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martes, 22 de marzo de 2016

DON INO, LAICISMO E HIPOCRESÍA (CON O SIN AMBIGÜEDAD)



     Desde mi privilegiada pero a la vez frustrante posición por no poder ayudar, observo cómo la sociedad no termina de definirse en casi ningún problema que le pueda surgir o bien pueda ella misma autogenerarse. Sí, pero … no; no, pero … si. Esto me vale hoy, pero mañana … ya veremos. Sí, sí, pero … La sociedad ha incorporado a su modus vivendi nuevas formas y tendencias decisorias que ponen de manifiesto la personalidad de aquellos quienes la forman y su implicación con ella y su futuro. La ambigüedad, la ambivalencia, la demagogia son dichos, acciones, condiciones sociales que no implican nada ni comprometen a nada ni a nadie, incluso pueden convertir en una degeneración aquello que toquen o traten.

         Como ya sabéis cuál es mi condición personal principal, sacerdote, siempre tira la cabra al monte como se suele decir, y más en fechas señaladas como puede ser la Semana Santa, la fiesta religiosa por excelencia más importante y más popular (por qué no decirlo y aceptarlo) incluso que la Navidad, por mucho de entrañable y familiar que pueda ser ésta última. Durante estas fechas movibles (muchísima gente aún no sabe el por qué de esa movilidad anual) la ambivalencia y la ambigüedad toman la calle de una forma soterrada, silenciosa, sigilosa, aunque, eso sí, convenenciosa y totalmente consciente y permitida.

         La Semana Santa supone para muchos unos días de descanso, lo llamados días prevacacionales, ya que pueden tomarse como una primera toma de contacto con la playa, la montaña, incluso con el extranjero, a modo preparatorio de las verdaderas vacaciones estivales de julio y agosto. La totalidad de estas personas se definen y se manifiestan abiertamente como laicos, lo que implica o debería implicar, que no tienen ni quieren tener nada que ver con todo lo que rodea a la Semana Santa; ni procesiones, ni actos de culto, ni liturgias, nada. Ellos, sus vacaciones y sobra todo lo demás.



         Para otros, la Semana Santa es justo lo contrario: participan activa y pasivamente en desfiles procesionales, asisten (los menos) a los actos de cultos y litúrgicos que prepara y programa la Iglesia Católica, durante todo el año natural están realizando actividades relacionadas con su condición nazarena y cristiana, etc., etc. Son también muchos los que participan en estos actos, pero también es cierto que en cuanto pueden, se marchan a disfrutar esos días prevacacionales una vez que consideran que con la asistencia y participación en la hermandad a la que pertenecen, porque los apuntó su madre cuando eran niños o niñas, han cumplido su obligación como hermano o cofrade y han cumplido con su obligación pseudocristiana o pseudocatólica.

         Sin embargo, tanto unos como otros no son conscientes de la cercanía que hay entre ellos y desconocen el factor común que los une, o mejor dicho, los factores comunes que los unen: el laicismo y la hipocresía. En cuanto a la hipocresía, al ser una manifestación que se produce en el propio sujeto de una manera subjetiva, poco podemos decir de ella, salvo que cada palo aguante su vela como se dice vulgarmente; el laicismo necesariamente lleva y desemboca en la hipocresía, pero es el paso previo y obligado para conseguir premeditadamente dicha meta. Ambos fingimientos o sentimientos se complementan entre sí, van de la mano, no hay uno sin el otro, pero en el tema que me gustaría tratar con vosotros hoy se centra más en el camino que en la meta, se centra más en el laicismo que en la hipocresía, aunque, repito, no hay lo uno sin lo otro y viceversa.

         Día a día observo desde mi privilegiado asentamiento, que no trono (no me merezco ninguno) cómo la sociedad reclama a sus gobernantes una independencia del Estado con la religión, sobre todo la católica; lo que se llama laicismo. Su reclamación se centra fundamentalmente en la Iglesia Católica por los concordatos firmados en su día con la Santa Sede y que en la mayoría de los casos están aún en vigor. Reclaman su anulación, así como la eliminación de la religión en colegios, institutos y universidades, no ya como asignatura obligatoria u optativa, sino que ahora focalizan sus protestas en las capillas erigidas en ciertas universidades españolas, con el sonado caso de una portavoz de un importante ayuntamiento de capital implicada en dichas protestas de una forma muy poco ortodoxa y democrática, impropia del cargo que actualmente ocupa.

         Sin embargo, estas mismas personas que se declaran laicos y reclaman el laicismo (que no laicidad, ya que este vocablo no existe en el diccionario de la lengua española por mucho que se le llene la boca del mismo a toda una caterva de políticos y pedigüeños) no dudan un solo instante en aprovechar esta Semana Santa cristiana y católica para disfrutar de una “merecidas vacaciones” como también les gusta decir. Aprovechan la celebración de unos actos y cultos religiosos cristianos para irse de vacaciones; es decir, aprovechando aquello que durante cincuenta y una semana denigran, rechazan de plano, y hasta humillan a sabiendas y con conocimiento (“¡Contra el Vaticano, poder clitoriano!”; “¡Sacad vuestros rosarios de nuestros ovarios!”, coreaba la política aludida anteriormente en una universidad española), y no teniendo ni queriendo saber nada de esta ni de ninguna otra religión, se marchan unos días de asueto por toda la cara. Como se puede apreciar, aprovechan el laicismo para terminar en la hipocresía. Lo que os decía antes.



         Pero como también os comentaba antes, no sólo estos personajillos se califican a sí mismo con estos actos y actuaciones. Si antes dije que tenían algo en común con aquellos que participaban activamente o pasivamente en actos litúrgicos y procesionales es porque, sin reclamar ni proclamar a los cuatro vientos la implantación de un laicismo galopante en la sociedad, en el fondo su participación se reduce a una ambigüedad que la mayoría de las veces da incluso más miedo que tranquilidad.

