viernes, 25 de mayo de 2012

LA SOCIEDAD MEDIEVAL (I)


            ¿Qué tal todos? ¿Bien? ¿Dispuestos a seguir adelante? ¿Sí? Pues ¡adelante!

     La última vez terminamos hablando de la gran diferencia que hay entre la vida de hace, aproximadamente, 1000 años, con la vida que tenemos hoy. Todo lo que rodeaba a los niños que vivieron la época del Románico nada tiene que ver con lo que hoy os rodea.

         Acerquémonos un momento a ver cómo era aquella forma de vida.

         Para empezar, el noventa por ciento de la población de aquella época vivía en el campo, toda su actividad la desarrollaba en el campo, su vida era el campo. Luego, bien podemos decir que eran campesinos.

         Estos campesinos tenían dos tipos de tierras: las suyas propias, para el cultivo de sus propios alimentos, y las comunes con los vecinos, como podían ser los bosques, que todos compartían para poder aprovecharse de sus recursos madereros y cinegéticos, fundamentales estos últimos para alimentarse.

         Los campesinos vivían en grupos muy reducidos. Entre ellos se imponían sus propias leyes, impartían justicia, organizaban sus cosechas y todos los recursos obtenidos de sus tierras comunes.

         Pero, tal y como sucede actualmente, a los campesinos no les sobraba mucho, y, poco a poco, estas pequeñas comunidades pasaron a formar parte de señores más poderosos, bien señores laicos, bien señores religiosos.

         Y ahora me diréis: “¿Quiénes era señores laicos y quienes religiosos?”.

         Los señores laicos eran en su mayoría nobles, de estirpe y nacimiento noble, que solían depender, a su vez, de otros señores más importantes y poderosos, incluso del propio rey. Señores que, cuando el rey o su señor marchaba a guerrear, se iban con él para pelear a su lado, o cuando el rey era atacado, tenían el deber de defenderlos.

         Por otro lado, los señores religiosos, en muchos casos, no eran señores de carne y hueso, sino los monasterios o comunidades religiosas, al frente de las cuales estaba un abad que, en aquella época, tenían mucho poder, ya que contaban con gran cantidad de tierras de su propiedad. Los monjes se dedicaban a rezar todo el día, y en sus descansos, cultivaban el o los huertos que tenían, bien dentro de su monasterio –que eran verdaderas ciudades-, bien aledaño a él. Dichos huertos suministraban los alimentos necesarios para su subsistencia, a parte del pan, del vino y los productos derivados del ganado.

         Para que os hagáis una idea del tamaño de estos monasterios, observar bien la siguiente imagen.
     Mirándola detenidamente, podéis apreciar que, realmente, se podría considerar al monasterio como un verdadero pueblo o aldea, con todo lo necesario, y más, para poder subsistir en ese tiempo. No sólo tenían la iglesia y el claustro, sino toda una serie de dependencias que hacía innecesario el salir fuera a buscar algo de lo que pudieran carecer.

         Una vez que ya sabemos cómo podían ser los “otros” señores religiosos de la edad media, continuemos con nuestra explicación.

         Si en unos casos los señores religiosos eran los monasterios, con sus abades a la cabeza, en otros casos, los señores religiosos eran los obispos de un determinado territorio, que en la mayoría de las ocasiones, llegaban a tener más poder que cualquier señor noble o incluso que el rey.

         Por lo tanto, podemos ver que los campesinos tenían una especie de vasallaje, de servidumbre, de subordinación hacia sus señores. Este sistema u organización social fue lo que se conoció en aquella época como el feudalismo o sistema feudal. Fue un sistema de organización política, social y económico. Este sistema social hacía que los campesinos y sus hijos tuvieran cierta dependencia de su señor, y en muy pocos casos podían hacer lo que ellos quisieran. Todo dependía de la decisión de su señor.

         No da la sensación que los niños de aquella época fueran tan felices y alegres como sois vosotros, teniendo en cuenta además que, desde muy pequeños, tenían que trabajar para ayudar primero a su madre en todas las faenas de la casa, cuando eran muy pequeños, y luego a su padre en las faenas del campo, cuando eran un poco más mayorcetes.

         Ahora que ya tenemos más o menos claro qué es el sistema feudal, el sistema social imperante en la época del románico, veamos cómo estaba establecida la sociedad románica.

         La sociedad estaba dividida en estamentos. En la base o parte más baja estaban los campesinos, quienes suponían la inmensa mayoría de la población. En el escalón intermedio estaban los militares y los nobles, laicos, eclesiásticos o religiosos. Y en la cúspide tenemos a la realeza, al rey y a su familia.



