jueves, 19 de mayo de 2016

LA PINTURA EN EL ROMÁNICO (y II)


          ¡Chicooos! ¡Venir “acá’quí”! ¡Dejar el pincho para cuando llueva más y halla más barro! ¡Si es que ahora no es época! Eso se juega antes de Navidad, que es cuando más ha llovido y hay mucho barro, y no ahora, que está todo muy seco.

         ¡Eeehh! Antes de pasar limpiaros bien el barro de las katiuskas, que luego lo vais soltando todo por ahí, y lo empringais todo. Conforme lo vayáis haciendo, ir tomando posesión de vuestra cátedra románica, que tenemos que continuar con el tema de la pintura románica que dejamos a medias.

         ¿Estáis ya todos acomodados y preparados? ¿Sí? Pues empezamos.

         En el capítulo anterior comenzamos a tratar la pintura en el Arte Románico. Vimos la función que ésta tenía dentro y fuera de las iglesias y templos románicos, cómo ejercía una influencia fundamental en la vida de las personas que asistían a los oficios religiosos, aleccionándolos sobre los males mundanos que les acechaban y ofreciéndoles la salvación y la remisión de sus pecados. En definitiva, una función docente, enseñándoles por medio de imágenes aquello que no podían aprender por medio de la lectura, debido a ese analfabetismo galopante que imperaba en casi la totalidad de la población románica.

         Hablamos de cómo estaban pintadas las iglesias y templos románicos tanto por fuera como por dentro, desechando y erradicando de una vez por todas la idea de templos e iglesias con la piedra desnuda, tal y como los podemos disfrutad en la actualidad. Vimos como esa desnudez pétrea es fruto de salvajes restauraciones llevadas a cabo por inexpertos arquitectos y tercos párrocos (mucho más que yo, por supuesto; otros habrá peores) que buscaban una nueva ambientación de sus templos e iglesias con el fin de atraer a más fieles a los oficios divinos, pero pagando un altísimo precio por ello al despojar a estas iglesias de sus encalados, interiores y exteriores, y eliminando la ambientación tradicional y original de ellas, pérdida que jamás podrá ser recuperada, al contrario de lo que puede ocurrir con la escultura, que algo sí que se puede recuperar por medio de una buena restauración.

         Por último hablamos de los colores que utilizaban los pintores románicos, su forma y manera de conseguirlos, lo más usuales, los más baratos, los más caros, las tonalidades más comunes, etc., dejando para esta segunda parte cómo los aplicaban sobre las paredes y muros, es decir, cómo pintaban en definitiva los pintores románicos, qué técnicas utilizaban, qué pasos o etapas debían de tener en cuenta para decorar muros y paramentos. Y de eso es de lo que vamos a tratar hoy.

         La pintura mural románica, como ya dijimos en el capítulo anterior, es una pintura bidimensional, sometida a un soporte que viene determinado por la arquitectura. El artista occidental partirá de la esquematización de las formas hasta llegar a una composición geométrica, alejada de la concepción naturalista de los elementos. Las figuras se construirán según ejes verticales y horizontales de simetría, y el espacio seguirá un criterio bidimensional. La línea es el elemento predominante, dibujando las figuras y definiendo las zonas donde se aplicarán los colores, que serán tratados como tonos fuertes, ya que las pinturas se verán con poca luz.

Virgen María. Ábside de San Clement de Tahüll (Lérida)

         La decoración pictórica del interior de las iglesias románicas se llevo a cabo mediante la técnica del fresco, consistente en la aplicación de los colores sobre un enlucido todavía húmedo. Se trataba de una técnica muy compleja que exigía a los pintores mucha habilidad y rapidez en el proceso de elaboración. Esto, dicho así, de pronto, no parece nada difícil, por muy compleja y habilidosa que pudieran hacernos creer que es esa técnica pictórica. La realidad es muy distinta. La pintura al fresco es una técnica compleja, laboriosa y muy lenta, como veremos más adelante, aunque hoy día nos pueda parecer una tontería decir que pintar o decorar una iglesia en su interior sea algo complejo, laborioso y lento, sobre todo lento. A lo largo de estos últimos años hemos podido ver cómo la parroquia y las ermitas de Torralba han sido repintadas totalmente en su interior y no nos ha parecido nada complicado ni lento; laborioso sí, porque, obviamente, hay que trabajar, pero nada complicado ni lento. Nuevamente tenemos que hacernos extemporáneos (¡cómo me gusta la palabreja!), tratar de pensar y sentir como los pintores románicos, de ponernos en su lugar y comenzar a decorar interiormente una iglesia o templo románico con los medios técnicos y materiales que poseían en esa época, no en la nuestra. Solo así nos daríamos cuenta de cuan laboriosa y compleja es su tarea de pintor decorador.

         El material básico y fundamental para pintar al fresco era la cal. Pero no penséis que la utilizaban para enjalbegar las fachadas o las habitaciones (iglesias y templos en este caso) y dejarlas todas ellas de un blanco inmaculado. No, nada de eso. La cal, en la pintura al fresco, es el material base y, a la vez, el material soporte en el cual se va a sustentar toda la pintura, que como ya os habréis dado ya cuenta por las imágenes que vamos visionando, no tienen nada de blanco; al contrario, como ya vimos en el capítulo anterior, se utilizaban muchos colores para la pintura, utilizándose muy poco el blanco; tan sólo para dar algo de profundidad o perspectiva a la imagen, pero muy alejado de un muro totalmente blanco.

         Sin tratar de profundizar en el tema, ni de hacer una exposición químico-geológica de la formación y obtención de la cal (no es nuestra función el conocer en profundidad dicho elemento), no nos vendría mal, aún asi, sobre todo para nuestra formación en general, conocer algo mejor la cal.