         Estos suelen declararse cristianos o católicos, eso sí, no practicantes, lo que en el fondo nos conduce al mismo sitio que a los anteriores, pero sin aterrizar en la playa o en la montaña. Son personas que aprovechan sobre todo las procesiones, antes, durante y después, para abanderar un fanatismo pseudocristiano y pseudocatólico impropio de alguien que debería buscar el recogimiento, la abstinencia, la contricción, la aflicción y, por ende, la tristeza. En vez de eso, buscan vestir tejidos de raso y terciopelo, vocean alaridamente a las imágenes y a los santos, les aplauden como fans a sus cantantes favoritos, les empujan y los suben como si fuera el último esfuerzo a realizar en vida; en definitiva, sin pasar por tanto laicismo, alcanzan igualmente la meta de la hipocresía.

         Pero si antes he definido tan sólo dos tipos de personas que suelen aparecer durante estos días, festivos para todos, algo más recatados para algunos, aún queda un tercer grupo de personas que no son ni chicha ni limoná, que no son laicos ni cristianos pero que se declaran laicos pero no cristianos aunque son cristianos muchos veces incluso más que laicos; en definitiva, no sin ni una cosa ni la otra pero defienden ambas posturas sin saber con la que quedarse pero no apoyando a ninguna para evitar un futuro encasillamiento social que los defina de una forma o manera que incluso ni ellos saben cuál es. Estos son los ambiguos, los ambivalentes, los que sí pero que no, los que no pero que sí, los que no me gusta pero creo que debería hacerse. Estos quizás son los que más daño puedan hacer socialmente, tanto a un grupo como al otro, ya que si ambos grupos tienen más o menos clara y definida su postura, los “indecisos a sabiendas” apoyan a ambos pero sin querer hacerlo o decirlo … y esto sí que no es beneficioso para nada ni para nadie.

         Cuando los ambiguos apoyan a los laicos declarados se marchan con ellos de vacaciones, después de haber estado todo el año apoyando, moralmente, eso sí, a los declarados cristianos, que si bien contaban con ellos para su semana de pasión, los dejan plantados con cara de tontos. Cuando apoyan a los cristianos en sus procesiones y actos litúrgicos, pueden llegar a ser tan permisivos en respetar dichas procesiones y actos que ambos acontecimientos pueden rayar el teatro de calle o una charlotada en un teatro. Pueden llegar a permitir que los nazarenos lleven guantes de motorista en vez de los obligados por las respectivas hermandades y cofradías, pueden fabricarse un capirucho con un casco de moto y medio palo de fregona pegado encima del mismo, incluso las chanclas de playa pueden venir la mar de bien por lo fresquitas y cómodas que son para participar en desfiles procesionales en mitad de una mañana de Viernes Santo abrileña y calmosa. No son ni lo uno ni lo otro, pero son ambas cosas. No quieren cuenta con nadie, pero apoyan a ambos. No saben lo que quieren, pero saben lo que hacen. No dicen nada claro, pero tienen las ideas muy claras. No utilizan veles en estos días ni velan imágenes sacramentales, pero velan sus opiniones tratando así mismo de velar sus actos. En definitiva, ¿qué son? ¿Quiénes son?



         Llegados a este punto, tanto social como religioso, urge tomar una determinación que contente a las tres partes, aunque todos sabemos que eso es teórica y prácticamente imposible. Si habéis leído hasta aquí, y sabiendo quién soy y lo que soy, tendréis muy claro cuál sería mi solución a todo este desaguisado social, cultural y religioso: apoyo incondicional a la Semana Santa y el cerramiento de locales de ocio y alterne durante los días de Triduo Pascual. Sin embargo, mi solución está diametralmente opuesta. Mi solución es la eliminación de los días vacacionales durante la Semana Santa sin eliminar la Semana Santa.

         Denoto viertas sonrisas socarronas en vuestras caras. Estáis pensando que pertenezco a ese tercer grupo que toca ambos palillos sin tocar ninguno. Nada más lejos de la realidad. Mi propuesta contenta a todas las partes sin atacar ninguna de sus ideas; ambas partes salen ganando, ninguna pierde, salvo los ambiguos que, una vez más, no tendrían claro con quién posicionarse.

         Pero para que dicha propuesta tenga y adquiera fortaleza, tanto laicos como cristianos deben comportarse y apechugar con sus ideas; es decir, ser ellos mismos y aceptar que aquello que gusta o no gusta, según las partes, debe ser aceptado y admitido, unos lo que le corresponde, otros lo que le corresponda. Deben desistir de llegar a la meta de la hipocresía y quedarse en el camino de lo que realmente son; de admitir su verdad y su ideario y ser totalmente consecuente con ello.

         La eliminación de los días festivos durante la celebración de la Semana Santa supondría la eliminación social, que no religiosa, del enaltecimiento y apoyo a nivel nacional de una religión concreta, por lo que esta sociedad, junto con sus dirigentes no notarían dichas celebraciones de la misma forma que no notan cuándo los musulmanes celebran el mes del Ramadán, por poner un ejemplo. Los laicos continuarían con sus obligaciones personales y laborales como si tal cosa, como si nada estuviera ocurriendo, salvo, muy posiblemente, ciertas incomodidades circulatorias en determinadas poblaciones y ha determinadas horas por los desfiles procesionales que realizaran los declarados cristianos o católicos.

         Éstos, por su parte, seguirían realizando los desfiles procesionales aludidos anteriormente, debiendo cambiar, eso sí, horarios, ya que deben cumplir con sus obligaciones laborales y sociales como cualquier otro día más, pero en estos concretos de la Semana Santa aderezados con manifestaciones “espontáneas” de fe tanto fuera como dentro de templos, iglesias y catedrales. Ello implicaría cansancio añadido, fatiga, sueño, etc., … pero como se suele decir: “palos a gusto no duelen”.

         Y los ambiguos, ¿qué harían los ambiguos? Una vez más no sabrían qué hacer. Protestarían por la circulación durante los desfiles procesionales, vestidos de nazareno acompañarían a imágenes religiosas en sus desfiles procesionales, se quejarían que no había “puentes festivos” para tomarse un descanso en el trabajo antes de las vacaciones, podrían llegar a ser costaleros durante toda una noche portando a hombros una imagen que durante cincuenta y una semanas no saben donde se encuentra, si en una iglesia, un guardapasos, un huerto, una nave industrial, en la nave de una catedral, en una nave espacial, ¡qué más da!

