domingo, 12 de octubre de 2014

DON INO Y LOS NOBEL PROPIOS



Los que os dais una vuelta de vez en cuando por aquí, os resultará extraño verme fuera de mi “hábitat natural”, comentando y explicando aspectos del Arte Románico. Pero esta vez he querido dejar un poco de lado esa aventura fantástica y centrarme en un tema algo más cotidiano de lo que parece y más asiduo de lo que a mí me gustaría. Un tema que, a medida que pasa el tiempo, parece que va tomando más fuerza entre nosotros y entre la sociedad, y cuya causa no acierto a explicar si no es desde la perspectiva del agotamiento mental, de al total carencia de ideas y motivaciones, de las nulas expectativas futuras fruto de un hartazgo y hastío de vivencias que en la mayoría de los casos se han producido en una edad mental muy anterior a la que pudiera corresponder, con la consiguiente devaluación de la vivencia, o bien desde el propio aburrimiento personal, impulsor principal de la mayoría de las “paridas” que pululan actualmente por nuestra sociedad.



         Este año se conmemoran los cien años de mi muerte, aunque la fecha real ya haya pasado a la finalización de este escrito. Para muchos, es una fecha a recordar y como tal así lo hacen saber a sus semejantes, alentándolos a una celebración, eso sí, cultural, para conmemorar tal efeméride. Consideran que mi persona y mi trabajo son lo suficientemente importantes y valiosos como para realizarme homenajes en pos de fomentar el conocimiento hacia mi persona y hacia mi trabajo, más de historiador que de eclesiástico, verdadera profesión que tuvo y cumplí con el mayor de mis esfuerzos y entusiasmos. Por estas fechas suelo aparecer en carteles anunciadores de jornadas de conferencias, se vuelve a recordar, una vez más, mi diccionario histórico-geográfico de la provincia de Ciudad Real, y en la biblioteca (que en paz descanse) que lleva mi nombre, se organizan actos literarios con letras repletos de párrafos, que a su vez van repletos de letras que en la mayoría de los casos nadie sabe interpretar correctamente ante la falta de afición a esos signos y la carencia de “santos” fotográficos ilustrando nuestros anhelos y el de nuestros hijos, futbolistas en los que mirarse en el espejo como paradigma de lo que es el éxito en la vida, defendiéndolos con nuestra propia cara hasta la saciedad sabedores que ese es el camino a seguir, tanto con él como sin él.




         Y ante tanto acto homenajeador, más propio de la España de charanga y pandereta machadiana, vivida desde el bostezo y el soñoliento despertar sestero, me pregunto: ¿es que ha hecho falta que muriera para que se me reconozca mi profesionalidad, mi honradez, mi trabajo, mi dedicación, mi amor a esta tierra, mi recuerdo perpetuo e imborrable hacia mi pueblo y mis gentes, mi obsesión por explicar y enseñar el pasado desde el presente con miras a un futuro prometedor? ¿Es que tienen que morir las personas para que algún “ilustrao”, pasado mucho tiempo, le quiera reconocer lo que realmente hizo mientras estuvo entre nosotros, entre los suyos? ¿No es más razonable que esa persona se vaya a descansar eternamente con dichos parabienes en el cuerpo en vez de ofrecérselos a sus familiares que en algunos casos y en buena medida, poco o nada saben de él o de ella? Aunque mi época no es ésta (si aún viviera añoraría la mía), el refranero español también trabajaba, y de todos los refranes que conocía, el que menos me gustaba era ese que decía: “El día que te cases saldrán tus faltas; cuando te mueras, tus alabanzas.” Ya por entonces también la gente tenía por costumbre olvidarlo que las personas de bien realizaban en vida, y esperaban a que se murieran para decírselo, cuando ya no podían oír ni disfrutar (que no agradecer) dichos actos ni palabras, pues lo que cualquier persona que digne denominarse como tal realiza en vida, siempre tiene como miras el mejorar todo lo que le rodea y a quien le rodea; no hay finalidad en el ser humano más honesta y más humilde.



