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martes, 30 de marzo de 2021

DON INO Y LA SECULARIZACIÓN DE LA SEMANA SANTA

 


Ilustrísimas y reverendísimas fuerzas vivas todas que pululáis por este templo de la sabiduría y el conocimiento, que os decantáis por textos ensalzadores del dios Hipnos en vez de disfrutar de imágenes poderosas, edificantes y dignas de toda loa sobre el ser humano y sus formas y maneras de ser aún mejores personas de lo que ya lo son (¡el que lo sea o quiera ser!), autoridades domésticas y de “andar por casa”, hermanos mayores, medianos y pequeños. Hermanos todos: hoy es un buen día pandémico, vírico y con “el moco tendío” para sermonear uno, oír todos y escuchar pocos o ninguno, y continuar con nuestra tan querida, controvertida y, a veces, problemática Semana Santa.

En este nuevo pseudopanegírico me gustaría hacer alusión a una situación que comenzó a ir tomando cuerpo y forma hace ya unos cuantos años, y que en la actualidad está muy implantada en nuestra sociedad, incluida la parte o faceta religiosa, cristiana y católica, por supuesto. Me estoy refiriendo concretamente a la secularización de la Semana Santa, al laicismo de la misma, a su separación de cualquier confesión religiosa, cristiana y católica en este caso. Si la Semana Santa conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús entre nosotros, su tránsito desde este mundo hacia su Padre, hacia Dios, ¿qué ha podido suceder para que esa dimensión totalmente cristiana pueda haberse convertido de una dimensión cuasi profana? ¿Qué ha ocurrido o cambiado en nuestra sociedad para que se pueda haber producido ese cambio tan radical, opuesto y profundo?

Antes de tratar de dar una respuesta a esas preguntas deberíamos analizar qué ha ocurrido realmente en nuestra sociedad para que se haya podido producir ese cambio tan radical. Ese análisis, para que pueda tener algo de valor y pueda ser la puerta de entrada a la razón de la desacralización de la Semana Santa, debe ser claro y, sobre todo, verídico y realista, sin paños calientes, sin tapujos, llamándole al pan pan, y el vino vino. Un análisis en el que nos veamos todos reflejados, en el que estemos todos incluidos y con el cual se nos incite a realizar un acto de contrición por ser creadores y partícipes activos de esta nueva sociedad.

Como todos sabemos, el proceso globalizador al que está sometido en la actualidad el orbe mundial ha cambiado totalmente la perspectiva de la sociedad y, por ende, del hombre, del ser humano. A ese cambio tan brutal no podía ponerse de perfil la sociedad española, contagiándose del mismo e incluso extrapolándolo a su faceta más íntima y personal como es la religiosa en este caso.

Actualmente, nuestra sociedad es una sociedad sin identidad, cuyo ritmo cotidiano desborda inconsistencia del ser. Se vive en una constante y perpetua individualización colectiva, en una estetización de la realidad, fugacidad del disfrute, con relaciones personales inconsistentes, con pasión y fervor exagerados, y con una moral espontánea permisiva y autolegitimante. El ser humano vive y se orienta exclusivamente por lo inmediato, lo pragmático, lo empírico, y suele acabar buscando un horizonte finito y superficial, un estado dionisíaco que le permita su emancipación y le otorgue una identidad propia en una oscuridad y tenebrosidad vital, donde no quiere fundamentos absolutos, donde el principio unificador de todo es encontrar la profundidad de la vida, entendida ésta como un renovado “carpe diem” o “collige vigorosas”, antes de que la vida se marchite. Se vive en el permanente cambio, en la permanente movilidad, lo que acarrea una desvirtualización general de la persona.

Esa alteración de la verdadera naturaleza del ser humano afecta también a la faceta religiosa, la cual se ve alterada ante la propuesta de una desclerialización de la misma, buscando una religión que no moleste, que haga estar bien a uno mismo, que garantice el confort aunque sea un coladero de injusticias y éticas deshumanizantes. El relativismo y la privatización de la religión puede generar una religiosidad-humanidad-sociedad babélica que, lejos de ser tolerante e integradora, puede acabar en división, exclusión y conflicto. Ese fenómeno secularizador actual y contemporáneo trata de acabar con los restos confesionales que impregnan el terreno social.

