viernes, 24 de agosto de 2018

OÍR/ESCUCHAR


          Que levante las manos quién no haya utilizado la palabra “escucha” en forma exclamativa, exhortativa e incluso onomatopéyica, a modo de ¡escucha! (¡escusshhaa! en versión andaluza con cada vez más injerencia e implantación en todo el territorio nacional incluidos los autoexcluidos del 155). Con ella, y con el modo y manera de utilización, se está llamando la atención a nuestro interlocutor o interlocutores que están en las musarañas y se están pasando por el forro lo que les estamos diciendo. Cuando les soltamos el palabrajo, vuelven en sí, vuelven a parpadear y tratan de coger el hilo de una conversación que no saben de lo que va. Al interpelarlos con el palabrajo, estamos tratando que nos hagan caso a lo que les estamos diciendo; nos están oyendo, pero no nos están escuchando, porque no es lo mismo oír que escuchar.

         Muchas son las personas que en el trabajo tienen una radio sintonizada a una determinada emisora, ya sea noticiaria, musical o vomitiva del corazón. Mientras realizan su labor profesional, oyen un runrún de fondo, pero realmente no saben lo que están diciendo, no ponen atención en lo que dicen. Si lo hicieran, poco trabajo podrían desarrollar. Inventarían una nueva profesión: oyente de radio. Por lo tanto, no escuchan. Oyen el runruneo como acompañamiento a su trabajo como ruido rosa aislador de conversaciones personales, pero no escuchan, no saben realmente que es lo que dice quién habla o quién canta.

         Esa es la gran diferencia entre oír y escuchar. No es lo mismo por mucho que nos empeñemos, por mucho que la sociedad haya dado buena su equiparación a la hora de su utilización en una conversación, por mucho que los medios de comunicación (una vez más culplables de otro atentado terrorista a nuestro vocabulario) lo utilicen a diario (periodistas con más faltas de ortografía que un nini escribiendo en el móvil).

         Como muestra valga un botón. Una de las sintonías últimas de la Vuelta Ciclista a España, cantada por un andaluz (o al menos ese era el deje que tenía) utilizaba dicho palabrajo para que su ficticia pareja amorosa oyera lo que le estaba cantando (le decía “escusshhaa”, pero quería que simplemente la oyera). Esa sintonía sonó infinidad de veces antes y durante ese evento deportivo, uno de los más importantes del mundo en el ciclismo internacional, y fue oída, y creo que algunas veces escuchada por millones de personas de todo el mundo.

         Pero quizás no sea ese el mayor problema. El problema o daño (en este caso es lo mismo) ya estaba hecho, una vez más. Esa canción había sido compuesta, cantada y seleccionada por personas que aceptaban la equiparación de significados entre oír y escuchar. La conclusión y clausura es clara y contundente: si ellos la utilizan y la equiparan en ese contexto, si la dan por buena en esa canción, no debe ser un error su utilización en el lenguaje vulgar. Y como el vulgo necesita muy poquillo para repetir papagállicamente y vulgarmente cualquier palabro o frase que les haga gracia, pues ¡mariflor  el último! ¡A ver quién lo dice más veces el cabo de un día!

         Como se ha puesto de manifiesto anteriormente, los medios de comunicación tienen mucho que ver en todo este asunto. Ellos crean una nueva forma de hablar siendo inconscientemente inconscientes que lo hacen. No hace mucho, en un programa radiofónico nacional de fin de semana, su locutora y presentadora daba las gracias a sus “escuchantes” por está ahí. Si todas las personas que tienen sintonizada esa emisora y ese programa estuvieran escuchándolo, no podría hacer otra cosa que no fuera eso: escuchar. Pararían de hacer lo que estuvieran haciendo y escucharían atentamente lo que dice la locutora o quién hablara. Realmente oyen el ruido de fondo la mayoría de las veces, pero escuchan las minorías de las veces. Si ya el periodista está diciendo “escuchantes”, ¡qué no diría el vulgo papagalleador, siempre a la espera y a la escucha (¡esta vez sí!) de cualquier palabrajo o frase hecha.

         Pero no todas las culpas van a ser para los medios de comunicación (que tienen bastantica). Aún no he visto que nadie, especialista en este tema ni ningún miembro de la RAE haya salido a la palestra para poner las cosas en su sitio. Ya en su día, Fernando Lázaro Carreter, en su obra “El dardo en la palabra”, explicaba la correcta utilización de palabras y frases hechas que los españoles (incluidos los autoexcluidos del 155) usaban mal a diario. De vez en cuando algún iluminado publica un artículo con la misma temática, pero, como hoy día casi nadie lee los periódicos, sólo mira los santos, nadie se entera cómo hay que utilizar esa palabra o frase hecha que, realmente, suena mal al decirla, al oírla y al escucharla.

         Otro botón de muestra. La utilización del “ha sido” para  referirse a un hecho pasado, en sustitución del “fue”. “Tal cosa ha sido encontrado”; “ayer ha sido inaugurado”. Cuesta mucho escribirlo y suena mal decirlo; no concuerdan tiempos con personas. ¿No es más fácil decir “tal cosa fue encontrada”, “ayer fue inaugurado”? “Ha sido” es cacareado constantemente en los medios de comunicación (esta vez también culpables) y, ya se sabe, unos lo cacarean, otros lo papagallean. Al final, otro atentado terrorista al  idioma español (también del de los incluidos en los autoexcluidos del 155).

         Realmente, al vulgo le trae al pairo oír que escuchar. Dicen lo que oyen. Nadie escucha lo que dicen. ¡¿A quién le importa si hay diferencia entre oír y escuchar?! ¡Se dice así y punto en boca! ¡No hay que ser tan tiquismiquis!

         Siempre la mayoría tienen razón, pero eso no quiere decir que sea bueno ni verdadero. Simplemente indica que hay muchas más gente que piensa y habla igual; nada más. Otra cosa es la verdadera verdad, la que no gusta oír ni escuchar.

jueves, 23 de agosto de 2018

PATÁ EN LAS QUIJÁS (XIII)



          … a los que fomentan, alientan, ejecutan y se alardean de terminar las noches de los sábados a las 12 de la mañana del domingo.