         Un contemporáneo mío, al cual no tuve el gusto de conocer, legó una gran parte de su fortuna para la instauración de unos premios que reconocieran el trabajo de aquellas personas que “durante el año precedente mayor beneficio hayan aportado a la humanidad”. El testamento y la creación de los premios fue fruto de un error, pues vio publicado en un periódico de la época su propio epitafio antes de morir. En realidad quien había muerto era su hermano, pero le impactó tanto ese epitafio acusándolo de crear la muerte de sus semejantes (uno de sus mayores inventos fue la dinamita), que decidió premiar anualmente a todas aquellas personas que trabajan en pos de mejorar la humanidad. Naturalmente me estoy refiriendo a Alfred Nobel y sus premios Nobel.




         Sin embargo, al contrario de lo que sucede con los homenajes, sobre todo póstumos, los galardonados con estos premios pueden disfrutar en vida de ese reconocimiento, junto con sus familias, sus amigos y sus colegas de trabajo. No tienen la obligación de esperar la muerte para conseguir ese reconocimiento. Es al morir cuando nos abandonan en paz y satisfechos, sin homenajes, sin conferencias, sin exposiciones; nada. Mueren dichosos y contentos sabedores de haber mejorado el vida de sus semejantes; al igual que todos nosotros, por muy humilde que pueda parecer nuestra vida. Todos trabajamos para mejorar a nuestros semejantes, pero en una parcela muy insignificante en comparación con las personalidades Nobel, pero con igual entusiasmo y dedicación; con igual ahínco y sacrificio; con la misma meta, la misma finalidad. Sin embargo, muy al contrario que a ellos, a nosotros se nos machaca diariamente desde cualquier faceta de la vida, se nos critica por cualquier realización que contravenga la ética de los demás, no la ética propia, se nos devalúa nuestro trabajo y se pone en entredicho nuestro honor, nuestra profesionalidad, nuestra respetabilidad. Y es sólo cuando han pasado unos cuántos años de nuestra muerte cuando algún “iluminao” comienza a reconocer el trabajo y la labor realizada, incluso conviviendo aún con personas contemporáneas del fallecido que se han cambiado de bando y “cantan sus alabanzas”.



         Los homenajes, las conferencias, las exposiciones, el nombre de una calle, de un edificio, de una institución, después de fallecida la persona, no tiene razón de ser ni ningún valor. Con esos actos tan sólo se trata de buscar el reconocimiento de la persona que ha propuesto tal o cual realización, siempre desde una óptica personal y egoísta, muy alejada de dar a conocer la valía del fallecido. Mejor hubiera sido que durante el tiempo que estuvo en vida esa persona entre nosotros se le hubiera valorado como persona, como profesional, como hacendoso en pos de los demás, como verdadero bienhechor de la humanidad en general, y de los suyos en particular. Que no tenga que esperar a morir amargado de espíritu, lloroso de corazón y apenado de vida.



         A todas las personas de bien se les tendría que conceder un Nobel propio, en vida, un premio como reconocimiento a su valía entre nosotros, antes de su muerte, para que lo disfrute, muera (ahora sí) en paz y contento, y sea el referente a seguir en generaciones venideras. De paso nos ahorraríamos y nos olvidaríamos de actos superficiales y vanidosos que tan sólo buscan la gloria de los organizadores, dejando muy de lado a la verdadera protagonista del premio: la persona. Los Nobel propios deberían estar instaurados por la propia sociedad “per se” y por las propias personas. Una grandísima mayoría muere sin su reconocimiento. Aún estamos a tiempo; tan sólo tenemos que valorar a quien queremos homenajear; a las personas que realmente se lo merecen en vida, o a nosotros mismos como organizadores ególatras de acontecimientos. Los Nobel propios son de ellos; son suyos y se los debemos reconocer en vida, nada de muerte, nada de alabanzas a hombros.


         Concedamos premios Nobel propios diariamente; estaremos creando un mayor beneficio a la humanidad.

sábado, 11 de octubre de 2014

ASPECTOS SIMBÓLICOS DE LA ARQUITECTURA ROMÁNICA

          ¡Dais la voz o todavía estáis privados! ¡Vamos, vamos, que no es para tanto! ¡Bebed 7 traguitos de agua sin respirar para que se os quite el susto! Eso es lo que se hace cuando alguien tiene hipo y no sabe cómo quitárselo. Los más mayores sí que lo recuerdan. Algunas veces funcionaba y otras no, como todos los “consejos de abuela” que antiguamente se aplicaban para tratar de sanar o paliar males relacionados con la salud.

