interior de la ermita de San Baudelio.
Casillas de Berlanga (Soria)

          Pero como todo tiene un principio, como digo muchas veces, comencemos por él.

         La última fase que se llevaba a cabo en el lento proceso constructivo de una iglesia románica era la que comprendía la decoración pictórica de sus muros, ábsides y bóvedas. La mayoría de las iglesias románicas protegieron sus paredes con enlucidos pictóricos que servían tanto para decorar como para instruir con sus mensajes a las gentes que buscaban el amparo espiritual de sus muros. Al mismo tiempo, en el interior, los fieles dirigían sus rezos y plegarias a una serie de imágenes de Cristo, la Virgen y los santos que formaban el mobiliario sacro de este tipo de templos.

         Por desgracia, la imagen que presentan en la actualidad la totalidad de estos edificios religiosos y civiles nada tiene que ver con la realidad. El hombre románico que levantó esos edificios no concebía la idea de sus interiores sin pintar, sin decorar. Pintaba sus templos e iglesias tanto para instruir como para decorar y, como parte fundamental, para resguardar la piedra, tanto del interior como del exterior, de la inclemencias meteorológicas, tratando de aportar una durabilidad mayor en el tiempo. Una vez más, ha tenido que ser la mano del hombre la que despoje a estos edificios de su cromatismo, alejando la imagen actual que ofrecen de su verdadero aspecto original. Desde el siglo XIX hasta la actualidad, las sucesivas restauraciones y reparaciones que se han llevado a cabo en templos e iglesias románicas han eliminado de sus muros cualquier resto pictórico que aún pudiera quedar en ellos, dando más valor a la piedra desnuda, desfigurando el lenguaje arquitectónico y creando conceptos e imágenes que jamás llegaron a existir. Estas lamentables actuaciones consideraron y consideran, erróneamente, que la piedra como material noble debe estar a la vista, suprimiendo los encalados y privando a las iglesias y templos de su ambientación tradicional. A fuerza de piquetazos fueron eliminando encalados posteriores que bajo ellos subyacían pinturas románicas originales, perdidas de esta forma irremediablemente para siempre. Mejor suerte tuvieron aquellas que fueron ocultadas por retablos renacentistas y barrocos, siguiendo la moda imperante de aquellos años. Con la posterior retirada de éstos, se han podido salvar, restaurar y mantener en museos decoración pictórica de incalculable valor artístico e histórico.


         Lo que el hombre aún no ha podido cambiar con relación a sus iglesias y templos ha sido el mantenimiento de la función litúrgica y religiosa para la que fueron creadas (esto lo digo casi con la boca pequeña, porque hoy día hay multitud de iglesias y ermitas en las que no se celebra oficio divino alguno, y están mantenidas y en pie con la única y exclusiva función de servir de marco “perfecto” e “idóneo” para representaciones teatrales y musicales, o bien como salas de exposiciones, permanentes o temporales). A la vez de esa función litúrgica y divina, las iglesias proporcionaban a sus feligreses una protección y una seguridad de la que carecían en su vivir cotidiano. El estamento religioso se aprovechó de esa “inseguridad ciudadana” para recordar a sus feligreses los peligros que acechaban al hombre y los castigos que se impondrían a quienes violasen las leyes de la moral cristiana. Para inculcar y hacer comprender a todos ellos estas premisas, utilizaron el lenguaje visual basado en imágenes que recordaban lo negativo de este mundo y las excelencias del Paraíso. En las distintas escenas se encontraban, al tiempo del mensaje divino, los principios que regían la vida real de aquel momento, como la sumisión, la obediencia, el acatamiento del poder o la valoración del sufrir diario.

Creación de Adán y el Pecado Original. Ermita de la Veracruz de Maderuelo (Segovia)

Frontal de los arcángeles. MNAC (Barcelona)

          Para llevar a cabo esta docencia, las paredes de las iglesias se cubrieron de bellos murales pictóricos en los que el artista expresaba los postulados didácticos y espirituales que le imponía la jerarquía eclesiástica. Los propios contemporáneos eran conscientes de la función aleccionadora que tenía la decoración mural dentro de los recintos sagrados. Los testimonios dejados por algunos de ellos son bastantes elocuentes, como el de Honorius Augustodunensis que, alrededor de 1130, señalaba en su De gemma animae la función de la pintura: “Las pinturas de los techos son como el ejemplo de los justos, que representan el ornamento acostumbrado para la iglesia. Las pinturas se realizan por tres razones: en primer lugar para que sean leídas por los laicos; en segundo lugar, para que el edificio se adorne con dicha decoración, y en tercer lugar, como un recuerdo de nuestros predecesores en la vida.” (lib I, cap XXXII).