         No se le puede considerar una nueva moda o moda millenians, ya que este tipo de ocio adolescente, juvenil, incluso adultil se viene desarrollando desde haces más de una década; no hay más que echar la vista atrás y recordar las discotecas específicas de la música “bakalao”, cuando los bakaladeros ingresaban en ellas un viernes por la noche y eran dados de alta el domingo siguiente por la mañana. Al llegar a casa, dormitaban el resto del  domingo. Cuando, si acaso, se despertaban para ir la baño y expulsar litros de alcohol, se inflaban a llorar porque al día siguiente era lunes. De esta forma, perdían un día a la semana durmiendo y llorando. ¡Lo que se dice vivir la vida y pasárselo bien!

         Aunque ahora la moda bakaladera ha desaparecido, aún se mantiene la moda nocturna o “after”, como se la denomina en la actualidad.  Da igual el tipo de música que pueda oírse (no escucharse, que no es lo mismo). Da igual que se esté bien o mal. Da igual que se esté cansado o  no. Da igual que se tenga sueño o no. Todo da igual. Pero lo que no da igual es irse a su casa antes de las diez o doce de la mañana del domingo. Todo aquel que lo haga antes de esa hora será tratado como se merece: cagao, mal amigo, amargao, aburrio, gallina, parao y demás calificativos apropiados para tal afrenta al resto de la manada.

         Una vez cumplido el pertinente trámite nocturno, llegados a casa, pasan directamente a su cubiculum para disfrutar del resto del domingo durmiendo y saliendo al baño, tal y como se hacía antiguamente, hace una década, lo que demuestra lo que ha cambiado y avanzado la sociedad en el modo y manera de disfrutar los fines de semana, sobre todo el domingo.

         Atrás quedaron aquellos domingos de paseos matutinos postmisales con amigos, amigas, novios y novias (no se vaya a enfadar algún aburrio en otro sentido) clausurados con unas cervezas en el bar de la plaza antes de la comida dominical. Las tardes eran igualmente paseables con los mismos protagonistas, además de con un transistor con pinganillo en la oreja como invitado de honor en la reunión para informarnos de lo que ocurría en los terrenos de juego de toda España. Sentada nocturna en el mismo bar de la plaza con colación incluida, pudiendo ser sustituida algunos domingos por quedada en casa de alguien dispuesto a ofrecer su morada para marcarnos un baile popular con dornillo de limoná con algo de canela por aquello del estamos tan agustillo. Recogida pronto a casa para empezar la semana con fuerza y alegría. ¡Vamos, como ahora!

         Como esta nueva generación, y venideras, no se dejan aconsejar porque lo saben todo (eso es lo que ellos se creen; saben lo que es interesa cuando se lo dice el móvil al que le preguntan), hacen oídos sordos (tampoco escuchan, que no es lo mismo oír que escuchar) a cualquier consejo que venga de fuera de su manada y que contravenga la sagrada regla hebdomadaria de llegar a casa a las diez de la mañana los domingos. Son conscientemente inconscientes de lo que están haciendo. Son inconscientemente inconscientes de que están perdiendo un día a la semana; que comienzan la semana de forma fraudulenta; que están perdiendo días de vida, y, lo que es peor de todo, están perdiendo salud, salud que tarde o temprano les va hacer falta el día menos pensado. Entonces vendrá el llanto y crujir de dientes, el arrepentimiento interno (jamás externo eso es de gallinas y perdedores), las preguntas incontestables del por qué y del cómo. Pero nadie alzará la voz contra esas preguntas. No quieren ser rechazados una vez más a la hora de explicar las consecuencias de tal moda. Antes no se admitían consejos, ahora no se quieren dar aunque se pidan por la gracia de Dios. Si no se quería oír ni escuchar, ahora no es tiempo de hablar y preguntar. Eso era lo que se quería y eso es lo que se tiene.

         Por todo ello, estás patás en las quijás van para todos aquellos que se declaran búhos, aves nocturnas que, al contrario que los búhos, noven en la oscuridad por mucha luz que haya donde estén amelgados. (¡Pobre gente!)



miércoles, 22 de agosto de 2018

AGOSTO MALO



          Cada año se vuelve a repetir, y cada año me lo vuelvo a preguntar: ¿cómo un país se puede paralizar tan desastrosamente porque estemos en el mes de agosto? ¿Cómo un país se puede quedar prácticamente sin servicios básicos durante todo un mes porque estemos en el mes de agosto y estemos de vacaciones? ¿No hay nadie que pueda aportar un poco de cordura y sensatez a esta situación dantesca y poner unos límites a la sangría vacacional que se produce durante el mes de agosto?

         “No puede hacer esto porque estamos en agosto”; “no puedo hacer aquello porque estamos en agosto”; “estamos en agosto, ya sabes, todo va muy despacio, hay menos personal, no se trabaja por la tarde”, son frases típicas que todo el mundo profesional cacarea en las cuatro esquinas durante todo el mes de agosto como forma de justificar su poca o ninguna actividad profesional y ganas de trabajar. Ponen de manifiesto la cada vez más demostrada picaresca española, propia de este país de pandereta y fútbol (ahora hay menos toros) y exportada a los países mediterráneos, del Mare Nostrum, de nuestro mar.

         Si esa picaresca se pone de manifiesto en todo su esplendor y gloria entre trabajadores autónomos y no autónomos, de cuenta propia y cuenta ajena, mucho más se manifiesta entre colectivos de profesionales que realizan durante todo el año una función preventiva y, llamémosla, cuidadora de toda la ciudadanía. Me refiero a colectivos como médicos, fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, bomberos, juristas, etc., colectivos que, si ellos fallan o faltan, una parte importante de la sociedad se queda desamparada, sin protección, dejada a la buena mano de Dios.