         Pero independientemente que esos remedios funcionaran o no, lo que siempre me ha llamado la atención era por qué tenían que ser 7 traguitos y no 8 ó 6 ó 10 ó 5 ó cualquier otro número. ¿Sería que como los teníamos que beber sin respirar era el número exacto y justo para aguantar sin aire? No creo que fuera por eso. El motivo era otro, era el valor simbólico que desde tiempos inmemoriales se le daba a los números y, por lo tanto, también al número 7. ¿Os habéis fijado que el número 7 está más presente en nuestras vidas de lo que parece? 7 Sacramentos, 7 pecados capitales, 7 días de la semana, 7 vidas tiene un gato (¡ja, ja, ja!), 7 dolores de la Virgen María, 7 iglesias de Asia, los 7 sellos, dragones con 7 cabezas, 70 veces 7 que aparecen en los Evangelios (sííí, ya sé que la cabra tira al monte, pero entended lo que soy y entended o tratad de entended todo esto del Arte Románico).

         Durante la edad media, anterior a ella y posterior a ella, el hombre ha tratado siempre de expresar sus sentimientos y de explicar sus sensaciones por medio de símbolos, que no son sino informaciones creadas por el ser humano dentro de un contexto determinado para expresarse, para mostrar una realidad, su realidad, y revelar al alma humana lo transcendental, lo no manifestado.

         Pues bien, el Arte Románico está lleno de simbolismo. En una sociedad prácticamente analfabeta en su totalidad, la religión impregna y define casi todos los aspectos de la vida cotidiana, y la construcción de iglesias y catedrales no iba a ser ajena a esa impregnación simbólica por un lado, y religiosa por otro, sobre todo religiosa. Dios pasaría a estar omnipresente en sus vidas, sería el centro de su vivir, el punto de partida y el punto de llegada.

         Este será uno de los principales mensajes que la Iglesia, como poderoso estamento de la sociedad feudal, tratará de enviar a toda una población mayoritariamente analfabeta. La Iglesia tratará de culturizar a sus fieles y propagar a los cuatro vientos sus dogmas y verdades evangélicas por medio del Arte Románico, utilizándolo como la herramienta pedagógica para adoctrinarles. Construirá iglesias y templos para mostrar su poder, pero al mismo tiempo educará a sus fieles iletrados por medio de la fe, encargada a su vez de separar lo divino de lo humano. El templo o iglesia será un espacio sacro, una representación del cosmos, donde quedará representada la dualidad sagrado-profana, celeste-terrestre, divina-humana.

         La unidad conceptual románica no es solamente un planteamiento intelectual de hombres del siglo XI. Responde también a una coherencia de orden difícil de comprender por el ser humano (metafísica) exigido por el principio de analogía de que “lo que está aquí abajo es como lo que está allí arriba”.

         La gran coherencia intelectual que se impusieron a sí mismo los hombres que a mediados del siglo XI concibieron el Arte Románico en su totalidad, no es más que la consecuencia de la excelencia con la que trataron todo lo relacionado con la Divinidad de Dios, desde lo intelectivo que se adentraba en el misterio de Dios, a la construcción en la que habitaría el mismo Dios entre los hombre (templos e iglesias), incluyendo la liturgia que habría de cantar su gloria.

         En el Arte Románico, los encargados de diseñar tanto los programas iconográficos como la simbología de los templos fueron los teólogos redactores, con profundos conocimientos no sólo en filosofía teológica o de explicación e interpretación bíblica, sino también de liturgia cristiana, historia, cultura, astronomía, etc.

Construimos en piedra

         Desde un punto de vista arquitectónico, el templo es ya en sí mismo todo un símbolo, y los demás elementos que lo complementan, los pictóricos y los escultóricos, se funden armónicamente en una unidad. El símbolo que subyace en la arquitectura del templo románico es el de la fusión de la profunda dualidad de lo que existe, es decir, de lo divino con lo humano, de lo celeste con lo terrestre.

