domingo, 13 de septiembre de 2020

ICONOGRAFÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (III)

Iconografía de la Santísima Trinidad

            La iconografía de la Santísima Trinidad o sus representaciones materiales han estado íntimamente unidas a los vaivenes, controversias, heterodoxias y problemas que han acompañado a dicho dogma desde sus inicios. A ello habría que añadirle la problemática de la propia creación del cristianismo, nacido en el seno de la religión judaica, religión anicónica por antonomasia, ya que las representaciones figurativas de Dios estaban prohibidas. A Dios nadie no lo había visto jamás.

            El dogma trinitario, tal y como venimos analizando, es uno de los más enrevesados del cristianismo: Tres Personas distintas y Un Solo Dios verdadero. Esto hace que dicho dogma sea inaccesible para la mente humana, incomprensible para el hombre; de ahí que también se refuerce la idea de que para llegar a Dios hay que hacerlo por medio de la fe y no por la razón, tal y como afirmaba San Agustín.

            Si inaccesible e incomprensible puede resultar este dogma para el ser humano, mucho más complicado lo tiene éste cuando trata de representarlo o materializarlo. A ello habría que añadirle que, como se ha apuntado anteriormente, el cristianismo nace en el seno de una religión anicónica, por lo que la complejidad y la problemática de su representación aumenta exponencialmente. Representar ese inaccesible misterio del tres como uno y del uno en tres puede resultar dificilísimo incluso para artistas con larga trayectoria profesional, por muy aconsejados que estén en teología por teólogos redactores de programas iconográficos.

            Antes de plantearse representar el dogma trinitario o cualquier otro dogma, misterio o enseñanza cristiana, esta religión tuvo que superar su carácter anicónico, propio de una religión monoteísta y revelada. El judaísmo, el islamismo y el cristianismo son las tres religiones monoteístas reveladas, y difícilmente encontraremos figuras o imágenes antropomorfas en edificios religiosos de las dos primeras; no ocurre lo mismo con la tercera, donde estas imágenes y figuras antropomorfas las utiliza o comenzó utilizándolas para comunicarse entre sus seguidores cuando era una religión prohibida, y, posteriormente, para catequizar y enseñar.

            Esta idea de no representar figuras antropomorfas es justamente el aniconismo, es decir, la negación de la imagen, la prohibición de materializar u objetivar la figura de la divinidad, puesto que con ello se podía llegar a identificar el supuesto poder divino de una imagen con el poder del mismo Dios representado en la misma, tal y como era habitual en las religiones politeístas. Al prohibir la representación de una divinidad o del mismo Dios, se estaba reafirmando su propia espiritualidad, lo que la separa de toda materialización. Por otro lado se garantiza la trascendencia del mismo Dios, creador de todo lo creado y, por tanto, inimaginable para el entendimiento humano.

            El aniconismo será una pesada carga para el cristianismo, o más concretamente, para el arte cristiano, ya que numerosos padres de la Iglesia como Tertuliano, Taciano, Orígenes, Clemente de Alejandría, etc., estaban en contra de la idolatría. Tertuliano escribió: “Dios prohíbe toda reproducción de la realidad, con más razón la reproducción de su imagen. El autor de la verdad no gusta de lo falso, y todo simulacro es, a sus ojos, una adulteración de la verdad.”. El propio Antiguo Testamento ya rechazaba las idolatrías, como podemos apreciar en Éxodo XXXIV, 17[1], Éxodo XX, 3-5[2]. En el Concilio de Iliberris, celebrado en el año 309, en su canon 36 se continua cuestionando la pertenencia o no de la imagen religiosa: “Aprobose que no debe haber pinturas en las iglesias, para que no sea pintado en paredes lo que se reverencia y adora.

            Pero el cristianismo era muy diferente al judaísmo aunque hubiese nacido dentro del seno de esta última. El judaísmo era una religión para el “pueblo elegido”, mientras que el cristianismo era una religión universal, según lo propuesto por Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio.[3].

Como se ha apuntado con anterioridad, el cristianismo, desde los primeros tiempos, comenzó a desarrollar un arte figurativo, en parte por el contexto social en el que se encontraban, perseguidos y martirizados, y también porque la situación había cambiado con respecto a las enseñanzas del judaísmo y el islamismo: Dios se había hecho hombre y, por tanto, ahora era posible representarlo. A partir de ahí, utilizó su arte, al igual que la cultura grecolatina, para enseñar, por una necesidad catequética, ya que era imprescindible enseñar los dogmas, explicar la doctrina y convencer para convertir.

            Las primeras imágenes que utilizó el cristianismo eran imágenes simbólicas y alegóricas, para evocar ideas trascendentes, como la resurrección o la redención, o ideas narrativas, como la fe y la salvación. Al propio Jesús se le representaba como un cordero, alegoría del Buen Pastor. La imagen del pez para representar también a Jesús era un acróstico, pues las letras que componían dicha palabra en griego se convertía en las iniciales de Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador. Con nombrar la palabra o dibujar el símbolo del pez se aludía a la figura de Jesús, y, por ende, a la idea dogmática de la Redención.

