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miércoles, 25 de marzo de 2015

DON INO Y SU TRIDUO PASCUAL

          Mi condición eclesiástica me impide cerrar los ojos y permanecer impasible antes ciertos hechos o situaciones que atañen a la religiosidad o, más concretamente, al cristianismo, entendido éste como un ejercicio de fe en Cristo, en Jesucristo. Al igual que expresé mi opinión acerca del patrimonio eclesiástico y su utilización (demagógica por otro lado, como demostré) para eliminar el hambre en el mundo, me siento obligado a expresarla de nuevo en otro tema del que siempre me ha parecido oportuno mantenerme al margen, pero que viendo el cariz que están tomando ciertos acontecimientos, no tengo más remedio que hacerla pública. Los acontecimientos a los que me quiero referir están relacionados con todo lo que se mueve alrededor de la Semana Santa; mejor dicho, a todo lo que las personas mueven y quieren encerrar, delimitar y hasta aislar en y a la Semana Santa.
 


          No voy a dar, ni mucho menos, un sermón cuaresmal o pascual, ni voy hacer una exposición teológica sobre toda la Semana Santa, la Cuaresma y la Pascua. No. Quisiera tan sólo expresar mi opinión acerca de cómo las personas, o la gran mayoría de ellas, viven esos días, qué es lo que quieren, qué es lo que buscan, qué es lo que la Semana de Pasión les aporta en sus vidas. No soy quién para juzgar a nadie, ni antes ni ahora, ni por mi condición de clérigo ni por mi condición de persona, pero me entristece mucho (quizás sea lo que realmente me mueva a hacer esto) ver cierta “espontaneidad” religiosa, cierto fervor magnificado, ciertas lágrimas de culpa más que de emoción y sinceridad, ciertos sobredimensionamientos corporales que no hacen sino devaluar aquello que se está haciendo o aquello que se está tratando de vivir, sobre todo de vivirlo para los demás, para el exterior, de cara a la galería como se suele decir, en vez de hacerlo para uno mismo, con intimismo, con recogimiento.



         La Semana Santa siempre ha sido el tiempo anual en el que las personas han tratado de expresar con más magnificencia toda la religiosidad que dicen llevar dentro. Para ello, durante los días del llamado correctamente Triduo Pascual, han tratado de sentir y padecer los mismos dolores, agravios y ofensas que Jesús de Nazaret sintió y padeció horas antes de su muerte en la cruz. Durante las manifestaciones populares, públicas y muchas de ellas lisonjeras, cargan sobre sus espaldas cientos de kilos de peso, arrastran pesadas cadenas o trozos de hierro atados a sus tobillos, portan cruces sobre sus hombros o, más fuerte aún, se van flagelando públicamente durante todo el trayecto procesional (aquí lo dejo, aún sabiendo, como lo sabéis todos, que todavía hay manifestaciones aún más fuertes rayando la indecencia). Quieren sentir lo que Jesús sintió, quieren padecer lo que Jesús padeció, quieren sufrir lo que Jesús sufrió, … pero creo que no lo conseguirán, ni de esa forma ni de ninguna otra.



         He dicho antes que no iba hacer un sermón teológico de la Semana Santa, pero para sentir lo que Jesús sintió, padecer lo que Jesús padeció o sufrir lo que Jesús sufrió no hacen falta tres días al año, ni tampoco focalizarlo todo en su muerte (sinceramente, parece que nos alegramos de ella; la celebramos con más ahínco y magnificencia que su propia vida, por no decir la pírrica celebración de su resurrección y vuelta a la vida). Querer sentir lo que Jesús sintió lo tenemos que buscar diariamente, entre nosotros mismos y con los nuestros, en el día a día, en el trabajo, en la calle, en nuestras amistades, en nuestra familia, en los mismos lugares y con las mismas personas y situaciones con las que Jesús convivió en vida. La muerte es más fácil que la vida (esperarla no tanto, lo sé). La muerte llega muchas veces sin llamar, no avisa, se presenta y ya está; la vida hay que vivirla, disfrutarla agradecerla, padecerla en ciertos momentos, pero siempre abrazarla con fe férrea. Jesús vivió treinta y tres años y sólo nos acordamos de Él para celebrar su muerte; lo demás, pelillos a la mar.