         La cal se obtiene por la cocción de rocas calcáreas (rocas calizas), es decir, rocas sedimentarias compuestas por carbonato de calcio (CaCO3) e impurezas en cantidad variable, como el carbonato de magnesio, la arcilla, la sílice, óxido de hierro, etc. Una vez triturada la piedra caliza, se introducía en hornos de leña a una temperatura aproximada de 900 ºC. La descomposición de la caliza a esta temperatura provoca la obtención de la cal viva (óxido de calcio). En esta transformación, la piedra caliza pierde anhídrido carbónico (CO2), lo que le supone, a su vez, una notable pérdida de peso y una reducción de volumen. Para su empleo en construcción o en revestimientos murales es necesario apagar esa cal viva en agua, lo que se conoce como “extinción”, un proceso muy delicado y que entraña peligro, ya que la reacción de la cal viva con el agua es muy violenta, y el calor que se puede desprender puede alcanzar los 300 ºC. El material resultante, por tanto, es la cal muerta o apagada, la cal que tiene la capacidad de fraguar y unir. Esta cal es la que se va a utilizar como conglomerante, ya que, aunque con muchas diferencias, vuelve a recuperar la composición química de la roca de partida (salvando las distancias, repito); de ahí la resistencia, en especial, al agua que adquieren las pinturas realizadas al fresco.

Anuncio a los pastores. Panteón Real de San Isidoro (León)

         Como venimos diciendo, los pintores románicos utilizaron la pintura al fresco para iluminar interiormente, sobre todo, sus templos e iglesias. Es una pintura ejecutada sobre un revoco (mezcla de cal, arena y agua) aún húmedo, todavía fresco (de ahí el nombre). Los pigmentos, generalmente de origen mineral, se dispersan en agua, y son fijados (aglutinados) por la cal del enlucido cuando éste se ha secado. Decir que a diferencia de los tintes, los pigmentos no penetran en la estructura porosa de los materiales, sino que se depositan sobre su superficie y permanecen fijados (pegados) gracias al aglutinante.

         En la pintura al fresco, los pigmentos deben ser aplicados al tiempo que el agua se evapora de la argamasa de cal. De esta forma se unen íntimamente con la cal, mientras que ésta absorbe anhídrido carbónico (CO2). Durante este lento proceso, se forma sobre la superficie del enlucido y los pigmentos una sutil película de carbonato de calcio (CaCO3) (aquí vamos a aprender hasta química. ¡Qué borriquería!). La nueva formación mineral, lisa y cristalina, envuelve los colores haciéndolos insolubles y proporcionándoles la textura y saturación característica de esta técnica pictórica.

Con anterioridad a estas labores, el pintor románico procedía a la preparación del muro mediante la aplicación de las diferentes capas de mortero, que reciben el nombre genérico de enlucidos (del latín lucere: brillar, resplandecer. Aplicar sobre una pared un revestimiento de yeso o cal con la intención de protegerla, alisarla o embellecerla).

         Los primeros estratos de mortero que se aplican para regularizar la superficie de la pared suelen estar constituidos de una argamasa de cal con una mayor proporción de arena con respecto a las siguientes; generalmente se trata de mezcla de cal apagada y arena con proporción de 1/3. A este primer revestimiento se le da el nombre de enfoscado. La correspondiente expresión latina a este término sería trullissatio, aunque el término arriccio es el más utilizado. El enfoscado son las primeras capas de enlucido que de manera casi invariable encontramos en la pintura mural y medieval y, como no, románica.

Microfotografía ejemplo donde se puede observar la superposición de tres estratos pictóricos sobre el mortero: 1: mortero;
2: primeracapa de pintura amarillo-verdosa;
3: segunda capa depintura anaranjado claro;
4: última capa de pinturaroja;
5: restos del adhesivo de cola de origen animalutilizado en el arranque de la pintura.
Los materiales identificados fueron tierra roja y amarilla, negro carbón,
calcita y dolomita (foto Laboratorio de Químic del IPHE).

         Los estratos siguientes, denominados revocos (intonaci) preparan definitivamente la pared para recibir la pintura. Estas últimas capas, de menor espesor que el enfoscado, son de textura más fina ya que gradualmente se rebaja la granulometría de la arena y se aumenta la proporción del conglomerante. En algunas ocasiones, se llegaba incluso a aplicar una última lechada de cal destinada a recibir los colores.

         Si habéis estado atentos a la explicación de la técnica de la pintura al fresco, os deberíais estar preguntando cómo es posible mantener tanto tiempo una pared o muro completamente húmedo para poder decorarlo de ese modo. La respuesta sería muy sencilla: simplemente no lo hacían, no mantenían completamente húmeda la totalidad del muro o la pared, sino sólo aquella parte que el pintor románico considerara que le daría tiempo a pintar en un determinado tiempo, generalmente en un día; es lo que se conoce como giornata (jornada en italiano). Su nombre hace alusión directa a la metodología de este tipo de trabajo, en la que tan sólo se enluce aquella superficie de la pared que se puede pintar en un día, tiempo durante el cual, y dependiendo de las condiciones de humedad y temperatura en las que se trabaje, el enlucido se mantiene aún húmedo (fresco), lo que permite fijar los colores sólo mediante la carbonatación de la cal sin recurrir al empleo de otros aglutinantes externos. Es por esto que en la técnica del fresco se encuentran siempre señales o indicios de haber aplicado la última capa en varias etapas sucesivas.

         Como el trabajo del artista estaba condicionado a que permaneciera húmedo el enlucido sobre el que se iba a pintar, se hizo necesario, como hemos visto antes, parcelar la superficie del muro en pequeños sectores que fueran fácilmente abarcables. De esta manera, una vez preparado el soporte con la primera capa de enfoscado, se trabajaba por “andamiadas”; es decir, superficies regulares que se cubrían con la definitiva capa de mortero en la medida que permitía la disposición del andamio.

         Ahora es cuando vosotros tendríais que decir: “Sí, el curita lleva razón como siempre, pero no tengo claro cuál es la diferencia entre jornadas y andamiadas; a mí me parecen las dos cosas lo mismo. No encuentro la diferencia”.

         Bien. Efectivamente, ambas palabras pueden llevar a la confusión, sin embargo la diferencia está clara: el término andamiada hace referencia a las porciones de enfoscado que en primer lugar recibe la pared con el fin de regularizar su superficie, mientras que las jornadas se refieren a las últimas capas de enlucido, la que hemos llamado revoco. Esa es la diferencia entre ambas.

         Como es lógico, la disposición de las andamiadas corresponde a la altura de las plataformas de madera colocadas junto a las paredes para aplicar los enlucidos; de ahí su nombre. Su distribución en la superficie de la pared, muro o paramento sigue unos esquemas verticales y horizontales, y habrá tantas divisiones verticales como alturas del andamio fueran necesarias para enlucir todo el muro. Las subdivisiones horizontales de las andamiadas suelen determinar la anchura de superficie que puede enlucir el pintor desplazándose por el andamio.
Sección idealizada de un muro con pintura mural en la que se ilustra la estructura más común del soporte.