El pez como símbolo de Cristo

El Buen Pastor

El problema surgirá cuando el arte o el artista se plantee una representación figurativa acorde a lo que era habitual en el ambiente social y religioso de la época en la que quería o tenía que representar. Las representaciones antropomórficas van a ser el gran reto para el arte trinitario, y prueba de ello es la dificultad que tenían los artistas a la hora de representar a las Tres Personas de la Trinidad por separado: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

Representación del Padre

            El primer problema con el que se encuentran los artistas a la hora de representar al Padre, problema compartido con el Hijo y con el Espíritu Santo, es la idolatría y las distintas prohibiciones del Antiguo Testamento en torno a las representaciones escultóricas o pictóricas de todo tipo, lo que condicionó la actitud, no solo de estos artistas, sino también la de los primeros cristianos. Una vez superado el problema de las representaciones cristianas en general, el artista tuvo que hacer frente a la invisibilidad de Dios, que lo hacía irrepresentable: Dios es inefable e invisible, lo que complicaba toda expresión plástica y provocaba recelos en su representación, creándose la paradoja de tener que hallar una imagen visible para lo invisible. Parece que San Ireneo de Lyón es el primero que establece la teoría de que el Padre sea irrepresentable al exceder todo parámetro físico: “No se puede conocer a Dios según su majestad y, por eso, es imposible medir al Padre.”.

            La iconografía de Dios Padre presenta una problemática propia de la que carecen las representaciones de las otras Dos Personas de la Trinidad, al confundirse normalmente las formas que representan a Dios Padre y aquellas que corresponden a Dios Creador; en realidad son las mismas, y solo se diferencian por la escena de que forman parte: creación, Trinidad, Ascensión, etc. Esto se debe a que se atribuye a Dios Padre la acción creadora.

            La representación más antigua de Dios Padre es la de una mano, generalmente la mano derecha (Dextera Domini), también llamada “Mano Divina”: la mano del Padre es la que bendice, la que salva. Dicha mano surgía de entre las nubes rodeada de rayos luminosos que recuerdan la gloria celestial, lo cual tiene sus antecedentes en la Biblia, cuando con ella se alude al poder de Dios: “Tu diestra, ¡oh Yahwé! engrandecida por fortaleza, tu diestra ¡oh Yahwé! destrozó al enemigo.”.[4] Es la mano derecha, y no la izquierda, la que simboliza a Dios, ya que se consideraba que la derecha era la superior, la más fuerte.

Dextera Domini

            Otra forma de representar a Dios Padre es hacerlo como un ser humano, representación basada en las visiones del profeta Daniel: “Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y vi un anciano de muchos días cuyas vestiduras eran blancas como la nieve, y los cabellos de su cabeza como lana blanca. Su trono llameaba como llamas de fuego … Sentóse el juez y fueron abiertos los libros.”.[5]


                

Representaciones de Dios Padre como anciano canoso según Daniel VII, 9

            Es innegable la trascendencia que tuvo esta cita bíblica en la iconografía de la primera persona de la Trinidad; puede decirse que de aquí se desprende la justificación de figurarla como un anciano digno y venerable, de cabellos blancos. No hay que olvidar que, a lo largo de la historia de todos los pueblos, lo anciano, lo ancestral, lo antiguo reviste carácter sagrado; el solo hecho de haber envejecido, sin desaparecer, evoca ya una suerte de vínculo con las fuerzas supratemporales. Esta era la forma más propicia para que los fieles creyentes se “acercaran” al Padre Eterno, al Creador y Propiciador de todas las cosas.

            Sus vestiduras blancas lo relacionan con la revelación, la gracia y la transfiguración que deslumbra; realmente es el color de la manifestación local, de una aparición visible de una deidad a los seres humanos. Es el color de la teofanía. De ahí que no resulte novedoso que Dios Padre siempre vista de blanco.

            Durante los últimos años de la Edad Media fueron comunes las representaciones de la Primera Persona de la Trinidad vestido y llevando las insignias de las máximas jerarquías del gobierno terrenal, desde el punto de vista civil y eclesiástico. De ahí se deriva la iconografía de Dios Padre como emperador coronado, con el cetro en la mano, o como Sumo Pontífice, con la tiara y vestido con la túnica y capa fluvial.[6]

Dios Padre con cetro

Según algunos historiadores, la representación de Dios Padre con atuendo pontifical se aparta de la doctrina teológica, ya que la palabra pontífice viene del latín “pontifex” cuyas raíces son “pons” (puente) y “facere” (hacer), lo que etimológicamente significa “hacer o servir de puente”.


[1]  “No te harás dioses de metal fundido”.

[2]  “No habrá para ti otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás antes ellas ni les darás culto”.

[3]  Mt XVI, 15.

[4] Sal XXI, 9.

[5]  Daniel VII, 9.

