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viernes, 5 de febrero de 2016

DON INO Y EL NUEVO PASADO


       Aquellos que poco a poco me vais conociendo (¡no! los que escarbáis en mi vida no. Me refiero a los que leeis mis epílogos póstumos) denotareis que soy muy claro y tajante a la hora de valorar lo que hay en la actualidad, hoy día, y no esperar a que pasen los años para darle el valor que no se le dio cuando se pudo y se tuvo que hacer por no tener valor de enfrentarse a la gente que devaluaba, infravaloraba y, por qué no decirlo, despreciaba lo que había en ese momento.

         Tengo el convencimiento (aunque no sé la razón del por qué eso es así ahora y no antes) que lo que os gusta y en lo que estáis obcecados en la actualidad es en lo antepasado, en lo antiguo, en lo que hubo y que el propio ser humano se encargó de hacer desaparecer para ahora, de nuevo, tratar de sacarlo a la luz cual tesoro escondido y a la espera de ser redescubierto por alguien necesitado porque la vida le ha tratado mal. Actualmente se ensalza y se magnifica aquello que sucedió, se construyo o se instauró hace décadas, como si cuando ocurrió no fuera lo mismo que se ve, se oye, se utiliza o se paladea en la actualidad.



         Fiestas patéticas y desvirtuadas tratando de imitar formas de vestir de décadas anteriores malavenidas con música de esa etapa (no siempre) de vuestra (que no mía) historia. Reuniones carnavalescas teatralizadas y camufladas en intereses económicos y particulares. Reconstrucciones (que no rehabilitaciones) de lo que pudo haber sido y no se está seguro de que fuera. Restauraciones de aquello que desapareció por el propio paso del tiempo y de la vida y su empecinamiento en su recuperación pero adaptándolas al nuevo estilo de vida social y personal. Actos más encaminados a buscar el perdón por haber participado en su desaparición o demolición que en la función que puedan desarrollar hoy día o el beneficio que puedan aportar a la persona y a la sociedad. En definitiva, hacer algo por hacer, hacer para que la gente no se olvide de ese alguien “promotor” y “motor” de penas y “quejíos”, motivador y creador de expectativas fatuas.

         Pero, sinceramente, creo que en el trasfondo de todo ese ensalzamiento anticuario, lo que de verdad hay es vanidad, pura, dura y mucha más vanidad. Da la sensación que el hombre de hoy está solo en el mundo, se encuentra solo rodeado de personas que a su vez se encuentran solos y necesitan cierta actividad para hacerse notar, para dejarse ver, para clamar: ¡Eh! ¡Que estoy aquí! ¡Miradme! ¡Soy yo! Esas exclamaciones no tratan de gritarlas por medio de actos hacia los demás, actos donantes, sin contraprestaciones económicas ni besuconas. La exclamaciones las orean a los cuatro vientos cuando han conseguido ser el centro de atención y los “jefecillos” de esas “nouvelles” recuperaciones, rememoraciones, que, como he dicho en numerosísimas ocasiones, no pueden ni deben ser lo mismo, ya que se crearon cuando se crearon y para lo que se crearon y desaparecieron porque dejaron de cumplir la función para la que se crearon. Tratar de refundarlas de nuevo es, además de una falta de respeto hacia su función primigenia, devaluarlas, quitarles todo el valor que en su día tuvieron.

         Pero eso no se tiene en cuenta. Lo que de verdad vale, y sobre todo se busca, es recordar no lo que se está haciendo en sí mismo, sino quién lo está haciendo; tan sólo eso, quién. No busquéis motivos (convencimientos y consuelos habrá a montones), no busquéis causas (más de los mismo), no busquéis porqués, ni dondes ni cuandos. Buscad al quién, al necesitado, al solitario en busca de personas, al ávido de reconocimientos vitales para su vida.

         Si antes os decía que se buscaba enaltecer la vanidad, ahora no estoy tan seguro de que sea sólo eso. Creo que también hay algo de desdicha y soledad a partes iguales estas dos últimas. El tratar de salir de ambas hace que se vuelque en la vanidad, que se utilice como válvula de escape para tratar de dejar atrás lo que realmente se es y con lo que se está de acuerdo en seguir siéndolo. Como no se tiene fe ni fuerza en mirar hacia el futuro, se suele mirar hacia el pasado, ya hecho, ya conformado, ya extinto, pero olvidado. Tratar de recuperarlo puede suponer una inyección de autoestima, no por lo que pueda o deje de representar, sino porque se hace algo con lo que uno se encuentra contento consigo mismo, es fácil de realizar, se olvida lo que se es o lo que se quiere ser en futuro, y se centra en lo que fue tratando de olvidar también lo que pudo haber sido cuando ocurrió esa época que trata de rememorar.