         Para ser honestos y fieles a la verdad y a la realidad, en la técnica del buen fresco no se aplica color sobre las andamiadas, puesto que éstas son una etapa intermedia en la preparación de la pared. La auténtica pintura se realiza sobre las jornadas, sucesivas aplicaciones de una argamasa más fina sobre la que se pinta por etapas. El modo de trabajar característico de la pintura románica presenta un esquema de distribución del trabajo pictórico que reúne los esquemas de disposición de jornadas y andamiadas, constituyendo una especie de paso intermedio. La andamiada es la primera aplicación del enlucido sobre la pared. Sobre las andamiadas, o lo que es lo mismo, sobre la capa primera de enlucido, se aplica el definitivo revoco que recibirá la pintura. La aplicación del revoco se dividirá en jornadas tanto más pequeñas cuanto mayor sea la complejidad del dibujo. Sirva como ejemplo de este modo de trabajo la restauración de las pinturas de la iglesia de San Pelayo de Perazancas de Ojeda, en la provincia de Palencia (la provincia de Europa donde más Arte Románico hay por metro cuadrado), donde los técnicos llegaron a contar hasta dieciocho andamiadas en la bóveda del ábside y otras tantas en los muros.

Pinturas del ábside de San Pelayo de Perazáncas (Palencia)

         Una vez que se tenía preparada la andamiada, y antes de pasar a pintar definitivamente el ábside, la bóveda o el muro, el pintor procedía a la organización de la composición de la obra a través de líneas guía que delimitaban los espacios de los motivos o las escenas que se iban a pintar. Para ello se servía de unas incisiones sobre el enlucido fresco realizadas con un objeto de hueso o de metal; de esta manera el dibujo quedaba inciso en el muro. Otra variante era el sistema de la cuerda batida mediante el cual se podían trazar con gran exactitud líneas verticales u horizontales. Consistía en tensar una cuerda que se batía a modo de arco sobre la superficie todavía blanda del enlucido, dejando su huella tímidamente impresa en él. Otras veces se trazaban a pincel líneas finas de color rojizo para componer la geometría de los rostros de las figuras; es la sinopia, un nuevo concepto que aparece en la pintura románica.

         La sinopia consiste en la realización de un dibujo previo o preparatorio sobre el arriccio con un color rojizo denominado ocre de Sinopia (una localidad cercana al Mar Negro, de la que procedía el color y de la que toma el nombre). Como esta capa de enlucido lleva otra encima (el intonaco) que se aplicaba por jornadas, la sinopia podría parecer, a priori, un trabajo inútil, pero era de gran ayuda como guía de la composición para corregir errores del boceto (debemos tener presente que dicha composición de la obra debía ser aprobada por el comitente redactor de todo el programa iconográfico y pictórico de la iglesia o templo) y para determinar las partes (jornadas) en las que trabajar cada día. Se podía realizar a mano alzada o con la ayuda de cuadrículas. Además, como la sinopia y la pintura definitiva estaban realizadas sobre dos morteros diferentes o enlucidos diferentes, la unión de éstos presentaba la parte más débil de la composición. Esta débil unión es la que van a aprovechar los técnicos (y expoliadores de arte) para separar o “arrancar” la pintura de la pared y llevársela, bien a museos para su conservación y exhibición para disfrute de todos los amantes de este arte, bien a sus propias casas para una posterior venta al mejor postor con fines lucrativos (expoliadores). De ahí que cuando estas pinturas han sido quitadas de su lugar de origen, aún se pueda apreciar la composición pictórica de la obra, ya que lo que realmente se ve después es justamente la sinopia, ese primer boceto. Los restos de pintura de la iglesia de San Baudelio en Casillas de Berlanga, son, quizás, el ejemplo más paradigmático de esta técnica de pintura románica.

San Baudelio. Casillas de Berlanga (Soria)
Pinturas sin arrancar a comienzos del siglo XX

San Baudelio. Casillas de Berlanga (Soria)
Pinturas sin arrancar a comienzos del siglo XX

         Aunque el método que hemos descrito fue el más utilizado por los pintores románicos, es posible que no siempre se llevaran a cabo de esta forma. La ausencia en muchos casos de líneas incisas sobre los perfiles de los motivos representados, evidencia una forma más inmediata y directa de trabajar.

         Después de conocer con más o menos profundidad la técnica pictórica románica, muchos de vosotros os deberíais estar preguntando cómo es posible arrancar la pintura mural de su lugar de origen, qué técnica utilizaban, cómo lo hacían, quienes y porqué lo hacían. Son preguntas curiosas que deberíamos de tratar de contestar en un tema como éste, dedicado a la pintura románica, aunque si habéis estado atentos a las explicaciones anteriores alguna pista que otra ya hemos dado. ¿Os acordáis que dijimos que primero se echaba sobre el ábside o muro el arriccio y luego el intonaco, dos morteros diferentes cuya unión era más débil de lo deseado? Pues por ahí pueden ir las cosas. Veamos.

         Arrancar un fresco de incalculable valor histórico puede parecer una intervención cruel, sacrílega, herética, arriesgada y extrema, pero a menudo ha sido la única forma de salvar el patrimonio pictórico amenazado por el expolio (amigos de lo ajeno) y el deterioro de los elementos. Esto lo saben bien los expertos conservadores y restauradores de los museos más importantes del mundo, entre los que se encuentra el MNAC (Museo Nacional de Arte de Cataluña) como ya comentamos con anterioridad.