[6]  El cetro es la prolongación del brazo, simbolizando autoridad y poder. La corona comparte los valores de la cabeza, que es la cima del cuerpo humano; recuerda el don venido de lo alto. Su forma circular indica la perfección y la participación de la naturaleza celeste. La tiara, que se conforma de tres cuerpos o coronas, fue adoptada por el papado a finales de la Edad Media, y simboliza la triple realeza del jefe de la Iglesia: realeza espiritual sobre las almas, realeza temporal sobre los estados romanos, y realeza eminente sobre los soberanos de la tierra. La capa pluvial que se utilizó como vestido litúrgico desde el siglo VI se la ha relacionado con la conversión y con la fatiga en el servicio del Señor; también simboliza la perseverancia y la dignidad. Cabe recordar que sólo la usan los obispos y sacerdotes en cierto tipo de ceremonia.


lunes, 7 de septiembre de 2020

ICONOGRAFÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (II)

 


Santísima Trinidad

            Fides ómnium christianorum in Trinitate consistit” (La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad. S. Cesáreo de Arlés).

            El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de las verdades de fe. Solo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por lo tanto, esta creencia afirma que Dios es un ser único que existe simultáneamente como tres personas distintas o hipostásis[1]: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres personas de la Trinidad son realmente distintas pero solo un Dios verdadero, tal y como aprendimos en el catecismo cuando lo memorizábamos como paso previo y “obligatorio” para hacer la Primera Comunión. Esto es algo posible de formular pero inaccesible a la razón humana; de ahí que se le considere un misterio de fe.

            Los cristianos son bautizados en el “”nombre” del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” y no en los “nombres” de éstos, pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso, su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad. El Padre es Dios, el Hijo es Dios, y el Espíritu Santo es Dios, y sin embargo no hay tres dioses, sino un solo Dios. En esta Trinidad, las Personas son coeternas y coiguales; todas, igualmente, son increadas y omnipotentes.

            La Trinidad es una; la unidad divina es Trina, por lo que a causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo. Cuando se habla de estas tres personas se cree en una sola naturaleza o substancia; se dice entonces que la Trinidad es consubstancial: las tres Personas tienen la misma esencia, la misma naturaleza divina, la misma sustancia.

            Podemos observar que la palabra sustancia es utilizada reiteradamente cuando se habla de la Santísima Trinidad. El motivo se debe a una terminología propia que la Iglesia debió crear cuando formuló el dogma de la Santísima Trinidad. Términos como “substancia”, “persona”, “hipostasis”, o “relación” tienen nociones de origen filosófico y su utilización por parte de la Iglesia desvincula la fe de la sabiduría humana, y asigna un sentido nuevo a estos términos, utilizados para significar un misterio inefable, “infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana”, en palabras de Pablo VI.

            Si nuevamente hacemos uso del diccionario de la lengua de la R.A.E., la palabra substancia o sustancia (es la misma palabra en dicho diccionario) viene a significar ser, esencia o naturaleza de algo, aquello que permanece en algo que cambia, aquello que constituye lo más importante de algo. Otra acepción sería la de una realidad que existe por sí misma y es soporte de sus cualidades o accidentes. La Iglesia, sin alejarse demasiado de estos significados, utiliza el término “substancia” (traducido a veces como “esencia” o “naturaleza divina”) para designar el ser divino en su unidad, ya que el problema central del dogma trinitario es justificar la decisión entre “substancia única” y triple “personalidad”. El término “persona” o también llamado “hipostasis” lo utiliza para designar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo en su distinción real entre sí. Ya en el primer concilio ecuménico de Nicea, celebrado en el año 325 a.C., se redactó el credo niceno, vigente casi en su totalidad en la actualidad, y en el cual se decía, y se dice: “… luz de luz, …, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, consubstancial al Padre, …”, y que en la actualidad recitamos: “… de la misma naturaleza del Padre, …”, sustituyendo “consubstancial” por “de la misma naturaleza”, muestra tipo de la utilización que hace la Iglesia de esta palabra.

Imagen alegórica del Primer Concilio de Nicea (325).

Sin embargo se muestra el texto del credo niceno constantinopolitano

 del Primer Concilio de Constantinopla (381)

 con el inicial πιστεύομεν (creemos)

 sustituido por πιστεύω (creo), como en la liturgia.

            Los Padres de la Iglesia distinguen entre la “Theología” y la “Oikonomía”. Designan al primer término como el misterio de la vida íntima de Dios-Trinidad, mientras que al segundo lo utilizan para designar todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomía nos es revelada la Theología; inversamente, es la Theología quien esclarece toda la Oikonomía. Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; inversamente, el misterio de su ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Lo mismo podría decirse de las personas humanas: la persona se muestra en su obrar, y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprenderemos su obrar.

            Dios, además de poseer vida íntima, trata de explicarnos el misterio de la divinidad en forma de obras; podríamos equipararlas a procesiones: algo que sale de otro e implica cambio y movimiento. Puesto que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios Uno y Trino, la mejor analogía con las procesiones divinas la podemos encontrar en el espíritu humano, donde el conocimiento que tenemos de nosotros mismos no sale hacia afuera. El concepto que nos hacemos de nosotros mismos es distinto de nosotros mismos, pero no está fuera de nosotros. Juan Escoto Eriúgena, filósofo de época medieval, explicaba con estas palabras el conocimiento de nuestro propio ser: “Pues yo sé que existo, y sin embargo el conocimiento de mi me precede. Puesto que yo no soy distinto del conocimiento por el que yo me conozco; y si yo desconociera que yo existo, conocería el desconocer que yo existo. Y por eso, sepa o no sepa que yo existo, no careceré de conocimiento: en efecto, permanecerá en mí el conocer mi propia ignorancia”.