         El templo es la casa de Dios y, por tanto, deberá diferenciarse de los otros edificios profanos. Y la primera diferenciación va a estar en el material que se utiliza para su construcción. Lejos de utilizar los mismos materiales con los que se construían las casas donde habitaban las personas (barro, madera, carrizo, etc.), para la construcción de los templos e iglesias se utilizaba la piedra.

         La dureza de la piedra ha impresionado al hombre desde tiempo inmemorial, simbolizando la eternidad, por lo que el culto relacionado con las piedras estuvo muy extendido en las comunidades prehistóricas. Recordad todos los complejos arquitectónicos prehistóricos construidos con dólmenes, menhires, etc. que aún podemos apreciar en la actualidad y que, aún hoy día, son visitados por miles de personas, sobre todo en fiestas muy señaladas, como el solsticio de verano (Stonehedge), ya que se supone que son observatorios astronómicos construidos para adorar al Sol cuando éste era considerado un dios para aquellas comunidades prehistóricas. Esta divinidad solar pasó a la civilización egipcia con el nombre de Ra, civilización ésta que también utilizó la piedra para construir sus más importantes monumentos funerarios, las pirámides, que después de tantísimos siglos aún podemos contemplar en una digna plenitud.

         Pero no sólo se utilizó la piedra por su dureza y su símbolo de eternidad, sino que también el teólogo redactor aplicó su doctrina cristiana; aplicó el evangelio de Mateo: “… y Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre ti edificaré mi iglesia, y las puerta del abismo no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos; lo que desatares en la tierra, estará desatado en los cielos.” (Mateo 16, 18-19).

         Este pasaje evangélico, además de ser la base para la construcción en piedra de la morada de Dios, designa las llaves como el atributo más importante para identificar a Pedro en una representación apostólica.
San Pedro portando las llaves como su principal atributo.
Arquivolta de la portada de Santa María del Rey. Atienza (Guadalajara)

         Solo la iglesia construida en piedra aguanta el paso del tiempo (Se hizo roca mi casa al construir la casa sobre roca). Pero al mismo tiempo también pretende ser una representación en miniatura del cosmos, un espacio sacro donde se supere la dualidad sagrado-profano, celeste-terrestre, divina-humana.

Pero la piedra guarda en sus entrañas la imagen de la Divinidad que la creó, y el hombre (el compañero constructor armado de cincel y mazo) debe ponerla al descubierto para el resto de los hombres. El origen primero y último de cada talla románica, de cada una de las esculturas que nos interrogan desde portadas, frisos, capiteles y canecillos, no es otro que el sugerir con formas sensibles los arquetipos divinos presentes en la Creación y transmitidos al hombre en el Paraíso. El templo románico se convierte así no sólo en símbolo por sí mismo, sino además en soporte de símbolos que hablan a los hombres de las verdades primeras y de Dios mismo.

         Su presencia en la cristiandad recordará al templo de Jerusalén en la justificación de la salmodia hierosolimitana (nueva palabreja para nuestra jerga particular) que inmortalizara el salmo 25: “Amo la morada de tu casa / el lugar de asiento de tu gloria.

… y en lo alto
        
         Al igual que en otras religiones celestes, la morada de Dios está en lo alto; también en el cristianismo, en el cual a Dios se le invoca como “El Altísimo”. Por todo ello, hay que elegir la ubicación del templo en función de ese apelativo,, que debe ser lo más elevada posible, alzándose en la parte más alta de la población, como en una colina desde la cual se domine la aldea. Si ello no fuera posible por la horizontalidad del terreno, se elevan sus muros dentro de lo que permitiera la tecnología arquitectónica del románico, alzándose con él dominadores campanarios que se elevarían hacia el cielo.

Santa Cecilia de Vallespinoso. Aguilar del Campoo (Palencia)

Unión celeste y terrestre

         Los tres elementos esenciales de un templo o una iglesia románica son la cabecera, la nave y la torre. La unión de todos ellos refuerzan sus efectos individuales para conseguir un todo superior a sus individualidades; sinergia en toda su extensión. Esa acción aditiva trata de simbolizar la unión de dos mundos: el del hombre y el de Dios.