         Agosto, verano, vacaciones, riesgo extremo de incendios. Bomberos de vacaciones. ¿A quién llamamos para apagar un fuego declarado en un parque forestal o en la montaña? ¿Lo apaga la ciudadanía a base de cubos de agua? ¿A soplos?

         Agosto, verano, vacaciones, turistas y mucha población de vacaciones. Policía Nacional, Policía Local y Guardia Civil de vacaciones. ¿Quién vela por la seguridad de todas estas personas que han venido de fuera de nuestro país y de las personas que están de vacaciones y las que se han quedado sin ellas? ¿Quién nos protege de atracos, robos, peleas, atentados o de cualquier otro delito que la mala gentuza cometa contra nosotros? ¿Tratamos de convencer a esta gentuza que no hagan nada, que sean buenos y si no quieren serlo que no hagan nada y se esperen a que vuelvan estos funcionarios de vacaciones para seguir delinquiendo? ¿De verdad queremos que se produzca esta situación grotesca más propia de los hermanos Marx que de una sociedad moderna y civilizada?

         Agosto, verano, vacaciones, enfermos en hospitales y enfermedad sobrevenida por motivos y causas ajenas a las personas. Médicos de vacaciones, centros de salud cerrados y hospitales funcionando a medio gas, incluido el servicio de urgencias. ¿Quién tiene que curar a las personas que están enfermas o que enferman? ¿Quién tiene que atender un caso urgente de accidente o enfermedad grave? Si urgencias trabaja a medio gas, ¿la gente que llega con una dolencia urgente en la que la rapidez y el tiempo de asistencia son vitales para su supervivencia y curación tiene que sufrir o morir por falta de personal sanitario? ¿Un paciente ingresado en un centro hospitalario tiene que permanecer más tiempo en él por falta de personal sanitario con todo lo que ello supone para el paciente, familiares y erario público? Lo que hay que hacer es decirle a la gente que no enferme, ¿verdad?

         Agosto, verano, vacaciones. Jueces de vacaciones y juicios anulados o retrasados, reos penitenciarios en prisión a la espera de un juicio para una posible liberación o absolución. ¿Deben permanecer más tiempo en la cárcel porque no hay quién los juzgue o revise su caso? ¿Reos culpabilísimos quedando libres por falta de personal de la judicatura porque no hay quién firme su permanencia en la cárcel? ¿Se cierra el círculo con el caso de las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado de vacaciones y gentuza en la calle dispuestos a cometer delitos contra la cantidad de ciudadanos que hay en la calle, pues los delincuentes saben que no hay quién los detenga porque están de vacaciones?

         Todo el mundo tiene derecho a unas merecidas vacaciones y descanso de nuestra actividad profesional y cotidiana, además de pasar mucho más tiempo con la familia, pero hay determinados colectivos a los que esas vacaciones deben estar mejor reguladas. Son colectivos tan importantes en la vida de las personas y de la sociedad que una mínima falta de personal provoca todo un caos social la mayoría de las veces, por no decir en todas. No se trata de  las vacaciones ni que las disfruten cuando algún politicucho iluminado así lo decida. Se trata de legislar una regulación de común acuerdo entre todos esos colectivos que permita no perjudicar a la sociedad a la vez de no pisotear su derecho a sus merecidas vacaciones. ¿Es eso tan difícil de entender? ¿Es eso tan difícil de conseguir? Aunque antes de todo esto, creo que sería más sincero, real y útil preguntarnos si de verdad queremos cambiar la forma de vida de la sociedad española durante el mes de agosto. Preguntarnos si queremos cambiar aquello o queremos seguir como estamos y mantener nuestra perjudicial comodidad veraniega y agostera. Hoy día se piensa: “… nosotros estamos bien así; ¿los demás? … ¡Los demás que esperen!”.

         El mes de agosto, cada año, hace el mismo daño. Nadie quiere cambiar. Nadie quiere que esto cambie. La comodidad es lo primero y principal; los demás vienen después, pero mucho después. “Yo estoy haciendo mi agosto; los que no lo hagan es su problema. ¡Que se apañen ellos solos! ¡Dios le ampare, imbécil!”, solemos pensar en nuestra intimidad.

         Agosto malo, espero no tener que acordarme de ti, no de quién tanto te quiere. ¡Ojala se acuerden ellos! Entonces todo comenzaría a cambiar, tarde, con el daño hecho, pero al menos, cambiaría.

         Una vez más se ha tenido que producir el daño irreparable para cambiar. Bienvenido al cambio.

         Agosto malo. Malo es agosto.


lunes, 13 de agosto de 2018

UN LUGAR LLAMADO CASA RURAL

          Tiempo de ocio y asueto. Vacaciones. Puentes y acueductos. Reuniones familiares, amorosas y besuconas al principio, abroncadas y a hostias al final. Convenciones empresariales. Aniversarios varios y demás familia. Nochesbuenas, malas y regulares. Fines de año y Reyes Magos. Cualquier reunión interesada se desarrolla hoy día en el novedoso alojamiento de una Casa Rural. Cualquier reunión que se precie de estar al día en la moda hostelera celebrará su asamblea en una casa rural, allá, lejos del mundanal ruido, donde San Pedro perdió la garrota, donde cuesta encontrarla hasta a sus propios dueños (no digamos a sus eventuales ocupantes, que tomtones en mano se pierden más que una cabra en un garaje, y gastan horas y días de su hipotética estancia en, encontrase primero ellos mismos, y la casa rural después). Pero, ¡qué más da! Vamos a una casa rural, que es lo que se lleva ahora. Vamos al contacto con la naturaleza, con los animalitos, con las aves, con los ríos, con los senderos. Dejamos por unos días el quehacer diario de barrer, fregar, comprar y cocinar en nuestras casas, para barrer, fregar, comprar y cocinar en contacto con la naturaleza. ¡No es lo mismo! En contacto con la naturaleza todo es más llevadero. El contacto con la naturaleza naturaliza la naturalidad diaria. La pesadez del día a día se naturaliza, consigue que sea algo natural.