         Sin embargo, no todo el estamento religioso estaba de acuerdo en esa función docente de la pintura. San Bernardo de Claraval, máximo rigorista de la Orden Cisterciense, estaba totalmente en contra de estas pinturas, de las que opinaba que eran una afrenta contra la pobreza al tiempo que favorecían la distracción de los fieles. Reivindicaba la simplicidad de los enlucidos, y en su Instituta Generalis Capituli del Concilio General del Císter, anteriores a 1152, se acordó lo que podríamos denominar pobreza y austeridad estética: “Prohibimos que sean hechas esculturas o pinturas en nuestras iglesias o dependencias monasteriales, porque mientras se presta atención a tales cosas, se descuida el provecho de una meditación o la disciplina de la seriedad religiosa.” (Instituta nº 20).

         Una vez más debo repetiros y yo reiterarme en que hay que desterrar la idea equívoca de una arquitectura románica desnuda y descarnada que nada tiene que ver con la realidad de la época en que fue creada. Las partes que integraban las iglesias y templos románicos no obedecían en su construcción a una simple ley de funcionalidad o de estética, sino a una idea más trascendente, como era la del templo de Dios en la Tierra, y los ciclos pictóricos que adornaban sus muros querían mostrar al ser humano y al fiel que se encuentra inmerso en el culto divino, cómo su vida forma parte de esa historia que se narraba. Él era parte importante, en definitiva, del mensaje de Cristo.

         Esto lo supo aprovechar el pintor románico, beneficiándose de una arquitectura efectista basada en las combinaciones armónicas de los volúmenes y las masas, pero le acarreó otro problema, como es el sometimiento al marco arquitectónico y a la adaptación a un soporte basado en figuras geométricas: semicírculo, semicilindro, cuarto de esfera, cuadrado, rectángulo, etc. De todas estas figuras, el cuarto de esfera que formaba el ábside era el que concentraba mayor atención, ya que su forma cóncava era la que más se asemejaba a la bóveda celeste, expresión a su vez del espacio divino.

         La pintura románica se centraba primordialmente en la cuenca absidial, y desde allí, tenía su difusión en sentido radial hacia los arcos presbiteriales y en dirección a la nave. A estos últimos espacios se les reservaba un tipo de representación más narrativo respecto a las figuraciones simbólicas expuestas en el ábside. Era y es, además, en el ábside el punto hacia el que convergen las miradas de los fieles, y el lugar donde se coloca la mesa del altar. Se convertía de esta forma en el espacio idóneo para la representación de la divinidad, Maiestas Domini o Pantocrator (Dios Todopoderoso, creador y juzgador), acompañada de la corte celestial. A veces ocupaba este lugar la figura de la Virgen. La parte intermedia del hemiciclo de la cabecera quedaba normalmente reservada para el colegio apostólico y el resto de los muros para representaciones hagiográficas o pasajes del Antiguo o Nuevo Testamento.

Pantocrátor. San Isidoro. León

Ábside. Santa María de Taüll. Taül (Lérida)


          Como podéis apreciar, poco a poco, pasito a pasito, vamos conociendo mejor la pintura románica. Su procedencia o sus raíces proceden del mosaico bizantino, en concreto sus siluetas, realizadas mediante rayas grandes y figuras hieráticas, inamovibles. También tiene parte de su procedencia en las miniaturas de los códices mozárabes, con estilizaciones dibujísticas, pliegues paralelos y rasgos desorbitados, que contribuyen a que los esquemas bizantinos pierdan su carácter de fría impasibilidad para asumir la representación de las pasiones humanas.

         Por tanto, la pintura mural románica es una pintura bidimensional, sometida a un soporte que viene determinado por la arquitectura. Puede definirse como una pintura de “primer término”, en la cual las imágenes se valoran mediante el trazo negro de las siluetas y por un cromatismo definido determinado por una paleta básica de colores.

         Sin embargo, esa unicidad y simplicidad en la expresión pictórica, además de su procedencia bizantina, no impide que en España podamos apreciar y diferenciar claramente la existencia de dos zonas o tendencias pictóricas: la zona catalana y la zona castellana, ambas también de procedencia bizantina.