         Formas de autoconvencimiento hay infinidad, pero formas de convencimiento hacia y para los demás no hay tantas; quizás el empecinamiento injustificado pueda ser una (no digo la única) pero sí creo que es la más utilizada y usada además de ser la menos convincente y la menos justificada. ¿La menos democrática podríamos decir también?

         A mí me tocó vivir la vida y los años que me tocaron. No había otros, ni yo pude elegir nacer antes o después de mi tiempo. Mi vida transcurrió y se desenvolvió como la de cualquier otra persona de mi época y, una vez cumplido mi cometido, me fui. Hice lo que tuve que hacer y para quienes lo tenía que hacer (esa profesión elegí) y no fue nada extraordinario ni reseñable. Si durante mi vida tuve la mirada puesta casi siempre en el pasado fue para tratar de mejorar el futuro de venideros, sin contraprestaciones ni besuqueos, sin nada a cambio ni salidas a hombros; totalmente altruista y, sobre todo, convencido que mi labor y mi trabajo tenían que estar siempre al servicio de los demás. Pero esa labor y ese trabajo eran tareas nuevas, diferentes y diferenciadoras. Miré al pasado para preparar el futuro, con miras de facilitar la vida a mis sucesores (no familiares precisamente), mis prójimos, mis hermanos. Jamás me anclé en el pasado para divertir a mis venideros, sin ni tan siquiera saber quiénes eran (obviamente no habían nacido).

         Hoy día se mira al pasado pero con ánimo de quedarse en él, de aprovecharse de él, de utilizarlo como nuestra propia válvula de escape como detonador de lo que se quiere eliminar de uno mismo, como única solución de evadirse de sus problemas. De paso, si podemos conseguir notoriedad y popularidad, mejor que mejor, poniéndole mala cara a quién nos considera más vanidosos que filantrópicos.

         La vuelta al pasado no debería de utilizarse con ese formato. No debería provocar un estancamiento vital actual. No debería ser motor social ni personal. El pasado ahí quedó, estuvo y desapareció por propia ley de vida, pero no podemos resucitarlo, mucho menos aprovecharnos de él como motor personal y económico. Esto último podría tomarse como una grandísima falta de respeto hacia todas aquellas personas que tienen buenos recuerdos de él. Grandes y felices momentos de su vida están envueltos en esa nebulosa del pasado, y ver como personas tratan de apropiarse de él casi en beneficio propio les puede resultar muy difícil de llevar y nunca de aceptar. La apropiación y aprovechamiento del pasado solo debería servir para mejorar el futuro; tan solo como rampa de lanzamiento o impulso inicial. Nunca como nueva forma de vida. Eso jamás se conseguirá (a.D.g.) y se podrá seguir respetando a toda esa infinidad de personas que lo adoran como quizás la parte más feliz de su vida.

         Juan Antonio Vallejo Nájera, en su libro “Concierto para instrumentos desafinados” contaba la grandísima tristeza en la que cayó un anciano cuando murió su mujer. El médico trataba de ayudarle a salir de su tristeza y superar su muerte y él le contestó:”Doctor, no me quite la pena, es lo único que me queda de ella.

         No quitéis lo bonito del pasado; es lo único que nos queda de él.