         Es natural llegar a nuestro destino rural y que el dueño del mismo, ¡zas!, nos encasquete una boina de propaganda a modo de recibimiento de bienvenida a su humilde morada. Con el cubrepelo negro zaíno enroscado hasta las cejas cual montera de maestro torero, podemos acceder gratuitamente y utilizar todas las comodidades que nos ofrecen las estancias de tan preciado palacio natural: salón-comedor, cocina, alacena, alcoba, corral, establos, gallinero, palomar, urdilla, redil, huerto ecológico, etc.

Realizado y terminado el postureo de acojida, pasamos a nuestros humildes aposentos donde la frugalidad de mobiliario nos recuerda las pocas pertenencias materiales y terrenales que se necesitan cuando el hombre entra en contacto con la naturaleza. Una cama con colchón de lana, para mullirlo todas las mañanas después de levantarnos; una palangana y un jarro con agua para el aseo diario y personal; un orinal debajo de la cama para apaciguar los estertores abdominales y vegigales propios de nuestra biología; y unos recortes de periódicos de fecha atrasada sujetos todos ellos por un cordelillo que pende de un clavo de cabeza negra y oxidada martilleado a media pared entre cama y palangana. La utilidad de esta biblioteca caduca se pone de manifiesto al término del apretón de sobremesa, cuando, decorado abstractamente el interior del bacín, debemos asear la válvula expulsatoria. Este acto fisiológico también podríamos llevarlo a cabo en el corral rural, pero allí no hay biblioteca. Hay unos gallitos americanos que, en cuanto encuclilleas, se te tiran a la cara en vez de picotear lo sobrante. Comienza entonces una lucha hombre-animal digna de cualquier combate entre gladiadores en la arena del coliseum, lo que provoca que olvidemos el apretón y agudicemos todos nuestros sentidos en conseguir la victoria en ese desigual combate. Con pantalones a media pierna y sujetos por ambas manos, tendemos un puente de plata para abandonar el campo de combate antes que la contienda empiece a caracterizarse por un derramamiento de sangre innecesario.

Las actividades a realizar durante nuestra estancia en ese paradisíaco establecimiento rural son inmensas y variopintas, todas ellas relacionadas con un constante y perenne contacto con la naturaleza, como es natural. Llenar el pilón de agua para que sacien su sed los peludos burritos que pastan tercamente en el corral del caserío; esparcir pienso por dicho corral para alimentar a esos guerreros americanos que tantos momentos sublimes nos han dado en nuestra aventura fisiológica; regar árboles, arbustos, plantas y rosales, capullos incluidos, con cubo negro de goma y agua extraída por tracción bracera del pozo que decora el centro del patio enjalbegado de blanco y rodapié añil; barrer con escoba corta de esparto las hojas secas del suelo caídas de la parra que atechumbra el patio mientras de los cantos sube un olor a mosto caído de los racimos de uva de teta de vaca con el que las avispas golosas, cuales enólogas avispadas, han tratado de elaborar caldos rubios dignos de cualquier denominación de origen; extraer de las ubres colgantes de las locas cabras el líquido de acompañamiento del cafelillo matutino de adultos o del energético cacao infantil; recolectar ingredientes hortelanos del huertecito ecológico para cocinar platos típicos de la zona propios del mejor gastrobar estrellado; colgarse la cesta de mimbre en el antebrazo que corresponda y tratar de llenarla con las poniendas que las habitantes del gallinero han depositado en su correspondiente cama de paja. Esta última actividad es recomendada realizarla con nuestros queridos hijos, para que puedan conocer en persona y con vida esos trocitos de carne dorada que dan vueltas en una especie de estufa vertical que hay en algunos bares y ferias y que nosotros llamamos pollitos asados. En definitiva, actividades todas ellas en pleno contacto con la naturaleza encaminadas a fortalecer ese binomio hombre-tierra que tan descuidado está últimamente.

Tras degustar el menú típico de la zona con los productos extraídos de la tierra por nosotros mismos y con otros que hemos traído de nuestra casa en porciones separadas y guardadas en latillas de latón, pasamos a nuestros humildes aposentos para echarnos la siesta según las normas consensuadas de la tradición española: pijama, orinal y botijo, indumentaria y neceseres todos ellos que auguran un sesteo de cinco minutos después de otros cinco minutos, repetido escrupulosamente ese intervalo de tiempo treinta o cuarenta veces.

Iniciamos la tarde una vez terminada la sudorosa siesta y completada la ubicación actualizada, ya que nos cuesta orientarnos en esta nueva fiesta tras la siesta.

La piscina puede ser una opción válida para pasar la tarde pero desechamos la idea por vulgar, ya que este sitio es de todo menos vulgar. Hay piscinas en cualquier ciudad o pueblo que se precie, pensamos, y siempre podremos bañarnos en ese charco cualquier día durante el verano, incluso durante el invierno, si la piscina es cubierta por una lona de plástico azul para que no caigan hojas secas e insectos muertos y no se crie oba. No hemos venido hasta aquí para continuar vulgarizando nuestra vida; somos gente de acción y nos gusta conocer cosas nuevas. Por ello, optamos por dar un paseo por las inmediaciones de esa humilde morada. Nos vendrá bien estirar las piernas y abrir los pulmones, mejor aún si lo hacemos dentro de ese frondoso pinatar que rodea el señorial cortijo del que somos dueños por unos días.

Botar gordas, calcetines blancos aún más gordos, pantalón corto, camiseta de tirantes, gorra de lona y mochila a las costillas, iniciamos nuestro particular peregrinaje espiritual por esa deseada y añorada campiña. ¡Qué bien huele a naturaleza! ¡Qué chulada de paisaje! ¡Qué paseo tan gratificante! ¡Qué asco de moscas! ¡Qué barbaridad de nidos de procesionaria! ¡Vámonos rápido de aquí, que como nos pique una, vamos a ser todo roncha! ¡No vamos a tener manos para rascarnos! Corriendo y huyendo a la vez, regresamos a la base de nuestro campamento antes de lo programado; así nos lo aconsejan las vicisitudes acaecidas.

