domingo, 12 de octubre de 2014

DON INO Y LOS NOBEL PROPIOS



Los que os dais una vuelta de vez en cuando por aquí, os resultará extraño verme fuera de mi “hábitat natural”, comentando y explicando aspectos del Arte Románico. Pero esta vez he querido dejar un poco de lado esa aventura fantástica y centrarme en un tema algo más cotidiano de lo que parece y más asiduo de lo que a mí me gustaría. Un tema que, a medida que pasa el tiempo, parece que va tomando más fuerza entre nosotros y entre la sociedad, y cuya causa no acierto a explicar si no es desde la perspectiva del agotamiento mental, de al total carencia de ideas y motivaciones, de las nulas expectativas futuras fruto de un hartazgo y hastío de vivencias que en la mayoría de los casos se han producido en una edad mental muy anterior a la que pudiera corresponder, con la consiguiente devaluación de la vivencia, o bien desde el propio aburrimiento personal, impulsor principal de la mayoría de las “paridas” que pululan actualmente por nuestra sociedad.



         Este año se conmemoran los cien años de mi muerte, aunque la fecha real ya haya pasado a la finalización de este escrito. Para muchos, es una fecha a recordar y como tal así lo hacen saber a sus semejantes, alentándolos a una celebración, eso sí, cultural, para conmemorar tal efeméride. Consideran que mi persona y mi trabajo son lo suficientemente importantes y valiosos como para realizarme homenajes en pos de fomentar el conocimiento hacia mi persona y hacia mi trabajo, más de historiador que de eclesiástico, verdadera profesión que tuvo y cumplí con el mayor de mis esfuerzos y entusiasmos. Por estas fechas suelo aparecer en carteles anunciadores de jornadas de conferencias, se vuelve a recordar, una vez más, mi diccionario histórico-geográfico de la provincia de Ciudad Real, y en la biblioteca (que en paz descanse) que lleva mi nombre, se organizan actos literarios con letras repletos de párrafos, que a su vez van repletos de letras que en la mayoría de los casos nadie sabe interpretar correctamente ante la falta de afición a esos signos y la carencia de “santos” fotográficos ilustrando nuestros anhelos y el de nuestros hijos, futbolistas en los que mirarse en el espejo como paradigma de lo que es el éxito en la vida, defendiéndolos con nuestra propia cara hasta la saciedad sabedores que ese es el camino a seguir, tanto con él como sin él.




         Y ante tanto acto homenajeador, más propio de la España de charanga y pandereta machadiana, vivida desde el bostezo y el soñoliento despertar sestero, me pregunto: ¿es que ha hecho falta que muriera para que se me reconozca mi profesionalidad, mi honradez, mi trabajo, mi dedicación, mi amor a esta tierra, mi recuerdo perpetuo e imborrable hacia mi pueblo y mis gentes, mi obsesión por explicar y enseñar el pasado desde el presente con miras a un futuro prometedor? ¿Es que tienen que morir las personas para que algún “ilustrao”, pasado mucho tiempo, le quiera reconocer lo que realmente hizo mientras estuvo entre nosotros, entre los suyos? ¿No es más razonable que esa persona se vaya a descansar eternamente con dichos parabienes en el cuerpo en vez de ofrecérselos a sus familiares que en algunos casos y en buena medida, poco o nada saben de él o de ella? Aunque mi época no es ésta (si aún viviera añoraría la mía), el refranero español también trabajaba, y de todos los refranes que conocía, el que menos me gustaba era ese que decía: “El día que te cases saldrán tus faltas; cuando te mueras, tus alabanzas.” Ya por entonces también la gente tenía por costumbre olvidarlo que las personas de bien realizaban en vida, y esperaban a que se murieran para decírselo, cuando ya no podían oír ni disfrutar (que no agradecer) dichos actos ni palabras, pues lo que cualquier persona que digne denominarse como tal realiza en vida, siempre tiene como miras el mejorar todo lo que le rodea y a quien le rodea; no hay finalidad en el ser humano más honesta y más humilde.



