martes, 23 de abril de 2013

DE "PINÍCULA" A "FLIM"



¡Toda la vida se ha dicho “pinícula” y ahora se dice “flim”!



         Con esta frase tan popular en la sociedad rural de la España de finales de la postguerra, se quería expresar el desacuerdo o queja por la introducción paulatina y progresiva de anglicismos que el sector más “progre” de la incipiente y emergente nueva sociedad española utilizaba para referirse a situaciones, conceptos y definiciones plenamente establecidos y conocidos por todos, pero que cambiaban de nombre sin motivo y explicación aparente alguna. “¡Siempre lo hemos llamado así! ¿Por qué ahora hay que llamarlo de otra forma y liarnos más de lo que ya estamos, después del esfuerzo que nos ha costado aprenderlo de esta manera?” No lo entendían. Nunca lo entendieron.



         Y es que, ese cambalache lexicográfico siempre ha sido, incluso aún en nuestros días, un signo de modernismo, de progreso, de transgresión que la sociedad ha utilizado en las diversas etapas por las que ha ido pasando. ¿A quién no se le escapa un “chiao” para despedirse cuando en realidad es un “adiós” a secas? Queda más finolis. ¿Y lo de “pavos” en vez de euros? Una americanada más, aunque no podamos tragar a los americanos y los califiquemos de mil formas diferentes y ninguna sea la de guapos.



         Sin embargo, no siempre que eso ocurre trata de expresar modernismo; mucho menos progresismo. Hay veces que los nombres se cambian con el fin de camuflar o despistar sobre el verdadero sentido del concepto, de la situación, de un acierto o de un fracaso.



         Tal es el caso de los restaurantes de alta cocina, los estelares de Michelín, esos que te vendían humo (literalmente) con sabor a aguacate con roquefort. Restaurantes con menús degustación que te ponían como plato una especie de dornillo blanco, y en el fondo, un trocito de carne pintada con una crema de cualquier color. Me recordaban a aquel señor que entró en un restaurante y pidió un filete en su punto con patatas fritas. Al poco rato de servírselo, el maître del restaurante se le acercó y le preguntó: “¿Cómo ha encontrado el señor el filete?”, y el señor comensal le respondió: “… pues de casualidad. ¡Estaba debajo de una patata!”.



         Ahora, estos negocios hosteleros, los de los grandes chefs españoles, en vista de la poca aceptación de sus “menús”, han pasado a denominarse “gastrobares”; son los que aún mantienen la conciencia de progresismo y modernismo. Otros han preferido llamar a las cosas por su nombre y los denominan “bares de tapas” a secas, como siempre.


         Desde que un rey obligara a los taberneros de su territorio a poner encima de la boca del jarro de vino, a modo de tapa, una vianda para acompañar al vino y evitar la ebriedad prematura de sus soldados, la cultura de la tapa ha arraigado, y de qué forma, en nuestra sociedad. Tapas, pinchos, aperitivos son nombres que se le da al pequeño sustento que estos locales nos ofrecen como acompañamiento a nuestra consumición. De ahí su nombre: bares de tapas, bares de pinchos, aperitivos variados, etc.



         La denominación de gastrobares, amén de lo rebuscado de la palabra y el empacho de modernez que provoca, no deja de ser esos mismos negocios culinarios de alto standing pero ofreciendo variedad de tapas y aperitivos a modo de degustación, lo cual no deja de ser un camuflaje, un cambio de nombre de los restaurantes michelinenses de alta cocina. Dicen que lo hacen para adaptarse a las nuevas costumbres de la sociedad, cuando lo que hacen en realidad es camuflar el fracaso de sus negocios, ocultar el ocaso de un estilo de vida que no se correspondía en modo alguno con nuestra cultura.



