miércoles, 8 de agosto de 2018

BENDITOS CUARENTA GRADOS A LA SOMBRA




-           ¡Benditos cuarenta grados!, exclama el friolero de turno al pasar al bar cercano a su casa para tomar el cafelito que le aplaque el frío mañanero y le haga enderezarse del encogimiento gélido que le produce su inadversión, por no decir, mal gusto hacia esas temperaturas bajas propias de los dos primeros meses del año. Frotándose las manos a tiempo que palmotea para calentarlas, añora la temperatura estival, el solecito veraniego que nunca termina de irse durante esos días calurosos. - ¿Dónde van a parar esos días con éstos?, recalca cucharilleando su café.

Cuando esa pregunta resuena, invierno tras invierno, invariablemente, en mis pabellones auditivos, la respuesta que genero es siempre la misma: ¡desde luego! ¡Donde van a parar esos días con éstos! ¡Ni más ni menos! Esos días invernales, con su correspondiente claridad y su correspondiente oscuridad, con su correspondiente ropa abrigada a modo de capas de cebolla, con la correspondiente nariz roja y el vaho en la boca, con la correspondiente imposibilidad de realizar el huevo con los dedos de las manos, con los correspondientes sabañones en las orejas y en los dedos de las manos y los pies. ¡Ni más ni menos! ¡Menudos días!, como los días de verano que no hay quien salga a la puerta de la calle por el bochorno que hace.

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La gente que durante el invierno añora el caloruzo del verano son gente que no les gusta ni el frío ni el calor, ni carne ni pescado, ni chicha ni limoná. Son gente que no está contenta con nada. En invierno no salen a la calle porque hace frío, y en verano no salen a la calle porque hace calor. En definitiva, lo que no les gusta es salir a la calle, deducción harto lógica visto lo visto.

Lo  que me maravilla de ellos es la rotundidad con la que exhortan la añoranza de los cuarenta grados, como si, durante esos cuarenta grados a la sombra, fueran a salir de sus casas para pasear al solecito estival, mientras el sudor les va chorreando por toda la espalda abajo hasta llegar a la corcusilla. Una vez allí, comienza a gotear en la ropa interior y humedecerla lentamente hasta mojarla completamente y causarles un escozor en el doblón del calvo que ni con polvos de talco quitan las heridas que les ha provocado tan placentero y gratificante paseo.

Al contrario. Son personas que, llegado el tiempo estival y caluroso (no digamos nada de las olas de calor del siglo que todos los años tenemos dos o tres, como si en vez de cumplir años cumpliéramos siglos) se quedan en sus casas ataviados con poca ropa y fresca, sentados, o mejor dicho, tumbados, con el aire acondicionado en su flanco izquierdo y la caja tonta en su flanco central. En esa complicadísima y perenne postura, esperan tranquilamente y sin prisas que vaya pasando el día y la tarde. Al llegar la noche, asoman la cabecita por debajo de la puerta para tomar la temperatura ambiente externa a su iglú casero. Según lo que marque su termómetro por la cara, toman la decisión de salir a estirar un poco las patitas o quedarse en la misma postura que durante horas han adoptado, con la felicidad que genera esos benditos cuarenta grados a la sombra que hay ahí afuera.

Añoran los cuarenta grados, pero cuando los tienen encima y sin poder quitárselos de en medio, se quejan del calor que hace. Resoplan y bufan en cualquier sitio que estén, si han tenido el valor, el arrojo y la fuerza mental y psíquica de salir fuera de su iglú casero. Van dejando un reguero de sudor y olisquera a modo de marcaje de territorio, exhortando y rezando al primer santo que se les viene a la cabeza para que llegue pronto el fressssquito. Ahora sí. Ahora sí reniegan de esos benditos cuarenta grados. Cuando el calor les impide ser personas porque no lo pueden paliar, reniegan de él. Se olvidan de su exhortación barera e invernal. Renuncian a sus propias ideas y plegarias, eso sí, hasta el próximo invierno, que comenzarán nuevamente con sus cantinelas, olvidando todo el suplicio pasado en verano con la ola de calor del siglo; la enésima.

Los que añoran los cuarenta grados en invierno se olvidan que en sus casas tienen un artilugio que sirve para conservar las sobras de las comidas y las cenas: los ripios que degustarán al día siguiente o a los dos días pero conservados casi intactamente. Es un artilugio más o menos grande, blanco en la mayoría de las ocasiones y frío en el interior en todos ellos. Se llama frigorífico y, normalmente, sirve para conservar alimentos cocinados y sin cocinar, además de almacenar bebidas con el fin de tenerlas lo más fressssquitas posible cuando llegan los benditos cuarenta grados a la sombra; incluso pueden tener una botella vacía en el interior de los mismos para cuando alguien vaya a visitarlos y no quieran tomar nada, lo tengan fressssquito también. Bebidas que son escanciadas o degustadas en recipientes con una capa de escarcha extraídos del habitáculo separado y a la vez inmiscuido dentro de ese artilugio frío, cuando los benditos cuarenta grados a la sombra está ahí afuera y ellos está ahí adentro frente al otro artilugio que genera una temperatura muy alejada de sus benditos cuarenta grados a la sombra y que les hace la vida más llevadera en esos días.

Los que añoran los benditos cuarenta grados a la sombre en invierno no saben que cuanto tienen frío se arropan de forma que lo pueden paliar, pero cuando tienen calor ¡se joden!, no se lo pueden quitar de encima, a menos que utilicen artilugios demoníacos que generan frío (¡ah! ¡¿pero no decían que no les gustaba el frío?!) y les hace la vida más llevadera con la llegada de esos benditos cuarenta grados a la sombra. De esta forma se convierten en herejes de sus propias ideas: reniegan de sus benditos cuarenta grados a la sombre en pleno verano.

Entonces, ¡¿en qué quedamos?! ¡A ver si os aclaráis!

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