sábado, 10 de enero de 2015

DON INO Y EL RELEVO GENERACIONAL


         Saliéndome una vez más por las múltiples y espléndidas tangentes que nos ofrece el Románico, me gustaría llamar vuestra atención en el modo de vida de las gentes que convivieron con ese arte. Una vida dura y llena de penalidades que trataban de apaciguar, a modo de descanso, con las fiestas que entre semana tenían, creando con ello unas tradiciones que, en la mayoría de los casos, han perdurado hasta nuestros días. Todas ellas estaban relacionadas, ¡cómo no! con la Iglesia, pues eran mayoritariamente fiestas religiosas ligadas a sus labores y faenas agrícolas y ganaderas. Hoy día, múltiples grupos y asociaciones tratan de “recuperar” ciertas tradiciones que con el tiempo han desaparecido, consiguiendo en la mayoría de las veces, un esperpento charlotariano muy alejado de la verdadera realidad. Si las tradiciones han desaparecido, lo han hecho por la misma razón por la que se crearon, y su desaparición es irrecuperable tal y como fueron creadas. Todo lo que se quiera hacer desde su desaparición hasta nuestros días es puro teatro callejero que ofende más que recupera. El tiempo pasado se fue, pero eso no quiere decir que tengamos que olvidarlo. Debemos basarnos en él para mantener lo que nos queda de estas fiestas y tradiciones, y es en ese punto, y no en otro, donde debemos enfocar nuestros esfuerzos, tanto los que ahora estamos como los venideros, verdaderos herederos y mantenedores de ellas.


         Pero mucho me temo que la pérdida no tiene camino de retorno; su final ha comenzado. Podríamos enumerar múltiples causas de esa pérdida pero yo me centraría, fundamentalmente, en el relevo generacional, en ese grupo de personas (adolescentes y jóvenes en la actualidad) que tienen en sus manos, al menos, mantenerlas. El por qué no hacerlo también tiene múltiples facetas y lecturas. Ahí va la mía, mi esbozo personal de tan situación.


         El germen de una tradición brota cuando un grupo de personas, en un tiempo y espacio muy determinado, desarrollan unos actos o crean unos acontecimientos que se van transmitiendo de padres a hijos, de generación en generación. Mientras las variables de espacio y tiempo se mantengan, las tradiciones conservan todo su esplendor, pudiendo incluso afianzarse aún más si las generaciones venideras mantienen constante una variable más, además del espacio y del tiempo: la variable social. Ésta está totalmente condicionada por el lugar donde se desarrolla la tradición y por la época en la que lo hace. La unión de ambas variables modelan la social, creando una sociedad muy específica y estable en ese tiempo y lugar. Esa estabilidad social afianza las tradiciones, que, a su vez, dan valor definitorio a las sociedades, y así sucesivamente; lo que comúnmente se llama “la pescadilla que se muerde la cola”.


         Esa relación circular podría desembocar en una sociedad muy estable pero a la vez muy conservadora, cerrada, introvertida, impenetrable, poco dada a cambios y a desarrollos. Pero la historia nos ha demostrado en más de una ocasión que las sociedades, afortunadamente, evolucionan y avanzan, son más abiertas y más dadas a los cambios, lo cual favorece la perspectiva de futuro de sus miembros. Sin embargo, esa evolución social puede tener su contraprestación en la modificación de las variables tiempo y espacio que conforman las tradiciones. Una sociedad evolucionada infiera una evolución de la época en la que se está desarrollando y del espacio donde tiene lugar. Si la pescadilla se sigue mordiendo la cola, las tradiciones evolucionarían, por lo que llegaría un momento en que éstas perderían todo su fundamento de mantenerse, pues se han modificado los gérmenes que las crearon. Esto acarrearía la obligatoria desaparición de las tradiciones, pues los gérmenes que las crearon no tienen ahora los mismos condicionantes que en su fundación.

         La pérdida o desaparición de tradiciones (a partir de aquí podemos sustituir la palabra tradición por fiesta) es un hecho doloroso, incluso inaceptable por aquellas personas que durante muchos años de su vida lucharon por mantenerlas vivas, pero según se muestre la evolución social, puede ser un hecho irreversible en mayor o menor plazo, pero un hecho final y terminal. Tan sólo podría haber un atisbo de esperanza si las generaciones venideras pudieran adaptar esa evolución y avance social al mantenimiento de las fiestas y tradiciones; es lo que yo llamo el “relevo generacional”. Mientras la sociedad siga adelante sin pararse a mirar hacia atrás y no sea consciente que lo que se va consiguiendo con el avance proviene en su totalidad de lo creado en el pasado, las fiestas y tradiciones tienen los días contados. Si los nuevos miembros de las nuevas sociedades no quieren ser conscientes de esa interrelación imprescindible de pasado-futuro, gran parte de las fiestas y tradiciones que definen y diferencian a nuestros pueblos y ciudades, se ven abocadas a su total desaparición. Una pena, pero también una realidad.