Como aún tenemos tarde antes de pasar a degustar una cena típica de la zona, decidimos arrancar nuestro todo terreno para visitar el pueblo típico que da nombre al término donde se ubica nuestro hotelito rural.

Una interminable nube baja de polvo es el reguero delatados de nuestro recorrido, a la vez que anunciadora de nuestra llegada. Los parroquianos sentados en poyetes de piedra a la entrada del pueblo son el comité de bienvenido, aunque por las miradas, gestos y braceos de los mismos, no están muy de acuerdo con nuestra decisión y nuestra visita.

Aparcado el vehículo, esperado el tiempo imprescindible de asentamiento de polvo en el mismo y desahogados del caloruzo pasado por llevar las ventanillas subidas para que no entrara polvo, comenzamos nuestra visita turística no sin antes cerciorarnos que tenemos batería en el móvil para realizar las inmortales fotos imprescindible, aunque allí no tenga cobertura telefónica.

Calle que subo, calle que bajo. Calle que cojo, calle que suelto. Cagarruta que piso, cagarruta que limpio. Pose que pongo, foto que suelto. Trago de agua que echo, esquinazo que meo. ¡Qué pueblo tan chachi! ¡Qué dolor de pies! ¡Qué cansera tengo! ¡Qué ganas tengo de irme y de acostarme!

Es la segunda vez en el día que corremos y huimos, esta vez para buscar y encontrar nuestro coche y marcharnos a descansar de tan gratificante y vacacional día. Al pasar nuevamente por delante del anterior comité de bienvenida, las sonrisillas socarronas, por no decir carcajás y risotás, delatan que nuestra partida ha tardado más en producirse de lo que ellos tenían programada. Con mano en alto y cabeza moviéndose en nuestra dirección, el comité de despedida da por concluida la tarde y levanta el campamento para dar por clausurado el día, a la espera de uno nuevo y una nueva visita, visita que será recibida y despedida como Dios manda.


Llegados nuevamente a nuestro querido destino vacacional, pasamos directamente a nuestros humildes aposentos. Hoy no tenemos ganas de degustar una cena típica de la zona. Queremos descansar, tumbarnos, descansar la vista y esperar a un nuevo día vacacional en nuestro alojamiento rural. Mañana será otro día agradable y reconfortable, a la vez que descansable. Aún así, ¡cómo me acuerdo de mi casa! Allí, hasta el culo descansa. ¡Y todavía me quedan cuatro días de estar aquí! ¡No sé si lo podré aguantar! ¡Es la última vez que vengo a una casa rural! ¡Prefiero quedarme sin vacaciones! ¡Con lo bien que está uno en su casa en vez de estar aquí pasando calamidades! En contacto con la naturaleza dicen, ¡sí! pero pasando calamidades. Lo dicho, ¡no vuelvo ni atao! ¡Ni harto vino! ¡Mau, la casa rural!

miércoles, 8 de agosto de 2018

BENDITOS CUARENTA GRADOS A LA SOMBRA




-           ¡Benditos cuarenta grados!, exclama el friolero de turno al pasar al bar cercano a su casa para tomar el cafelito que le aplaque el frío mañanero y le haga enderezarse del encogimiento gélido que le produce su inadversión, por no decir, mal gusto hacia esas temperaturas bajas propias de los dos primeros meses del año. Frotándose las manos a tiempo que palmotea para calentarlas, añora la temperatura estival, el solecito veraniego que nunca termina de irse durante esos días calurosos. - ¿Dónde van a parar esos días con éstos?, recalca cucharilleando su café.

Cuando esa pregunta resuena, invierno tras invierno, invariablemente, en mis pabellones auditivos, la respuesta que genero es siempre la misma: ¡desde luego! ¡Donde van a parar esos días con éstos! ¡Ni más ni menos! Esos días invernales, con su correspondiente claridad y su correspondiente oscuridad, con su correspondiente ropa abrigada a modo de capas de cebolla, con la correspondiente nariz roja y el vaho en la boca, con la correspondiente imposibilidad de realizar el huevo con los dedos de las manos, con los correspondientes sabañones en las orejas y en los dedos de las manos y los pies. ¡Ni más ni menos! ¡Menudos días!, como los días de verano que no hay quien salga a la puerta de la calle por el bochorno que hace.

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La gente que durante el invierno añora el caloruzo del verano son gente que no les gusta ni el frío ni el calor, ni carne ni pescado, ni chicha ni limoná. Son gente que no está contenta con nada. En invierno no salen a la calle porque hace frío, y en verano no salen a la calle porque hace calor. En definitiva, lo que no les gusta es salir a la calle, deducción harto lógica visto lo visto.

Lo  que me maravilla de ellos es la rotundidad con la que exhortan la añoranza de los cuarenta grados, como si, durante esos cuarenta grados a la sombra, fueran a salir de sus casas para pasear al solecito estival, mientras el sudor les va chorreando por toda la espalda abajo hasta llegar a la corcusilla. Una vez allí, comienza a gotear en la ropa interior y humedecerla lentamente hasta mojarla completamente y causarles un escozor en el doblón del calvo que ni con polvos de talco quitan las heridas que les ha provocado tan placentero y gratificante paseo.

Al contrario. Son personas que, llegado el tiempo estival y caluroso (no digamos nada de las olas de calor del siglo que todos los años tenemos dos o tres, como si en vez de cumplir años cumpliéramos siglos) se quedan en sus casas ataviados con poca ropa y fresca, sentados, o mejor dicho, tumbados, con el aire acondicionado en su flanco izquierdo y la caja tonta en su flanco central. En esa complicadísima y perenne postura, esperan tranquilamente y sin prisas que vaya pasando el día y la tarde. Al llegar la noche, asoman la cabecita por debajo de la puerta para tomar la temperatura ambiente externa a su iglú casero. Según lo que marque su termómetro por la cara, toman la decisión de salir a estirar un poco las patitas o quedarse en la misma postura que durante horas han adoptado, con la felicidad que genera esos benditos cuarenta grados a la sombra que hay ahí afuera.