         Me entristece mucho esa actitud conformista y ventajista de las personas. Es más fácil representar una muerte que una vida. Es más fácil parecernos a alguien en la muerte (sobre todo porque a todos nos llega) que en la vida. Por eso creo que se celebra más su muerte que su vida. Es más fácil, simple, pura y llanamente. Celebrar su muerte es celebrar un aquí te pillo y aquí te mato (nunca mejor dicho); celebrar su vida es seguir sus pasos, sus consejos, sus enseñanzas. ¡Ah!, ¡eso es harina de otro costal! “¡Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!”, que decía un personaje manchego espejo de muchos de nosotros y vosotros.



         Y para corroborar aún más mi opinión sobre la celebración de la Semana Santa (mejor deberíamos llamarle de una vez por todas Triduo Pascual, porque realmente sólo tenemos en cuenta el jueves, viernes y sábado, tres días y no siete como tiene una semana) os invito a que se analicen con calma, sosiego y sinceridad, sobre doto muchísima sinceridad, tolo lo que se mueve alrededor de ese Triduo Pascual en cuanto a festividad, jocosidad, pomposidad, populismo, enjuiciamientos, envidias, ostentación, magnificencias, exageraciones, vejaciones, … etc.



         Procesiones, pasos lujosos, bordados en oro, plata en carrocería, bronce en el pecho (no somos ni primeros ni segundones; más atrás), lágrimas de cocodrilo, oscura vestimenta, blanca y ¿lúcida mente? ¿Y todo eso para qué? ¿Para celebrar vida? ¿Muerte? No. Para lucimiento, para ostentación, para dejarlo hecho cara al público. ¡Eh!, soy yo. ¡Miradme!



         Y si a esas individualidades egocéntricas le añadimos la comprensión y la loa de una abstracción colectiva como es una directiva diferenciadora, comparativa y discriminatoria (casi siempre de manera negativa) tenemos lo que realmente buscamos, encontramos y queremos: un Triduo Pascual a medida nuestra, como realmente queremos, nada que ver con Jesús de Nazaret, ni por un asomo. Aún más: para afianzar definitivamente nuestra postura populista y festiva, apelamos a las tradiciones y costumbres, esas abstracciones cómodas donde las haya que convertimos en leyes un día sí otro no según nos convenga. Si no hay costumbre, si no hay tradición, se hace dos años seguidos y … ¡tradición conseguida! ¡Qué pase el siguiente!



         A pesar de todo ello ¿aún creemos que estamos conmemorando las últimas horas de Jesús de Nazaret? ¿Aún nos creemos seguidores y manifestantes de sus enseñanzas? ¿No estamos más cerca de un fanatismo ciego y ególatra que de un recogimiento intimista y personalísimo?



         No tengo ningún derecho a juzgar a las personas por ninguna faceta de su vida. Cada uno es libre, g.a.D., pero por mi condición “profesional” no estoy de acuerdo ni puedo apoyar ciertas conductas humanas que atañen a la espiritualidad, ni individual ni colectiva. El Triduo Pascual conmemora lo que conmemora, y todo lo que nosotros queramos añadirle por pura conveniencia no hace sino deteriorarlo, contaminarlo, alejarlo de sus verdaderas raíces y su verdadero fundamento. ¿Es lo que realmente nos gusta y lo que realmente queremos? Sí, pero esa no es la realidad. La realidad debería ser la alegría diaria de que Jesús de Nazaret estuvo aquí, en la Tierra, con nosotros, como nosotros, y que murió como tantos otros morían en aquellos años por los mismos motivos y en las mismas circunstancias. Lo realmente prodigioso y lo que nos debería mover en nuestra vida es lo que Él hizo después: resucitar, volver a la vida, demostrar que podemos vivir después de la muerte. Y eso … eso es lo que realmente no celebramos, de lo que nos olvidamos año tras año. Gastamos todas nuestras energías en la muerte y nos olvidamos de la vida, del día a día. Somos así, convencionalistas redomaos; no hay quién nos cambie.