         La zona catalana, de tendencia italo-bizantina, se extiende desde allí a otros países europeos. Se caracteriza porque mantiene un estilo netamente bizantino (colorida rico en contrastes, figuras rígidas, solemnes, …). Se utilizan tonalidades muy fuertes: azules, rojos, blancos, contrastando y con fondos divididos en franjas lisas. El modelado imita el bizantino: manchas rojas y redondas en mejillas y frente. También trazan líneas paralelas con tonos claros y oscuros con el fin de dar algo de volumen, sin que esto suponga que la luz intervenga en la ambientación de la obra.

Frontal de altar de Aviá. Berguedá.
Visitación a Santa Isabel

San Juan Evangelista. Iglesia de San Fructuoso.
Bierge. Somontano de Barbastro (Huesca)

          La zona castellana de tendencia franco-bizantina, llamada así porque fue en Francia donde se constituyó, se caracteriza por sus fondos claros y por el realismo expresivo que anima a las figuras. Es una pintura más narrativa que la anterior, utilizando tonalidades más suaves y fondos lisos. La luz es uniforme, clara, sin contrastes de claro-oscuro. El fondo es liso y en él no aparece el paisaje ni la arquitectura, no requiriendo sugerir espacio.


Pantocrator del ábside de la iglesia de San Justo. Segovia.

Mensaje evangélico. Iglesia de San Justo. Segovia

          Y ya que estamos metidos en faena, vamos a enumerar algunas de las características más importantes que pueden definir a la pintura románica. Veamos.

·         Dibujo grueso que contornea enérgicamente la silueta y separa un trazo negro cada superficie cromática, resultando en las figuras su carácter de silueta. Con esta intensificación se explota el poder del dibujo para la construcción de formas.
·         Colores puros, sin mezclas, planos, contrastados y calientes para que la luminosidad salga del color. Son poco variados aunque hay una predilección por los tonos vivos y brillantes. Con ellos se obtienen efectos violentos y con los que se quiere expresar muchas veces algún simbolismo medieval.
·         Carencia de profundidad y luz. No hay ningún tratamiento de la luz. Las figuras se recortan sobre un fondo sin proyectar formas ni generarse volúmenes por la existencia de un foco luminoso dominante. Completa carencia de profundidad, lo que aumenta aún más la geometría de las figuras, que se disponen en posturas paralelas a manera de relleno de un plano, y con frecuencia resaltan sobre un fondo monocromo o listado en franjas horizontales de diversos tonos. Al no mezclarse los colores las escenas carecen de vibración lumínica.
·         Composición yuxtapuesta (¡y otra palabreja p’al cubo de la Guada!), con preferencia por las figuras frontales y por la eliminación de cualquier forma que rompa el plano, por lo que las figuras carecen de movimiento; se trata de una rigidez de carácter religioso (hieratismo). No encontraremos volumen ni perspectiva.
·         Carencia de proporcionalidad, inexistente. Las cabezas, los pies y las manos aparecen más grandes que el resto del cuerpo.
·         El muro se prepara al fresco (no a la fresca ni con frío, sino que el fresco es una técnica pictórica que utilizaron los pintores románicos y que aún hoy día se sigue utilizando). Lo hacían de una forma tan concienzuda que después de arrancadas las pinturas (más adelante veremos cómo se hacía), quedan restos de siluetas en la cal. Los toques finales se daban al temple (otra técnica pictórica), lo que contribuía a mantener la viveza de los colores.
      Despreocupación por ser fiel reflejo de la realidad, puesto que la función de la pintura románica, así como de este arte en general, es que los fieles piensen más en el mundo transcendente, en el mundo del más allá que en el mundo terrenal, por lo que el realismo no es vital.
Descendimiento o Viga de la Pasión


Anuncio de los pastores. Panteón de los Reyes (León)

          Como podemos apreciar, la pintura románica es un arte antinaturalista, en la que el artista románico prefiere plasmar vivencias religiosas antes que reproducir formas reales. De este antinaturalismo se deduce la ausencia de paisaje. A veces los gestos del Cristo en Majestad o Pantocrator, rodeado de los símbolos evangelistas (tema preferente en los ábsides) poseen la grandeza de las amenazas apocalípticas. También está presente el Juicio Final representado normalmente en el muro de los pies de la iglesia a modo de última advertencia antes de salir del templo. Escenas del Antiguo y Nuevo Testamento suelen estar representadas en los muros laterales. El espacio interior románico, salvo en el caso de órdenes monásticas austeras (recordad la Orden Cisterciense comentada anteriormente), no se ven revestidas de pinturas murales. Ello supone una envoltura protectora de carácter santificante.

