viernes, 29 de mayo de 2015

LA ESCULTURA EN EL ARTE ROMÁNICO




          ¡¡Chaaachoooss!! ¡Pero venir pa’ca’! (este es un saludo torralbeño que se utiliza para llamar a los chicos cuando están jugando o … ¡vaya usted a saber!, fuera de nuestro alcance fonético normal. Suele hacerse de pie, con una mano levantada y agachando mano y tronco al tiempo que se grita la onomatopeya diminutiva) ¡Que hoy toca romaniquear! Míralos. Ya van entrando en varas. Se nota que les va picando el gusanillo, y, a poco que les digas algo del Románico, vienen ellos solitos, no solo sin rechistar, sino que, además, sus caras desprenden alegría, una alegría contagiosa que intento llevar a cualquier parte y persona. Espero conseguirlo algún día, pero mucho me temo que …

         Hoy hablaremos de la escultura en el Arte Románico, un tema muy amplio y con un gran poder desarrollador pero que intentaré resumirlo lo máximo posible y centrarlo únicamente en España, con el fin de no cansaros ahora que parece que comenzamos a llevarnos bien. Solo faltaba que por una pedantería mía echáramos todo el trabajo realizado hasta ahora con vosotros por la borda, como suele decirse.

         Como todo en la vida, también la escultura en el Románico tiene un origen o punto de partida. En este caso, será nuevamente la caída del Imperio Romano nuestra parrilla de salida en este tema.

         Me imagino que conoceréis, o, al menos recordaréis, que durante el tiempo que duró el Imperio Romano, sus artistas realizaban esculturas, tanto bustos como de cuerpo entero, llamadas de bulto redondo (pueden contemplarse desde cualquier punto de vista a su alrededor) las cuales se caracterizaban por un gran realismo y naturalismo. Admirabas una de esas esculturas o bustos y te podías hacer una idea muy precisa y cercana de la fisionomía real de esa persona a la que habían querido representar. Eran como auténticas fotografías en piedra o mármol. Pero a medida que el Imperio Romano iba decayendo (nada es eterno), la escultura se va empobreciendo en la misma medida y proporción, hasta reducirse a meros y pobre relieves con la invasión de los pueblos germánicos, llegando a un periodo prerrománico en el que se puede decir que la escultura, prácticamente había desaparecido de la cultura del hombre (si es que tenía).


Friso
de la ermita de Santa María. Quintanilla de las Viñas (Burgos)

          Tuvieron que ser los monjes cluniacenses (¡no! Esta vez la cabra no tira al monte; es la realidad), junto con la reforma gregoriana y la llegada de los monjes y curas, también franceses, los que impulsaron ese nuevo tipo de arte. Con la llegada del Arte Románico pleno a España, ésta se abrió a Europa (¡ya éramos europeos por entonces!) con el rey Sancho el Mayor de Navarra como máximo adalid, continuando la apertura su hijo Fernando I y su nieto Alfonso VI, reyes ambos económicamente generosos tras el pago de un canon a la abadía de Cluny para la construcción de iglesias y templos en toda la parte septentrional de España. Esta apertura europeísta trajo consigo el cruce de los Pirineos de nobles cruzados antimusulmanes, comerciantes, artesanos, burgueses que, instalándose en el norte de España, impulsaron la economía española, sobre todo en esa parte norte, la “reconquistada” o libre del poderío musulmán, que la parte meridional de España aún padecía.

         Sin embargo, ese florecimiento y ese aperturismo no influyó para nada ni mejoró las condiciones de vida de la mayor parte de la población. El campesino, los “laboratores”, en una grandísima mayoría seguían siendo iletrados, analfabetos e ignorantes. La escultura cumplió con ellos una función didáctica y pedagógica, explicando a ese pueblo iletrado y analfabeto determinados acontecimientos y conceptos. Esta didáctica de la escultura es la que produce el renacimiento de las artes figurativas en los siglos románicos. En estos años en los que la cultura sólo estaba al alcance de unos cuantos privilegiados, la Iglesia se preocupó de enseñar la religión con arreglo a un método práctico: haciendo sencillos catecismos y tratados religiosos en piedra para que los hombres los grabasen en su mente con los ojos. El lugar donde se plasman estos catecismos son los templos, los cuales aparecen recubiertos de esculturas, sobre todo en el exterior, con objeto de atraer la atención de los fieles que transitan por sus alrededores.