Fiestas que antes estructuraban la vida de la sociedad han pasado a paganizarse o descristianizarse. Emergen Halloween y el Carnaval con más fuerza que nunca; la Navidad pasa a descristianizarse. Los nombres de los santos siguen existiendo, pero sólo para identificar fiestas locales importantes; las fiestas patronales no buscan honrar a nadie. Festividades religiosas apreciadas por la tradición popular son sustituidas por manifestaciones folclóricas de gran sugestión, hasta el punto de reducirlas a un mero acto sociocultural, disociando el aspecto lúdico del espiritual. Los momentos religiosos se han ido exteriorizando en múltiples tradiciones festivas que han reutilizado costumbres precedentes de tradiciones diferentes, queriendo enseñar al mismo tiempo a ir alternando el trabajo con el descanso para así podernos recuperar física y espiritualmente. La consigna es no entorpecer el ritmo laboral de la sociedad: Corpus Christie o la Ascensión han sido trasladadas al domingo siguiente, al igual que la mayoría de las fiestas patronales. Se ha pasado de un universo mental sacralizado a una sociedad secularizada, a un cristianismo desinstitucionalizado que busca fluir por otros itinerarios más significativos de la vida real y de la experiencia cotidiana.

Las iglesias han sido apartadas de la experiencia religiosa de nuestra sociedad. Los espacios tradicionalmente cristianos han dejado de ser significativos para el creyente actual. Entrar en una iglesia, celebrar la liturgia del santo patrón del lugar no provocan ninguna reacción cristiana, sino más bien indiferencia e incluso paganismo. Los recintos y tiempos de nuestra tradición han dejado de estructurar la vida de los bautizados, no aportando ni principio de identidad ni de sentido. Son más bien otros recintos con diferentes sentidos del tiempo los que nos uniforman y aportan experiencia humano-religiosa en la actualidad. Parques y calles, grandes superficies comerciales, estadios de fútbol, gimnasios, las calles de las procesiones, los senderos y caminos hacia la ermita de un santo, los ensayos en parques o lugares parecidos se han convertido en lugares comunes contemporáneos que aportan identidad y sirven de grandes templos de experiencia personal nueva, lugares con camuflaje neopagano.

La actual religiosidad profana incorpora otro sentido del tiempo, aportando ritos y prácticas que, en definitiva, acaban aportando a la persona otra perspectiva de la vida y otro dios al que adorar. El acontecimiento pascual es sustituido por la “resurrección” del cuerpo, a quién realmente hay que adorar y por el que sí merece la pena ayunar, incluso sometiéndolo a ascesis mayores que las absurdas penitencias cristianas. Los mismos que no entienden, critican y se mofan de la abstinencia cristiana de los viernes cuaresmales, recaen en una ascética exagerada y perjudicial para la salud: dietas extremas, ingestión de fármacos, operaciones de alto riesgo, etc. Tienen claro por qué dios se está dispuesto a sufrir o qué sacrificar, aunque, paradójicamente, ante la increencia de un dios que los puede salvar, no obstante ponen una vela a la Virgen por lo que pueda pasar, teniendo conciencia (a veces invencible) de no haber hecho nada malo, nada “ofensivo” a Dios, pero solicitan la absolución que les salve.

El proceso globalizador y la creciente secularización han provocado una desalentadora y destructiva reducción de acontecimientos rituales y solemnidades a una simple atracción turística, permitiendo la pérdida del específico sentido de lo sacro, ignorando los aspectos a los que remiten cada uno de los elementos simbólicos presentes en esta celebración. La creciente explotación turística que en la actualidad se está haciendo de la Semana Santa está influyendo negativamente en la conservación de sus tradiciones. No son infrecuentes las llamadas de atención hacia estas realidades, e incluso su repercusión en la opinión pública. El complejo festivo ritual configurado por la Semana Santa en España en la actualidad ha sobredimensionado determinadas realidades y provocado cuantitativas transformaciones debido a esa conversión en explotación y atracción turística, todo ello bajo el influjo del “modelo procesional andaluz”, con su lujuria sensorial, estética barroca y sus piropos a las bellas tallas de las vírgenes. Mientras que la sociedad es más laica y el sentido vacacional de la fecha se va imponiendo sobre el litúrgico, de forma aparentemente contradictoria se experimenta un auge de la participación activa en las procesiones, aumentando el número de cofradías y penitentes, y las riquezas de pasos o tronos que sustentan las imágenes.