Rostro del Pantocrator. San Vicente de Taül (Lërida)

          Después de todo este rollazo y del aluvión de información acerca de la pintura románica y, sobre todo, después de tanto tiempo “conviviendo” con el Románico, estoy seguro que ninguno de vosotros os estaréis preguntando si hay pintura románica en Torralba, puesto que la respuesta la sabéis de sobra. Eso no quiere decir que no pueda haber pintura mural más moderna que la románica (¿como por ejemplo gótica?) en alguna ermita de Torralba. ¿En cuál de ellas creéis vosotros que pudiera haber pintura mural en sus paredes? ¿En cuál estáis pensando? Recordar fechas de construcción de las ermitas de Torralba. Sí, en la ermita del Cristo. En esa creo yo también que pudiera haber pinturas murales. ¿Creo que puede haber o que realmente las hay? ¿Qué las hay y no interesa sacarlas a la luz por muy diversos motivos que no alcanzamos a comprender por falta de información o formación técnica? Me da en el olor que en este tema pudiera haber gato encerrado; es sólo un pálpito, pero mi longevidad en el tiempo me hace pensar estas cosas. ¿Serán cosas de la edad? Creo que el pálpito tiene más que ver con la experiencia y el conocimiento del ser humano que con la edad. Ahí lo dejo o, mejor dicho, ahí lo dejamos.

         Retomando nuevamente la pintura románica, no debemos olvidar la forma constructiva que tenían los templos e iglesias románicas: pequeño tamaño en general, una gran solidez constructiva, y una muy tenue iluminación interior, ya que era sobre todo, iluminación natural. Para dar más valor, iluminar y acentuar la pintura interior, los artistas románicos tuvieron que esforzarse por conseguir una paleta cromática muy viva que realzara la pintura mural y absidial y, dentro de ésta, subrayar la jerarquía de cada elemento, figura, personaje o escena. Por lo tanto, el colorido desempeñaba un papel tan importante como la propia estructura lineal del dibujo.

         En la pintura románica imperaba el gusto por los colores vivos y muy intensos, como ya sabéis. Para conseguirlos, los pintores recurrían frecuentemente a las materias que procedían de los tres reinos de su entorno natural: el mineral, el vegetal y el animal. A pesar de que se utilizaban a menudo colores provenientes de los pigmentos naturales, también proliferó la fabricación de pigmentos sintéticos, hechos por la alquimia (en alguna que otra ocasión hemos hablado de pasada de la alquimia), ya que los colores resultantes gustaban más, eran más puros que los naturales. Esta variedad en la generación y creación de colores implicaba que un buen pintor románico conociera tipos de mezclas de pigmentos, incompatibilidades entre ellos, qué aglutinantes eran los más adecuados, o la cantidad y el tipo de capas de colores necesarias para crear determinados efectos pictóricos.

         De los tres reinos aludidos anteriormente que formaban el entorno natural, buena parte de los pigmentos de la pintura románica se obtenían de minerales o tierras presentes en la naturaleza; algunos de ellos eran importados de ultramar, aunque la mayoría eran de fabricación local. Los pintores molían los minerales y las tierras finamente y eliminaban las impurezas con filtrados y lavados hasta convertirlos en pigmentos adecuados para pintar.

         El color blanco se obtenía de la propia cal que podía utilizarse en un estado semilíquido, disuelta en agua, para que se solidificase directamente sobre la pared al igual que los demás colores, o bien como cal ya trabada, que recibe el nombre de Blanco de San Juan.

         El color negro obedecía a tres modalidades diferentes: el negro vegetal, que se obtenía al quemar sarmientos; el negro de humo u hollín, producido por la combustión de determinadas grasas, y el negro de huesos, que apenas se usaba al fresco ya que se convertían en polvo espontáneamente al perder el agua en su cristalización o solidificación.

         Los pigmentos más asequibles eran obtenidos de las tierras naturales vivas en óxido de hierro, conocidos como ocres, que podían presentar tonalidades variables, como el amarillo, el naranja, el rojo o el marrón. Otros pigmentos se extraían de materiales brillantes, como el cinabrio, un mineral de mercurio producido principalmente en las minas de Almadén (sí, aquí mismo, en nuestra provincia. ¡Y luego digo que Ciudad Real no tenía nada que ver con el Románico!), que daba un rojo intenso, o también su versión sintética, llamada bermellón, que se obtenía mezclando azufre y mercurio.