         Además de su básica función de mantener y conservar dicho patrimonio, se solía recurrir a realizar esta operación cuando el sustrato de la pintura había perdido su cohesión, hasta tal punto de hacer imposible su consolidación “in situ”, cuando la adherencia de la película pictórica del sustrato era deficiente o cuando el sustrato era demasiado delgado. Entonces se optaba por salvar la capa de pintura arrancándola y trasladándola a un nuevo soporte como si de un decorado teatral se tratara. La técnica utilizada se denomina strappo (arranque, tirón, despegado en italiano), un sistema rápido y sencillo de realizar que se popularizó en la zona catalana y de los Pirineos a finales del siglo XIX.
Arranque de pinturas en Santa María de Tahüll (Lérida)
19 de diciembre de 1919

de pinturas en Santa María de Tahüll (Lérida)
19 de diciembre de 1919

Arranque de pinturas en Santa María de Tahüll (Lérida)
19 de diciembre de 1919

         El sistema para realizar el strappo consiste en aplicar una o varias capas de gasa de tela pegadas al muro con un adhesivo (cola orgánica generalmente) que al secar tiene la suficiente fuerza como para llevarse la pintura cuando se tire de la gasa (previamente se debía insolubilizar la superficie pictórica mediante la aplicación de una resina, un polímero acrílico en solución, ya que las pinturas murales, como ya sabéis, presentan cierta solubilidad al agua). La elección de una tela y un adhesivo adecuados determinarán en gran medida el éxito del arranque. Si el adhesivo no tiene la suficiente fuerza o no penetra lo suficiente en la película pictórica, es probable que parte de ésta permanezca en el muro.

         La pintura, una vez arrancada, se suele enrollar para facilitar su transporte. El paso final consiste en limpiar el reverso de la pintura para colocarla en un nuevo soporte. En este momento es cuando se puede retirar la gasa de protección, utilizando humedad para separar el adhesivo que tenía pegado.

         El strappo presenta la ventaja de ser un método directo que permite la separación de grandes superficies en una sola pieza, demostrando su utilidad a la hora de arrancar pinturas de superficies curvas como bóvedas, ábsides o cúpulas, aunque en la mayoría de los casos (sobre todo en el siglo XIX cuando este técnica era la única conocida y utilizada) no se extrae con todo su espesor, ya que casi siempre queda en la superficie mural una impronta constituida por el dibujo preparatorio (la sinopia, ¿os acordáis?) o por una sutil película de color. Esto mismo es lo que ocurrió en San Baudelio de Berlanga, en Casillas de Berlanga, Soria, como comentamos anteriormente; de ahí que en sus muros aún se conserven las improntas de las pinturas arrancadas o strappadas.


         Sin embargo, no todo van a ser virtudes en esta técnica de trabajo, ya que también presenta unos inconvenientes que hace que su empleo esté poco extendido en la actualidad. El principal y mayor de los problemas es que cuando la pintura se añade al nuevo soporte tras ser arrancada, tiende a presentar una superficie anormalmente plana y uniforme, debido a la pérdida de las pequeñas ondulaciones naturales de la pared; a esto habría que añadir pérdida de película pictórica y un abombamiento de las telas del traspaso. Aun así, la aparente sencillez del método y su bajo coste hace que éste fuera el método idóneo para el expolio de murales por parte de los amigos de lo ajeno.

         Una saga de restauradores que introdujeron en España esta técnica a principios del siglo XX fueron los italianos Stefanoni, que se lanzaron por toda Europa para responder a la llamada del mejor postor y expoliar pinturas y murales románicos para luego venderlos a museos, sobre todo americanos. Por aquellos años no había legislación en España sobre este patrimonio y la entonces Junta de Museos de España contrató a esta saga para que trabajara para ella y le ayudara a recuperar obras de excepcional valor, como los ábsides de San Climent y Santa María de Taüll, San Joan de Boí o Santa María de Aneu, todos ellos en los Pirineos, principal zona de trabajos de estos italianos.

Lapidación de San Esteban. Sant Joan de Bohí (Lérida)


Ábside de Santa María d’Áneu (Lérida)

         Lamentablemente no son muchos los conjuntos de pinturas románicas que ha podido salvarse y que se conservan en diversos museos, sobre todo en el MNAC. El motivo se debe fundamentalmente a transformaciones posteriores del edificio para adecuarlo a otros estilos artísticos acordes con la época. Sin embargo, de la importancia que llegaron a tener estas pinturas nos da cuenta el ábside de la iglesia de San Climent de Taüll, en el Pirineo catalán, conservado en el MNAC. Se trata de un formidable Pantocrátor que ocupa gran parte del ábside. Está sentado sobre el arco iris y dentro de una mandorla mística (aureola de forma elíptica o almendrada que encierra la figura de Cristo como símbolo de gloria) Alza la mano derecha en señal de bendición y sostiene en la izquierda el libro de las Escrituras en el que se puede leer Ego sum lux mundi, “Yo soy la luz del mundo”. Alrededor de la cabeza ostenta el nimbo con la cruz, y encima de sus hombros están escritas la primera (alfa - Α) y la última (omega - Ω) letras del alfabeto griego que simbolizan el principio y el fin de todas las cosas. Es el Cristo del final de los tiempos, el Señor del universo que en su segunda y definitiva venida hace que se inclinen ante Él los ángeles y la creación toda. Alrededor de Cristo aparecen el Tetramorfos, y completan el espacio un serafín y un querubín. En la parte inferior se representa a la Virgen y cinco apóstoles.

Pantocrator de Sant Climent de Tahúll (Lérida)

         El colorido es suntuoso, con predominio de grises y azul pleno y luminoso en el entorno de Cristo para romper las gamas cálidas del resto. El tratamiento de los pliegues es también muy importante: los hay rectilíneos sobre el pecho y las piernas, pero los de la manga derecha parecen volar, y entre las rodillas la tela se riza en finos arabescos.

         Los rasgos del rostro nos enseñan su geometrización: los ojos son dos severos círculos negros; la nariz, dos líneas paralelas que dividen el rostro y se prolongan en unas cejas altas y abiertas que agrandan el gesto de la cara; la barba y el pelo un alarde de geometría compositiva y de esquematismo lineal. Todo ello inscrito en el potente óvalo de la cara.

         No encontraremos ni modelado, ni simulación de profundidad. Todo es línea marcada, rotunda y color. Una pintura plana que acusa más de frontalidad en Cristo que en los ángeles y personajes que le rodean y que giran la cabeza para mirarlo.

         El objetivo se ha conseguido: la representación perfecta de una divinidad sobrenatural que “no es de este mundo”. Al ámbito sobrenatural remite su fuerza, su inmovilidad y la fijeza de su mirada.