         Como podréis apreciar, mi propuesta no concuerda mucho con mi condición eclesiástica y clerical, pero estaréis conmigo que es ecuánime para ambas partes (los ambiguos ya se apañan ellos solos). Unos consiguen que la sociedad uno se posicione religiosamente hacia ninguna religión en concreto, y los otros pueden seguir celebrando su Semana Santa como si tal cosa. Ambos continúan con sus idearios y ninguno sale perjudicado, siempre y cuando sean conscientes que para llevar a cabo dicha propuesta hay que ser una persona con firmeza de ideas y con entereza en su defensión; es decir, hay que ser uno mismo y consecuente con sus ideas. No hay celebración religiosa a nivel nacional ni estatal (ganan los laicos); hay celebración de la Semana Santa a nivel personal, cofrade o de hermandad (ganan los cristianos y católicos)

         ¿Cómo veis el asunto? Difícil, ¿verdad? ¡Claro!, cuando nos facilitan tanto las cosas a unos y a otros, y nos piden responsabilidad y firmeza en nuestras acciones a partir de firmeza en nuestras ideas, el cuanto cambia, Como podréis apreciar, las “prevacaciones” han desaparecido de mi propuesta (aquí sí que pierden ambos), pero es el precio que hay que pagar para contentar ambas partes simultáneamente sin menospreciar a ninguna. Todo tiene su precio, y en esta vida, como bien estaréis apreciando, nada se regala, todo tiene un valor y un precio más o menos justo que pagar por ello.

         Si aún hay alguien que ha llegado aquí leyendo (¡qué valientes sois! ¡Madre mía!), os habréis dado cuenta del peligro que entraña esta propuesta mía, ya que la eliminación de los días festivos como consecuencia de la celebración de la Semana Santa para acomodar la sociedad al estado laico que demanda la mayoría social y alejada de cualquier confesión religiosa, entrañaría también la eliminación de cualquier otra festividad religiosa que pudiera celebrarse en España en cualquier otra fecha a lo largo del año. Navidad, la Purísima Concepción, Reyes Magos, Día de Todos los Santos, Día de la Hispanidad o Virgen del Pilar, Virgen de Agosto, y cualquier otra fiesta patronal (que no feria) que tuviera como centro religioso a un patrón o una patrona de ciudad, pueblo o aldea. Tan sólo quedarían como días festivos “legales, reglamentarios y oficiales” el Día de la Constitución Española, los carnavales en aquellas localidades, pueblos y aldeas que aún perviva dicha tradición y poco más, todo ello sin contar con las vacaciones estivales o cuando correspondan por convenios laborales o estatutos de trabajadores, funcionarios, etc.

         ¿Alguien se ha parado a pensar que tenga que ir a trabajar el día 25 de diciembre, después de la salvajada cometida durante la cena del día 24? Lógicamente dicha cena debería ser eliminada de nuestro estatus social si queremos rendir como Dios manda en el trabajo el día 25. No hay que olvidad que la Navidad es una celebración pura y netamente cristiana, por mucho que algún laico-ambiguo trate de convencernos de que lo que realmente se celebra son las saturnalias romanas. Eso era hace veintitrés o veintidós siglos. Ahora, la Navidad es una fiesta religiosa cristiana y católica, le pese a quien le pese.

         Como ya os he dicho en muchas ocasiones, hay que tener cuidado con lo que se desea porque se acaba teniendo. Si de verdad demandamos una sociedad y un estado puramente laico, vamos a pelear por conseguirlo, siempre acorde con la ley y la convivencia social. Si no queremos la religión ni en escuelas, institutos ni universidades, vamos a pelear por conseguirlo. Pero cuidado, toda la religión (no digo todas las religiones) y todas las festividades asociadas a esa religión, sea cual sea y en la época del año que sea. Si queremos ser y mantenernos laicos, vamos a pelear por ello, pero con todas las consecuencias, gusten o no gusten (al fin y al cabo es lo que queremos). Si esto no fuera así, dejaríamos de ser laicos y pasaríamos a ser unos hipócritas, habríamos recorrido todo el camino o ruta trazada por el laicismo para llegar a la meta de la hipocresía, haciendo una parada de avituallamiento en la demagogia. Laicismo, demagogia, hipocresía. Doctrina, práctica política y social, y estado final del ser humano. Y todo ello con el consentimiento y aprobación propia, sin nadie que medie ni nos presione para conseguirlo. ¡Tope!

         ¿Y los ambiguos? A esos mejor les dejamos que se definan pero sin permitirles ninguna práctica social ni política. Que se descubran ellos mismos quienes son. Si de verdad tienen interés en conocerse, bastante trabajo tienen. Si no lo quieren hacer, ya podemos ir preparándonos, porque una carcoma quizás no fuera tan persistente ni dañina.


         ¡Alea jacta est!, que dirían los romanos, que esta vez sí que vienen a colación.

sábado, 31 de octubre de 2015

DON INO, LOS TOROS Y LA VERDAD (II)


          Por la época que me tocó vivir y por mi propia forma de vida, mi relación con el mundo taurino en general fue más bien escasa por no decir nula, pero mi ahínco de hacerme extemporáneo en ciertas ocasiones me obliga a continuar opinando sobre temas que considero que en época actual generan más problemas que beneficios a la sociedad. La reiterada falta de extemporaneidad, el desconocimiento consentido, sesgado y prolongado, y la carga de verdad y razón que a toda persona le gusta portar y pasear por los mentideros precisos de la sociedad, hacen que, no solo el tema taurino se haya convertido en un problema social hoy día y en cualquier época del año, sino cualquier tema con cierta escabrosidad para cualquiera de nosotros a nivel individual, comience a rodar a modo de bola de nieve y se convierta en un verdadero problemón que nadie sabe cómo atajar porque nadie sabe cómo y  por qué se ha creado.