            Este proceder divino, esta procesión divina es algo que Dios obra hacia fuera de sí. El Padre engendra al Hijo donándole a Él, entregándole su substancia y su naturaleza, no en parte como acontece en la generación humana, sino perfecta e infinitamente. Lo mismo puede decirse del Espíritu Santo, que procede como el Amor del Padre y del Hijo. Procede de ambos porque es el Don eterno e increado que el Padre entrega al Hijo engendrándole, y que el Hijo devuelve al Padre como respuesta a Su Amor. Este don es un don en sí, porque el Padre engendra al Hijo comunicándole total y perfectamente su mismo Ser mediante el Espíritu. La Tercera Persona es, por tanto, el Amor mutuo entre el Padre y el Hijo, la que guía a la Iglesia hasta el conocimiento de la “verdad plena”, que procede como la voluntad que se mueve hacia el Bien conocido.

            Al contrario de lo que sucede en el mundo creado, donde las relaciones son accidentales en el sentido de que sus relaciones no se identifican con su ser aunque lo caractericen en lo más hondo, en el caso de la filiación en Dios, puesto que en las procesiones o proceder divino es donada toda la substancia misma, las relaciones son eternas y se identifican con la substancia misma. Esto es lo que ocurre en las tres relaciones Padre, Hijo y Espíritu Santo: no solo son eternas, sino que se identifican con las tres personas divinas, puesto que pensar en el Padre quiere decir pensar en el Hijo; y pensar en el Espíritu Santo quiere decir pensar en aquellos respecto a los cuales Él es Espíritu. Así, las Tres Personas divinas son tres Alguien pero un único Dios, no como se da entre tres hombres, que participan de la misma naturaleza humana sin agotarla. Las Tres Personas son cada una toda la Divinidad, identificándose con la única Naturaleza de Dios. Las Tres Personas son Una en la Otra. El Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Por eso Jesús dice a Felipe que “… quien le ha visto a Él ha visto al Padre.[2]  en cuanto que Él y el Padre son una sola cosa[3].

            Jesús, cuando se dirige al Padre en su oración, lo hace con el término “Abbá”, término usado por los niños israelitas para dirigirse a su propio padre. En el Antiguo Testamento, Yahwé era como un padre, pero después de haber hablado muchas veces por medio de los profetas, Dios habló por medio de su Hijo, revelando que Yahwé no sólo era “como” un Padre, sino que “es” Padre, indicando con ello que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente. Este lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Los padres humanos son falibles y pueden desfigurar la imagen de la paternidad; Dios trasciende la paternidad: nadie es Padre como lo es Dios. Por eso Jesús ha revelado que Dios es “Padre” en un sentido nuevo: no solo lo es en cuanto es Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el cuál eternamente es Hijo en relación solo a su Padre. “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo y aquel a quién el Hijo se lo quiera revelar.[4].

Abbá

Toda la vida de Jesús es revelación del Dios Uno y Trino: en la anunciación, en el nacimiento, en su muerte, en su resurrección; Jesús se revela como Hijo de Dios. Al comienzo de su vida pública, en el momento de su Bautismo, el mismo Padre atestigua al mundo que Cristo es el Hijo Amado y el Espíritu desciende sobre Él en forma de paloma. Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío del Espíritu Santo. Éste estará ahora junto a los discípulos y en ellos para enseñarles y conducirlos hasta la verdad completa. El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre. Es enviado a los apóstoles y a la Iglesia tanto por el Padre en nombre del Hijo, como por el Hijo en persona, una vez que vuelve junto al Padre. El envío de la persona del Espíritu tras la glorificación de Jesús revela en plenitud el misterio de la Santísima Trinidad.

            La Iglesia reconoce al Padre como fuente y origen de toda divinidad. Sin embargo, el origen eterno del Espíritu Santo está en conexión con el del Hijo: “El espíritu santo, que es la Tercera Persona de la Trinidad, es Dios, uno e igual al Padre y al Hijo, de la misma substancia y también de la misma naturaleza. Por eso no se dice que es sólo el Espíritu del Padre, sino a la vez el Espíritu del Padre y del Hijo.” (Concilio de Toledo, año 675 a.C.) Así mismo, el credo del Concilio de Constantinopla (381 a.C.) confiesa: “Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria.”. Hay una mutua y eterna relación del Amor que sale del Padre, toma del Hijo que es el Espíritu Santo. En último término, el Espíritu Santo es el amor recíproco que une en eterno diálogo al Padre y al Hijo y a nosotros mismos con ellos. Se puede decir que Dios en su vida íntima es Amor, que se personaliza en el Espíritu Santo.

            La fe católica es ésta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas ni separando las substancias: una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo, pero del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria y coeterna la majestad. Las personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo, y del don del Espíritu Santo.