Añoran los cuarenta grados, pero cuando los tienen encima y sin poder quitárselos de en medio, se quejan del calor que hace. Resoplan y bufan en cualquier sitio que estén, si han tenido el valor, el arrojo y la fuerza mental y psíquica de salir fuera de su iglú casero. Van dejando un reguero de sudor y olisquera a modo de marcaje de territorio, exhortando y rezando al primer santo que se les viene a la cabeza para que llegue pronto el fressssquito. Ahora sí. Ahora sí reniegan de esos benditos cuarenta grados. Cuando el calor les impide ser personas porque no lo pueden paliar, reniegan de él. Se olvidan de su exhortación barera e invernal. Renuncian a sus propias ideas y plegarias, eso sí, hasta el próximo invierno, que comenzarán nuevamente con sus cantinelas, olvidando todo el suplicio pasado en verano con la ola de calor del siglo; la enésima.

Los que añoran los cuarenta grados en invierno se olvidan que en sus casas tienen un artilugio que sirve para conservar las sobras de las comidas y las cenas: los ripios que degustarán al día siguiente o a los dos días pero conservados casi intactamente. Es un artilugio más o menos grande, blanco en la mayoría de las ocasiones y frío en el interior en todos ellos. Se llama frigorífico y, normalmente, sirve para conservar alimentos cocinados y sin cocinar, además de almacenar bebidas con el fin de tenerlas lo más fressssquitas posible cuando llegan los benditos cuarenta grados a la sombra; incluso pueden tener una botella vacía en el interior de los mismos para cuando alguien vaya a visitarlos y no quieran tomar nada, lo tengan fressssquito también. Bebidas que son escanciadas o degustadas en recipientes con una capa de escarcha extraídos del habitáculo separado y a la vez inmiscuido dentro de ese artilugio frío, cuando los benditos cuarenta grados a la sombra está ahí afuera y ellos está ahí adentro frente al otro artilugio que genera una temperatura muy alejada de sus benditos cuarenta grados a la sombra y que les hace la vida más llevadera en esos días.

Los que añoran los benditos cuarenta grados a la sombre en invierno no saben que cuanto tienen frío se arropan de forma que lo pueden paliar, pero cuando tienen calor ¡se joden!, no se lo pueden quitar de encima, a menos que utilicen artilugios demoníacos que generan frío (¡ah! ¡¿pero no decían que no les gustaba el frío?!) y les hace la vida más llevadera con la llegada de esos benditos cuarenta grados a la sombra. De esta forma se convierten en herejes de sus propias ideas: reniegan de sus benditos cuarenta grados a la sombre en pleno verano.

Entonces, ¡¿en qué quedamos?! ¡A ver si os aclaráis!

PATÁ EN LAS QUIJÁS (XII)



         … a los impresentables y gentuza que han realizado una pintada en una escultura del siglo XII en la fachada de la catedral de Santiago de Compostela (La Coruña).


         Estos analfabetos y despreciables seres incultos se valen de la nueva cultura del todo vale para hacer lo que les da la gana, cuándo les da la gana, dónde les da la gana y cómo les da la gana. Y lo hacen con el convencimiento total que van a salir indemnes de este acto vandálico. Saben que, si son pillados, no les va a pasar nada, bien porque la justicia sea laxa , una vez más, en estos temas, o bien porque sus “papis” los van a salvar de un multazo o de una condena carcelaria. Son niñitos de papá mimados hasta la saciedad que recibirán su mayor castigo con un “pupa, caca, nene, eso no se hace”. Los retoños despreciables agacharán sus cabecitas con la carita muy seria pero con los ojos secos como hojarasca a modo de disculpa. Disculpa que jamás saldrá por sus pestilentes bocsa, mucho menos de pensamiento. Una vez que esté nuevamente libres de este acto vandálico, asirán con sus garras ese nuevo artilugio adictivo y se comunicarán con sus hermanos de camada y ganadería para preparar su próxima fechoría, que esta última ha quedado “de puta madre”, y, de paso, se han hecho famosillos saliendo en todas las cadenas de televisión. La próxima fechoría será aún más sonada, visto el resultado de la última y las consecuencia que les han acarreado.

         Mientras, la sociedad asiste estupefacta y, sobre todo, asustada viendo cómo estos animales incultos y analfabetos salen libres de un acto vandálico de este alcance y características, cuando las personas decentes pueden recibir multazos y penas de cárcel por actos y hechos mucho menores que esta acto vandálico. Una vez más pondrán el grito en el cielo comparando actos y penas, teniendo como resultado un rechazo absoluto a todo lo que huela o tenga que ver con la justicia. Y no les faltará razón.

         Artículos periodísticos, manifestaciones, corrillos de esquina y mercadillo, tertulias cafeteras o cañeras, punto del día en comités políticos. En cada una de esas conversaciones o comunicaciones se dará una solución para evitar y eliminar estos actos vandálicos. Unas será más laxas, otras más duras y tajantes, pero, al final, las conclusiones finales que se obtengan a la clausura de dichas reuniones deberán ser unas conclusiones “políticamente correctas”. Nada de mano dura, nada de condenas duras, nada de cárcel, ni de reformatorios, nide bofetada con la mano abierta. Trabajo social para la comunidad que consistirá, como mucho, en quitar y barrer hojas secas durante tres horas por la mañana el próximo otoño. ¡Así aprenderán!, dirán los lumbreras pedagogos del momento. Mientras, las personas decentes seguirán asustadas pensando y aventurando las penas que les pueden caer a ellos por actos y hechos mucho menores que el cometido por estos animales incultos y despreciables.

         Todo ello sucederá; todo ellos quedará en agua de borrajas. La justicia y los papis han dictado sentencia, y esos animales despreciables estarán reunidos en cualquier pocilga preparando el siguiente acto terrorista con más ganas aún si cabe.