La desacralización y desvirtualización propuestas por el hombre moderno han alterado el contenido de su vida espiritual, pero no han roto las generatrices principales de su imaginación. Un inmenso residuo mitológico perdura en él, generando la necesidad de creer en algo, la necesidad de mantenerse en contacto con una fuerza superior cuya presencia pueda ser invocada, aplacada o desafiada, y que, si las respuestas humanas son apropiadas, puedan influir en sus vidas. Es muy raro y tremendamente difícil no sostener absolutamente nada ni ninguna opinión personal acerca de lo que subyace a la existencia del hombre. Por naturaleza, toda persona tiende, por alguna mediación, a intervenir de algún modo en el curso de su destino de vivientes y mortales para satisfacer sus esperanzas y colmar sus temores. Demanda algo que realmente le aporte identidad de individuo y de grupo para desenvolverse en una sociedad cuyo ritmo cotidiano desborda en fragmentación, sin sentido, relativismo e inconsistencia del ser.

     En respuesta a su petición, propone ese cristianismo desclerializado y desinstitucionalizado al que se viene aludiendo, un cristianismo que le haga fluir por otros itinerarios más significativos de la vida real y de la experiencia cotidiana, reformando tradiciones pero, sobre todo, abriendo horizontes alternativos y novedosos que le sumerjan en el mundo de lo afectivo-emocional con pequeñas degustaciones o libaciones de amistad, fraternidad, cariño y, ¡cómo no!, de fiesta. Estaríamos, por tanto, asistiendo al nacimiento de un nuevo cristianismo, de una nueva religiosidad popular que trataría de manifestarse a través de la dimensión cultural y/o folclórica que, a su vez, tanto tiene que ver con las dimensiones estéticas y bellas.

Los ritos y los mitos que han dado forma, saber y sabor a las tradiciones religiosas, quieren ser reutilizados en múltiples manifestaciones folclóricas de gran sugestión popular y personal. Se trata de superponer lo sagrado y lo profano, no ya como oposición entre ambas opciones, sino como complementación, del mismo modo que en la existencia humana conviven el bien y el mal, la gracia y el pecado, la alegría y el dolor, o el trigo y la cizaña, ya en lenguaje más evangélico y simbólico.

Pero mientras ese nuevo nacimiento va tomando forma en la placenta social y personal de cada uno, ese residuo mitológico aún mal controlado los arrastra involuntaria e inconscientemente hasta ponerlos frente a frente ante Dios.


 

 


viernes, 29 de noviembre de 2019

CULTURA ACTIVA Y OTRAS HIERBAS


      “La cultura no es estática, está en constante evolución adaptándose a los cambios sociales, modificando festividades, desapareciendo unas que han dejado de tener razón de ser en la actualidad, y apareciendo e implantándose otras como forma de adaptación o evolución a los nuevos tiempos”.

         La frase anterior bien podría ser una declaración de cualquier profesional de la antropología que quisiera justificar, entre otros cambios sociales, el decaimiento progresivo que viene sufriendo la festividad de los Reyes Magos como noche mágica de espera de regalos, además de señalar el fin de las fiestas navideñas, y el auge y casi implantación que ha tenido Papá Noel al comienzo de las mismas a modo de pistoletazo de salida para dar comienzo a bacanales y diversión sin coto ni medida. Lo que antes era una noche familiar y casi entrañable aderezada con villancicos y buenos deseos, hoy día es una noche “maldita”, donde la hipocresía, los rencores y los malos modos son los platos fuertes de la cena, esperando con impaciencia la gran tarta de postre que es Papá Noel pare recibir regalos insulsos e inservibles que marquen el comienzo del fin de esa pesadilla que se está viviendo un año más y que no se termina de ver el fin.