            Según esta doctrina:

  • El Padre es increado e inengendrado, aunque es quien engendra. Es la Divinidad generadora. Se le atribuye la Creación.
  • El Hijo no es creado sino engendrado eternamente por el Padre. Es la divinidad generada. Se le atribuye la Redención.
  • El Espíritu Santo no es creado ni engendrado, sino que procede eternamente del Padre y del Hijo (según las iglesia católica romana) o sólo del Padre (según la iglesia católica ortodoxa). Es la divinidad procedente. Se le atribuye la Santificación y habita en los corazones de los fieles con el don de la caridad.

Toda actuación de Dios en la historia es obra conjunta de las Tres Personas, puesto que se distinguen solo en el interior de Dios, aunque cada una imprime en las acciones divinas externas su característica personal; se podría decir que la acción divina es siempre única. Esto lo podríamos asemejar a una familia amiga, que es fruto de un solo acto, pero para quien conoce a las personas que forma esa familia, es posible reconocer la mano o la intervención de cada una por la huella personal dejada por ellas.

Familia

La Santísima Trinidad es el misterio del Padre que eternamente engendra al Hijo en el Amor del Espíritu Santo. Sería el modelo originario de la familia humana. Cada persona ha sido creada a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad, y está hecha para vivir en comunión con los demás hombres y, sobre todo, con el Padre Celestial.

            La perfecta unidad de las Tres Personas divinas es el vértice trascendente que ilumina toda forma de auténtica relación y comunión entre nosotros, seres humanos.”[5]. No se trata de que queramos entender el misterio de la Santísima Trinidad; esto es imposible. Jesús nos reveló ese misterio para mostrarnos el modelo de lo que deben ser las relaciones humanas de los cristianos. Nosotros debemos aportar nuestro granito de arena para mejorarlas y así vivir la unidad querida por Jesús “… que todos sean uno.”.

 

Clausula Filioque

            ¿Quién no se ha preguntado alguna vez por qué la Iglesia Ortodoxa celebra sus fiestas litúrgicas en otras fechas que la Iglesia Católica? ¿Por qué no se llevan bien ambas comunidades (no quiero decir que sus respectivos feligreses estén reñidos o enfrentados y se hayan perdido el respeto)? ¿Por qué esa separación si ambas, básicamente, tienen los mismos dogmas de fe, y creen en un mismo Dios? Las respuestas a estas preguntas tienen bastante complejidad, pero considero que sí se puede afirmar con cierta rotundidad que uno de los motivos de esa división o separación se encuentra en la Santísima Trinidad; más concretamente en lo que se ha venido llamando la “Clausula Filioque”.

            La clausula Filioque, o cuestión del Filioque, tuvo la importancia necesaria como para formar la base fundamental de las razones por las que se produjo el denominado “Cisma de Oriente”, la separación, como se ha sugerido, entre la Iglesia Católica de Roma y la Iglesia Ortodoxa de Constantinopla, separación que aún hoy día sigue vigente, aunque tanto el pontífice anterior, Benedicto XIII, como el actual, Francisco, han tratado de acercar posturas con escasos resultados por el momento.[6]

            La palabra latina “filioque” significa “… y del Hijo”, palabra incluida en el credo niceno-constantinopolitano que alude a la procedencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad: el Espíritu Santo. En concreto, la frase de la controversia en latín sería: “… qui ex Patre filioque procedit.”.

            El germen de todo este conflicto está en el siglo IV, en las sucesivas herejías[7]  que surgían en torno a la procedencia fundamentalmente del Hijo con respecto a Dios Padre. La corriente pensadora más crítica de aquellos años era el arrianismo, corriente fundada por Arrio (250-336), sacerdote formado en Antioquía y ordenado en Alejandría. Este sacerdote sostenía, en torno al año 319 a.C., que el Hijo no era coigual o coeterno con el Padre, sino sólo el primero y el más elevado de todos los seres finitos, creado de la nada por un simple acto de la libre voluntad de Dios. Para él, Dios Padre y Dios Hijo son dos personas distintas con una sola esencia. El Padre era eterno, la fuente de toda creación; el Hijo era creado, la primera y más importante de las criaturas del Padre, y por lo tanto, inferior a Él en dignidad. Esta corriente tuvo mucha influencia tanto en las iglesias de oriente como en las de occidente, generando verdaderos conflictos y litigios entre todas ellas.

Arrio

            Para tratar de calmar los ánimos y resolver los conflictos creados, el emperador Constantino convocó un concilio en el año 325 en la ciudad de Nicea, cerca de Constantinopla, el 20 de mayo, en la mañana de las fiestas de conmemoración de su victoria sobre Licinio, su rival. Esta asamblea ha pasado a la posteridad como el Primer Concilio Ecuménico (Universal), conocido como el I Concilio de Nicea. En este concilio, todos los obispos asistentes, trescientos según crónicas de la época (aunque imposible de confirmar ni siquiera en parte), debatieron cuestiones legislativas necesarias de resolver una vez terminada la persecución cristiana. Se aprobaron una serie de reglas, entre otras, relativas al modo en que los presbíteros y obispos debían ser elegidos y ordenados. Pero la cuestión más escabrosa era, justamente, la cuestión o corriente arriana.