Si en este tostonazo iban los toros incluidos en el título era por tratar de zanjar de una vez por todas las polémicas que año tras año surgen durante el periodo primaveral y estival acerca de la celebración de corridas de toros, encierros, capeas, corre bous, etc. Debemos entender (así traté de terminar la primera parte de este tostonazo) que todos estos acontecimientos se celebran como actos festivos de fiestas patronales o ferias comarcales o provinciales, que en la inmensa mayoría de los casos, son actos que están muy arraigados entre la población que los celebra, propios del “modus vivendi” de aquellas personas en aquellos territorios. Podrán gustar más o menos, pero se deben respetar de la misma forma que ellos respetan los actos festivos que se celebran en las fiestas en septiembre en honor al Cristo del Consuelo.

         Sé que muchos de vosotros, mientras leéis esto (¡ah, pero ¿es que lo estáis leyendo?!) estaréis pensando en que es diferente una corrida de toros en relación al toro de la Vega, siguiendo el ejemplo de la primera parte. Quizás tengáis razón, pero nuevamente os estáis quedando en la parte superficial del acontecimiento, por mucho que tratéis de convencerme que el toro de la Vega sufre una muerte tremenda y con mucho sufrimiento (que es cierto) peor que los toros que se lidian en una plaza de toros.

         Para mí ese no es el tema ni el meollo de la cuestión. Yo trato de hurgar más hondo e intentar llegar a explicar ciertos comportamientos humanos camuflados en actividades y actitudes solidarias, paternalistas, defensoras de la igualdad y la vida, antibélicas, …; actitudes hipócritas y demagógicas en casi la totalidad de los casos que no hacen sino tratar de tapar problemas propios que apartan de su vida mientras la focalizan en esos otros que para nada resuelven su problema pero que al menos lo ocultan durante un tiempo. En este caso, y nunca mejor dicho, no cogen al toro por los cuernos, sino esconden la cabeza bajo el ala y corren como conejos hacia otros territorios donde no los conocen y puedan esconderse y camuflarse como personas de bien, defensoras de la humanidad.

         Cuando empecé a ejercer el sacerdocio, mis compañeros mayores que ya ejercían me dieron un consejo: si cuando vayas a una parroquia ves un tronco de árbol tumbado en el altar, ¡déjalo!, si está ahí por algo será.

         Creo que este consejo es muy válido para ilustrar todo lo que puede acontecer alrededor de estos acontecimientos focalizados anteriormente en el tema taurino, pero extensible y extrapolable a la celebración de todas unas fiestas y ferias patronales, por seguir también con el otro ejemplo aludido anteriormente. Si en su día se crearon y organizaron las fiestas y ferias en esos días y en esas fechas, fue por algo, algo que los habitantes de aquella época decidieron celebrar o festejar como acción de gracias de algún acontecimiento nefasto o alegre. Las generaciones sucesivas no han hecho sino mantener el recuerdo de esos acontecimientos, celebrando, año tras año y en los mismos días, esos hechos que tanto impactaron a quienes los crearon, tan solo por recuerdo y memoria suya.

         Si en la actualidad la forma de vida actual no se parece a aquella que había cuando se crearon eso días festivos, no es motivo, ni siquiera como indicio, para tratar de cambiarlas y adaptarlas a “cuando venga más gente”, en otra fechas, “en verano que hay más gente en el pueblo”. Eso sería faltarle al respeto a toda aquella generación que creó lo que hoy somos todos y cada uno de nosotros, con nuestras características y nuestras peculiaridades, diferenciándonos del resto de los demás pueblos precisamente por eso.

         Pero si de verdad queremos rascar aún más en el fondo, lo que realmente estamos tratando de hacer es imponer nuestra propia verdad por encima de la realidad, primero, y de la verdad de los demás, después. Queremos imponernos, ser los abanderados de una nueva verdad que nos hará ¿mejores? de lo que aún somos. Nuestra verdad debe prevalecer porque es la verdadera, la buena, la lógica y normal. Queremos adaptar nuestra vida y la de los demás a nuestros propósitos, y para ello debo imponerme, eso sí, intentando siempre que nadie descubra mis verdaderos motivos ocultos, que siempre los hay.

         La tauromaquia, las fiestas patronales, …, cualquier tema es válido siempre y cuando sea modelable para crea polémica, y nos valga como escape y desfogue de nuestras propias debilidades y nuestros problemas ocultos. Camuflamos en ellos nuestra propia miseria humana. En vez de enfrentarnos a nosotros mismos, nos enfrentamos a los demás con la escusa más tonta y trivial, que la mayoría de las veces nadie tiene que ver con nosotros. Pero en el fondo lo que realmente estamos haciendo es desviar la mirada de los demás hacia otro lado ya que todos evitamos mostrarnos a los demás como realmente somos; en definitiva, estamos mintiendo, a ellos y a nosotros.

         Si de verdad fueran muy sensibles con el sufrimiento de los toros, no sólo protestarían en Tordesillas en dia del toro de la Vega. Protestarían en las Ventas en Madrid, en la Maestranza en Sevilla, en Pamplona para San Fermín, …, en lugares emblemáticos taurinamente hablando donde su alzada voz tuviera algo que decir buscando remover la conciencia de las personas asistentes a esos actos. En vez de eso, se mueven en lugares menores donde saben a ciencia cierta que conseguirán repercusiones mediáticas pero a un menor coste personal, tanto físico como psíquico. De paso ocultan, a ellos mismos y a los demás, su verdadera verdad, aquella que sólo ellos con ellos mismos han buscado y encontrado sin dificultad alguna.

         Realmente, nadie es dueño de la verdad, pero sí es verdad que podemos manejarla y modelarla a nuestro antojo, de tal forma que evitamos mostrarnos a los demás tal y como somos, incurriendo, la mayoría de las veces, en incongruencias que nos dejan con el culo al aire.