           La pertenencia a uno de estos grupos estaba marcado por el nacimiento, no pudiendo pasar de un estamento a otro, dado el carácter blindado y privativo de éstos. Vamos, que no podía ocurrir como ahora, que cuando a alguien le toca la lotería, pasa a codearse con los ricachones e importantes del pueblo, dejando a parentescos y amiguismos a un lado, para sustituirlos por apariencias triviales y banales. En época románica, ni había lotería ni eso podía llegar a suceder. Tu lugar de nacimiento y tu familia marcaban tu vida para siempre.

         Los estudiosos de la época buscaron una explicación divina para la nueva organización social que se estaba produciendo. Una explicación que, lógicamente, favoreciera al más poderoso y justificara terrenal o divinamente, la condición de vasallaje del campesino. Cada estamento cumplía una función, siendo importantes todas ellas, ya que dependían unos de los otros mediante un intrincado sistema de lazos llamados sistemas de dependencia o vasallaje, donde los campesinos juraban fidelidad o vasallaje a los señores quienes, a cambio del trabajo en sus tierras y parte de la cosecha, les proporcionaban protección. Los señores y militares, a su vez, juraban fidelidad al rey por medio de la ceremonia del homenaje, asegurando su apoyo y fuerzas en tiempos de guerra. El rey, agradecido, entregaba unas tierras o feudos a los nobles a modo vitalicio y hereditario, pasando a ser dirigidas y gobernadas por ellos desde sus castillos y fortalezas.

         Cada tierra estaba dirigida de forma distinta, ya que las leyes se basaban en tradiciones y costumbres (consuetudinarias; ¡otra palabreja para el vocabulario!) de cada territorio, comunidad o pueblo; no estaban escritas, y podían ser interpretadas de distintas formas.

         Si esta fue la división que la sociedad medieval tuvo durante los años del Románico, lo que hemos llamado el feudalismo, no creáis que se formó porque sí o por caprichos, … que menudos caprichosos debían ser los campesinos para elegir este tipo de vida tan malo y sin libertades. Lo que ocurrió fue que, cuando el Imperio Romano se desintegró y Europa empezó a ser gobernada por los llamados pueblos bárbaros, toda la sociedad existente hasta ese momento se descompuso, salvo (y he aquí la gran diferencia, y el comienzo de respuestas a nuestras preguntas) la Iglesia, que se alzó como la única institución que unió a todos los pueblos europeos, convirtiéndose en el poder más relevante de todo el contexto político europeo.

         Durante siglos, el Papado estuvo convencido del predominio del poder divino sobre el poder terrenal, el poder político, hecho que éste último no admitía. Por todo ello, durante ese tiempo existió un enfrentamiento entre los dos poderes universales, surgiendo la teoría de las dos espadas, es decir, el símbolo del poder espiritual y el temporal.

         Y este enfrentamiento estuvo vigente hasta el siglo XI, coincidiendo con el inicio del Románico, momento en que se produce una profunda reforma en la Iglesia y nombra al Papa como el máximo exponente del poder divino en la Tierra. Fijaos si el Papa tenía poder en la Tierra, que un rey o emperador sólo podía ser coronado como tal si el Papa daba permiso para ello, siendo la ceremonia de la coronación la afirmación a tal permiso.

         Pero el poder del papado no quedaba sólo ahí. Hubo un papa, Gregorio VII, que en 1075 publicó el Dictatus Papae, la reforma gregoriana (en honor al papa Gregorio, a él mismo) que se fundamentaba en tres puntos básicos: el Papa es el señor absoluto de la Iglesia; el Papa es el señor supremo del mundo; la Iglesia romana no erró ni errará jamás.

         ¡Casi ná! ¡La Iglesia romana ni se equivocó ni se equivocará jamás!

         Tranquilos, todo eso ha cambiado, os lo digo yo que algo sé de eso (¿olvidáis que soy sacerdote?); tenemos que seguir pensando como ellos en aquella época, ¿recordais? Continuemos.

         Como podéis suponer, la nobleza, los nobles y señores importantes, no querían que el Papa fuera el dueño del mundo, y, por lo tanto, se opusieron a ello, lo que derivó en una división de poderes y un enfrentamiento entre ellos en muchísimos casos. Estos enfrentamientos acarrearon la creación de muchos pequeños poderes sobre tierras de distintos tamaños en manos de los nobles y señores, lo que hizo que cada pequeño territorio se constituyera como una entidad económica y política.