         Dije al principio que no quería dar un sermón teológico, pero como no lo deje aquí, creo que lo voy a conseguir. Este es un tema muy escabroso y peliagudo, y que se debe tratar con mucha mano izquierda, pero … creo y os invito a reflexionar en él. Sé que no voy a conseguir nada positivo; al contrario, cada vez irá a peor, pero al menos por mí no va a quedar tratar de sentar cabezas, de convertir golpes de pecho en impulsos de amor y benevolencia.


         ¡Uf! ¡Me voy, que si no…!

sábado, 10 de enero de 2015

DON INO Y EL RELEVO GENERACIONAL


         Saliéndome una vez más por las múltiples y espléndidas tangentes que nos ofrece el Románico, me gustaría llamar vuestra atención en el modo de vida de las gentes que convivieron con ese arte. Una vida dura y llena de penalidades que trataban de apaciguar, a modo de descanso, con las fiestas que entre semana tenían, creando con ello unas tradiciones que, en la mayoría de los casos, han perdurado hasta nuestros días. Todas ellas estaban relacionadas, ¡cómo no! con la Iglesia, pues eran mayoritariamente fiestas religiosas ligadas a sus labores y faenas agrícolas y ganaderas. Hoy día, múltiples grupos y asociaciones tratan de “recuperar” ciertas tradiciones que con el tiempo han desaparecido, consiguiendo en la mayoría de las veces, un esperpento charlotariano muy alejado de la verdadera realidad. Si las tradiciones han desaparecido, lo han hecho por la misma razón por la que se crearon, y su desaparición es irrecuperable tal y como fueron creadas. Todo lo que se quiera hacer desde su desaparición hasta nuestros días es puro teatro callejero que ofende más que recupera. El tiempo pasado se fue, pero eso no quiere decir que tengamos que olvidarlo. Debemos basarnos en él para mantener lo que nos queda de estas fiestas y tradiciones, y es en ese punto, y no en otro, donde debemos enfocar nuestros esfuerzos, tanto los que ahora estamos como los venideros, verdaderos herederos y mantenedores de ellas.


         Pero mucho me temo que la pérdida no tiene camino de retorno; su final ha comenzado. Podríamos enumerar múltiples causas de esa pérdida pero yo me centraría, fundamentalmente, en el relevo generacional, en ese grupo de personas (adolescentes y jóvenes en la actualidad) que tienen en sus manos, al menos, mantenerlas. El por qué no hacerlo también tiene múltiples facetas y lecturas. Ahí va la mía, mi esbozo personal de tan situación.


         El germen de una tradición brota cuando un grupo de personas, en un tiempo y espacio muy determinado, desarrollan unos actos o crean unos acontecimientos que se van transmitiendo de padres a hijos, de generación en generación. Mientras las variables de espacio y tiempo se mantengan, las tradiciones conservan todo su esplendor, pudiendo incluso afianzarse aún más si las generaciones venideras mantienen constante una variable más, además del espacio y del tiempo: la variable social. Ésta está totalmente condicionada por el lugar donde se desarrolla la tradición y por la época en la que lo hace. La unión de ambas variables modelan la social, creando una sociedad muy específica y estable en ese tiempo y lugar. Esa estabilidad social afianza las tradiciones, que, a su vez, dan valor definitorio a las sociedades, y así sucesivamente; lo que comúnmente se llama “la pescadilla que se muerde la cola”.