Frontal de altar. L’Urgell (Lërida)

          Para crear el color amarillo, el pigmento preferido era el oropimente, un mineral compuesto de arsénico y azufre de color limón muy venenoso, que además de ser muy valorado por su color amarillo brillante que recordaba al oro, era también prescrito con finalidades terapéuticas, como por ejemplo para tratamiento de la piel y de los pulmones, aunque nos cueste un poco creerlo, ya que, como hemos dicho antes, el oropimente es altamente tóxico debido al arsénico que contiene, componente mortal para el ser humano. También fueron comunes los minerales azules y los verdes con base de cobre, aunque este último solía crearse combinando un pigmento azul y otro amarillo. No ocurría lo mismo con el azul, sobre todo en la zona de Cataluña, donde se utilizaba el azul autóctono, proveniente de la aerinita, un mineral muy abundante en el Pirineo y, por lo tanto, muy barato y fácil de obtener (me imagino que sabéis ubicar correctamente Cataluña y los Pirineos en un mapa, entendiendo la facilidad de su obtención), muy utilizado en la pintura mural. Sin embargo, el pigmento azul más precioso y mejor valorado por los pintores románicos era el lapislázuli, una piedra semipreciosa originaria de Afganistán, de color azul intenso, que se empleaba en obras muy exclusivas y en muy poca cantidad, ya que su coste era muy elevado.

         Otra forma que tenían los pintores románicos de obtener los colores era por medio de la alquimia, esa filosofía hermética y esotérica (¡palabreja p’al cubo la Guada!) que buscaba la piedra filosofal para transmutar los metales en oro y conseguir el elixir de la vida eterna, convirtiéndose de esta manera, y con sus experimentos, en los verdaderos precursores de la química actual. Ellos mismos fabricaban químicamente sus propios pigmentos, siendo los más utilizados en el Románico el albayalde para el color blanco, el verdigris para el verde y el berbellón y el minio para el rojo. No os voy a explicar mucho más sobre estos nombres de colores y su obtención porque si no los ronquidos se oirían en Siberia. Bastante tenemos ya.

         Si los pigmentos no los podían extraer de la tierra o no los podían crear químicamente, estaban obligados a conseguirlos en otras tierras, siendo las tierras lejanas de oriente las más codiciadas para ello. Ya hemos dicho que el lapislázuli provenía de Afganistán, mientras que de un arbusto de las Indias Orientales se obtenía el azul índigo, un color azul muy empleado para teñir la indumentaria de los altos dignatarios orientales y que todavía hoy, en su versión sintética, se emplea para teñir los pantalones vaqueros, los llamados pantalones tejanos o blue jeans. ¿Cómo se os ha quedado el cuerpo? ¡Desde el Arte Románico se viene utilizando el color de los pantalones vaqueros! ¡Qué cosas! ¿Verdad? ¡Para que luego digáis que no aprendemos nada nuevo con este rollo romaniqueador!

         Esos exóticos azules, junto con los púrpuras obtenidos de unos caracoles marinos que se encontraban principalmente en las costas del Mediterráneo Oriental, constituían los colores de importación más preciados y lujosos del momento. Así pues, su uso en obras de arte estaba relacionado siempre con el encargo de poderosos patrones.

         Pero si había un color caro y simbólico pos sí mismo ese era el oro, el color de la luz de Dios. El pintor románico empleaba el oro para simbolizar la luz divina, puesto que su brillantez estaba asociada a la luz de Dios. El oro poseía un gran simbolismo religioso y, por tanto, era el metal más valorado para revestir los objetos sagrados. Se empleaba en la pintura pero también en otras artes como la orfebrería, miniaturas e incluso para recubrir los hilos de las vestiduras litúrgicas. Obviamente, debido a su alto coste, el oro no se podía emplear de forma habitual en la decoración artística.
  
         Bueno, ¿qué os ha parecido esta primera parte de la pintura románica? Curiosa, sobre todo, ¿verdad? Nuevamente se pone de manifiesto cómo aquellos artistas tenía que idearse formas de trabajo y de obtención de colores de una forma totalmente empírica y autodidacta, nada que ver con lo que tenemos hoy día. Realmente estaban día a día ensalzando ese dicho que dice que “hacían de la necesidad una virtud”, no solo en la pintura o en el arte, sino en cualquier faceta de su vida.

         ¡Hasta pronto!

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