         Las conclusiones de la clausura de este tema no estarán claras a la hora de juzgar y condenar a los verdaderos autores de este acto vandálico: estos analfabetos impresentables por ser los autores materiales del acto; los papis de esta gentuza por estar constantemente salvándolos de sus actos; o la justicia y legisladores por no endurecer el código penal para castigar estos actos.

         La sociedad, nuevamente, se dividirá a la hora de adjudicar y señalar al verdadero culpable. Las tres posibles partes culpables estarán riendo a carcajadas socarronamente sabiendo que, agarradas a la máxima del “divide y vencerás”, han salido una vez más vencedores e indemnes de este acto vandálico. Tienen clara la manera y forma de actuar. Tan sólo hay que esperar a la próxima vez que, seguro ocurrirá, y nuevamente volveremos a empezar con la misma cantinela.

         Hasta entonces, patas en las quijás a partes iguales para todos ellos, pero para todos ellos.



miércoles, 1 de agosto de 2018

UN PUEBLO LLAMADO CADUQUEZ DE RETROCEDILLO


          Hay pueblos, por llamarlos de alguna manera teniendo en cuenta que tienen casas y calles, que se consideran algo más; incluso se autodenominan noble ciudad, ¡ahí es nada!, cuando en realidad no pasan de poblados despoblados, donde sus habitantes estás más tiempo fuera de él que dentro, eso sí, el habitante que se queda es porque no puede marcharse, que si por él fuera …

         Caduquez de Retrocedillo es uno de ellos. Es uno de esos poblados futuros despoblados, en el que su población reniega de su pueblo, en el que su población, desconfiada donde las haya, no tiene un amigo que llevarse a la boca, en el que su población aplaude más el éxito foráneo que el propio.

         La población de Caduquez de Retrocedillo pierde el culo por asistir y amenizar fiestas patronales y días festivos y de guardar de pueblos y ciudades colindantes. Al contrario que cualquier otro ser vivo son los únicos que se mueven como pez en el agua fuera de su hábitat natural. Es allí donde son ellos mismos, sacan lo mejor de sí. Fuera de su hábitat natural se mimetizan camaleónicamente con los parroquianos del lugar, asimilando como nadie usos, costumbres y tradiciones lugareñas. Son uno más, incluso algo más, ya que la machacona asiduidad con la que visitan el lugar, hace que sean considerados, en algunos casos, hijos predilectos durante esos días de asueto, debido al desparpajo que muestran en la convivencia diaria con los vecinos y parroquianos durante esos días. Pero al llegar las fiestas de su poblado futuro despoblado se marchan de sus casas como alma que lleva el diablo renegando de dichas fiestas con la impresentable excusa de que sus niñitos pequeños les dan mucha guerra en los caballitos de la feria, dejando sus fiestas en manos de emigrantes con poco poder adquisitivo y de funcionarios que no tienen más remedio (por no decir otra cosa) que estar en ese poblado futuro despoblado por motivos profesionales.

         Caduquez de Retrocedillo, poblado futuro despoblado, es un poblado palmero. Su población se mueve por palmas, y no precisamente las del Domingo de Ramos, sino las que da el regente o regenta (no se enfaden los que “pueden” y  “mandan”) a modo de carraca semanasantera, cuando sale al balcón del ayuntamiento el sábado a las 14:00 horas para anunciar una desbandada generalizada a las cercas y las lejas hasta la próxima palmada, que se producirá, Dios mediante y si el regente o la regenta no lo impide y llega a tiempo de su estipulada desbandada cerquil o playera, a las 7:00 horas del lunes, hora y día señalado para dar comienzo a una nueva semana. Entre palmotá y palmotá, el poblado futuro despoblado se hermana con cualquier pueblo polvoriento y desierto propio del far west, teniendo como únicos convecinos las socarronas y traviesas hojas secas que, cansadas de esperar a ver gente, deciden bajar a la tierra en busca de algún caduquileño que le haga caso. Tras una larga e infructuosa búsqueda, deciden arremolinarse todas juntas en cualquier esquina y esperar a que comience la semana para que el caduquileño encargado de su custodia decida acudir en su ayuda y las envíe junto a sus hermanas de árbos y arbusto con el fin de terminar sus días en la más estricta intimidad junto a su familia vegetal por parte de madre y padre.

         La población de Caduquez de Retrocedillo, poblado futuro despoblado, es hermosona por naturaleza. Muestran su fisionomía estilizada en agrestes campos descampados, para que no los vea nadie, o en malecones sin mejillones, mientras degustan apetitosos bocadillos de mortadela con aceitunas como plato principal del día festivo, todo ello regado con refresco de cola sin cafeína, sin azúcares añadidos, sin aditivos y sin botella. Un bote recargable a modo de mechero pretérito es todo el envase necesario que todo caduquileño necesita para apalcar su setaza y evitar el nudo esofagil propio del travesamiento del hueso de aceituna como tercer ingrediente del condumio del bocadillo.

         Caduquez de Retrocedillo es un poblado futuro despoblado que vive intensamente los preparativos de sus fiestas patronales. Como reniegan de ellas, deciden descargar todo su furor y fulgor en los preparativos, allá mediados de agosto, cuando las cuadrillas y peñas comienzan a juntarse en diversos alojamientos turísticos caduquileños decorados ex-profeso para esos días preparatorios. A partir de la primera quedada comienzan a resonar risotás y palmás en las espaldas a modo de fuegos artificiales anunciadores de próximos y escuálidos festejos. Durante esos días y hasta el día de la fiesta mayor, las tardes caduquileñas se convierten en un rocío airoso, ventoso más bien, en el que no falta el compadreo disimulado y la obligada visita a la agencia de viajes en busca de un descanso merecido después de un año duro y cercado, que no asediado. Como sólo hay una agencia de viajes, sólo puede ofrecer un destino: un poblado valenciano limítrofe por saliente con el Mare Nostrum, en el que todos los caduquileños se juntan al unísono para saludarse, brazo en alto y palmada en homoplato izquierdo del contrario, lo que no se han saludado durante el año, ya que estando en tan cercas y tan lejas, no han tenido ocasión de realizar esa acción salutatoria propia de gente educada y de bien. Es tanta la efusividad salutatoria que poseen que se está comenzando a poner en marcha una asociación caduquileña para celebrar las fiestas patronales en ese paraíso marítimo, y disfrutarlas allí todos juntos, mientras la acción salutatoria se va produciendo entre todos ellos.