         Esa relación circular podría desembocar en una sociedad muy estable pero a la vez muy conservadora, cerrada, introvertida, impenetrable, poco dada a cambios y a desarrollos. Pero la historia nos ha demostrado en más de una ocasión que las sociedades, afortunadamente, evolucionan y avanzan, son más abiertas y más dadas a los cambios, lo cual favorece la perspectiva de futuro de sus miembros. Sin embargo, esa evolución social puede tener su contraprestación en la modificación de las variables tiempo y espacio que conforman las tradiciones. Una sociedad evolucionada infiera una evolución de la época en la que se está desarrollando y del espacio donde tiene lugar. Si la pescadilla se sigue mordiendo la cola, las tradiciones evolucionarían, por lo que llegaría un momento en que éstas perderían todo su fundamento de mantenerse, pues se han modificado los gérmenes que las crearon. Esto acarrearía la obligatoria desaparición de las tradiciones, pues los gérmenes que las crearon no tienen ahora los mismos condicionantes que en su fundación.

         La pérdida o desaparición de tradiciones (a partir de aquí podemos sustituir la palabra tradición por fiesta) es un hecho doloroso, incluso inaceptable por aquellas personas que durante muchos años de su vida lucharon por mantenerlas vivas, pero según se muestre la evolución social, puede ser un hecho irreversible en mayor o menor plazo, pero un hecho final y terminal. Tan sólo podría haber un atisbo de esperanza si las generaciones venideras pudieran adaptar esa evolución y avance social al mantenimiento de las fiestas y tradiciones; es lo que yo llamo el “relevo generacional”. Mientras la sociedad siga adelante sin pararse a mirar hacia atrás y no sea consciente que lo que se va consiguiendo con el avance proviene en su totalidad de lo creado en el pasado, las fiestas y tradiciones tienen los días contados. Si los nuevos miembros de las nuevas sociedades no quieren ser conscientes de esa interrelación imprescindible de pasado-futuro, gran parte de las fiestas y tradiciones que definen y diferencian a nuestros pueblos y ciudades, se ven abocadas a su total desaparición. Una pena, pero también una realidad.


         En las sociedades anteriores a la que actualmente estamos generando, las numerosas fiestas anuales desahogaban un poco las labores rústicas, manuales y artesanales fundamentalmente, de sus miembros. Todas ellas tenían un significado claro dependiendo de la época del año en la que se celebraran, salvo las fiestas fijas anuales como la Semana Santa y la Navidad. Se celebraban en el día señalado como comienzo o final de una etapa bien agrícola, bien ganadera, bien estacional. A nadie se le pasaba por la cabeza una modificación festiva: iría en detrimento de su propia vida social, incluso de su propio ciclo vital anual. Por ello, se mantenían en el tiempo generación tras generación, tradicionalmente.


         Actualmente, la sociedad ha cambiado. Técnicamente ha evolucionado de una manera brutal casi sin dar tiempo a que sus miembros se adapten a ellas. La inmediatez que se ha generado, aparte del desprecio al esfuerzo y la falta de autodisciplina, no permite pararse a pensar ni siquiera en el momento actual. Todo avanza sin que el presente acampe entre nosotros. Los miembros de la nueva sociedad, el relevo generacional al que me estoy refiriendo, no ha sabido adaptarse paulatinamente a esa imperante velocidad social; bastante tienen con lo que hay delante como para pararse a pensar lo que había detrás. Resultado: una total banalización y trivialización no sólo del pasado, sino también del momento presente. La inmediatez que padecen les obliga, cuál adicción dañina, a actuar según le van surgiendo pensamientos e impulsos. No valoran la idoneidad de sus actos; los ejecutan como autómatas tal y como les vienen a la cabeza, todos al unísono, como robots programados para tal o cual tarea.