         Esta finalidad eminentemente instructiva, y su plena integración en el edificio, es esencial para comprender su extraordinario desarrollo e importancia y, al mismo tiempo, es la que da origen a sus características.

         Las imágenes mostradas en las esculturas románicas formarán parte de un discurso, de un sermón programado en el que se acompañarán incluso de la pintura mostrada en el interior de los templos e iglesias románicas. Si la iglesia lo permite, habrá diferentes discursos complementarios y, si se encuentra en un recorrido de peregrinación, el discurso se irá conformando entre las iglesias románicas a recorrer a partir de los contenidos dejados en las portadas. La figura, el icono, representan mejor la idea que la palabra, sobre todo porque no todo el mundo, como hemos dicho antes, sabía leer. Actuaba como conocimiento y estímulo siempre en la dirección moral y religiosa deseada.

         La escultura sirve para ilustrar, para catecumenizar, para preparar al iletrado “homo románicus”. En las representaciones se procura destacar la conciencia viva del pecado, el temor a la condenación y la necesidad del arrepentimiento, de ahí el gran desarrollo del tema del Juicio Final; el pecado toma forma repelente, y para representar al demonio se acude muchas veces a formas de animales y monstruos. El mensaje que transmitirá es doctrinal, apocalíptico, terrorífico, desagradable, además de bello y esperanzador. Lo representado debía servir a los principios catequéticos y morales de la Iglesia, con relatos de las Sagradas Escrituras, a la vez que corregía los vicios sociales y las desviaciones propias del ser humano: la lujuria, el robo, la maledicencia, etc., lo que conllevaba un aumento en la plasticidad de los ejemplos y un agudizamiento en el ingenio de la representación. Los oficios, las luchas, las peleas, las fábulas antiguas, la etnografía en general también eran asuntos informativos de la escultura.


Sueño de José. Estella (Navarra)


          Sus fuentes, por tanto, serán la Biblia en su totalidad y los Evangelios, tanto canónicos como apócrifos, esos que la Iglesia no reconoce como “oficiales” pero que tanto apoyo moral y didáctico han aportado y están aportando a la vida del ser humano, y …¡mirar quién lo dice!.

         El pensamiento cristiano viene marcado por una concepción dualista. Hay dos reinos irreconciliables y en constante oposición: l luz y las tinieblas; el bien y el mal; el ángel y el diablo; el alma y el cuerpo; la naturaleza y lo sobrenatural. El hombre, para la salvación de su alma, debe apostar por la luz, el bien, lo sobrenatural. Y, en consecuencia, tiene que dar muerte dentro de sí a la vida sensible y sensual; deba aniquilar el placer que produce la belleza natural y material, lo que hay de seductor en la naturaleza. La consecuencia no puede ser otra que exigir la muerte del cuerpo que es caduco. 

         Las derivaciones de esta nueva mentalidad a nivel estético son claras. Se pone fin a la imagen-mimesis que defendían los griegos. Si el mundo físico no es más que el asiento del mal hay que trascenderlo para llegar a Dios: el arte no debe ir dirigido a los ojos del cuerpo sino a los del alma.

         Los principios mundanos también se hacen valer como demostración de que ambos universos existen, y que su representación conjunta no es más que la normalidad más absoluta de la vida común, mezclando las grandes teofanías con las cuestiones más usuales y cotidianas de las gentes. Podríamos decir que la escultura no era más que los comics de la época que ilustraban las funciones y disfunciones del mundo que les había tocado vivir; una especie de televisión interactiva que mostraba las novedades del momento, que en realidad no eran tan novedosas, pero sí que lo era la forma de representarlas. Esa representación es lo verdaderamente valioso en el Arte Románico, ya que, debido a la fisionomía de los templos e iglesias que éstas proporcionaban, daba como resultado una soberbia maleabilidad y eficacia a la arquitectura, proporcionándole una riqueza y unas señas de identidad que, muchos siglos después, mantienen su encantador y apasionado atractivo.

         Las imágenes representadas nada tienen que ver con el naturalismo romano conseguido en su pleno apogeo, como ya hemos comentado con anterioridad. Ese naturalismo se pierde y perdido está, debido fundamentalmente a que las imágenes ocupan lugares que no permiten ese naturalismo. No se busca una representación natural, sino la puesta en escena de elementos sugeridores de conceptos, tanto religiosos como mundanos. El marco obligará a diseñar las imágenes bajo criterios de geometría que faciliten su comprensión y asimilación, obligando al artista a superar el ansia en la ocupación del espacio disponible en las iglesias y templos, y no dejar ninguna superficie sin aprovechar; el llamado “horror vacui”.