         Ahora os daréis cuenta por qué en el logotipo de esta aventura románica aparece esta pintura. Es de las más importantes, si no la que más, de las que se conservan en el mundo de este estilo artístico. Apareció intacta tras la retirada de un retablo de época posterior; de ahí su ocultamiento, su descubrimiento y su conservación. Por suerte no es la única, pero por desgracia es de las únicas que podemos contemplar tal y como los artistas románicos la concibieron. Un regalo para cualquier persona que admire este arte y un deleite para cualquiera que tenga la posibilidad de su admiración. Nadie queda indiferente ante ella, os lo puedo asegurar. Mi consejo es que, si tenéis la posibilidad de contemplarla, lo hagáis. Seguro que os lo agradeceréis. No lo hagáis porque os deje tranquilos por mi cansinez, sino por vosotros mismos, como agradecimiento por ser quien sois: unos auténticos romanicófilos.

         ¡Hasta pronto!

viernes, 6 de mayo de 2016

LA PINTURA EN EL ARTE ROMÁNICO (I)



          ¡Ala chicos! ¡Vamos pa’dentro! Recoger el balón, coger vuestras cosas e ir pasando. Vamos a dejar el partido de fútbol y tomar partido en nuestro tema estrella: el Arte Románico. ¡A ver si se os da mejor que el fútbol, porque con sotana aún me muevo mejor que vosotros! ¡Y eso que estamos en la plaza! Si estuviéramos en un campo de fútbol de verdad, veríais quien soy yo. En el seminario, cuando jugaba con mis compañeros al fútbol, no podían conmigo. Me los regateaba a todos. Jugar a un “gol reñío” contra mí era perder seguro. Y si jugábamos un partido de fútbol normal, cuando “echaban pies”, me pedían a mí primero. ¡Y jugábamos con sotana y todo! Nada de quitarse ropa molestosa. Allí jugábamos tal cual voy ahora. Eso sí, con algunos años menos. Todos íbamos vestidos iguales, con sotana negra, y todos sabíamos qué compañeros eran de un equipo y cuáles no. No nos hacía falta llevar ningún globo rojo atado en la oreja para saber quién era de un equipo y quién era de otro. ¡Como no nos veía nadie! Nosotros nos la apañábamos solos.

         En fin, eran otros tiempos, ni mejores ni peores; simplemente, otros tiempos.

         Bien. Nuestro tema románico de hoy trata sobre la pintura, pero no de la pintura tal y como vosotros estáis acostumbrados a mirarla (el que la mire): cuadros de un artista o de otro representando tal o cual tema, como un paisaje, una figura humana, una cara, un bodegón. No, no me estoy refiriendo a ese tipo de pintura. Me refiero a la pintura que había en el interior y exterior de las iglesias y templos de aquellos años del Románico.

         Veo algunas caras de asombro y extrañeza, pero es verdad lo que os digo: todas las iglesias, templos y ermitas estaban pintadas, tanto por fuera como por dentro. Lo que ocurre es que con el paso del tiempo, la fragilidad de los materiales empleados y la mano demoledora del hombre, se ha perdido la casi totalidad de la pintura románica; tan sólo alguna queda gracias a los museos, a los investigadores y a los restauradores que están haciendo una labor impagable para salvaguardar lo poco que queda. Gracias a ellos y a estas personas podemos admirar esos frescos (así es como se llama estos tipos de pintura) tan valiosos por un lado y tan preciosos y espléndidos por otro.

Recreación pictórica virtual del interior de la ermita de San Baudelio.
Casillas de Berlanga (Soria)

          Pero como todo tiene un principio, como digo muchas veces, comencemos por él.

         La última fase que se llevaba a cabo en el lento proceso constructivo de una iglesia románica era la que comprendía la decoración pictórica de sus muros, ábsides y bóvedas. La mayoría de las iglesias románicas protegieron sus paredes con enlucidos pictóricos que servían tanto para decorar como para instruir con sus mensajes a las gentes que buscaban el amparo espiritual de sus muros. Al mismo tiempo, en el interior, los fieles dirigían sus rezos y plegarias a una serie de imágenes de Cristo, la Virgen y los santos que formaban el mobiliario sacro de este tipo de templos.

         Por desgracia, la imagen que presentan en la actualidad la totalidad de estos edificios religiosos y civiles nada tiene que ver con la realidad. El hombre románico que levantó esos edificios no concebía la idea de sus interiores sin pintar, sin decorar. Pintaba sus templos e iglesias tanto para instruir como para decorar y, como parte fundamental, para resguardar la piedra, tanto del interior como del exterior, de la inclemencias meteorológicas, tratando de aportar una durabilidad mayor en el tiempo. Una vez más, ha tenido que ser la mano del hombre la que despoje a estos edificios de su cromatismo, alejando la imagen actual que ofrecen de su verdadero aspecto original. Desde el siglo XIX hasta la actualidad, las sucesivas restauraciones y reparaciones que se han llevado a cabo en templos e iglesias románicas han eliminado de sus muros cualquier resto pictórico que aún pudiera quedar en ellos, dando más valor a la piedra desnuda, desfigurando el lenguaje arquitectónico y creando conceptos e imágenes que jamás llegaron a existir. Estas lamentables actuaciones consideraron y consideran, erróneamente, que la piedra como material noble debe estar a la vista, suprimiendo los encalados y privando a las iglesias y templos de su ambientación tradicional. A fuerza de piquetazos fueron eliminando encalados posteriores que bajo ellos subyacían pinturas románicas originales, perdidas de esta forma irremediablemente para siempre. Mejor suerte tuvieron aquellas que fueron ocultadas por retablos renacentistas y barrocos, siguiendo la moda imperante de aquellos años. Con la posterior retirada de éstos, se han podido salvar, restaurar y mantener en museos decoración pictórica de incalculable valor artístico e histórico.


         Lo que el hombre aún no ha podido cambiar con relación a sus iglesias y templos ha sido el mantenimiento de la función litúrgica y religiosa para la que fueron creadas (esto lo digo casi con la boca pequeña, porque hoy día hay multitud de iglesias y ermitas en las que no se celebra oficio divino alguno, y están mantenidas y en pie con la única y exclusiva función de servir de marco “perfecto” e “idóneo” para representaciones teatrales y musicales, o bien como salas de exposiciones, permanentes o temporales). A la vez de esa función litúrgica y divina, las iglesias proporcionaban a sus feligreses una protección y una seguridad de la que carecían en su vivir cotidiano. El estamento religioso se aprovechó de esa “inseguridad ciudadana” para recordar a sus feligreses los peligros que acechaban al hombre y los castigos que se impondrían a quienes violasen las leyes de la moral cristiana. Para inculcar y hacer comprender a todos ellos estas premisas, utilizaron el lenguaje visual basado en imágenes que recordaban lo negativo de este mundo y las excelencias del Paraíso. En las distintas escenas se encontraban, al tiempo del mensaje divino, los principios que regían la vida real de aquel momento, como la sumisión, la obediencia, el acatamiento del poder o la valoración del sufrir diario.