Caduquez de Retrocedillo es el paradigma y la envidia de los negocios. Lo  que se tarda en abrir cualquier negocio que se así pueda llamarse, es lo que se tarda en cerrarse, eso sí, después de una esplendorosa, concurrida, animada y familiar inauguración. Una vez recogidos los despojos de tan importante evento inicial, el cartel de “Se Traspasa” o “Liquidación por Cierre” aflora como setas en sus límpios y pulcros escaparates. Terminado el montaje, comienza el desmontaje, … ¡y a otra rosa, mariposa! Hasta la próxima inauguración familiar que, Dios mediante, será en la acera de enfrente, para no andar mucho y no perdernos entre callejuelas desiertas y oscuras. El negocio que tanta falta hacía ayer, se convierte en un estorbo vecinal y profesional hoy; lo que ayer era una necesidad imperiosa, hoy es un estorbo indeseable, un forúnculo loco en el corazón de la muy noble ciudad.

El deporte veraniego de los habitantes de Caduquez de Retrocedillo, poblado futuro despoblado, es terracear, sentarse en una terraza familiares directos y nadie más, y estar de casquera durante largas y placenteras horas con la mínima consumición posible y la máxima estancia permitida (hasta cierre) por la noche caduquileña. Hay que aprovechar el fresquito, argumentan, todos ellos armados y cargados de razón. Todo ello se desarrolla bajo la atenta mirada del barman y dueño del local de hostelería que, en posición rígida, piernas espatarrás y manos cogidas tras la espalda, espera una desesperada mano alzada avisándole de un nuevo avituallamiento familiar que nunca llega. La parte graciosa de la noche se produce a la hora de abonar tan espléndida, copiosa y merecida juerga. Cada comensal aporta su granito de arena económico a título personal, no vaya a ser que alguien quiera escurrir el bulto e irse sin pagar la consumición de la que ya tiene la digestión hecha, que para eso los caduquileños son muy suyos, y no permiten que nadie paque por otro. ¡Esto es lo mío y mío es! ¡Cóbrate de lo mío! La cara del barman a la hora de cobrar no es precisamente otra parte graciosa de la noche pero, debido al lío formado con billetes y monedas, los caduquileños se reconfortan de haberle alegrado la tarde/noche a dicho empresario. Tienen gran corazón y eso es de agradecer, pero sólo de lunes a viernes; los fines de semana, si te he visto, no me acuerdo.

Los habitantes de Caduquez de Retrocedillo, poblado futuro despublado, provienen de los Cárpatos. Sin embargo, los descendientes no provienen precisamente de esa zona balcánica y draculina del este de Europa, sino de un poblado primigenio formado por carpas de quita y pon donde pasaban noches enteras, hasta el amanecer, ejercitando y dando brillo a otra de sus grandes cualidades que magnifican su personalidad: la convivencia vecinal. Dentro de ese recinto amurallado formado por carpas pertenecientes a clanes y tribus familiares y peñiles, los caduquileños desarrollaban jornadas nocturnas interminables de convivencia, estrechando lazos entre clanes y peñas hasta la salida del antiguo dios Rá, momento en el cuál, como si la descendencia cárpata y draculina aflorara en todo su esplendor, se refugian en sus habitáculos carpiles hasta el ocaso del astro rey a la espera del comienzo de otra velada nocturna. De esta manera tan “ocasonal” los caduquileños han ido forjando esa leyenda y esa personalidad tan propiamente suya que los hace merecedores de ese calificativo de personas convivenciales, pero solo con clanes propiamente familiares. A los demás, ¡ que Dios les ampare, imbéciles!

La educación vial de Caduquez de Retrocedillo, poblado futuro despoblado, es otro de los buques insignia de su poderosa y apabullante personalidad. Los caduquileños desbordan sentido circulatorio a borbotones. Aparcan donde pueden, donde haya un sitio lo más cerca posible de su destino; evitan ponerse en peligro al cruzar de una acera a otra, por lo que utilizan el transporte privado para realizar tan encomiable acción vial y preservar así su integridad física. Procuran llegar siempre puntuales a sus citas, por muy tarde que se les haya hecho, por lo que, para evitar ser unos malquedas, van trepidantes por calles y callejuelas con sus limpios e involutos automóviles sin atender a otra cosa que al imparable reloj y a la música ratonera que vomitan las cuatro ventanillas abiertas de su utilitario. Esta última acción es digna de alabanza dado el interés de un caduquileño en ambientar su poblado futuro despoblado con música de actualidad aderezada con músicas del mundo propias del gran mestizaje que enseñorea la sociedad caduquileña.

En definitiva, Caduquez de Retrocedillo es el típico poblado futuro despoblado que ha sido asesinado, por medio de puñalá trapera con nocturnidad y alevosía, por sus habitantes. Ellos dicen que Caduquez de Retrocedillo no tiene nada, que no hay nada, pero lo cierto y verdad es que lo han matado entre todos, pero, dicen, él solito se ha muerto (R.I.P.) o se está muriendo. Son dos puntos de vista diferentes, pero ambos tan ciertos como el mundo mismo y con el mismo final: poblado futuro despoblado.

Los lectores que hayan tenido a bien llegar hasta estas letras, pueden echar unas lagrimicas como señal de luto a su pronta y rápida desaparición, evitando con ello una prolongada e innecesaria agonía que lo único que produce es un dolor agudo de estómago mientras se produce el querido y necesario final, auspiciado y provocado por todos los caduquileños.

      ¡¡Snifff!!  ¡¡Snifff!!   ¡¡Snifff!!   ¡¡Snifff!!   ¡¡Snifff!!   ¡¡Snifff!!