         Somos sensibles al maltrato animal pero protestamos poco por el maltrato humano, bien sea violencia de género o violencia asesina por motivos religiosos. Somos cien por cien ecologistas y hacemos barbacoas en el monte. Nos rasgamos las vestiduras antes el hambre en el mundo y nos inscribimos para participar en la tomatina de Buñols, tirando tomates (comida al fin y al cabo) y desperdiciándolos. Fomentamos la libertad animal y hacemos un arco de iglesia con nuestros hijos visitando un zoológico. Ensalzamos la comida sana y mediterránea y nos pasamos la semana comiendo hamburguesas y pizzas tratando de arañarle tiempo al tiempo para conseguir objetivos profesionales que nos reporten más beneficios económicos en vez de saludables. Protestamos airadamente en contra de guerras ilegales (no sabía que hubiera guerras legales que salen publicadas en el Boletín Oficial del Estado) y tomamos como dibujos animados matanzas diarias de seres humanos por motivos religiosos o sexistas. Exigimos un comportamiento exquisito hacia nuestros hijos e insultamos incontroladamente a futbolistas de cualquier equipo sólo por el mero hecho de no “ser de los nuestros”, como si esos chicos no tuvieran padre y madre. Queremos que nos den un trato humano cuando nosotros vamos tratando de engañar al prójimo en nuestro beneficio. Queremos saber la verdad pero todos mentidos con naturalidad y en provecho propio. Gritamos buscando la verdad pero tan sólo lo hacemos para ver quien la posee con más afirmación y convencimiento. De puertas para afuera decimos lo que hacemos y de puertas para adentro hacemos lo contrario. Queremos engañar a los demás y nos engañamos a nosotros mismos.

         Decía Antonio Machado que “tu verdad no, la verdad, y ven conmigo a buscarla. La tuya guárdala.” Y yo añadiría que si no la quieres guardar por vanidad o soberbia, al menos no trates de imponérsela a los demás, ya que de sobra se sabe que no es realmente la verdad absoluta; es una verdad más de los millones de ellas que hay (una por cada persona). Del uso que hagamos de ella dependerá que no se convierta en mentira, con el consabido daño que producen.


viernes, 30 de octubre de 2015

DON INO, LOS TOROS Y LA VERDAD (I)


          Todos me conocéis o me vais conociendo poco a poco. De vez en cuando trato de acercarme a vosotros desde mi limbo obligado e intransferible para expresar mi opinión acerca de asuntos más o menos actuales o candentes que acontecen en nuestra/vuestra sociedad. Muchos de vosotros quizás no estéis de acuerdo con las opiniones que expreso; es lógico. Pero no me gustaría que ese desacuerdo fuera porque, en realidad, yo no pertenezco a esa sociedad de la cual opino. Como todos sabéis, mi tiempo fue mucho más pretérito de lo que algunos podéis alcanzar a imaginar y, por tanto, mucho menos entender. Sin embargo, desde mi retiro obligado trato de avanzar en el tiempo y situarme en vuestra sociedad; trato de entenderla, comprenderla, analizarla, utilizando la misma mentalidad vuestra para intentar comprender vuestra forma de actuar y pensar, y, desde esa misma posición, exponer mis opiniones acerca del tema del que quiero dar mi opinión. En definitiva, trato de hacerme un extemporáneo pero a la inversa, del pasado al futuro.

         Extemporáneo. ¡Cómo me gusta esta palabra! ¡Cuántos problemas no llegarían ni tan solo a surgir si se conociera y usara más a menudo! Una persona extemporánea es aquella que sale del propio tiempo en el que vive y hace el esfuerzo de viajar mentalmente hacia la época que desea visitar y conocer, y así, tratar de pensar y ver las cosas tal y como las pensaros y vieron los hombres de aquella. Es necesario hacerse extemporáneo porque es imposible, además de un grave error, pretender entender algo elaborado en otra época, con otros fines, y pensado en otra mentalidad aplicándoles nuestras propias categorías modernas. Meterse en aquella otra cosmovisión, extraña a la nuestra, es tratar de ver qué cosa realmente se propusieron aquellos que crearon una determinada costumbre, unos determinados hábitos, en definitiva, una determinada sociedad.
         ¿Y por qué utilizo esa palabra? Sencillamente porque considero que su significado y aplicación es la respuesta y solución a muchos de los cambios sociales, por no decir problemas, que actualmente una parte de la sociedad está tratando de crear sin conocer ni tan siquiera el germen u origen de esas costumbres o tradiciones que quieren cambiar.

         Estoy totalmente de acuerdo con aquellos que afirman que los tiempos han cambiado, que la vida ¿ha evolucionado? y que debemos adaptarnos a las nuevas formas de vida que ésta demanda. Lo que antes tenía mucho significado para una comunidad o para los habitantes de una población, ahora ese significado se ha perdido, no tiene vigencia actual o, mejor aún, han dejado de tener validez actual para esas personas. Pero eso no quiere decir que esas costumbres o tradiciones haya que quitarlas y eliminarlas definitivamente porque a esas personas no les digan nada. Si esa costumbre o tradición fue creada y mantenida en el tiempo, tuvo que haber un motivo, una causa, …, un algo que calara hondo entre esas gentes, y que generación tras generación continuara actualizada. Una nueva situación social, un nuevo status quo no lo encuentro motivo suficiente para eliminar de raíz una costumbre, una tradición, una fiesta, incluso patronal, por personas que la mayoría de las veces no pertenecen a la comunidad o paisanaje del territorio de aquello que quieren abolir sin miramientos, o que incluso abandonaron dicha comunidad en busca de mejores condiciones de vida y vuelven pasado un tiempo con “sus ideas renovadas” tratando de imponer aquello que han adquirido en sus años de “destierro voluntario”, por no decir “repudio comunal propio”.

         El que haya llegado hasta aquí leyendo, habrá intuido o caído en la cuenta cuales pueden ser esas costumbres o tradiciones a las que me puedo estar refiriendo. Cada uno se podrá estar acordando de aquello con lo que en la actualidad no está de acuerdo y muy posiblemente ninguno nos estaríamos acordando de los mismo, lo que demuestra la cantidad de acontecimientos con los que actualmente no congeniamos, y lo difícil que resultaría llegar a un acuerdo para eliminar tal o cual costumbre o tradición de la comunidad a la que pertenecemos. Ello abriría un debate indefinido y sin sentido cuya conclusión final sería la separación y enemistad de una parte de la comunidad con la otra, creándose un problema generacional donde antes sólo había amistad y compañerismo vecinal.

