Iconografía de la Santísima Trinidad
La iconografía de la Santísima Trinidad o sus representaciones materiales han estado íntimamente unidas a los vaivenes, controversias, heterodoxias y problemas que han acompañado a dicho dogma desde sus inicios. A ello habría que añadirle la problemática de la propia creación del cristianismo, nacido en el seno de la religión judaica, religión anicónica por antonomasia, ya que las representaciones figurativas de Dios estaban prohibidas. A Dios nadie no lo había visto jamás.
El dogma trinitario, tal y como venimos analizando, es uno de los más enrevesados del cristianismo: Tres Personas distintas y Un Solo Dios verdadero. Esto hace que dicho dogma sea inaccesible para la mente humana, incomprensible para el hombre; de ahí que también se refuerce la idea de que para llegar a Dios hay que hacerlo por medio de la fe y no por la razón, tal y como afirmaba San Agustín.
Si inaccesible e incomprensible puede resultar este dogma para el ser humano, mucho más complicado lo tiene éste cuando trata de representarlo o materializarlo. A ello habría que añadirle que, como se ha apuntado anteriormente, el cristianismo nace en el seno de una religión anicónica, por lo que la complejidad y la problemática de su representación aumenta exponencialmente. Representar ese inaccesible misterio del tres como uno y del uno en tres puede resultar dificilísimo incluso para artistas con larga trayectoria profesional, por muy aconsejados que estén en teología por teólogos redactores de programas iconográficos.
Antes de plantearse representar el dogma trinitario o cualquier otro dogma, misterio o enseñanza cristiana, esta religión tuvo que superar su carácter anicónico, propio de una religión monoteísta y revelada. El judaísmo, el islamismo y el cristianismo son las tres religiones monoteístas reveladas, y difícilmente encontraremos figuras o imágenes antropomorfas en edificios religiosos de las dos primeras; no ocurre lo mismo con la tercera, donde estas imágenes y figuras antropomorfas las utiliza o comenzó utilizándolas para comunicarse entre sus seguidores cuando era una religión prohibida, y, posteriormente, para catequizar y enseñar.
Esta idea de no representar figuras antropomorfas es justamente el aniconismo, es decir, la negación de la imagen, la prohibición de materializar u objetivar la figura de la divinidad, puesto que con ello se podía llegar a identificar el supuesto poder divino de una imagen con el poder del mismo Dios representado en la misma, tal y como era habitual en las religiones politeístas. Al prohibir la representación de una divinidad o del mismo Dios, se estaba reafirmando su propia espiritualidad, lo que la separa de toda materialización. Por otro lado se garantiza la trascendencia del mismo Dios, creador de todo lo creado y, por tanto, inimaginable para el entendimiento humano.
El aniconismo será una pesada carga para el cristianismo, o más concretamente, para el arte cristiano, ya que numerosos padres de la Iglesia como Tertuliano, Taciano, Orígenes, Clemente de Alejandría, etc., estaban en contra de la idolatría. Tertuliano escribió: “Dios prohíbe toda reproducción de la realidad, con más razón la reproducción de su imagen. El autor de la verdad no gusta de lo falso, y todo simulacro es, a sus ojos, una adulteración de la verdad.”. El propio Antiguo Testamento ya rechazaba las idolatrías, como podemos apreciar en Éxodo XXXIV, 17[1], Éxodo XX, 3-5[2]. En el Concilio de Iliberris, celebrado en el año 309, en su canon 36 se continua cuestionando la pertenencia o no de la imagen religiosa: “Aprobose que no debe haber pinturas en las iglesias, para que no sea pintado en paredes lo que se reverencia y adora.”
Pero el cristianismo era muy diferente al judaísmo aunque hubiese nacido dentro del seno de esta última. El judaísmo era una religión para el “pueblo elegido”, mientras que el cristianismo era una religión universal, según lo propuesto por Jesús: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio.”[3].
Como se ha apuntado con anterioridad, el cristianismo, desde los primeros tiempos, comenzó a desarrollar un arte figurativo, en parte por el contexto social en el que se encontraban, perseguidos y martirizados, y también porque la situación había cambiado con respecto a las enseñanzas del judaísmo y el islamismo: Dios se había hecho hombre y, por tanto, ahora era posible representarlo. A partir de ahí, utilizó su arte, al igual que la cultura grecolatina, para enseñar, por una necesidad catequética, ya que era imprescindible enseñar los dogmas, explicar la doctrina y convencer para convertir.
Las primeras imágenes que utilizó el cristianismo eran imágenes simbólicas y alegóricas, para evocar ideas trascendentes, como la resurrección o la redención, o ideas narrativas, como la fe y la salvación. Al propio Jesús se le representaba como un cordero, alegoría del Buen Pastor. La imagen del pez para representar también a Jesús era un acróstico, pues las letras que componían dicha palabra en griego se convertía en las iniciales de Jesús Cristo Hijo de Dios Salvador. Con nombrar la palabra o dibujar el símbolo del pez se aludía a la figura de Jesús, y, por ende, a la idea dogmática de la Redención.