            Después de tensos debates, e incluso alguna que otra agresión física entre obispos y presbíteros sobre la interpretación a su modo de diferentes citas bíblicas para resolver dicho conflicto, se llegó a la conclusión de la redacción y composición de un credo que expresara la fe de la Iglesia en las cuestiones que allí se estaban debatiendo. Finalmente se llegó a la fórmula del Credo de Nicea, o Credo Niceno, el credo cristiano más universalmente aceptado con el añadido de algunas clausulas. Debemos tener en cuenta que dicho credo no alude en modo algunas cuestiones trinitarias ni del Espíritu Santo, ya que, fundamentalmente, se compuso para combatir la herejía arriana. Por lo tanto, en él no se habla nada de la clausula filioque.

            Las primeras formulaciones trinitarias que aluden e incorporan la procedencia del Espíritu Santo aparecen en el año 374 de la mano de Epifanio, obispo de Salamina, cuando escribe:”… Espíritu Paráclito, increado, que procede del Padre y recibido por el Hijo y creído…”, continuándose en el año 381 con el Concilio de Constantinopla, en el que continúan debatiéndose y elaborándose un elenco de cuestiones indiscutibles de la fe. En dicho concilio se estableció lo que dicta el evangelio de San Juan, XV, 26, que el Espíritu Santo procede del Padre: “Credo in unum Deum … et in Spiritum Sanctum … qui ex Patre procedit.” (Creo en un solo Dios … y en el Espíritu Santo … que procede del Padre). Con ello se da origen básicamente al Credo Niceno-Constantinopolitano, credo largo, recitado hoy día.

            Sin embargo, la clausula filioque no fue añadida tampoco en este Concilio de Constantinopla. Hubo que esperar al Sínodo III de Toledo del año 589 para que fuera añadida, aunque para ello, el credo niceno-constantinopolitano tenía que adquirir carácter normativo, hecho que ocurrió en el IV Concilio Ecuménico celebrado en Calcedonia en el año 451.

            El III Sínodo de Toledo fue convocado por el rey visigodo Recaredo, y en él tuvo lugar la solemne conversión de los visigodos al catolicismo. Además, en este mismo Sínodo se produjo la añadidura del término “filioque” por el que se declaraba que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, quedando el texto como sigue:” Credo in Spiritum Sanctum qui ex Patre filioque procedit” (Creo en el Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo).

            Pero como tantas veces ha ocurrido con temas de cierta envergadura y de difícil consenso, el tema de la clausula filioque no quedó zanjado definitivamente en dicho sínodo, ya que esta aseveración provocó importantes disidencias, por lo que de nuevo el Papa lo eliminó, dejando el credo como estaba, en el sentido de aseverar que el Hijo y el Espíritu Santo procedían del Padre. En el año 809, Carlomagno también tomó partido en este asunto y convocó el Sínodo de Aquisgrán, en el cual se solicitó al Papa León III que dicha clausula fuera aceptada por toda la Iglesia mediante su definitiva inclusión. Sin embargo, en contra de todo pronóstico, dicha clausula fue rechazada, más por temor a la modificación de la formulación del misterio de la fe que por estar en contra de dicha doctrina.

Coronación de Carlomagno por el Papa León III

            Entretanto, las Iglesias de Roma y de Oriente continuaban divididas. La Iglesia de Oriente admitía solo la procesión del Padre, ciñéndose a la formulación original del año 325, olvidando el contexto occidental en que se había ido formando con el paso de los siglos la inclusión del filioque. Ello derivó en la ruptura total en el año 1054. Ambas Iglesias se separaron en el llamado Cisma de Oriente, separación que aún hoy día continua, siendo quizás la mayor diferencia el establecer cuál es la relación del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo; es decir, su procesión o procedencia. En definitiva, el filioque o clausula filioque.

            La Iglesia de Roma o Iglesia de Occidente celebró después de esta ruptura o separación otros dos concilios más para, entre otras cosas, apuntalar la clausula filioque, y reconocer la validez universal de dicha formulación.

            En el II Concilio de Lyon, celebrado el 18 de mayo del año 1274, se formuló la constitución acerca de la excelsa Trinidad y de la fe católica en los siguiente términos: “Confesamos con fiel y devota profesión que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, no como dos principios, sino como de un solo principio; no por dos aspiraciones, sino por una única aspiración.”. En el concilio de Florencia, celebrado en el año 1439 se añadió: “Definimos, además, que la adicción de la palabra Filioque fue lícita y razonablemente puesta en el Símbolo, en gracia de declarar la verdad y por necesidad entonces urgente.”.

            Anteriormente al afianzamiento de ese misterio de fe por ambos concilios, durante la coronación como emperador del Sacro Imperio de Enrique II en el año 1014, se recitó por primera vez en la historia el credo con la inclusión de la clausula filioque, previa solicitud de dicho rey al Papa Benedicto VIII, solicitud que fue aceptada por el pontífice. Esa autorización no debió gustar en demasía a la Iglesia de Oriente, ya que cuarenta años después se separó definitivamente de la Iglesia de Roma.


[1] Supuesto o persona, especialmente de la Santísima Trinidad.