         Focalizando la generalidad de lo que hablo en un tema en concreto, y dejando a un lado la problemática del cambio de fechas de fiestas patronales para que “emigraos voluntarios” puedan disfrutar de ellas, el tema taurino en todas sus versiones y dimensiones es quizás uno de los temas más candentes que hay actualmente en la sociedad española estando relacionado con esa “manía persecutoria” de cierta parte de la población y de la sociedad.

         Corridas de toros, corre bous, encierros, toro de la Vega, etc, todo ello está en el punto de mira de una minoría poblacional a la cual el maltrato animal lo asimilan casi como maltrato propio, llegando incluso a ponerse en la misma piel del toro para experimentar las mismas sensaciones que estos animales experimentan durante esos acontecimientos. Van provocando manifestaciones y altercados relacionado con estos animales. Son capaces, sin ningún pudor, de alterar la convivencia festiva y alegre de una comunidad en fiestas que dista muchísimos kilómetros de su lugar de residencia, pasando por alto, una vez más, el modo de vida y tradiciones de esa comunidad a la que están molestando y causándoles problemas de convivencia en sus días más alegres del año: sus fiestas patronales, sus ferias o ambas cosas a la vez.
         Una vez más se pone de manifiesto, no ya la poca sensibilidad y el poco respeto hacia esta gente festiva, sino que deja de nuevo al descubierto su analfabetismo crónico en todo lo que sea conocimiento de tradiciones, costumbres, modos de vida y adaptaciones al medio.

         Si queremos comenzar con el toreo, o mejor dicho, con la tauromaquia, quizás deberían saber de dónde procede, cuál es su origen, por qué surgió. Ignoran en lo más profundo de su ser qué es el arte (sí, arte; así lo define el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española) de lidiar toros. Dicho arte procede de las palabras tauros, toros y máchomai, lucha.

         Ya en la antigüedad se utilizaba como una forma de demostración y valentía desarrollada en algunas tribus de la Edad de Bronce para festejar el paso de la niñez a la edad adulta. En Roma se utilizaba el uro (una raza bovina exinta que encontró en España su mejor asentamiento) en sus espectáculos circenses, con gladiadores y, por qué no decirlo, para matar cristianos, para martirizarlos por profesar una religión que no era la dominante en Roma en aquellos tiempos.

         Antes que alguien esté pensando en “echarme a los leones” a mí también por defender la tauromaquia aún sabiendo que la utilizaban para asesinar a personas, independientemente de la religión que profesaran, decir que eso mismo es lo que está sucediendo en la actualidad de una parte muy focalizada del mundo y nadie produce altercados en las grandes ciudades, ni hace manifestaciones a favor de la libertad religiosa; están callados no vaya a ser que esos “asesinos” se enfaden y produzcan masacres también en nuestro país. La actitud de estas personas que ahora callan tiene un nombre. Ponérselo vosotros.

         Siguiendo en la Roma antigua, el uro era considerado un animal que simbolizaba fuerza, nobleza, bravura, virilidad, capacidad de engendrar, fertilidad. La participación de los toros o uros en esos espectáculos de denominaba “venerationes”, luchas de animales con otros animales, o de animales con hombres, luchadores llamados “bestiarrii” que utilizaban una tela roja para llamar la atención del animal. (¿os suena?).

         En la Edad Media era tradición “correr los toros” para festejar bodas, bautizos, coronaciones, victorias en batallas, homenajes fúnebres, canonizaciones de santos, etc. Carlomagno, Alfonso X el Sabio y los califas almohades eran muy aficionados a estas “correrías”. En la boda de la hija del Conde de Barcelona en 1128 hubo fiesta de toros; Carlos I, nacido en Alemania, lanceó un toro en la celebración de su hijo Felipe II. 

         Con el paso del tiempo y, cómo no, evolucionando en la justa medida que esos tiempos demandaba, la tradición taurina fue evolucionando hasta el origen del toreo moderno: los mataderos urbanos que comenzaron a construirse en España en el siglo XVI. Los profesionales de la conducción del ganado vacuno, entonces toro bravo, a dichos mataderos aportaban creatividad y valentía en dichas tareas arriesgadas de enviar la res brava a su lugar de sacrificio. Dichas tareas atrajeron el interés de ciertas personas y, poco a poco, los mataderos se fueron llenando de espectadores para ver cómo “trabajaban” estos matarifes mitad toreros mitad carniceros (en la justa dimensión de la palabra de matar animales para el abastecimiento de la población). A partir de ahí, casi todos conocemos la historia más o menos sesgada, más o menos magnificada.

         ¿Y qué decir del toro de la Vega tan actual hace bien poco este año, pero famoso durante muchísimos años atrás? El toro de la Vega fue otra tradición taurina nacida en la Edad Media que ha llegado a nosotros, no intacta, pero sí poco alterada y “adaptada a estos nuevos tiempos.

         Hay quien habla del siglo XIII, aunque es en el siglo XVI donde realmente se desarrolla en plenitud esta fiesta taurina. Como festividad medieval comenzó, como se ha comentado antes, con motivo de bautizos, bodas, victorias, etc. Quizás su mayor problema haya sido que las normas del concurso (no olvidemos que es un concurso, guste o no) no se han modificado prácticamente nada con los tiempos, haciendo éstas especial hincapié en la igualdad de condiciones entre res brava y lancero, además del respeto con el que hay que tratar al toro una vez muerto.

         Quizás el problema en sí de esta fiesta o este concurso sea lo único que se adaptado a los nuevos tiempos, ya que en numerosas ocasiones en los últimos años el concurso ha sido invalidado por la mala praxis del lancero al matar al toro, incluso fuera del recinto delimitado para ello. El avance, en este caso, no es la “adaptación” a la realidad de dicha fiesta o concurso, sino la idea que llevan los lanceros al participar en él. 

