Mi condición eclesiástica me impide cerrar los ojos y permanecer
impasible antes ciertos hechos o situaciones que atañen a la religiosidad o,
más concretamente, al cristianismo, entendido éste como un ejercicio de fe en
Cristo, en Jesucristo. Al igual que expresé mi opinión acerca del patrimonio
eclesiástico y su utilización (demagógica por otro lado, como demostré) para
eliminar el hambre en el mundo, me siento obligado a expresarla de nuevo en
otro tema del que siempre me ha parecido oportuno mantenerme al margen, pero
que viendo el cariz que están tomando ciertos acontecimientos, no tengo más
remedio que hacerla pública. Los acontecimientos a los que me quiero referir están
relacionados con todo lo que se mueve alrededor de la Semana Santa; mejor
dicho, a todo lo que las personas mueven y quieren encerrar, delimitar y hasta
aislar en y a la Semana Santa.
No voy a dar, ni
mucho menos, un sermón cuaresmal o pascual, ni voy hacer una exposición
teológica sobre toda la Semana Santa, la Cuaresma y la Pascua. No. Quisiera tan
sólo expresar mi opinión acerca de cómo las personas, o la gran mayoría de
ellas, viven esos días, qué es lo que quieren, qué es lo que buscan, qué es lo
que la Semana de Pasión les aporta en sus vidas. No soy quién para juzgar a
nadie, ni antes ni ahora, ni por mi condición de clérigo ni por mi condición de
persona, pero me entristece mucho (quizás sea lo que realmente me mueva a hacer
esto) ver cierta “espontaneidad” religiosa, cierto fervor magnificado, ciertas
lágrimas de culpa más que de emoción y sinceridad, ciertos
sobredimensionamientos corporales que no hacen sino devaluar aquello que se
está haciendo o aquello que se está tratando de vivir, sobre todo de vivirlo
para los demás, para el exterior, de cara a la galería como se suele decir, en
vez de hacerlo para uno mismo, con intimismo, con recogimiento.
La Semana Santa
siempre ha sido el tiempo anual en el que las personas han tratado de expresar
con más magnificencia toda la religiosidad que dicen llevar dentro. Para ello,
durante los días del llamado correctamente Triduo Pascual, han tratado de
sentir y padecer los mismos dolores, agravios y ofensas que Jesús de Nazaret
sintió y padeció horas antes de su muerte en la cruz. Durante las
manifestaciones populares, públicas y muchas de ellas lisonjeras, cargan sobre
sus espaldas cientos de kilos de peso, arrastran pesadas cadenas o trozos de
hierro atados a sus tobillos, portan cruces sobre sus hombros o, más fuerte
aún, se van flagelando públicamente durante todo el trayecto procesional (aquí
lo dejo, aún sabiendo, como lo sabéis todos, que todavía hay manifestaciones aún
más fuertes rayando la indecencia). Quieren sentir lo que Jesús sintió, quieren
padecer lo que Jesús padeció, quieren sufrir lo que Jesús sufrió, … pero creo
que no lo conseguirán, ni de esa forma ni de ninguna otra.
He dicho antes que
no iba hacer un sermón teológico de la Semana Santa, pero para sentir lo que
Jesús sintió, padecer lo que Jesús padeció o sufrir lo que Jesús sufrió no
hacen falta tres días al año, ni tampoco focalizarlo todo en su muerte
(sinceramente, parece que nos alegramos de ella; la celebramos con más ahínco y
magnificencia que su propia vida, por no decir la pírrica celebración de su
resurrección y vuelta a la vida). Querer sentir lo que Jesús sintió lo tenemos
que buscar diariamente, entre nosotros mismos y con los nuestros, en el día a día,
en el trabajo, en la calle, en nuestras amistades, en nuestra familia, en los
mismos lugares y con las mismas personas y situaciones con las que Jesús convivió
en vida. La muerte es más fácil que la vida (esperarla no tanto, lo sé). La
muerte llega muchas veces sin llamar, no avisa, se presenta y ya está; la vida
hay que vivirla, disfrutarla agradecerla, padecerla en ciertos momentos, pero
siempre abrazarla con fe férrea. Jesús vivió treinta y tres años y sólo nos
acordamos de Él para celebrar su muerte; lo demás, pelillos a la mar.