El pez como símbolo de Cristo
El Buen Pastor
El problema surgirá cuando el arte o el artista se plantee una
representación figurativa acorde a lo que era habitual en el ambiente social y
religioso de la época en la que quería o tenía que representar. Las
representaciones antropomórficas van a ser el gran reto para el arte
trinitario, y prueba de ello es la dificultad que tenían los artistas a la hora
de representar a las Tres Personas de la Trinidad por separado: Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
Representación del Padre
El primer problema con el que se encuentran los artistas a la hora de representar al Padre, problema compartido con el Hijo y con el Espíritu Santo, es la idolatría y las distintas prohibiciones del Antiguo Testamento en torno a las representaciones escultóricas o pictóricas de todo tipo, lo que condicionó la actitud, no solo de estos artistas, sino también la de los primeros cristianos. Una vez superado el problema de las representaciones cristianas en general, el artista tuvo que hacer frente a la invisibilidad de Dios, que lo hacía irrepresentable: Dios es inefable e invisible, lo que complicaba toda expresión plástica y provocaba recelos en su representación, creándose la paradoja de tener que hallar una imagen visible para lo invisible. Parece que San Ireneo de Lyón es el primero que establece la teoría de que el Padre sea irrepresentable al exceder todo parámetro físico: “No se puede conocer a Dios según su majestad y, por eso, es imposible medir al Padre.”.
La iconografía de Dios Padre presenta una problemática propia de la que carecen las representaciones de las otras Dos Personas de la Trinidad, al confundirse normalmente las formas que representan a Dios Padre y aquellas que corresponden a Dios Creador; en realidad son las mismas, y solo se diferencian por la escena de que forman parte: creación, Trinidad, Ascensión, etc. Esto se debe a que se atribuye a Dios Padre la acción creadora.
La representación más antigua de Dios Padre es la de una mano, generalmente la mano derecha (Dextera Domini), también llamada “Mano Divina”: la mano del Padre es la que bendice, la que salva. Dicha mano surgía de entre las nubes rodeada de rayos luminosos que recuerdan la gloria celestial, lo cual tiene sus antecedentes en la Biblia, cuando con ella se alude al poder de Dios: “Tu diestra, ¡oh Yahwé! engrandecida por fortaleza, tu diestra ¡oh Yahwé! destrozó al enemigo.”.[4] Es la mano derecha, y no la izquierda, la que simboliza a Dios, ya que se consideraba que la derecha era la superior, la más fuerte.
Dextera Domini
Otra forma de representar a Dios Padre es hacerlo como un ser humano, representación basada en las visiones del profeta Daniel: “Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y vi un anciano de muchos días cuyas vestiduras eran blancas como la nieve, y los cabellos de su cabeza como lana blanca. Su trono llameaba como llamas de fuego … Sentóse el juez y fueron abiertos los libros.”.[5]
Representaciones de Dios Padre como anciano canoso según Daniel VII, 9
Es innegable la trascendencia que tuvo esta cita bíblica en la iconografía de la primera persona de la Trinidad; puede decirse que de aquí se desprende la justificación de figurarla como un anciano digno y venerable, de cabellos blancos. No hay que olvidar que, a lo largo de la historia de todos los pueblos, lo anciano, lo ancestral, lo antiguo reviste carácter sagrado; el solo hecho de haber envejecido, sin desaparecer, evoca ya una suerte de vínculo con las fuerzas supratemporales. Esta era la forma más propicia para que los fieles creyentes se “acercaran” al Padre Eterno, al Creador y Propiciador de todas las cosas.
Sus vestiduras blancas lo relacionan con la revelación, la gracia y la transfiguración que deslumbra; realmente es el color de la manifestación local, de una aparición visible de una deidad a los seres humanos. Es el color de la teofanía. De ahí que no resulte novedoso que Dios Padre siempre vista de blanco.
Durante los últimos años de la Edad Media fueron comunes las representaciones de la Primera Persona de la Trinidad vestido y llevando las insignias de las máximas jerarquías del gobierno terrenal, desde el punto de vista civil y eclesiástico. De ahí se deriva la iconografía de Dios Padre como emperador coronado, con el cetro en la mano, o como Sumo Pontífice, con la tiara y vestido con la túnica y capa fluvial.[6]
Dios Padre con cetro
Según algunos historiadores, la representación de Dios Padre con atuendo pontifical se aparta de la doctrina teológica, ya que la palabra pontífice viene del latín “pontifex” cuyas raíces son “pons” (puente) y “facere” (hacer), lo que etimológicamente significa “hacer o servir de puente”.
[1] “No te harás dioses de
metal fundido”.
[2] “No habrá para ti
otros dioses delante de mí. No te harás escultura ni imagen alguna de lo que
hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay
en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás antes ellas ni les darás
culto”.
[3] Mt XVI, 15.
[4] Sal
XXI, 9.
[5] Daniel VII, 9.
[6] El cetro es la prolongación del brazo,
simbolizando autoridad y poder. La corona comparte los valores de la cabeza,
que es la cima del cuerpo humano; recuerda el don venido de lo alto. Su forma
circular indica la perfección y la participación de la naturaleza celeste. La
tiara, que se conforma de tres cuerpos o coronas, fue adoptada por el papado a
finales de la Edad Media, y simboliza la triple realeza del jefe de la Iglesia:
realeza espiritual sobre las almas, realeza temporal sobre los estados romanos,
y realeza eminente sobre los soberanos de la tierra. La capa pluvial que se
utilizó como vestido litúrgico desde el siglo VI se la ha relacionado con la
conversión y con la fatiga en el servicio del Señor; también simboliza la
perseverancia y la dignidad. Cabe recordar que sólo la usan los obispos y
sacerdotes en cierto tipo de ceremonia.
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