         Y, una vez más, fue la Iglesia la que intentó delimitar las funciones de los grupos de poder que irían surgiendo y del estatus social medieval. Gracias a los libros que se conservan, se sabe que los estamentos fueron definidos de la siguiente manera: los laboratores, los que trabajan, los trabajadores; los oratores, los que rezaban, y los bellatores, los que guerreaban y peleaban, entre los que se encontraban la nobleza y la realeza.


            El obispo de Laon, Adalberón, describe en la primera mitad del siglo XI, esta división tripartita de los estratos sociales. Dice: “Ternaria es la Casa del Señor, de la que erróneamente se cree que es una: aquí sobre la tierra unos oran (oratores), los otros luchan (bellatores) y otros más trabajan (laboratores); estos tres son uno y no pueden ser divididos, de forma que sobre la función de uno descansan las obras de los dos restantes y todos conceden su ayuda a todos”.

         Gerardo, obispo de Cambray también escribió acerca de esta división trina: “Demostró que desde sus orígenes, el género humano estaba dividido en tres, entre los oradores, los laboratores y los bellatores; proporcionó la prueba evidente de que cada uno es para el otro objeto de una solicitud recíproca.” (Gesta episcoporum camarecensius, lib. III, capítulo 52, escrito en 1025).

         Se consideraron estas afirmaciones como la regulación del mundo según un clásico esquema trinitario y teológico establecido por Dios. Así se justificó que unos estuviesen por encima de otros en la pirámide social, culminada por el rey que, gracias a su origen y misión divina, sería el que garantizara la paz y el buen desarrollo social. Así mismo, justificarían el carácter hereditario y no electivo del cargo.

         En una sociedad como la feudal, en la que lo trascendente domina todos los ámbitos de la vida, la sacralización del orden social se convierte en un elemento definitivo de legitimización. Este orden era considerado justo, pues resulta de la voluntad divina, y necesario para que la Iglesia (la sociedad cristiana en su intensidad) alcanzase la salvación.

         De todas maneras, como podéis suponer, el poder seguía en manos de la monarquía y la Iglesia, que eran los bellatores y los oratores; los laboratores eran sus fieles y obligados servidores (casi como ahora, certificando una vez más que el mundo ha cambiado poco). La iglesia acumulaba suficientes tierras y dinero para poder construir edificios y disputar el poder al rey, que era ungido por el obispo o el Papa de turno, como hemos dicho antes.

         Si el sistema feudal se mantiene en cuanto a los laboratores es porque aceptan una idea de determinismo en ese valle de lágrimas del que sólo se liberarán a la hora de la muerte, en el más allá, supuesto que han sido buenos, es decir, supuesto que han seguido los mandamientos y directrices de la iglesia.

         Podemos apreciar que también en la edad media los campesinos o laboratores son los grandes mantenedores de la sociedad, medieval en aquellos años, contemporánea en estos. La gran diferencia entre aquella y ésta es el Románico.




martes, 8 de mayo de 2012

AVANZAMOS HACIA ATRÁS


Hola de nuevo chiquetes y chiquetas. ¿Me echabais de menos? ¿Sí? ¡No me lo creo! ¿Quién va a echar de menos a un cura viejo y antiguo como yo, hablando de cosas que ocurrieron hace tantos años, y que además nos dice que no podían ser verdad, porque quien las hacía se equivocaba por saber poco o nada de lo que estaban haciendo o tratando de contar? ¡Menudo rollo patatero! (rollo de Torralba; lo cogéis, por lo de las patatas de Torralba. ¿A que me ha quedado bien?).

             Bueno, no os enfadéis, y mucho menos os desilusionéis. Ya veréis como todo tiene una explicación.

             Como os decía anteriormente, cuando vemos o admiramos alguna obra o creación relacionada con el Románico o perteneciente al Románico, es muy frecuente encontrarnos con esos, llamémosles de momento, errores, y esos errores a veces los utilizamos como la excusa perfecta para no admirar y darle valor a lo que tenemos delante nuestro. ¿Cómo podemos darle importancia y valor a algo que sabemos de antemano que está equivocado? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué ganamos con ello? Incluso alguno estaréis pensando: “es como si en el colegio o en el instituto los profesores nos hacen aprender cosas que ellos mismos saben que no son ciertas. ¿Para qué las queremos aprender?”. Es verdad, y quizás llevéis razón. Pero, para intentar “comprender” esos errores que antes os decía, a partir de ahora debemos tener muy presente algo tremendamente importante: para poder apreciar y entender toda la producción artística de ese periodo románico o de cualquier otro periodo de la historia, debemos intentar pensar como pensaban ellos -los hombres, mujeres y niños que vivieron durante esos años-, sentir como sentían ellos. Debemos tratar de transportarnos hasta aquellos años y olvidarnos de lo que hoy tenemos y somos. Son dos épocas diferentes que nada tienen que ver una con la otra, y, por lo tanto, no las podemos comparar de ninguna manera.