         Y la pregunta que yo me haría ahora es: “¿de verdad que ese cambio extremista en cuanto al concepto que tenemos de esa noche obedece a una cultura activa y a una evolución social, o más bien obedece a una actitud personal de cada uno provocada por una alteración de la comodidad en la que estamos instalados y que nos impide adaptarnos, no ya a los cambios sociales, sino a los demás? Creo que si hoy día habláramos llamándole al pan, pan, y al vino, vino, dejaríamos de hablar de cultura activa o pasiva, de sociedad cambiante o conservadora, y llamaríamos por su nombre a lo que realmente está sucediendo: comodidad y aburrimiento por hartazón de todo. Hoy día tenemos todo y de todo, y queremos sensaciones y vivencias nuevas que, sin sacarnos del todo de nuestra queridísima comodidad y zona de confort, si nos trate de expulsar de ese aburrimiento y soporífero vivir que se hemos convertido nuestra vida. Y digo que hemos convertido, no que se ha convertido, porque los únicos que nos hemos querido instalar en ese soporífero aburrimiento hemos sido nosotros mismos con nuestra actitud hacia la vida, hacia la sociedad y, por ende, hacia los demás.
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         Podríamos dejar de lado la tan aludida y socorrida Navidad como paradigma de fiesta bandera para justificar ese “cambio social y de costumbres” y hacer una referencia a otras muchas que van apareciendo y surgiendo de ese hipócrita aburrimiento al mismo tiempo que se están eliminando otras por atentar gravemente contra nuestra comodidad.

         Halloween, Oktoberfest, Black Friday, Cyber Monday, Babyshower, Single Day, despedidas de soltero bacanalíticas, etc, etc. Todas estas fiestas no son más que una asimmilación de fiestas de otros países (fundamentalmente fiestas norteamericanas) que las vamos o ya las hemos asimilado como propias; incluso nuestros más jóvenes las tienen inmiscuidas e interiorizadas como fiestas pertenecientes desde tiempos inmemoriales a nuestro calendario festivo, fruto de vivirlas desde la primera y tierna infancia en guarderías y colegios de educación infantil, impuestas, a su vez, por profesionales de la enseñanza instalados en ese pertinaz y dañino aburrimiento en que han convertido su vida. Sus propias vivencias las trasladan a sus pupilos en una edad en la que la asimilación de nuevas experiencias y sensaciones está en el punto más álgido de su evolución.

         Si las fiestas anteriores las analizáramos con algo más de detenimiento, concluiríamos que son fiestas populares que nada dicen de nuestro riquísimo calendario festivo, civil y religioso del que deberíamos hacer gala. Son fiestas puntuales, de un solo día en su primigenia implantación de procedencia en la mayoría de los casos, y que nosotros las hemos asimilado e implantado “sólo y exclusivamente” en sábados, no en cualquier otro día, incluso sin respetar el verdadero día de celebración. Esto último no es más que la certera y clara aseveración de lo que veníamos diciendo acerca de la maldita comodidad y el dañino aburrimiento en el que se ha instalado la sociedad actual. Incluso muchas de ellas, con sólo leer el nombre, deduciríamos fácilmente el país de procedencia. Es el país que tanto admiramos para lo que nos interesa y tanto odiamos para lo que no nos interesa. El país del que asimilamos sus fiestas (aún nos queda por asimilar el Día de Acción de Gracias sin tener ni pajotera idea de lo que es y lo que significa; tiempo al tiempo) por conveniencia, y odiamos todo lo que hace fuera de él. Estoy seguro que todos sabrían reconocer y traducir sin dificultad alguna la típica frase Yankees, go home, expresión más cerca del odio que del amor (si es que algunos saben lo que son ambas cosas y saben diferenciarlas). Una muestra más de cómo la comodidad y el aburrimiento se puede sazonar con algo de hipocresía (de ésta última, la que pida, como la harina en la cocina).
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         Pero es que esos tres virus malditos y prolíficos no solamente están infestando las “fiestas nacionales”; están carcomiéndose también la comida y la riquísima gastronomía española, esa que tanto adoran los turistas en nuestro país cuando vienen de vacaciones. Avena, alfalfa (¡es broma!), quinoa, cuscús, humus, salsa harissa, sushi, fustomaki, tofú, algas marinas, wasabi, etc., son productos o alimentos referentes de nuestra alimentación hoy día que incluso pueden llegar a calificar o descalificar a quién los consume o los deja de lado por otros más “nuestros” y, por supuesto, mucho más saludables. Hoy día desechamos por sistema los cocidos, tanto madrileños como lebaniegos, fabadas de cualquier denominación de origen, verduras de cualquier color de hoja y tallo, fruta por tener azúcares (¿qué se espera encontrar esa gente en una fruta si no es azúcar y agua?), panes y barras tradicionales, de esas de harina, levadura y masa madre, etc. Esos son alimentos que desechan “per se” por obsoletos y conservadores (no progresistas en definitiva), aunque el nutricionista más desnutrido nos diga que son los mejores y más eficaces para cuidad nuestra salud. Y los desechan porque los conocen. De los que no conocen y en tiempos pretéritos tuvieron importancia en la alimentación de sus padres y abuelos no dicen nada; ¡como los conocen! Atrás quedaron los pitos duros y blandos, los casaillos, el poleo, las sopas de leche, las rebanás (ahora se llaman picatostes y sólo se comen en mínimas dosis y en el gazpacho andaluz), la carne de membrillo, el mostillo, etc.