[2]  Jn XIV, 6

[3] Jn X, 30

[4]  Mt XI, 27

[5] Juan Pablo II. Creo en Dios Padre, pag. 170

[6] Muy difícil está el asunto si nos atenemos a esta cuestión o controversia como vamos a ver más adelante; es sólo una opinión personal mía.

[7]  Hoy tratadas de herejías, pero en ese siglo tan sólo eran controversias o corrientes pensadoras, ya que no se había establecido aún el cristianismo como religión oficial de todo el imperio romano o de lo poco que quedaba de él.


sábado, 5 de septiembre de 2020

ICONOGRAFÍA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (I)

 


A modo de introducción

          Todos y cada uno de nosotros, a día de hoy, no sabemos a ciencia cierta cuántas veces hemos asistido a una celebración litúrgica cristiana, pero siempre que lo hemos hecho, de una manera u otra, al comenzar, al terminar o en ambos momentos, hemos empleado las siguientes palabras: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.” Cuando somos bautizados o participamos de la liturgia del bautismo, el cristiano que va a profesar dicho sacramento es bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, tal y cómo Jesús exhortó a sus discípulos según Mateo XXVIII, 19-20: “Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.” Tanto en el bautismo como en la cita evangélica de Mateo se está aludiendo a la Santísima Trinidad, al dogma de la Trinidad, uno de los pilares de la fe cristiana.

            Pero no solamente al comenzar o terminar una celebración litúrgica aludimos a dicho dogma. La alusión a la Trinidad en todas las celebraciones litúrgicas, y en general en los sacramentos, es constante. Al comienzo de la misa se entona el Gloria, himno trinitario, y la plena eucaristía termina con la fórmula de alabanza a la Trinidad (doxología en jerga católica y eclesiástica): “ por Cristo … a ti Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, …”. Y qué decir del credo en el momento de la reafirmación de nuestra fe, verdadera oración de alabanza y aceptación del misterio de la Santísima Trinidad, causa de la verdadera controversia entre las Iglesias Ortodoxas y Católica que provocaron el Cisma de Oriente e hiciera que esa separación se prolongue en el tiempo hasta nuestros días.

            La Santísima Trinidad ha estado desde el principio en la raíz viva de la Iglesia, principalmente en el acto del bautismo. Está formulada en la predicación, en la catequesis y en las oraciones de la Iglesia. Estas formulaciones se encuentran ya en los escritos apostólicos, como este saludo recogido en la liturgia eucarística: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros.” (2 Cor, XIII, 13; 1 Cor XII, 4-6; Ef IV, 4-6). Sin embargo, la palabra Trinidad no se halla en la Biblia[1] aunque es un término útil para referirse a una enseñanza escritural importante con respecto a Dios, a saber, que nuestro Dios es una Trinidad. Esto significa que hay tres Personas en un único Dios, no que hay tres dioses. Las Personas son conocidas como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y han existido siempre como tres personas separadas. La Persona del Padre no es la misma que la del Hijo; la del Hijo no es la misma que la del Espíritu Santo; la del Espíritu Santo no es la misma que la del Padre. Si una de las personas fuese quitada no habría Dios. Dios ha sido siempre por la eternidad una Trinidad. Dios no es una persona que adoptó tres formas, es decir, no es el Padre que tornase en el Hijo y luego que el Hijo tornase en el Espíritu Santo, aunque tampoco es Dios una única Persona.

            Dios no es una única Persona, tampoco son tres Personas. Entonces, ¿qué es Dios? ¿Quién es Dios? ¿Cómo es Dios? ¿Qué, quién y cómo es esa Trinidad a la que aludimos? ¿Es lo mismo que Dios?

            Sinceramente, ni tengo las respuestas a esas preguntas ni soy la persona más indicada para contestarlas, ni incluso para buscar las respuestas a esas preguntas. Estas líneas tan sólo sirven para tratar de poner un poco de orden en ciertas ideas acerca de la Santísima Trinidad, acerca de un dogma poco entendible por las personas que profesan la fe católica y frontalmente rechazable por ateos y agnósticos e incluso por otras iglesias, religiones y movimientos religiosos. Tratar de poner en orden esas ideas sobre la Santísima Trinidad no quiere decir que las conclusiones que obtenga sean válidas; tan sólo son mis conclusiones, que pueden no ser válidas para el resto de las personas, ya que el dogma de la Santísima Trinidad es prácticamente imposible de comprender para la mente humana, inaccesible a la razón humana, por lo que se le considera un misterio de fe. Ya en su día, el teólogo Guillermo de Occan afirmaba la imposibilidad de la comprensión intelectual de la naturaleza divina y postulaba su simple aceptación a través de la fe. Juan Damasceno se pronunciaba en los mismos términos cuando afirmaba: “La razón no es una fuente de conocimiento y de verdad, sino que meramente nos permite acercarnos a la verdad. La única fuente de conocimiento y de verdad es la fe, según lo prueba el hecho de que, para quienes examinan las cosas divinas por medio de los razonamientos humanos y naturales, las cuestiones de fe son estúpidas, ya que todo lo que trata de Dios está más allá de la naturaleza, de la razón y de los razonamientos.”. Así de claro, así se simple, … y así de complicado.