         Con el nuevo poder de la imagen, la utilización enfermiza de las redes sociales y la depredación humana que se produce en ellos para copar los primeros puestos en el ranking patético y obsceno de popularidad, los participantes de dicho concurso venden su alma al diablo para ser ellos los vencedores, de cualquier forma, a cualquier precio. Saben que si lo consiguen, la popularidad, aunque sea efímera, la tienen asegurada, hayan actuado dentro de lo establecido en las reglas del concurso o no. De ahí la manera salvaje y muchas veces traicionera de lancear al toro. No importa ni cómo muera ni donde muera; el caso es matarlo sea como sea para ser el ganador del concurso. Hoy día eso supone “status”, “caché” en las redes sociales que, al fin y al cabo, es lo que se está buscando. Lo demás es música celestial.

         Ese es el avance social del toro de la Vega y no otro. Contra eso deberían protestar y manifestarse quienes año tras año se empeñan en fastidiar las fiestas a los paisanos de Tordesillas, aunque mucho me temo que más de uno de los manifestantes tuviera que salir corriendo con el rabo entre las piernas si la protesta o la manifestación fuera por esa causa. ¿Qué pensarían o tendrían que hacer ahora los habitantes de Tordesillas cuando supieran que un tanto por ciento muy elevado de esos que les fastidian las fiestas están en serio riesgo de padecer “movilipatía” y que los gobernantes estuvieran pensando en tratarla como una nueva enfermedad profesional con el consiguiente aumento de las cuotas a la Seguridad Social para su tratamiento?

         Creo sinceramente que tenemos que aprender mucho antes de pasar a la acción. No podemos ni debemos valorar todo aquello que desconocemos, mucho más si es un desconocimiento consentido. Debemos reconocer humildemente que no todo es y se produce según nuestros principios, propias ideas y sentimientos, y debemos aprender a respetarlo, nos guste o no nos guste. Los ojos con que nosotros vemos ciertos acontecimientos públicos, ciertas tradiciones, ciertas costumbres, no son los mismos ojos con los que los miran los habitantes de aquellas zonas donde se desarrollan. Ellos tienen otra culturalidad arraigada en su interior, que es muy diferente a la nuestra, pero no por eso es peor y más salvaje. Quizás esa culturalidad es una herencia más de un pasado glorioso medieval o antiguo que sus gentes han sabido mantener y transmitir de generación en generación, y no deben ser los demás quienes quieran abolirlas en base a unos “¿principios morales propios?” que nada tienen que ver con los de esa gente, máxime si son de una región o territorio muy alejado del suyo, con otra cultura, otra forma de vida; en definitiva, otra forma de pensar. Si a eso le añadimos que ese desconocimiento es un desconocimiento querido y sesgado, focalizado en tan sólo aquello que quieren abolir, quitar o eliminar, el mal que están tratando de hacer, o que hacen, no tiene parangón con ningún otro.

         La falta de cultura consentida y querida quizás sea la próxima peste negra que nuestra sociedad. Espero y deseo que no produzca tanto daño entre la población como aquella peste real que por falta de medios técnicos y humanos (esta vez sí) hizo tanto daño en la población española y europea.


         No creo ni espero que con estas palabras pueda remover la conciencia de todas aquellas personas que se pasan el día estudiando la manera de fastidiar a los demás en estos ámbitos, pero tengo la conciencia tranquila que por mí no ha sido, ya que les he indicado el camino: la extemporaneidad.


jueves, 7 de mayo de 2015

DON INO Y LA LECTURA


     ¡Hay que ver cómo ha cambiado la vida! Para algunos a mejor, para otros cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero lo cierto y verdad es el vuelco que ha dado. Y eso no es malo; no es más que la consecuencia de la propia evolución del ser humano, la demostración de que está vivo, se mueve, se desarrolla, tiene inquietudes, produce avances, … pero también puede producir retrocesos, como es el caso del que os quiero hablar esta vez.


         Cuando era joven, dos siglos atrás, el analfabetismo de la población en general era un factor común entre ellos. Había muchísimos más analfabetos que gente que supiera leer y escribir. Una de las mayores preocupaciones de una familia con hijos era cómo darles una cultura y una formación, “que no sean como yo”, era la frase recurrente para afianzar el convencimiento de esa necesidad perentoria para sus hijos. Les obligaban a ir a la escuela, aunque fuera nocturna, después de trabajar doce horas en el campo. Los Reyes Magos les traían libros y cuentos; cualquier cosa por enseñarles a leer y a escribir, para darles esa formación y cultura que ellos no tuvieron sobre todo por falta de oportunidades en todos los aspectos.


         Con libros viejísimos, sobaos hasta más no poder, estudiábamos los que teníamos la suerte de hacerlo para conseguir una carrera, como se decía entonces (titulación lo llamáis ahora). Era lo que había, libros que pasaban de generación en generación, formando a multitud de jóvenes con ganas de aprender, de saber, de investigar, de pensar por sí mismos, de tomar decisiones por sí solos, sin ayuda de nadie, lo que se traducía en un cambio social y cultural, un cambio en la vida, provocando un nuevo “¡cómo ha cambiado la vida!”, que a su vez producía otro cambio social y cultural, … y así sucesivamente, hasta nuestros días (los míos terminaron hace muchísimos años).


         Pero, como he dicho antes, lo que debería ser un avance social y cultural, se ha convertido más en un retroceso cultural y social, pero mucho me temo que también personal y humano.


         La avidez de saber y aprender que ha venido caracterizando a la inmensa mayoría de las personas está desapareciendo a un ritmo mucho más acelerado que la que nosotros teníamos por el saber y el aprender. Esa desidia aún tiene más arraigo entre la población joven y adolescente. ¿Quién no ha oído a algún chico o chica de esas edades decir: “¿y para qué vale eso?, ¿y para qué me vale lo otro?”?, muestra inequívoca de no tener ningún interés en aprender. Ese avance tecnológico que tanto mal considero que está haciendo al ser humano (me refiero, como no, al teléfono móvil) les está haciendo polvo, les absorbe totalmente su vida, su tiempo, su sueño, su juventud, su todo. No en vano se dice en la actualidad que esta generación es la que mejor comunicada está, más información de todo tipo tiene a su alcance y peor cultura y más índices de analfabetismo posee. Para que os hagáis una idea, con todo lo que se mueve actualmente y las fuentes de información que hay, podemos llegar a los índices de analfabetismo del siglo pasado. Una pasada, como dicen ellos.