         En las sociedades anteriores a la que actualmente estamos generando, las numerosas fiestas anuales desahogaban un poco las labores rústicas, manuales y artesanales fundamentalmente, de sus miembros. Todas ellas tenían un significado claro dependiendo de la época del año en la que se celebraran, salvo las fiestas fijas anuales como la Semana Santa y la Navidad. Se celebraban en el día señalado como comienzo o final de una etapa bien agrícola, bien ganadera, bien estacional. A nadie se le pasaba por la cabeza una modificación festiva: iría en detrimento de su propia vida social, incluso de su propio ciclo vital anual. Por ello, se mantenían en el tiempo generación tras generación, tradicionalmente.


         Actualmente, la sociedad ha cambiado. Técnicamente ha evolucionado de una manera brutal casi sin dar tiempo a que sus miembros se adapten a ellas. La inmediatez que se ha generado, aparte del desprecio al esfuerzo y la falta de autodisciplina, no permite pararse a pensar ni siquiera en el momento actual. Todo avanza sin que el presente acampe entre nosotros. Los miembros de la nueva sociedad, el relevo generacional al que me estoy refiriendo, no ha sabido adaptarse paulatinamente a esa imperante velocidad social; bastante tienen con lo que hay delante como para pararse a pensar lo que había detrás. Resultado: una total banalización y trivialización no sólo del pasado, sino también del momento presente. La inmediatez que padecen les obliga, cuál adicción dañina, a actuar según le van surgiendo pensamientos e impulsos. No valoran la idoneidad de sus actos; los ejecutan como autómatas tal y como les vienen a la cabeza, todos al unísono, como robots programados para tal o cual tarea.


         Si ya para el momento presente no tienen ninguna capacidad cognitiva para valorarlo, olvidémonos de que puedan valorar el pasado, la heredad de sus padres, abuelos y bisabuelos, entre las que se encuentran las tradiciones y, por ende, las fiestas. Para el relevo generacional no hay tradiciones, no hay fiestas. Ellos son los que deciden cuándo es fiestas y de qué tipo se trata; qué es lo que hay que hacer ahora y cómo hay que hacerlo. Todo ello programado en el casi hoy mejor mañana, pero nunca con vistas a su pasado, a su historia, a su verdadero germen como ser humano y, debería ser también, como persona. El descanso festivo semanal que buscaban sus antepasados para celebrar tal o cuál acontecimiento relacionado con su vida personal y laborar queda anulado y degradado; como mucho lo trasladan al sábado (nunca al domingo), casi con desprecio, pero siempre con el convencimiento de estorbo semanal más que festivo semanal.


         De las festividades que rigen nuestro calendario festivo en la actualidad podemos ir olvidándonos. Les queda el tiempo que dura la generación de personas que en la actualidad tiene entre 40 y 55 años. Un vez terminada esa generación, mueren con ella ese tipo de fiestas y tradiciones, incluidas, como no, las fiestas patronales, y, apurando algo más (no mucho), la Navidad (la Semana Santa es harina de otro costal; el integrismo, el fanatismo, los exaltados, los golpes de pecho nada tienen que ver con las fiestas y las tradiciones). A poco que queramos ver y analizar el desarrollo actual de estas festividades y sus tradiciones asociadas, podemos apreciar la tremenda devaluación y decadencia de la que están siendo objeto, rozando en numerosas ocasiones el desprecio y casi la depravación.


         Toda tradición asociada a sociedad y fiesta tiene los días contados. Los nuevos miembros de la nueva sociedad, nuestro relevo generacional, no quieren tener nada que ver con ellas. Para esta nueva generación son cosas del pasado, antiguas, obsoletas, caducas, que no hacen sino molestar su florido camino en su quehacer diario. La comodidad es una bandera que ondean con una inusitada y cada vez mayor frecuencia, haciéndolo con más vigor si cabe a medida que pasa el tiempo. El esfuerzo de nuestros antepasados por mantener y hacer lo que somos ahora queda tirado por el suelo. Y eso no es lo peor: el relevo generacional tiene la gran desgracia de no conocer el esfuerzo, y ese será, entre otras muchas lindezas, lo que heredarán sus hijos. No heredarán esfuerzo y sacrificio; heredarán comodidad y egoísmo, y cuando eso ocurra, casi lo de menos será la desaparición de las fiestas y tradiciones. Lo peor será el siguiente relevo generacional, … eso si llega a producirse.