         Considero que llegados a este punto es tontería continuar; no vale la pena. Creo que ha quedado suficientemente demostrado que lo que los profesionales de la antropología y la sociología tratan de justificar, no tiene ninguna justificación. La cultura no es estática, eso está claro, pero tampoco su imparable activismo es consecuencia de ese cambio social al que aluden. Estoy totalmente de acuerdo en que un cambio social es producto de un cambio de sus componentes, nosotros en este caso, pero el cambio obedece más a una consecuencia del aburrimiento, hartazón y comodidad que la necesidad de ese cambio social para adaptarnos a unos nuevos tiempos impuestos por factores que se encuentran fuera de nuestras posibilidades de modificación, como puede ser el cambio climático, por mucho que se hable, se diga y se manifieste uno.

         Aburrimiento, hartazón y comodidad, a partes iguales, son las enfermedades que más daño están causando hoy día entre nosotros. Son virus que los hemos creado nosotros y estamos poniendo muchísimo empeño en alimentarlos y engordarlos como signo de opulencia y estatus social. Ya veremos el resultado de esta sobreabundancia, pero, ya a mediados del siglo pasado, muchos médicos “pueblerinos” ya diagnosticaban que la peor enfermedad del hombre era la comodidad. De momento no se han equivocado, y mucho me temo que su diagnóstico va a ser demasiado duradero, e incluso me atrevería a decir diagnóstico perenne. Diagnóstico in seculam secolurum, como diría don Ino (¡saludos para él!).


jueves, 23 de agosto de 2018

PATÁ EN LAS QUIJÁS (XIII)



          … a los que fomentan, alientan, ejecutan y se alardean de terminar las noches de los sábados a las 12 de la mañana del domingo.



         No se le puede considerar una nueva moda o moda millenians, ya que este tipo de ocio adolescente, juvenil, incluso adultil se viene desarrollando desde haces más de una década; no hay más que echar la vista atrás y recordar las discotecas específicas de la música “bakalao”, cuando los bakaladeros ingresaban en ellas un viernes por la noche y eran dados de alta el domingo siguiente por la mañana. Al llegar a casa, dormitaban el resto del  domingo. Cuando, si acaso, se despertaban para ir la baño y expulsar litros de alcohol, se inflaban a llorar porque al día siguiente era lunes. De esta forma, perdían un día a la semana durmiendo y llorando. ¡Lo que se dice vivir la vida y pasárselo bien!

         Aunque ahora la moda bakaladera ha desaparecido, aún se mantiene la moda nocturna o “after”, como se la denomina en la actualidad.  Da igual el tipo de música que pueda oírse (no escucharse, que no es lo mismo). Da igual que se esté bien o mal. Da igual que se esté cansado o  no. Da igual que se tenga sueño o no. Todo da igual. Pero lo que no da igual es irse a su casa antes de las diez o doce de la mañana del domingo. Todo aquel que lo haga antes de esa hora será tratado como se merece: cagao, mal amigo, amargao, aburrio, gallina, parao y demás calificativos apropiados para tal afrenta al resto de la manada.