         Muchos de los jóvenes de hoy no saben quién era Mozart, ni Shakespeare, ni Einstein, desconocen el nombre de los premios Nobel españoles en cualquier disciplina, Cervantes y su Quijote los ralla, y la tecnología puntera de los molinos de viento se les escapa a sus entendederas. Sin embargo, no pestañean un segundo cuando tienen que utilizar la prolongación cargada de su cerebro para averiguar cómo se le cambia la pila a un botijo, qué nombre reciben esos caballitos blancos y lanudos que ven comer hierba en el campo cuando viajan para ir a tal o cual concierto, o si tienen que pintar patatas fritas cuando alguien les dice que dibujen un pollo y lo pinten asado, la única manera que los conocen, y lo que es todavía peor, muchos de ellos se vanaglorian de no saberlo, te responden con las preguntas a la que me refería anteriormente, además de magnificar y bendecir su propio analfabetismo. Desprecian la cultura y el saber popular y desconocen la función de un libro y el acto de la lectura. A esta última la odian, por puro desconocimiento, pero odio al fin y al cabo. Están convencidos que el tiempo que dicen perder leyendo un libro lo pueden utilizar para enseñarnos cómo se echa la siesta su perro, el plato de macarrones que van a comer (quizás sea lo más elaborado que sepan cocinar), el papel higiénico usado durante un constipado (por no decir otro uso más “natural”) o cómo se les ha quedado su moto después de limpiarla. Ese tiempo sí que es provechoso para ellos: suben en el ranking de popularidad en tal o cual red social, captan amigos con una facilidad pasmosa y su continua disertación guasapera los señala como un magnífico orador (faltas de ortografía y gramaticales aparte). Eso para ellos sí que tiene valor, sí que les vale para algo; lo otro no, la lectura no, un libro no.


         Un dato más para calibrar por dónde van los tiros: según una encuesta reciente sobre los hábitos de lectura, no sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro, sino que, además, se vanagloriaba de ello. Es tremendo. Sí que ha cambiado la vida, sí.


         Lo que no ha cambiado es la forma de paliar este problemón. La solución es muy fácil pero me temo que va a ser tremendamente costosísima ponerla en práctica: la única forma que hay de adquirir cultura, bien sea popular o académica, es mediante la lectura, la compleja, lenta, libre y solitaria lectura. Pero no la lectura de un libro de instrucciones de tal o cual artilugio tecnológico, sino uno que requiera cierta complejidad mental y ayude a abrir mentes a nuevas opiniones, que ofrezca diversos caminos para optar en libertad la toma de decisiones en la vida. Esa lectura sosegada, solitaria y ensimismada creará una cultura interna sin que se tenga consciencia de ello, cultura que se pondrá de manifiesto cuando tengamos que redactar una carta, realizar una solicitud, un escrito reclamatorio o una tesina en la formación académica, sin hablar de la adquisición imperceptible de normas ortográficas y gramaticales asimiladas durante la lectura.


         Tan importante puede llegar a ser la lectura que incluso hay voces que comienzan a culpar a la falta de información y preparación intelectual las confrontaciones sociales que pudieran generarse a raíz de un posible suceso trágico social, como en su día pudo ser el atentado del 11M en Madrid. Ese día, medio país abogaba por ETA como autor de la masacre, mientras el otro medio culpaba al gobierno del entonces presidente J. M. Aznar por su apoyo a la guerra de Irak. Ninguna de las dos opciones fue la cierta. Lo cierto fue que la sociedad española no se había informado convenientemente sobre el auge del yihadismo en el mundo, incluida España. No leía prensa escrita (recuerdo una vez más que el periódico más leído en España es uno de temática deportiva). No le llamaba la atención lo que ocurría más allá de las fronteras de su propia casa o de la frontera de sus propias entendederas. Cuando la vida les obligó a tomar una decisión por sí misma, a tomar partido por tal o cuál camino o tratar de sacar unas conclusiones propias, todo fue caos y destrucción mental, con tumbos y vaivenes desmesurados que radicalizaron su postura pero sin tener muy claro el por qué de esa alineación. Si esa radicalización se mantiene en el tiempo, un nuevo fratricidio hermanado estaría más que alimentado para desenvolverse por sí mismo. Las consecuencias de ello todos las conocéis (yo desaparecí antes, pero me lo imagino sin querérmelo imaginar). Desde mi postura y mi vejez, siempre he dicho que el analfabetismo produce más daños y muertes que las guerras, ¡que ya es difícil!

     Debemos concienciarnos que la lectura y los libros lo único que nos aportan es bien, bien en muchas y diversas facetas, siempre y cuando los libros escogidos para esa adquisición sean de cierta complejidad y de una temática acorde a la realidad de cada uno; nada de radicalismo ni cualquier otro tema discordante ni ofensivo para la sociedad. La lectura debería convertirse en una obligación más en nuestro quehacer diario. La importancia que ésta tiene en nuestra vida solo se manifiesta cuando nos es necesaria para desarrollarnos convenientemente en la sociedad y en nuestro trabajo. Da mucha pena ver tanto jóvenes ensimismados en su terminal móvil sin ni tan siquiera conocer lo más básico de la cultura y la sociedad, y además ¡sin echarlo de menos! El atraso social y cultural que abanderan puede volverse en su contra y situarlos dos centurias más atrás que lo que les corresponde, casi coetáneos míos en cuánto a analfabetismo se refiere. Los mejores comunicados y los peores formados. Una nueva paradoja de la vida que, considero, tardará mucho tiempo en desaparecer por desgracia, pero que, mucho me temo, tampoco aprenderán de ella, simplemente porque no es eso lo que quieren aprender. Me pregunto seriamente si de verdad quieren aprender algo. La respuesta, una vez más, está en el viento.