         Las juergas a 70 u 80 euros han pasado a mejor vida. El comer y beber humo embotellado no alimentaba, aunque tampoco ayudaba a mantener la dieta, menos aún si ésta es económica. Urgía una reconversión en nuestros hábitos culinarios, y qué mejor que una vuelta a nuestros orígenes, a aquello que nunca deberíamos de haber olvidado y dejado de lado, a los bares de tapa de toda la vida, los de nuestro pueblo, nuestro barrio, de nuestro vecindario. Pero eso sí, llamándolos como siempre se les ha llamado. Dejémonos de “flimmes” y sigamos viendo nuestra propia “pinícula”, esa en la que nosotros mismos somos los verdaderos protagonistas.
 

martes, 16 de abril de 2013

ÉTICA PARA ROBOTS

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     El desarrollo de robots y máquinas cada día más complejos hace inevitable la pregunta ¿deberíamos implementar una ética para robots?

     La ficción es una inspiración para la vida. La ciencia ficción lo es para la ciencia. Gran parte de los avances que vemos y veremos han sido precedidos por las visiones de los escritores. Un ejemplo notable son las tres leyes de la robótica de Isaac Asimov, formuladas en 1942.
  • Un robot no puede hacer daño a un humano.
  • Un robot obedecerá las órdenes humanas, a menos que estas contradigan la primera ley
  • Un robot protegerá su propia existencia excepto si esto entra en conflicto con la primera y segunda ley
      Resulta curioso lo visionario y a la vez ingenuo que resultaba Asimov. En un sentido, ya prevé robots autónomos, cosa que ahora empezamos a ver. Es ingenuo porque los robots que estamos empezando a fabricar están en buena medida diseñados para matar.

      Cada día se diseñan y construyen nuevos robots. Pulgas que graban, arañas espías o cruadricópteros. Los drones del ejercito americano ya no solo realizan misiones de vigilancia. Van cargados con mortíferas bombas. Los trenes sin conductor proliferan. El vehículo autónomo está a punto de invadir nuestras calles.

      El punto de inflexión es el momento en que estas máquinas sean autónomas. Los drones están teledirigidos. Un humano decide el objetivo y el momento. Pero como sabemos, cuando los dispositivos se multiplican, su control desborda a los operadores y acaban siendo dotados de autonomía. Un ejemplo de ello es el coche autónomo. Ningún humano lo supervisará. Incluso diseñados para matar, los robots pueden tener alguna ventaja: no tienen odio ni deseo de venganza, no cometen violaciones no toman decisiones en caliente. Una característica de los soldados es el abuso añadido a su función principal.

      En la vida te planteas permanentemente problemas éticos. También cuando conduces, aunque la reacción sea automática. Un niño se cruza, ¿freno? Un perro se cruza ¿freno? Si freno, pongo en riesgo la vida de mi familia que me acompaña. O la del coche de al lado. ¿Cuál es la opción moral adecuada? Si desarrollamos un coche autónomo, ¿debería tener moral? Y cualquier otro robot autónomo, ¿debería llevar implantado un módulo moral?

      La moral humana es un vidrioso campo en el que las reglas no están en absoluto claras. Esto se pone de manifiesto en los llamados dilemas morales. Imagina que un tren avanza hacia un grupo de personas que morirán aplastadas por él. Tú puedes cambiar el curso de los acontecimientos. Si aprietas un botón, el tren cambiará de vía y aplastará a una única persona que está en la nueva vía de forma que salvarías a cinco pero una moriría. ¿Lo harías? Ahora imagina que las mismas personas están amenazadas pero a tu lado se encuentra un individuo malencarado, sucio y con aspecto ebrio. Si lo empujas a la vía, morirá atropellado, el maquinista parará el tren y las otras cinco personas se salvarán. ¿Lo empujarías?

      La mayoría de las personas responden que sí apretarían el botón causando la muerte de una persona para salvar a otras cinco. La mayoría responde que no empujaría al individuo malencarado, salvándolo y causando la muerte de los cinco. Una explicación consiste en que en el primer caso manipulas un botón, algo sin vida y en el segundo caso manipulas directamente a una persona.

      Para implantar un modelo en un ordenador tienes que tener claro el modelo. Para implantar ética en un robot, tienes que tener clara la ética. Miles de leyes han sido necesarias para la convivencia humana porque unas simples reglas éticas no sirven. ¿Cómo implementar en los robots algo que no está claro en los humanos?

  Hoy por hoy solo encontramos respuestas en la bendita ciencia ficción.