         La escultura aparece, por tanto, supeditada a la arquitectura, es monumental y aparece destacada en las partes más importantes del edificio: portadas, capiteles, arquerías, etc. Esta subordinación de la escultura a la arquitectura hace que también tenga carácter decorativo, embellecedor propio de la construcción.

Tímpano de Moradillos de Sedano. (Burgos)


          La escultura del Románico queda así sentenciada. A partir de aquí, tendrá que ajustarse a los condicionantes de la arquitectura: ha surgido la ley del marco. Ante todo, el artista no se amedrentará. Si tiene que contorsionar las figuras lo hace, y si tiene que adaptar la composición, lo hace también. No se está buscando una representación natural, sino la puesta en escena de los elementos sugeridores de conceptos, de aquellos conceptos que el interlocutor traerá a su mente en una primera “lectura”, en un primer viaje de venida.

         Los muros verticales en su unión con las techumbres serán el lugar de los canecillos, y los puntos de unión de las columnas con los arcos serán ocupados por los capiteles. En los parteluces, las jambas, los dinteles, tímpanos, etc.; el espacio está delimitado por la arquitectura.

         Como dijimos antes, en el Románico no existe la naturalidad romana, no hay proporcionalidad, desaparece la belleza y la realidad del mundo clásico. Este arte no busca ahora la perfección de las formas, sino exclusivamente que las figuras transmitan a los fieles las vivencias interiores, los mensajes religiosos transcendentes. Para ello no tiene ninguna importancia la deformación de las imágenes, siempre que se busque la expresión anímica de los personajes y las formas. Los cuerpos se alargan, se agrandan las partes expresivas de éstos, como los ojos y las manos; las piernas se entrecruzan, y las extrañas contorsiones y posturas extravagantes pululan en todo el ámbito románico como sugeridoras de emociones y estados de ánimo. El resultado final no puede ser menos que una figura humana muy antinaturalista. Nunca aparecen retratos, sino unas formas estereotipadas con las que se quiere representar a toda la Humanidad o a las personas divinas. Esto hace que nos dé la impresión de que todas las figuras se parecen.

La resurrección de Läzaro. Capitel del
claustro del monasterio de
San Juan de la Peña (Huesca)

          De igual forma que las figuras muestran un parecido que a la vez las hace poco reconocibles, la temática representada también informa e ilustra al “homo románicus” sobre los mismos contenidos religiosos, con la redención y la salvación eterna como última finalidad de su vida en ese valle de lágrimas feudal en la que se ha convertido. Pero aún siendo la temática religiosa la fundamental y principal, existen también decoraciones geométricas vegetales y de animales, tanto fantásticos como monstruosos, todos ellos de origen oriental.
Capitel de San Esteban. San Esteban de
Gormáz
(Soria)

          Cuando hablamos en capítulos anteriores de los elementos distintivos del Arte Románica, hubo uno del que no hablé mucho, por no decir nada. Me refiero al capitel, y lo hice adrede para que fuera en este capítulo de la escultura donde le concediéramos toda su valía, ya que en todo el Arte Románico, quizás sea el elemento más admirado y a la vez más reconocible de todos cuántos componen este arte artístico-religioso. Posiblemente sea el elemento más estudiado y al que más horas han dedicado tanto profesionales de la historia del arte como meros aficionados. Por esta razón considero más acertado hablar del capitel románico en este tema escultórico, ya que todo lo representado en él engloba las características más importantes de la escultura románica.




         El capitel románico es, ante todo, el exponente de la plástica del momento, ya que en estas piezas exentas o adosadas, se concentran especialmente las decoraciones escultóricas. Dentro del edificio románico cumple una doble función: estructural e ilustrativa. En él apoyan los arcos que sostienen a las bóvedas, las arquivoltas de las portadas y ventanales, los arcos de las galerías porticadas e, incluso a veces, rematan las columnillas que soportan las mesas de altar. Es el punto de transmisión de cargas de bóvedas y arquerías hacia el suelo. Simbólicamente es el elemento interpuesto entre la bóveda celeste y el sustento del templo a imagen de los intercesores celestiales.