         Si ya para el momento presente no tienen ninguna capacidad cognitiva para valorarlo, olvidémonos de que puedan valorar el pasado, la heredad de sus padres, abuelos y bisabuelos, entre las que se encuentran las tradiciones y, por ende, las fiestas. Para el relevo generacional no hay tradiciones, no hay fiestas. Ellos son los que deciden cuándo es fiestas y de qué tipo se trata; qué es lo que hay que hacer ahora y cómo hay que hacerlo. Todo ello programado en el casi hoy mejor mañana, pero nunca con vistas a su pasado, a su historia, a su verdadero germen como ser humano y, debería ser también, como persona. El descanso festivo semanal que buscaban sus antepasados para celebrar tal o cuál acontecimiento relacionado con su vida personal y laborar queda anulado y degradado; como mucho lo trasladan al sábado (nunca al domingo), casi con desprecio, pero siempre con el convencimiento de estorbo semanal más que festivo semanal.


         De las festividades que rigen nuestro calendario festivo en la actualidad podemos ir olvidándonos. Les queda el tiempo que dura la generación de personas que en la actualidad tiene entre 40 y 55 años. Un vez terminada esa generación, mueren con ella ese tipo de fiestas y tradiciones, incluidas, como no, las fiestas patronales, y, apurando algo más (no mucho), la Navidad (la Semana Santa es harina de otro costal; el integrismo, el fanatismo, los exaltados, los golpes de pecho nada tienen que ver con las fiestas y las tradiciones). A poco que queramos ver y analizar el desarrollo actual de estas festividades y sus tradiciones asociadas, podemos apreciar la tremenda devaluación y decadencia de la que están siendo objeto, rozando en numerosas ocasiones el desprecio y casi la depravación.


         Toda tradición asociada a sociedad y fiesta tiene los días contados. Los nuevos miembros de la nueva sociedad, nuestro relevo generacional, no quieren tener nada que ver con ellas. Para esta nueva generación son cosas del pasado, antiguas, obsoletas, caducas, que no hacen sino molestar su florido camino en su quehacer diario. La comodidad es una bandera que ondean con una inusitada y cada vez mayor frecuencia, haciéndolo con más vigor si cabe a medida que pasa el tiempo. El esfuerzo de nuestros antepasados por mantener y hacer lo que somos ahora queda tirado por el suelo. Y eso no es lo peor: el relevo generacional tiene la gran desgracia de no conocer el esfuerzo, y ese será, entre otras muchas lindezas, lo que heredarán sus hijos. No heredarán esfuerzo y sacrificio; heredarán comodidad y egoísmo, y cuando eso ocurra, casi lo de menos será la desaparición de las fiestas y tradiciones. Lo peor será el siguiente relevo generacional, … eso si llega a producirse.


domingo, 1 de noviembre de 2009

LA PÉRDIDA DE VALORES

Que una de las causas de la crisis haya sido la falta de valores de la sociedad, está más que demostrado. Que esa falta de valores está mucho más acentuada en nuestros jóvenes, víctimas (¡pobrecitos míos!) de sus propios padres, es algo de lo que ya nadie duda. Ahora bien, de esa pérdida de valores de la sociedad a la pérdida de nuestra propia identidad, a la pérdida de nuestras tradiciones, a la pérdida de nuestra realidad, va un abismo o, al menos, debería ir un abismo.

La noche de la víspera de Todos los Santos es un claro reflejo de cómo, poco a poco y a las chitas callando, vamos perdiendo nuestra propia identidad. Fiestas de otros países, sin ninguna tradición en el nuestro, se están imponiendo entre nosotros en detrimento de lo autóctono, con el beneplácito de la mayoría y con la excusa de que hay que estar abiertos a otras culturas y tradiciones.

La noche de la víspera de Todos los Santos es lo más parecido a un entierro de la sardina cuatro meses adelantado, a un baile de carnaval otoñal y preparatorio de una pronta Navidad, que a este paso, la celebraremos en cualquier semana, según quien lo diga y de donde venga lo dicho. No sería extraño ver durante la Navidad un grupo de nazarenos empujándole a su paso representativo aduciendo que en las otras fechas no les viene bien. Tampoco sería descartable cantar villancicos y salir a la calle con el gorro de Papá Noel en pleno mes de julio si de esta forma podemos aprovechar mejor las vacaciones y poder salir a la calle sin tanto frío como en diciembre y enero.