         Una vez cumplido el pertinente trámite nocturno, llegados a casa, pasan directamente a su cubiculum para disfrutar del resto del domingo durmiendo y saliendo al baño, tal y como se hacía antiguamente, hace una década, lo que demuestra lo que ha cambiado y avanzado la sociedad en el modo y manera de disfrutar los fines de semana, sobre todo el domingo.

         Atrás quedaron aquellos domingos de paseos matutinos postmisales con amigos, amigas, novios y novias (no se vaya a enfadar algún aburrio en otro sentido) clausurados con unas cervezas en el bar de la plaza antes de la comida dominical. Las tardes eran igualmente paseables con los mismos protagonistas, además de con un transistor con pinganillo en la oreja como invitado de honor en la reunión para informarnos de lo que ocurría en los terrenos de juego de toda España. Sentada nocturna en el mismo bar de la plaza con colación incluida, pudiendo ser sustituida algunos domingos por quedada en casa de alguien dispuesto a ofrecer su morada para marcarnos un baile popular con dornillo de limoná con algo de canela por aquello del estamos tan agustillo. Recogida pronto a casa para empezar la semana con fuerza y alegría. ¡Vamos, como ahora!

         Como esta nueva generación, y venideras, no se dejan aconsejar porque lo saben todo (eso es lo que ellos se creen; saben lo que es interesa cuando se lo dice el móvil al que le preguntan), hacen oídos sordos (tampoco escuchan, que no es lo mismo oír que escuchar) a cualquier consejo que venga de fuera de su manada y que contravenga la sagrada regla hebdomadaria de llegar a casa a las diez de la mañana los domingos. Son conscientemente inconscientes de lo que están haciendo. Son inconscientemente inconscientes de que están perdiendo un día a la semana; que comienzan la semana de forma fraudulenta; que están perdiendo días de vida, y, lo que es peor de todo, están perdiendo salud, salud que tarde o temprano les va hacer falta el día menos pensado. Entonces vendrá el llanto y crujir de dientes, el arrepentimiento interno (jamás externo eso es de gallinas y perdedores), las preguntas incontestables del por qué y del cómo. Pero nadie alzará la voz contra esas preguntas. No quieren ser rechazados una vez más a la hora de explicar las consecuencias de tal moda. Antes no se admitían consejos, ahora no se quieren dar aunque se pidan por la gracia de Dios. Si no se quería oír ni escuchar, ahora no es tiempo de hablar y preguntar. Eso era lo que se quería y eso es lo que se tiene.

         Por todo ello, estás patás en las quijás van para todos aquellos que se declaran búhos, aves nocturnas que, al contrario que los búhos, noven en la oscuridad por mucha luz que haya donde estén amelgados. (¡Pobre gente!)



sábado, 10 de enero de 2015

DON INO Y EL RELEVO GENERACIONAL


         Saliéndome una vez más por las múltiples y espléndidas tangentes que nos ofrece el Románico, me gustaría llamar vuestra atención en el modo de vida de las gentes que convivieron con ese arte. Una vida dura y llena de penalidades que trataban de apaciguar, a modo de descanso, con las fiestas que entre semana tenían, creando con ello unas tradiciones que, en la mayoría de los casos, han perdurado hasta nuestros días. Todas ellas estaban relacionadas, ¡cómo no! con la Iglesia, pues eran mayoritariamente fiestas religiosas ligadas a sus labores y faenas agrícolas y ganaderas. Hoy día, múltiples grupos y asociaciones tratan de “recuperar” ciertas tradiciones que con el tiempo han desaparecido, consiguiendo en la mayoría de las veces, un esperpento charlotariano muy alejado de la verdadera realidad. Si las tradiciones han desaparecido, lo han hecho por la misma razón por la que se crearon, y su desaparición es irrecuperable tal y como fueron creadas. Todo lo que se quiera hacer desde su desaparición hasta nuestros días es puro teatro callejero que ofende más que recupera. El tiempo pasado se fue, pero eso no quiere decir que tengamos que olvidarlo. Debemos basarnos en él para mantener lo que nos queda de estas fiestas y tradiciones, y es en ese punto, y no en otro, donde debemos enfocar nuestros esfuerzos, tanto los que ahora estamos como los venideros, verdaderos herederos y mantenedores de ellas.