         Cuando en un capítulo anterior hablamos de la arquitectura románica, dijimos que una de las características primordiales –si no la más importante- del Arte Románico era el uso del arco de medio punto. Observándolo detenidamente vemos que dicho arco se compone de una parte semicircular y otra parte cuadrada o rectangular.

         El arco de medio punto no fue elegido caprichosamente pensando sólo en el juego arquitectónico que pudiera dar, sino porque el semicírculo y cuadrado simbolizaban lo celestial (la bóveda celeste, lo alto) y lo terrenal (4 lados, 4 direcciones cardinales, 4 estaciones, 4 elementos, 4 evangelios, …, lo bajo) respectivamente.

         La planta cuadrangular o rectangular, simbolizando con sus cuatro lados la Tierra, nos remite al Génesis, donde se define la Tierra como un cuadrado que flota en el abismo sobre el cual reina la divinidad. En el centro de este cuadrado se encuentra el paraíso terrenal del que parten los cuatro ríos que se dirigen a los cuatro puntos cardinales. El cuatro (4) es, en la numerología pitagórica, el número que define las estaciones, los cuatro puntos cardinales y los cuatro elementos del universo terrestre: aire, tierra, fuego y agua.

         El círculo es el sol, simbolizando así mismo la perfección y la divinidad. El movimiento del universo es circular. Los ritmos cósmicos, el recorrido de los astros, los cambios de día, de las estaciones, el calendario agrícola, los crecimientos biológicos ordenados en cíclos, ...; todo es cíclico.

         En los monasterios benedictinos, el oficio divino se desarrollaba según dos círculos concéntricos. El primero aquel que describe todos los días el canto de los salmos: maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas. El segundo ciclo, el anual, se organizaba alrededor de la fiesta de la Pascua (Domingo de Resurrección).

         El ábside, situado en la cabecera del templo es semicircular y representa al Cielo, por lo que este espacio es el más sagrado (altar), cuyo acceso está limitado a los mensajeros de Dios (clero). Realmente, el cielo no interesa como tal; interesa porque es la morada de Dios.

         En el templo, el “cielo” son también las bóvedas. Todas sus modalidades giran en torno a la esfera como representación de la perfección (bóveda de cañón, medio cañón, un cuarto de cañón, casquete, etc.). Por encima de las bóvedas se encuentra la cúpula que representa la esfera celestial, la perfección celestial, con la función terrenal de iluminar el crucero. Esta cúpula está ubicada encima del crucero, que acoge a menudo en las cuatro esquinas del soporte del techo la imagen de los cuatro evangelistas. Esas esquinas del soporte pueden ser bien pechinas o bien trompas.

         La unión de la nave con la cabecera representa, de esta forma, la unión de lo terrenal con lo celestial (arco triunfal).


Unión de lo celeste con lo terrestre

         Otro símbolo de la comunión de lo terrestre con lo divino es la torre románica que, bien asentada y cimentada en el suelo, se alza gloriosa apuntando al cielo que quiere alcanzar.        

Torre de la iglesia de Santa María del Durro

Cristo crucificado

         En la construcción de la arquitectura románica, algunos de sus elementos arquitectónicos están encadenados a formulaciones que van más allá de las trazas geométricas. Muchas iglesias románicas presentan una planta en forma de cruz latina, creándose un claro paralelismo con la cruz y Cristo crucificado; adquieren la forma de Cristo en la Cruz.

         Los templos románicos suelen tener su núcleo principal en torno al altar. Es el lugar sagrado del santuario, el ábside. En el latín de los teólogos de la época se denominaba “caput”, cabeza. Cuando comparan el templo con el cuerpo de Cristo, indican aquí el lugar que le correspondería a la cabeza. Los brazos de la cruz apuntan a los cuatro puntos cardinales; de ahí que en el vocabulario arquitectónico habitual se sigan usando los términos cabecera, brazos del transepto, y pies de la iglesia, en total equivalencia con las partes del cuerpo de Cristo. Cualquier templo dotado de crucero tiene forma de cruz a los ojos de Dios (mirando desde arriba).