Creación de Adán y el Pecado Original. Ermita de la Veracruz de Maderuelo (Segovia)

Frontal de los arcángeles. MNAC (Barcelona)

          Para llevar a cabo esta docencia, las paredes de las iglesias se cubrieron de bellos murales pictóricos en los que el artista expresaba los postulados didácticos y espirituales que le imponía la jerarquía eclesiástica. Los propios contemporáneos eran conscientes de la función aleccionadora que tenía la decoración mural dentro de los recintos sagrados. Los testimonios dejados por algunos de ellos son bastantes elocuentes, como el de Honorius Augustodunensis que, alrededor de 1130, señalaba en su De gemma animae la función de la pintura: “Las pinturas de los techos son como el ejemplo de los justos, que representan el ornamento acostumbrado para la iglesia. Las pinturas se realizan por tres razones: en primer lugar para que sean leídas por los laicos; en segundo lugar, para que el edificio se adorne con dicha decoración, y en tercer lugar, como un recuerdo de nuestros predecesores en la vida.” (lib I, cap XXXII).

         Sin embargo, no todo el estamento religioso estaba de acuerdo en esa función docente de la pintura. San Bernardo de Claraval, máximo rigorista de la Orden Cisterciense, estaba totalmente en contra de estas pinturas, de las que opinaba que eran una afrenta contra la pobreza al tiempo que favorecían la distracción de los fieles. Reivindicaba la simplicidad de los enlucidos, y en su Instituta Generalis Capituli del Concilio General del Císter, anteriores a 1152, se acordó lo que podríamos denominar pobreza y austeridad estética: “Prohibimos que sean hechas esculturas o pinturas en nuestras iglesias o dependencias monasteriales, porque mientras se presta atención a tales cosas, se descuida el provecho de una meditación o la disciplina de la seriedad religiosa.” (Instituta nº 20).

         Una vez más debo repetiros y yo reiterarme en que hay que desterrar la idea equívoca de una arquitectura románica desnuda y descarnada que nada tiene que ver con la realidad de la época en que fue creada. Las partes que integraban las iglesias y templos románicos no obedecían en su construcción a una simple ley de funcionalidad o de estética, sino a una idea más trascendente, como era la del templo de Dios en la Tierra, y los ciclos pictóricos que adornaban sus muros querían mostrar al ser humano y al fiel que se encuentra inmerso en el culto divino, cómo su vida forma parte de esa historia que se narraba. Él era parte importante, en definitiva, del mensaje de Cristo.

         Esto lo supo aprovechar el pintor románico, beneficiándose de una arquitectura efectista basada en las combinaciones armónicas de los volúmenes y las masas, pero le acarreó otro problema, como es el sometimiento al marco arquitectónico y a la adaptación a un soporte basado en figuras geométricas: semicírculo, semicilindro, cuarto de esfera, cuadrado, rectángulo, etc. De todas estas figuras, el cuarto de esfera que formaba el ábside era el que concentraba mayor atención, ya que su forma cóncava era la que más se asemejaba a la bóveda celeste, expresión a su vez del espacio divino.

         La pintura románica se centraba primordialmente en la cuenca absidial, y desde allí, tenía su difusión en sentido radial hacia los arcos presbiteriales y en dirección a la nave. A estos últimos espacios se les reservaba un tipo de representación más narrativo respecto a las figuraciones simbólicas expuestas en el ábside. Era y es, además, en el ábside el punto hacia el que convergen las miradas de los fieles, y el lugar donde se coloca la mesa del altar. Se convertía de esta forma en el espacio idóneo para la representación de la divinidad, Maiestas Domini o Pantocrator (Dios Todopoderoso, creador y juzgador), acompañada de la corte celestial. A veces ocupaba este lugar la figura de la Virgen. La parte intermedia del hemiciclo de la cabecera quedaba normalmente reservada para el colegio apostólico y el resto de los muros para representaciones hagiográficas o pasajes del Antiguo o Nuevo Testamento.

Pantocrátor. San Isidoro. León

Ábside. Santa María de Taüll. Taül (Lérida)


          Como podéis apreciar, poco a poco, pasito a pasito, vamos conociendo mejor la pintura románica. Su procedencia o sus raíces proceden del mosaico bizantino, en concreto sus siluetas, realizadas mediante rayas grandes y figuras hieráticas, inamovibles. También tiene parte de su procedencia en las miniaturas de los códices mozárabes, con estilizaciones dibujísticas, pliegues paralelos y rasgos desorbitados, que contribuyen a que los esquemas bizantinos pierdan su carácter de fría impasibilidad para asumir la representación de las pasiones humanas.

         Por tanto, la pintura mural románica es una pintura bidimensional, sometida a un soporte que viene determinado por la arquitectura. Puede definirse como una pintura de “primer término”, en la cual las imágenes se valoran mediante el trazo negro de las siluetas y por un cromatismo definido determinado por una paleta básica de colores.

         Sin embargo, esa unicidad y simplicidad en la expresión pictórica, además de su procedencia bizantina, no impide que en España podamos apreciar y diferenciar claramente la existencia de dos zonas o tendencias pictóricas: la zona catalana y la zona castellana, ambas también de procedencia bizantina.

         La zona catalana, de tendencia italo-bizantina, se extiende desde allí a otros países europeos. Se caracteriza porque mantiene un estilo netamente bizantino (colorida rico en contrastes, figuras rígidas, solemnes, …). Se utilizan tonalidades muy fuertes: azules, rojos, blancos, contrastando y con fondos divididos en franjas lisas. El modelado imita el bizantino: manchas rojas y redondas en mejillas y frente. También trazan líneas paralelas con tonos claros y oscuros con el fin de dar algo de volumen, sin que esto suponga que la luz intervenga en la ambientación de la obra.