         Pero mucho me temo que la pérdida no tiene camino de retorno; su final ha comenzado. Podríamos enumerar múltiples causas de esa pérdida pero yo me centraría, fundamentalmente, en el relevo generacional, en ese grupo de personas (adolescentes y jóvenes en la actualidad) que tienen en sus manos, al menos, mantenerlas. El por qué no hacerlo también tiene múltiples facetas y lecturas. Ahí va la mía, mi esbozo personal de tan situación.


         El germen de una tradición brota cuando un grupo de personas, en un tiempo y espacio muy determinado, desarrollan unos actos o crean unos acontecimientos que se van transmitiendo de padres a hijos, de generación en generación. Mientras las variables de espacio y tiempo se mantengan, las tradiciones conservan todo su esplendor, pudiendo incluso afianzarse aún más si las generaciones venideras mantienen constante una variable más, además del espacio y del tiempo: la variable social. Ésta está totalmente condicionada por el lugar donde se desarrolla la tradición y por la época en la que lo hace. La unión de ambas variables modelan la social, creando una sociedad muy específica y estable en ese tiempo y lugar. Esa estabilidad social afianza las tradiciones, que, a su vez, dan valor definitorio a las sociedades, y así sucesivamente; lo que comúnmente se llama “la pescadilla que se muerde la cola”.


         Esa relación circular podría desembocar en una sociedad muy estable pero a la vez muy conservadora, cerrada, introvertida, impenetrable, poco dada a cambios y a desarrollos. Pero la historia nos ha demostrado en más de una ocasión que las sociedades, afortunadamente, evolucionan y avanzan, son más abiertas y más dadas a los cambios, lo cual favorece la perspectiva de futuro de sus miembros. Sin embargo, esa evolución social puede tener su contraprestación en la modificación de las variables tiempo y espacio que conforman las tradiciones. Una sociedad evolucionada infiera una evolución de la época en la que se está desarrollando y del espacio donde tiene lugar. Si la pescadilla se sigue mordiendo la cola, las tradiciones evolucionarían, por lo que llegaría un momento en que éstas perderían todo su fundamento de mantenerse, pues se han modificado los gérmenes que las crearon. Esto acarrearía la obligatoria desaparición de las tradiciones, pues los gérmenes que las crearon no tienen ahora los mismos condicionantes que en su fundación.

         La pérdida o desaparición de tradiciones (a partir de aquí podemos sustituir la palabra tradición por fiesta) es un hecho doloroso, incluso inaceptable por aquellas personas que durante muchos años de su vida lucharon por mantenerlas vivas, pero según se muestre la evolución social, puede ser un hecho irreversible en mayor o menor plazo, pero un hecho final y terminal. Tan sólo podría haber un atisbo de esperanza si las generaciones venideras pudieran adaptar esa evolución y avance social al mantenimiento de las fiestas y tradiciones; es lo que yo llamo el “relevo generacional”. Mientras la sociedad siga adelante sin pararse a mirar hacia atrás y no sea consciente que lo que se va consiguiendo con el avance proviene en su totalidad de lo creado en el pasado, las fiestas y tradiciones tienen los días contados. Si los nuevos miembros de las nuevas sociedades no quieren ser conscientes de esa interrelación imprescindible de pasado-futuro, gran parte de las fiestas y tradiciones que definen y diferencian a nuestros pueblos y ciudades, se ven abocadas a su total desaparición. Una pena, pero también una realidad.