         Un contemporáneo mío, al cual no tuve el gusto de conocer, legó una gran parte de su fortuna para la instauración de unos premios que reconocieran el trabajo de aquellas personas que “durante el año precedente mayor beneficio hayan aportado a la humanidad”. El testamento y la creación de los premios fue fruto de un error, pues vio publicado en un periódico de la época su propio epitafio antes de morir. En realidad quien había muerto era su hermano, pero le impactó tanto ese epitafio acusándolo de crear la muerte de sus semejantes (uno de sus mayores inventos fue la dinamita), que decidió premiar anualmente a todas aquellas personas que trabajan en pos de mejorar la humanidad. Naturalmente me estoy refiriendo a Alfred Nobel y sus premios Nobel.




         Sin embargo, al contrario de lo que sucede con los homenajes, sobre todo póstumos, los galardonados con estos premios pueden disfrutar en vida de ese reconocimiento, junto con sus familias, sus amigos y sus colegas de trabajo. No tienen la obligación de esperar la muerte para conseguir ese reconocimiento. Es al morir cuando nos abandonan en paz y satisfechos, sin homenajes, sin conferencias, sin exposiciones; nada. Mueren dichosos y contentos sabedores de haber mejorado el vida de sus semejantes; al igual que todos nosotros, por muy humilde que pueda parecer nuestra vida. Todos trabajamos para mejorar a nuestros semejantes, pero en una parcela muy insignificante en comparación con las personalidades Nobel, pero con igual entusiasmo y dedicación; con igual ahínco y sacrificio; con la misma meta, la misma finalidad. Sin embargo, muy al contrario que a ellos, a nosotros se nos machaca diariamente desde cualquier faceta de la vida, se nos critica por cualquier realización que contravenga la ética de los demás, no la ética propia, se nos devalúa nuestro trabajo y se pone en entredicho nuestro honor, nuestra profesionalidad, nuestra respetabilidad. Y es sólo cuando han pasado unos cuántos años de nuestra muerte cuando algún “iluminao” comienza a reconocer el trabajo y la labor realizada, incluso conviviendo aún con personas contemporáneas del fallecido que se han cambiado de bando y “cantan sus alabanzas”.



         Los homenajes, las conferencias, las exposiciones, el nombre de una calle, de un edificio, de una institución, después de fallecida la persona, no tiene razón de ser ni ningún valor. Con esos actos tan sólo se trata de buscar el reconocimiento de la persona que ha propuesto tal o cual realización, siempre desde una óptica personal y egoísta, muy alejada de dar a conocer la valía del fallecido. Mejor hubiera sido que durante el tiempo que estuvo en vida esa persona entre nosotros se le hubiera valorado como persona, como profesional, como hacendoso en pos de los demás, como verdadero bienhechor de la humanidad en general, y de los suyos en particular. Que no tenga que esperar a morir amargado de espíritu, lloroso de corazón y apenado de vida.



         A todas las personas de bien se les tendría que conceder un Nobel propio, en vida, un premio como reconocimiento a su valía entre nosotros, antes de su muerte, para que lo disfrute, muera (ahora sí) en paz y contento, y sea el referente a seguir en generaciones venideras. De paso nos ahorraríamos y nos olvidaríamos de actos superficiales y vanidosos que tan sólo buscan la gloria de los organizadores, dejando muy de lado a la verdadera protagonista del premio: la persona. Los Nobel propios deberían estar instaurados por la propia sociedad “per se” y por las propias personas. Una grandísima mayoría muere sin su reconocimiento. Aún estamos a tiempo; tan sólo tenemos que valorar a quien queremos homenajear; a las personas que realmente se lo merecen en vida, o a nosotros mismos como organizadores ególatras de acontecimientos. Los Nobel propios son de ellos; son suyos y se los debemos reconocer en vida, nada de muerte, nada de alabanzas a hombros.


         Concedamos premios Nobel propios diariamente; estaremos creando un mayor beneficio a la humanidad.

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