Frontal de altar de Aviá. Berguedá.
Visitación a Santa Isabel

San Juan Evangelista. Iglesia de San Fructuoso.
Bierge. Somontano de Barbastro (Huesca)

          La zona castellana de tendencia franco-bizantina, llamada así porque fue en Francia donde se constituyó, se caracteriza por sus fondos claros y por el realismo expresivo que anima a las figuras. Es una pintura más narrativa que la anterior, utilizando tonalidades más suaves y fondos lisos. La luz es uniforme, clara, sin contrastes de claro-oscuro. El fondo es liso y en él no aparece el paisaje ni la arquitectura, no requiriendo sugerir espacio.


Pantocrator del ábside de la iglesia de San Justo. Segovia.

Mensaje evangélico. Iglesia de San Justo. Segovia

          Y ya que estamos metidos en faena, vamos a enumerar algunas de las características más importantes que pueden definir a la pintura románica. Veamos.

·         Dibujo grueso que contornea enérgicamente la silueta y separa un trazo negro cada superficie cromática, resultando en las figuras su carácter de silueta. Con esta intensificación se explota el poder del dibujo para la construcción de formas.
·         Colores puros, sin mezclas, planos, contrastados y calientes para que la luminosidad salga del color. Son poco variados aunque hay una predilección por los tonos vivos y brillantes. Con ellos se obtienen efectos violentos y con los que se quiere expresar muchas veces algún simbolismo medieval.
·         Carencia de profundidad y luz. No hay ningún tratamiento de la luz. Las figuras se recortan sobre un fondo sin proyectar formas ni generarse volúmenes por la existencia de un foco luminoso dominante. Completa carencia de profundidad, lo que aumenta aún más la geometría de las figuras, que se disponen en posturas paralelas a manera de relleno de un plano, y con frecuencia resaltan sobre un fondo monocromo o listado en franjas horizontales de diversos tonos. Al no mezclarse los colores las escenas carecen de vibración lumínica.
·         Composición yuxtapuesta (¡y otra palabreja p’al cubo de la Guada!), con preferencia por las figuras frontales y por la eliminación de cualquier forma que rompa el plano, por lo que las figuras carecen de movimiento; se trata de una rigidez de carácter religioso (hieratismo). No encontraremos volumen ni perspectiva.
·         Carencia de proporcionalidad, inexistente. Las cabezas, los pies y las manos aparecen más grandes que el resto del cuerpo.
·         El muro se prepara al fresco (no a la fresca ni con frío, sino que el fresco es una técnica pictórica que utilizaron los pintores románicos y que aún hoy día se sigue utilizando). Lo hacían de una forma tan concienzuda que después de arrancadas las pinturas (más adelante veremos cómo se hacía), quedan restos de siluetas en la cal. Los toques finales se daban al temple (otra técnica pictórica), lo que contribuía a mantener la viveza de los colores.
      Despreocupación por ser fiel reflejo de la realidad, puesto que la función de la pintura románica, así como de este arte en general, es que los fieles piensen más en el mundo transcendente, en el mundo del más allá que en el mundo terrenal, por lo que el realismo no es vital.
Descendimiento o Viga de la Pasión


Anuncio de los pastores. Panteón de los Reyes (León)

          Como podemos apreciar, la pintura románica es un arte antinaturalista, en la que el artista románico prefiere plasmar vivencias religiosas antes que reproducir formas reales. De este antinaturalismo se deduce la ausencia de paisaje. A veces los gestos del Cristo en Majestad o Pantocrator, rodeado de los símbolos evangelistas (tema preferente en los ábsides) poseen la grandeza de las amenazas apocalípticas. También está presente el Juicio Final representado normalmente en el muro de los pies de la iglesia a modo de última advertencia antes de salir del templo. Escenas del Antiguo y Nuevo Testamento suelen estar representadas en los muros laterales. El espacio interior románico, salvo en el caso de órdenes monásticas austeras (recordad la Orden Cisterciense comentada anteriormente), no se ven revestidas de pinturas murales. Ello supone una envoltura protectora de carácter santificante.

Rostro del Pantocrator. San Vicente de Taül (Lërida)

          Después de todo este rollazo y del aluvión de información acerca de la pintura románica y, sobre todo, después de tanto tiempo “conviviendo” con el Románico, estoy seguro que ninguno de vosotros os estaréis preguntando si hay pintura románica en Torralba, puesto que la respuesta la sabéis de sobra. Eso no quiere decir que no pueda haber pintura mural más moderna que la románica (¿como por ejemplo gótica?) en alguna ermita de Torralba. ¿En cuál de ellas creéis vosotros que pudiera haber pintura mural en sus paredes? ¿En cuál estáis pensando? Recordar fechas de construcción de las ermitas de Torralba. Sí, en la ermita del Cristo. En esa creo yo también que pudiera haber pinturas murales. ¿Creo que puede haber o que realmente las hay? ¿Qué las hay y no interesa sacarlas a la luz por muy diversos motivos que no alcanzamos a comprender por falta de información o formación técnica? Me da en el olor que en este tema pudiera haber gato encerrado; es sólo un pálpito, pero mi longevidad en el tiempo me hace pensar estas cosas. ¿Serán cosas de la edad? Creo que el pálpito tiene más que ver con la experiencia y el conocimiento del ser humano que con la edad. Ahí lo dejo o, mejor dicho, ahí lo dejamos.

         Retomando nuevamente la pintura románica, no debemos olvidar la forma constructiva que tenían los templos e iglesias románicas: pequeño tamaño en general, una gran solidez constructiva, y una muy tenue iluminación interior, ya que era sobre todo, iluminación natural. Para dar más valor, iluminar y acentuar la pintura interior, los artistas románicos tuvieron que esforzarse por conseguir una paleta cromática muy viva que realzara la pintura mural y absidial y, dentro de ésta, subrayar la jerarquía de cada elemento, figura, personaje o escena. Por lo tanto, el colorido desempeñaba un papel tan importante como la propia estructura lineal del dibujo.

         En la pintura románica imperaba el gusto por los colores vivos y muy intensos, como ya sabéis. Para conseguirlos, los pintores recurrían frecuentemente a las materias que procedían de los tres reinos de su entorno natural: el mineral, el vegetal y el animal. A pesar de que se utilizaban a menudo colores provenientes de los pigmentos naturales, también proliferó la fabricación de pigmentos sintéticos, hechos por la alquimia (en alguna que otra ocasión hemos hablado de pasada de la alquimia), ya que los colores resultantes gustaban más, eran más puros que los naturales. Esta variedad en la generación y creación de colores implicaba que un buen pintor románico conociera tipos de mezclas de pigmentos, incompatibilidades entre ellos, qué aglutinantes eran los más adecuados, o la cantidad y el tipo de capas de colores necesarias para crear determinados efectos pictóricos.