         En las sociedades anteriores a la que actualmente estamos generando, las numerosas fiestas anuales desahogaban un poco las labores rústicas, manuales y artesanales fundamentalmente, de sus miembros. Todas ellas tenían un significado claro dependiendo de la época del año en la que se celebraran, salvo las fiestas fijas anuales como la Semana Santa y la Navidad. Se celebraban en el día señalado como comienzo o final de una etapa bien agrícola, bien ganadera, bien estacional. A nadie se le pasaba por la cabeza una modificación festiva: iría en detrimento de su propia vida social, incluso de su propio ciclo vital anual. Por ello, se mantenían en el tiempo generación tras generación, tradicionalmente.


         Actualmente, la sociedad ha cambiado. Técnicamente ha evolucionado de una manera brutal casi sin dar tiempo a que sus miembros se adapten a ellas. La inmediatez que se ha generado, aparte del desprecio al esfuerzo y la falta de autodisciplina, no permite pararse a pensar ni siquiera en el momento actual. Todo avanza sin que el presente acampe entre nosotros. Los miembros de la nueva sociedad, el relevo generacional al que me estoy refiriendo, no ha sabido adaptarse paulatinamente a esa imperante velocidad social; bastante tienen con lo que hay delante como para pararse a pensar lo que había detrás. Resultado: una total banalización y trivialización no sólo del pasado, sino también del momento presente. La inmediatez que padecen les obliga, cuál adicción dañina, a actuar según le van surgiendo pensamientos e impulsos. No valoran la idoneidad de sus actos; los ejecutan como autómatas tal y como les vienen a la cabeza, todos al unísono, como robots programados para tal o cual tarea.


         Si ya para el momento presente no tienen ninguna capacidad cognitiva para valorarlo, olvidémonos de que puedan valorar el pasado, la heredad de sus padres, abuelos y bisabuelos, entre las que se encuentran las tradiciones y, por ende, las fiestas. Para el relevo generacional no hay tradiciones, no hay fiestas. Ellos son los que deciden cuándo es fiestas y de qué tipo se trata; qué es lo que hay que hacer ahora y cómo hay que hacerlo. Todo ello programado en el casi hoy mejor mañana, pero nunca con vistas a su pasado, a su historia, a su verdadero germen como ser humano y, debería ser también, como persona. El descanso festivo semanal que buscaban sus antepasados para celebrar tal o cuál acontecimiento relacionado con su vida personal y laborar queda anulado y degradado; como mucho lo trasladan al sábado (nunca al domingo), casi con desprecio, pero siempre con el convencimiento de estorbo semanal más que festivo semanal.


         De las festividades que rigen nuestro calendario festivo en la actualidad podemos ir olvidándonos. Les queda el tiempo que dura la generación de personas que en la actualidad tiene entre 40 y 55 años. Un vez terminada esa generación, mueren con ella ese tipo de fiestas y tradiciones, incluidas, como no, las fiestas patronales, y, apurando algo más (no mucho), la Navidad (la Semana Santa es harina de otro costal; el integrismo, el fanatismo, los exaltados, los golpes de pecho nada tienen que ver con las fiestas y las tradiciones). A poco que queramos ver y analizar el desarrollo actual de estas festividades y sus tradiciones asociadas, podemos apreciar la tremenda devaluación y decadencia de la que están siendo objeto, rozando en numerosas ocasiones el desprecio y casi la depravación.


         Toda tradición asociada a sociedad y fiesta tiene los días contados. Los nuevos miembros de la nueva sociedad, nuestro relevo generacional, no quieren tener nada que ver con ellas. Para esta nueva generación son cosas del pasado, antiguas, obsoletas, caducas, que no hacen sino molestar su florido camino en su quehacer diario. La comodidad es una bandera que ondean con una inusitada y cada vez mayor frecuencia, haciéndolo con más vigor si cabe a medida que pasa el tiempo. El esfuerzo de nuestros antepasados por mantener y hacer lo que somos ahora queda tirado por el suelo. Y eso no es lo peor: el relevo generacional tiene la gran desgracia de no conocer el esfuerzo, y ese será, entre otras muchas lindezas, lo que heredarán sus hijos. No heredarán esfuerzo y sacrificio; heredarán comodidad y egoísmo, y cuando eso ocurra, casi lo de menos será la desaparición de las fiestas y tradiciones. Lo peor será el siguiente relevo generacional, … eso si llega a producirse.