         Ciertamente pueden parecer estas opiniones estereotipos a elucubraciones del mundo moderno con rasgos de trasnochado pietismo, pero en los textos de la época se aludía al carácter simbólico que no entendía nada en el mundo que no fuera o tuviera representación divina.

Orientación de las iglesias románicas

         El simbolismo arquitectónico del templo románico va mucho más allá, y se relaciona con la luz. Toda iglesia medieval, y por ende, románica, tiene su cabecera o ábside orientada hacia oriente, fuente de luz, dirección de Jerusalén, ciudad santa donde murió Jesús, símbolo del Paraíso. El simbolismo subyacente es que el altar, situado en la cabecera, debe estar del lado donde aparecen los primeros rayos de luz del alba. En el altar está Cristo, y Cristo es la luz del mundo que ilumina al hombre y le saca de sus tinieblas. (Ego sum lux mundi –Yo soy la Luz del Mundo-, Apocalipsis,  Juan 8, 12). El hombre permanece en “su noche” hasta que la luz de Cristo le ilumina espiritualmente, como hace la luz solar desplazando la noche al amanecer. La luz que entra por la ventana del ábside es la luz creadora de las formas y de las cosas, indicando el sol mañanero la creación de un nuevo día, es decir, la creación cotidiana.
Luz creadora proveniente del Este

         De este modo, la iglesia se sitúa frente a la esperanza, a la resurrección de Cristo, y por la posición que ocupa con respecto a los cuatro puntos cardinales, la iglesia dirige la procesión de los hombres hacia los estallidos de la gloria de la próxima venida del Salvador, hacia el este, en contraposición del oeste, donde el sol se oculta, región de las tinieblas y de la muerte. De ahí que el muro de la fachada occidental de cualquier templo o iglesia se reserve para la representación del Juicio Final, en la que los elegidos y salvados se encuentran a la derecha de Cristo, mientras que los condenados se encuentran a su izquierda.

Portada de Santa María la Real de Sangüesa (Navarra)
A la derecha de Cristo, los elegidos, los salvados. A la izquierda de Cristo, los condenados al infierno.
Observad las caras feas de la izquierda; son los condenados

         Perpendicularmente al este y al oeste están el norte y el sur. El norte es la región de la oscuridad y las escarchas (portada del cierzo, por el frio que proviene de esa parte), y su fachada está dedicada al reino de la ley, con representación del ciclo del Antiguo Testamento. El sur representa al mediodía, de donde viene el calor. Evoca la idea de Cristo Salvador, del reino de la gracia. Su fachada se encuentra decorada con escenas del ciclo del Nuevo Testamento.



         Pero como tantas y tantas veces hemos dicho a lo largo de todos estos capítulos que hemos compartido juntos, en el Arte Románico nada es casual, nada se deja al azar; todo tiene su por qué y, como no, su base eclesiástica, y esta orientación no iba a ser una excepción. La orientación este-oeste de un templo románico aporta al Arte Románico una contenido simbólico-espiritual proporcionado por el versículo 27 del capítulo 24 del evangelio de San Mateo: “Cómo el relámpago que sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre.”

         De esta orientación se benefician las horas litúrgicas de los distintos oficios religiosos, pues por la mañana es iluminado el ábside (este), durante el día el costado meridional (sur), y al atardecer la fachada occidental (oeste), quedando siempre el costado septentrional (norte) a oscuras.

         El hombre, cuando accede al templo por la puerta oeste, tiene el norte a su izquierda y el sur a la derecha. La izquierda siempre ha tenido mal augurio, como lo prueba la doble acepción “sinister” – “siniestra”. La derecha ocupa en todas las civilizaciones el lugar de honor, atestiguada por los textos, imágenes y costumbres (Cristo sentado a la derecha del Padre). Incluso dentro de la nave de la iglesia había separación en cuanto a la ubicación de sexos dentro de ella. Los hombres se situaban a la derecha, mientras que las mujeres, consideradas inferiores y, en algunos casos, seres maléficos, se situaban a la izquierda.

         Pero tanto unos como otras permanecían en la nave, en la parte terrenal del templo, sobre el suelo, que es el que permanece en contacto con los fieles. Este suelo representa el “plano terrenal”, en donde se desarrolla la vida del hombre, y donde se desarrollan mayormente los elementos verticales del edificio, que son los elementos destinados a enseñar al hombre el camino que se acerca a Dios. Cuánto más alto, más cerca de Dios; a poca altura, más cerca de los hombres.