         De los tres reinos aludidos anteriormente que formaban el entorno natural, buena parte de los pigmentos de la pintura románica se obtenían de minerales o tierras presentes en la naturaleza; algunos de ellos eran importados de ultramar, aunque la mayoría eran de fabricación local. Los pintores molían los minerales y las tierras finamente y eliminaban las impurezas con filtrados y lavados hasta convertirlos en pigmentos adecuados para pintar.

         El color blanco se obtenía de la propia cal que podía utilizarse en un estado semilíquido, disuelta en agua, para que se solidificase directamente sobre la pared al igual que los demás colores, o bien como cal ya trabada, que recibe el nombre de Blanco de San Juan.

         El color negro obedecía a tres modalidades diferentes: el negro vegetal, que se obtenía al quemar sarmientos; el negro de humo u hollín, producido por la combustión de determinadas grasas, y el negro de huesos, que apenas se usaba al fresco ya que se convertían en polvo espontáneamente al perder el agua en su cristalización o solidificación.

         Los pigmentos más asequibles eran obtenidos de las tierras naturales vivas en óxido de hierro, conocidos como ocres, que podían presentar tonalidades variables, como el amarillo, el naranja, el rojo o el marrón. Otros pigmentos se extraían de materiales brillantes, como el cinabrio, un mineral de mercurio producido principalmente en las minas de Almadén (sí, aquí mismo, en nuestra provincia. ¡Y luego digo que Ciudad Real no tenía nada que ver con el Románico!), que daba un rojo intenso, o también su versión sintética, llamada bermellón, que se obtenía mezclando azufre y mercurio.

Frontal de altar. L’Urgell (Lërida)

          Para crear el color amarillo, el pigmento preferido era el oropimente, un mineral compuesto de arsénico y azufre de color limón muy venenoso, que además de ser muy valorado por su color amarillo brillante que recordaba al oro, era también prescrito con finalidades terapéuticas, como por ejemplo para tratamiento de la piel y de los pulmones, aunque nos cueste un poco creerlo, ya que, como hemos dicho antes, el oropimente es altamente tóxico debido al arsénico que contiene, componente mortal para el ser humano. También fueron comunes los minerales azules y los verdes con base de cobre, aunque este último solía crearse combinando un pigmento azul y otro amarillo. No ocurría lo mismo con el azul, sobre todo en la zona de Cataluña, donde se utilizaba el azul autóctono, proveniente de la aerinita, un mineral muy abundante en el Pirineo y, por lo tanto, muy barato y fácil de obtener (me imagino que sabéis ubicar correctamente Cataluña y los Pirineos en un mapa, entendiendo la facilidad de su obtención), muy utilizado en la pintura mural. Sin embargo, el pigmento azul más precioso y mejor valorado por los pintores románicos era el lapislázuli, una piedra semipreciosa originaria de Afganistán, de color azul intenso, que se empleaba en obras muy exclusivas y en muy poca cantidad, ya que su coste era muy elevado.

         Otra forma que tenían los pintores románicos de obtener los colores era por medio de la alquimia, esa filosofía hermética y esotérica (¡palabreja p’al cubo la Guada!) que buscaba la piedra filosofal para transmutar los metales en oro y conseguir el elixir de la vida eterna, convirtiéndose de esta manera, y con sus experimentos, en los verdaderos precursores de la química actual. Ellos mismos fabricaban químicamente sus propios pigmentos, siendo los más utilizados en el Románico el albayalde para el color blanco, el verdigris para el verde y el berbellón y el minio para el rojo. No os voy a explicar mucho más sobre estos nombres de colores y su obtención porque si no los ronquidos se oirían en Siberia. Bastante tenemos ya.

         Si los pigmentos no los podían extraer de la tierra o no los podían crear químicamente, estaban obligados a conseguirlos en otras tierras, siendo las tierras lejanas de oriente las más codiciadas para ello. Ya hemos dicho que el lapislázuli provenía de Afganistán, mientras que de un arbusto de las Indias Orientales se obtenía el azul índigo, un color azul muy empleado para teñir la indumentaria de los altos dignatarios orientales y que todavía hoy, en su versión sintética, se emplea para teñir los pantalones vaqueros, los llamados pantalones tejanos o blue jeans. ¿Cómo se os ha quedado el cuerpo? ¡Desde el Arte Románico se viene utilizando el color de los pantalones vaqueros! ¡Qué cosas! ¿Verdad? ¡Para que luego digáis que no aprendemos nada nuevo con este rollo romaniqueador!

         Esos exóticos azules, junto con los púrpuras obtenidos de unos caracoles marinos que se encontraban principalmente en las costas del Mediterráneo Oriental, constituían los colores de importación más preciados y lujosos del momento. Así pues, su uso en obras de arte estaba relacionado siempre con el encargo de poderosos patrones.

         Pero si había un color caro y simbólico pos sí mismo ese era el oro, el color de la luz de Dios. El pintor románico empleaba el oro para simbolizar la luz divina, puesto que su brillantez estaba asociada a la luz de Dios. El oro poseía un gran simbolismo religioso y, por tanto, era el metal más valorado para revestir los objetos sagrados. Se empleaba en la pintura pero también en otras artes como la orfebrería, miniaturas e incluso para recubrir los hilos de las vestiduras litúrgicas. Obviamente, debido a su alto coste, el oro no se podía emplear de forma habitual en la decoración artística.
  
         Bueno, ¿qué os ha parecido esta primera parte de la pintura románica? Curiosa, sobre todo, ¿verdad? Nuevamente se pone de manifiesto cómo aquellos artistas tenía que idearse formas de trabajo y de obtención de colores de una forma totalmente empírica y autodidacta, nada que ver con lo que tenemos hoy día. Realmente estaban día a día ensalzando ese dicho que dice que “hacían de la necesidad una virtud”, no solo en la pintura o en el arte, sino en cualquier faceta de su vida.

         ¡Hasta pronto!