Hemos perdido el rumbo y estamos perdiendo lo que nuestros padres nos enseñaron y lo que nosotros no tenemos lo que tenemos que tener para enseñárselo a nuestros hijos.

Hace algún tiempo un médico me dijo que no hay nada peor para el hombre que la comodidad. Ahora se pone de manifiesto esa máxima. Preferimos perder lo que somos y lo que hemos heredado de la noche de los tiempos en pos de una comodidad que sólo nos acerca inexorablemente a nuestra propia extinción. Y todo ello ensalzado en la cultura del bienestar, del no molestar, del descanso; en definitiva, de la comodidad.

Todos sabemos lo que tenemos que hacer. Todos sabemos lo que hacemos y lo que hacemos lo hacemos a sabiendas. Pero tenemos que tener una cosa clara: luego no nos quejemos, no protestemos. Lo que hemos conseguido era lo que queríamos. Ya lo tenemos. Y ahora ¿qué?.

lunes, 31 de agosto de 2009

EEEL PREGONEEEEEERO

En todas las fiestas que se precien aparece la figura del pregonero/a, encargado/a de inaugurarlas y marcar el inicio oficial de las mismas. El tipo de persona elegida para esta función suele ser de dos tipos bien diferentes. Por un lado suele ser un político con un alto cargo y afín a la ideología del partido gobernante en el ayuntamiento del pueblo festivo. Por otro lado se suele elegir a una persona que, aunque ha nacido en ese pueblo, lleva muchos años fuera y, normalmente, ha hecho méritos de cualquier tipo para ostentar dicho cargo honorífico.

Si el pregonero es el político de turno, dicho pregón llega a convertirse en un camuflado mitin político, ya que de ese pueblo o ciudad sabe más bien poco, por no decir nada de nada. Si es el paisano, el pregón se centra en recordar su propia vida durante esas fiestas hasta la fecha en que abandonó su pueblo y ciudad natal; de ahí en adelante, poco podrá contar.

Pero ambos pregones tienen algo en común: son escuchados con mayor o menor atención por los lugareños, por la gente que día a día viven, conviven, trabajan, se divierten, se alegran o se entristecen en ese pueblo. Gente que siempre han estado ahí, que le han dado forma a lo que ahora ese pueblo y que lo hace tan peculiar y a la vez tan diferente de los demás. Son los que verdaderamente han creado y mantenido esas tradiciones en los pueblos que tanto apreciamos y poco valoramos en estos días, como si las tradiciones se hubieran creado de la nada, porque sí, sin más.

Durante la escucha del pregón cuántas personas de éstas se preguntan si ellos no son merecedores de estar ahí arriba, en el escenario puesto para la ocasión; si ellos no cuentan con más méritos que el político o el paisano para contar sus vivencias de toda una vida. Se preguntan si sus vivencias no son, cuando menos, igual de importantes, si su vida en ese pueblo no está suficientemente valorada para no ser reconocida como meritoria. En definitiva, se sienten defraudados y devaluados.

Estas personas son las que realmente nos pueden enseñar y contar anécdotas e historias inéditas, vivas, reales, personales, íntimas. Por qué no darles la oportunidad de hacerlo en estos días tan importantes, de hacerles sentir que verdaderamente son parte e historia viva de nuestro pueblo, de valorarles todo el trabajo y esfuerzo que han hecho durante su vida por hacer de su pueblo lo que ahora es y del que tanto nos enorgullecemos continuamente. Ellos son los verdaderos pregoneros diarios de nuestro pueblo. Démosle una oportunidad, su oportunidad, la que siempre han soñado. Son días para ello.