         Desde un punto de vista más estético, el capitel románico deriva del capitel clásico corintio, de modo que uno de los motivos más utilizados en su ornamentación es la vegetación, especialmente las hojas de acanto (planta perenne, con hojas grandes, alargadas y espinosas), aunque el helecho (ahora sí que sabéis qué planta es, ¿no?) también es empleado con mucha asiduidad, o incluso ese tipo de vegetación formada por una sencilla hoja plana rematada en una bola colgante y que constituye uno de los prototipos más reconocibles del Románico.
Capitel Sala Capitular. Monasterio de
Monsalud.
Córcoles (Guadalajara)
          Pero más que la vegetación, lo que más atrae de los capiteles románicos es la decoración figurada que en la mayoría de los casos aportan al conjunto escultórico de las iglesias y templos.


         Esta decoración de figuras suelen encontrarse en el arco triunfal, en los capiteles que sustentan las arquivoltas de las portadas, en los que sustentan los arcos de ventanas y galerías porticadas, además de arcos formeros y fajones, y, cómo no, en todas las galerías claustrales de los monasterios. En todos ellos podemos encontrar representadas escenas del Antiguo Testamento (Sansón desquijarando al león; Daniel en el foso de los leones; sacrificio de Isaac), y también del Nuevo Testamento (nacimiento, adoración de los Reyes Magos y pastores, matanza de los inocentes, Última Cena, sueño de José, Resurrección), así como un sinfín de manifestaciones de la vida cotidiana del hombre de la Edad Media, como músicos, bailarinas, guerreros, artesanos, comerciantes, escenas de los trabajos de los distintos meses del año que se reproducen en forma de calendarios, e incluso multitud de escenas escatológicas que pueden llegar a sonrojar a más de uno de nosotros (¡claaaro! ¡a mí también!; sabía que lo estabais pensando). Aún así, una de las representaciones que más llama la atención es toda la colección de monstruos y animales fantásticos y mitológicos representados en sus contornos, escenas de simbología y entendimiento irresolubles incluso, en muchos casos, para los mismos escultores románicos, tan acostumbrados a tallar en piedra aquello que el teólogo redactor le dictaba, sin preocuparse ni tan solo un ápice del tratar de entender aquello que estaba tallando. Ese elenco animalístico se ha convertido en otro de los motivos frecuentes en la escultura capitalina del Románico, como son los grifos, arpías, basiliscos, sirenas y centauros.

         Para terminar este pequeño apéndice escultórico dedicado al capitel románico, os muestro alguno de los más famosos de toda la infinidad de ellos que hay, incluyendo a dos animales monstruosos-fantásticos comentados anteriormente.
        
Navidad Románica. San Juan de Duero
(Soria)

Capitel puerta sur. San Vicente
(Ávila)

Sanson y el león. Iglesia de la virgen
de la Peña
Sepúlveda (Segovia)

Caín y Abel. Claustro de monasterio de
San Juan de la Peña
(Huesca)

Matanza de los inocentes. Santa
Cecilia. Aguilar del Campoo
(Palencia)


          Os han gustado? Os habréis dado cuenta que son muy ilustrativos. Plasman muy bien, con cierto realismo y rigor histórico, diversas escenas del Nuevo y Antiguo Testamento. No olvidemos que debían enseñar sin decir palabra, sin moverse, sin ni tan sólo mímica. ¿No os recuerdan a esos chistes que hay en los medios escritos que el único texto que aparece es “Sin palabras”, ya que toda la explicación del mismo está implícita en el mismo dibujo? Pues aquí, igual. Con un “Sin palabras” del escultor nos viene a explicar y enseñar cualquier tema religioso que se propusiese, a la vez que también a nosotros nos deja “sin palabras” y atónitos ante su contemplación.

         ¿No nos olvidamos de algo antes de dar por concluido este capítulo? ¿Seguro? Si no recuerdo mal, en todos los capítulos hemos hablado de tres periodos “casi” perfectamente delimitados en el tiempo en los que se suele dividir el Arte Románico cuando se trata de analizar cualquier característica suya. En la escultura ocurre igual, aunque quizás no tan acentuada en esos delimitados periodos. Veamos.

         Después de la sorprendente sequía escultórica desde la caída del Imperio Romano hasta mediados del siglo X, los artistas de la piedra comienzan a aumentar el tamaño de sus obras, aportando a éstas un carácter más monumental. Pasan del bajo relieve a la escultura de bulto, en una concepción rápidamente asimilada tanto por los teólogos redactores del programa iconográfico como por los propios arquitectos y escultores de las iglesias románicas, que encuentran en esta forma de expresión una vía de extraordinario valor para su decoración exterior e interior.