         La cabecera, el muro, el crucero, las puertas, las fachadas, el cimborrio, el altar, …, todo estaba al servicio de la belleza, pero también en una inevitable articulación divina que sometiera la materia al espíritu, como afirmaba Ulrico de Estrasburgo: “… Dios no sólo es completamente bello en sí y como fin de la belleza, sino que además es causa eficiente ejemplar y final de toda la belleza creada.”.

         Y fue la Iglesia, como estamento, la encargada de fomentar y auspiciar esa belleza en sus templos con el fin de transmitir a los fieles iletrados un mensaje pedagógico revestido de formas simbólicas. Ese mensaje al fiel es sencillo pero múltiple:

·         Dios es uno, como una es la cabecera de la Iglesia, aunque tenga varios ábsides. Uno como una es la cúpula central.
·         Hay un mundo de las tinieblas y un mundo de la luz, y hay un camino para ir de las tinieblas a la luz, como un camino hay desde la entrada occidental del templo hasta el altar, a oriente.
·         Ese camino tiene una guía, que no es otra que Cristo. Hacia su figura debe dirigirse el fiel en el camino anterior, cuando lo contempla como Pantocrátor en el ábside mientras avanza por la nave central.

         Fue la intención de esos viejos edificios medievales ser habitáculos de la verdad cristiana interpretada de la forma más bella posible del momento, en pequeñas o enormes construcciones que unían la calidad de sus obras a la gloria divina que poseían en su interior.

         ¿Qué os ha parecido este capítulo? Demasiado místico, ¿no? Es cierto, pero como habréis podido comprobar, ya en el Arte Románico todo lo realizado tenía un porqué y una finalidad determinada. Como venimos diciendo en todos estos capítulos, en el Románico nada se dejaba al azar, tono tenía su porqué. Los teólogos redactores tenían muy claro el cómo y el dónde de una construcción románica y eran los que elegían la temática religiosa a representar en tímpanos, capiteles y portadas. Los magister muri, como sabéis, no eran más que meros arquitectos de esas construcciones sin ningún tipo de decisión a la hora de elegir la temática, tanto del Nuevo Testamento como del Antiguo Testamento, como de su ubicación.

         Pero no creáis que todo era tan serio y formal. De vez en cuando, tanto los magister muro como los propios escultores, se permitían ciertas licencias a modo de “venganza” hacia esos teólogos redactores por la disciplina casi militar a que eran sometidos en sus trabajos cotidianos. Esas licencias normalmente se encontraban en los canecillos de las iglesias, templos y catedrales, donde expresaban sus sentimientos, sus vicios, sus regocijos, sus formas de vida y de diversión, sus “pecadillos”, etc. Sin embargo, también de vez en cuando, se permitían camuflar o esconder ciertas figuras entre la temática religiosa esculpida en tímpanos y portadas. Y si no, observad las siguientes imagenes y decidme qué véis.

         ¿Lo habéis visto? Sí. Es un cerdito esculpido entre una arquivolta que la utiliza a modo de mesa o baranda; su cabecita por encima y sus patas por debajo de ella. Esta figura se encuentra en la portada de Santa María de Uncastillo (Zaragoza). Y es que, por mucho que se quiera, no se puede poner puertas al campo, aunque la Iglesia monopolizara todo lo construido y por construir. Por mucho rigor constructivo que quisiera imponer, siempre el cantero escultor podía salirse de esas directrices marcadas y expresar algo fuera de ese mundo eclesiástico impositivo como desfogue y descarga emocional.

         Como veis, no todo en el Románico es rigor y disciplina. También hay cierta libertad constructiva del hombre para poder expresarse libremente. Esto, aunque no lo creáis, es casi exclusivo del Arte Románico. Con la llegada del Arte Gótico, y, sobre todo, del Renacimiento y el Barroco, estas licencias prácticamente desaparecen, volviendo de nuevo los constructores a esa total dependencia constructiva de la Iglesia.

         ¡Hasta pronto!