Me entristece mucho
esa actitud conformista y ventajista de las personas. Es más fácil representar
una muerte que una vida. Es más fácil parecernos a alguien en la muerte (sobre
todo porque a todos nos llega) que en la vida. Por eso creo que se celebra más
su muerte que su vida. Es más fácil, simple, pura y llanamente. Celebrar su
muerte es celebrar un aquí te pillo y aquí te mato (nunca mejor dicho);
celebrar su vida es seguir sus pasos, sus consejos, sus enseñanzas. ¡Ah!, ¡eso
es harina de otro costal! “¡Con la Iglesia hemos topado, amigo Sancho!”, que
decía un personaje manchego espejo de muchos de nosotros y vosotros.
Y para corroborar
aún más mi opinión sobre la celebración de la Semana Santa (mejor deberíamos
llamarle de una vez por todas Triduo Pascual, porque realmente sólo tenemos en
cuenta el jueves, viernes y sábado, tres días y no siete como tiene una semana)
os invito a que se analicen con calma, sosiego y sinceridad, sobre doto
muchísima sinceridad, tolo lo que se mueve alrededor de ese Triduo Pascual en
cuanto a festividad, jocosidad, pomposidad, populismo, enjuiciamientos,
envidias, ostentación, magnificencias, exageraciones, vejaciones, … etc.
Procesiones, pasos
lujosos, bordados en oro, plata en carrocería, bronce en el pecho (no somos ni
primeros ni segundones; más atrás), lágrimas de cocodrilo, oscura vestimenta,
blanca y ¿lúcida mente? ¿Y todo eso para qué? ¿Para celebrar vida? ¿Muerte? No.
Para lucimiento, para ostentación, para dejarlo hecho cara al público. ¡Eh!, soy
yo. ¡Miradme!
Y si a esas
individualidades egocéntricas le añadimos la comprensión y la loa de una
abstracción colectiva como es una directiva diferenciadora, comparativa y
discriminatoria (casi siempre de manera negativa) tenemos lo que realmente
buscamos, encontramos y queremos: un Triduo Pascual a medida nuestra, como
realmente queremos, nada que ver con Jesús de Nazaret, ni por un asomo. Aún
más: para afianzar definitivamente nuestra postura populista y festiva,
apelamos a las tradiciones y costumbres, esas abstracciones cómodas donde las
haya que convertimos en leyes un día sí otro no según nos convenga. Si no hay
costumbre, si no hay tradición, se hace dos años seguidos y … ¡tradición
conseguida! ¡Qué pase el siguiente!
A pesar de todo ello
¿aún creemos que estamos conmemorando las últimas horas de Jesús de Nazaret?
¿Aún nos creemos seguidores y manifestantes de sus enseñanzas? ¿No estamos más
cerca de un fanatismo ciego y ególatra que de un recogimiento intimista y
personalísimo?
No tengo ningún
derecho a juzgar a las personas por ninguna faceta de su vida. Cada uno es
libre, g.a.D., pero por mi condición “profesional” no estoy de acuerdo ni puedo
apoyar ciertas conductas humanas que atañen a la espiritualidad, ni individual
ni colectiva. El Triduo Pascual conmemora lo que conmemora, y todo lo que
nosotros queramos añadirle por pura conveniencia no hace sino deteriorarlo,
contaminarlo, alejarlo de sus verdaderas raíces y su verdadero fundamento. ¿Es
lo que realmente nos gusta y lo que realmente queremos? Sí, pero esa no es la
realidad. La realidad debería ser la alegría diaria de que Jesús de Nazaret
estuvo aquí, en la Tierra, con nosotros, como nosotros, y que murió como tantos
otros morían en aquellos años por los mismos motivos y en las mismas
circunstancias. Lo realmente prodigioso y lo que nos debería mover en nuestra
vida es lo que Él hizo después: resucitar, volver a la vida, demostrar que
podemos vivir después de la muerte. Y eso … eso es lo que realmente no
celebramos, de lo que nos olvidamos año tras año. Gastamos todas nuestras energías
en la muerte y nos olvidamos de la vida, del día a día. Somos así,
convencionalistas redomaos; no hay quién nos cambie.
Dije al principio
que no quería dar un sermón teológico, pero como no lo deje aquí, creo que lo
voy a conseguir. Este es un tema muy escabroso y peliagudo, y que se debe
tratar con mucha mano izquierda, pero … creo y os invito a reflexionar en él.
Sé que no voy a conseguir nada positivo; al contrario, cada vez irá a peor,
pero al menos por mí no va a quedar tratar de sentar cabezas, de convertir
golpes de pecho en impulsos de amor y benevolencia.
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