         Durante la Alta Edad Media, tanto en Europa como en España, había poca predisposición a la figuración y, por tanto, a la escultura en general. Será el Románico quién recuperará la escultura, y concretamente en España, al igual que sucediera con la arquitectura, las primeras manifestaciones de la escultura se darán en el siglo X en toda la zona de Cataluña. Las obras desarrolladas serán bastante toscas, con capiteles y los frisos como únicos elementos decorados con figuras planas y con poco relieve. Las iglesias de San Genís les Fonts, San Andreu en Sureda o Santa María de Arlés quizás sean de los mejores exponentes en esta primera fase escultórica en España.


Santa María de Arlés

San Andreu de Sureda

San Genís les Fonts

          En el siglo XI, la escultura del Arte Románico en España es introducida en León y Galicia, fundamentalmente, de la mano del rey Fernando I, su esposa doña Sancha y su hijo Alfonso VI, los grandes valedores y financiadores de la abadía de Cluny, en Francia. La obra cumbre de este periodo o en esta primera fase de iglesias románicas es el Panteón de San Isidoro de León, con capiteles relacionados con la vida de Jesús, figuras rechonchas labradas con cierta rudeza que constituyen escenas completas en iglesias románicas. Todo ese conjunto imaginero será superado por las puertas del Cordero y la del Perdón o Descendimiento.


Puerta del Cordero. San Isidoro (León)

Puerta
del Perdón. San Isidoro (León

          Durante este siglo XI se produce el empujón en la peregrinación a Santiago, concentrándose en su camino buena parte de la construcción del Románico: Frómista, Iguacel, Jaca, Loarre, etc. La catedral de Santiago comienza su andadura milenaria, donde el maestro Mateo comienza a dar sus primeros golpes en la Puerta de Platerías. Y es para finales de ese siglo cuando el cenobio de San Juan de la Peña y el claustro del monasterio de Silos comienzan a albergar a trabajadores de la piedra y grupos de eclesiásticos, consiguiendo en este último claustro quizás la más magistral obra del Arte Románico netamente española,

Duda de Santo Tomás.
Monasterio de Santo Domingo de Silos
(Burgos)

Discípulos
de Eamús. Monasterio de Santo Domingo de Silos (Burgos)


          El auge del Camino de Santiago, la reconquista y todo el repoblamiento que se produce en la mitad norte de España durante todo el siglo XII, atraen a escultores de Francia y de otras zonas, como Irlanda, que comienzan a trabajar en muchas y diversas iglesias románicas en España. Será durante este siglo XII cuando se realice la gran portada de Santa María de Ripoll, en Cataluña, así como la portada de Sangüesa, Navarra, donde ya se comienza a denotar el alargamiento de las figuras. Las obras en la catedral de Santiago de Compostela avanzan a buen ritmo, iniciándose también en este siglo el Pórtico de la Gloria, que verá su conclusión en 1211. En Aragón y Castilla y León se manifestará toda una escuela de escultores irlandeses, atisbándose a lo lejos una ligera pero continua transición al Gótico. La Cámara Santa de Oviedo, la iglesia de San Vicente en Ávila y el anteriormente referido Pórtico de la Gloria de Santiago de Compostela anuncian la plenitud del humanismo gótico, con los gestos y variedad y posiciones de las manos, de las figuras, la amabilidad de los rostros y la individualización de los personajes.

Columnas-estatuas. Puerta sur. San
Vicente (Ávila)
          Algo novedoso que se producirá durante este siglo y a lo largo de toda la transición al Gótico será la escultura funeraria desarrollada en el interior de las iglesias o templos románicos, que tratará de inmortalizar a altos cargos nobiliarios o eclesiásticos también como preludio a esa humanización desencadenada e imparable.

         Como imparable es nuestro recorrido por todo el Arte Románico, dividiéndolo en diversas etapas a cual más interesante, ¿no creéis? Unas os podrán gustar más o menos, pero estaréis conmigo en que todas ellas están muy interrelacionadas, unas se basan en las otras, y las otras en las siguientes, y las siguientes en las primeras. Un círculo que se cierra continuamente y en el que a nosotros nos gusta estar dando vueltas continuamente en él, sin marearnos, aprovechando cada vuelta como si fuera la final, como si esto se acabara, que se acabará, pero que, de momento, continuaremos girando y avanzando en este recorrido románico.

         ¡Hasta pronto!