             Reconozco que me hice historiador porque trataba de buscar científicamente en el pasado las respuestas a las preguntas que me hacía en el tiempo que me tocó vivir, preguntas de mi época, las mismas o parecidas a las que vosotros os podéis estar haciendo actualmente. Y para ello, un historiador tiene y debe hacerse extemporáneo (¡uff!, ¡vaya palabreja!), como decía un filósofo llamado F. Nietzche. Hacerse extemporáneo es salir del propio tiempo en que se vive y hacer el esfuerzo de viajar mentalmente hacia la época que deseamos visitar, conocer e investigar, y así, tratar de pensar y ver las cosas tal y como las pensaban y las veían los hombres de aquella.

             Debemos entender que, aunque los hombres somos hombres con la misma naturaleza antes y ahora, es cierto y verdad que la religión, hábitos sociales, geografía, costumbres, etc., van modelando no sólo un tipo de ser humano con todas sus peculiaridades y particularidades, sino también, su modo de pensar y ver las cosas. Es un grave error pretender entender, por ejemplo, el arte de aquella época románica, elaborado con otros fines y pensados con otra mentalidad, aplicándoles nuestras propias categorías modernas. Tratar de meterse en su mundo, tan extraño al nuestro, es tratar de ver primeramente qué cosa realmente se propusieron aquellos que edificaron, por ejemplo, una iglesia románica.

         Cuando eso lo hemos logrado o, al menos, lo tenemos muy presente, comenzamos a ver todo con diferentes ojos, pasando normalmente a aceptar y apreciar aquello que antes se ignoraba y se despreciaba.

         Hoy día, tendemos a interpretar de manera equivocada muchas de las antiguas tradiciones y leyendas porque pensamos que se refieren a un mundo como el nuestro, el actual. Pero lo cierto es que el hombre, durante toda su existencia, siempre ha poseído una sabiduría que obedecía a un conjunto de circunstancias materiales, mentales y espirituales de un momento determinado de la historia, de su momento, de sus años en los que vivió.

         ¡¿Quién está roncando?! ¡Que levante la mano! ¿Os estoy aburriendo? No creo, ¿verdad? Lo que ocurre es que en esta última parte me he puesto más serio de lo debido. Pero ha sido únicamente para que entendáis la importancia que tiene lo que os he intentado decir (a los que estabais despiertos) y lo que quiero que comprendáis. Hace casi mil años, nada de lo que ahora veis y tenéis, ni estaba, y ni los niños y niñas de vuestra edad lo tenían. Sus padres no pensaban como los vuestros, aunque, no creáis, también les regañaban cuando no les hacían caso o se pasaban horas y horas jugando a sus juegos que, por supuesto, no eran los mismos que los vuestros. Y si no os lo creéis, mirad la siguiente fotografía.

Vemos a unos niños jugando al alquerque en la galería porticada de una iglesia románica, un juego muy parecido a las “tres en raya”. El juego estaba grabado en la piedra con la que se había construido la galería porticada, en lo que se llama pódium. Al grabar el juego en el pódium, nadie se lo podía llevar a su casa, o quitárselo a otro niño, o perderlo. Al día siguiente, ahí seguía el juego para que, si querían, pudieran volver a jugar en él. Las próximas fotos muestran ese juego y otros grabados en diferentes partes y podiums de una iglesia.
Alquerque
Alquerque
Cinco en raya
¿Os han gustado? ¿Veis como los juegos de los niños y niñas de aquella época no eran como los vuestros? ¿Ni estaban en los mismos sitios que vosotros guardáis los vuestros? Y sin embargo también se lo pasaban fenomenal, ¡no creáis!, pero, claro de otra forma.

         Al igual que los juegos eran muy diferentes de los vuestros de hoy en día, los pueblos, las casas, la forma de vestir, la forma de alimentarse, de trabajar,…, todo era muy diferente a lo que hoy tenemos, y, por lo tanto, la forma de ver la vida de estas personas era también muy diferente a como la vemos hoy en día.

         Este es el mensaje que quiero que tengáis presente y que recordéis de esta segunda parte de nuestro viaje por el Románico.

         Habréis visto que para poder continuar caminando por el Románico ha sido necesario avanzar hacia atrás, no para atrás, sino hacia atrás, hacia el pretérito, hacia el mundo de hace casi mil años.