San Juan Damasceno


     

Guillermo de Occam

            Por lo tanto, los errores que puedan aparecer en adelante, que puedan inducir a conclusiones heréticas o heterodoxas, son solo el fruto de un trabajo en vano o incluso la consecuencia de la vanidad y prepotencia de una persona que ha tratado de entender un dogma o misterio de fe a través de la razón humana. En este punto los teólogos medievales tenían su razón cuando afirmaban que a Dios no se puede acceder a través de la razón, justo lo que estoy tratando de hacer con estas líneas. Veremos qué es lo que sale, aunque mucho me temo que no va a ser muy convincente ni relevante.


Dogma

            Ya se ha dicho que el dogma de la Santísima Trinidad o dogma trinitario es inaccesible a la razón humana, además de ser uno de los más enrevesados que propone el cristianismo, y ser fuente de controversias y herejías, heterodoxias y problemas de toda índole a lo largo de los 2000 años de existencia cristiana. Pero … ¿sabemos lo que es un dogma? ¿Qué entendemos por dogma? Contestemos primeramente a estas preguntas ya que, esta vez sí, tenemos información suficiente para hacerlo sin temor a equivocarnos y sin caer en vanidades y prepotencias.

            Según el diccionario de la lengua española de la R.A.E., dogma es una proposición que se asienta por firme y cierta y como principio innegable de una ciencia. En su segunda acepción de este mismo diccionario, dogma es una doctrina de Dios revelada por Jesucristo a los apóstoles y testificada por la Iglesia. Y en su tercera y última acepción de este mismo diccionario, un dogma es un fundamento o punto capital de todo sistema, ciencia, doctrina o religión. En su sentido más amplio y más común, un dogma es una doctrina sostenida por una religión u otra organización de autoridad que no admite réplica y no está sometida a prueba de veracidad impulsada por una autoridad práctica. Al ser tratado o calificado un dogma como doctrina, la enseñanza de un dogma o doctrina se conoce con el término de adoctrinamiento. Con el aumento de la autoridad de la Iglesia Católica, el dogma se convirtió en dogma teológico o dogma de fe, que todo creyente debe seguir sin estar sujeto a opinión.

            Todas las religiones tienen sus dogmas, no solo el cristianismo. El judaísmo y el islam, las otras dos grandes religiones monoteístas, también tienen sus propios dogmas, además del protestantismo, budismo e hinduismo.

            Centrándonos y focalizando el dogma o los dogmas en el catolicismo, que es lo que nos interesa, éstos son verdades reveladas definidas por la Iglesia Católica para su aceptación por parte de los fieles. Pero, ¿qué es una verdad revelada? Es una verdad perteneciente al campo de la fe o de la moral, revelada por Dios y transmitida por los apóstoles a través de las Escrituras o de la Tradición (recordamos la segunda acepción de la definición de dogma en el diccionario de la R.A.E.).

            La Iglesia Católica, o el Magisterio de la Iglesia Católica, tiene su punto de partida en las verdades divinas, afirmando que éstas siempre han existido. En el momento en que pueda surgir una duda o aparezca una desviación doctrinal acerca de cualquiera de ellas, reafirma dicha verdad a través de un dogma, ejerciendo plenamente la autoridad que tiene de Jesucristo. Dicho dogma o propuesta obliga al pueblo cristiano a una adhesión irrevocable de fe.

            No ocurre lo mismo con las encíclicas escritas por el Papa, que no se consideran dogmas y, por tanto, no adquieren obligatoriedad, como la última encíclica del Papa Francisco. Éstas se consideran más orientaciones que la Iglesia Católica propone, pero sin llegar nunca a ser dogmas.

Papa Francisco

            Una de las mayores hostilidades que está padeciendo la Iglesia Católica es justamente la parte relacionada con los dogmas, el ser una religión dogmática, verdades reveladas definidas arbitrariamente por ella con el Papa a la cabeza. Su plena aceptación implica la infalibilidad del Papa, puesta de manifiesto y consagrada en acuerdos alcanzados en concilios ecuménicos medievales donde la figura del Papa era la de prácticamente jefe de toda la cristiandad, más allá de los poderes de los reyes. Con el paso del tiempo, dicha figura papal se ha ido diluyendo en las sociedades para quedar relegada a ser la cabeza visible de una religión monoteísta, eso sí, practicada por la mayoría de la población española y por gran parte de la población mundial. Como en tantas ocasiones en que se consiguen efectos contrarios a los inicialmente programados o propuestos, las hostilidades hacia la Iglesia Católica y hacia la figura del Papa no han hecho sino reforzar su figura dentro de la Iglesia y aumentar la admiración, consideración y afecto que los fieles cristianos tienen hacia el Papa, sobre todo al actual Papa Francisco. La prueba la tenemos en los viajes que realiza a diversas partes del mundo y a la cantidad de fieles cristianos que van a saludarlo y darle su apoyo, muestra inequívoca del carisma que esta figura tiene entre sus fieles.

 



[1] La palabra “Biblia” tampoco.