jueves, 7 de mayo de 2015

DON INO Y LA LECTURA


     ¡Hay que ver cómo ha cambiado la vida! Para algunos a mejor, para otros cualquier tiempo pasado fue mejor. Pero lo cierto y verdad es el vuelco que ha dado. Y eso no es malo; no es más que la consecuencia de la propia evolución del ser humano, la demostración de que está vivo, se mueve, se desarrolla, tiene inquietudes, produce avances, … pero también puede producir retrocesos, como es el caso del que os quiero hablar esta vez.


         Cuando era joven, dos siglos atrás, el analfabetismo de la población en general era un factor común entre ellos. Había muchísimos más analfabetos que gente que supiera leer y escribir. Una de las mayores preocupaciones de una familia con hijos era cómo darles una cultura y una formación, “que no sean como yo”, era la frase recurrente para afianzar el convencimiento de esa necesidad perentoria para sus hijos. Les obligaban a ir a la escuela, aunque fuera nocturna, después de trabajar doce horas en el campo. Los Reyes Magos les traían libros y cuentos; cualquier cosa por enseñarles a leer y a escribir, para darles esa formación y cultura que ellos no tuvieron sobre todo por falta de oportunidades en todos los aspectos.


         Con libros viejísimos, sobaos hasta más no poder, estudiábamos los que teníamos la suerte de hacerlo para conseguir una carrera, como se decía entonces (titulación lo llamáis ahora). Era lo que había, libros que pasaban de generación en generación, formando a multitud de jóvenes con ganas de aprender, de saber, de investigar, de pensar por sí mismos, de tomar decisiones por sí solos, sin ayuda de nadie, lo que se traducía en un cambio social y cultural, un cambio en la vida, provocando un nuevo “¡cómo ha cambiado la vida!”, que a su vez producía otro cambio social y cultural, … y así sucesivamente, hasta nuestros días (los míos terminaron hace muchísimos años).


         Pero, como he dicho antes, lo que debería ser un avance social y cultural, se ha convertido más en un retroceso cultural y social, pero mucho me temo que también personal y humano.


         La avidez de saber y aprender que ha venido caracterizando a la inmensa mayoría de las personas está desapareciendo a un ritmo mucho más acelerado que la que nosotros teníamos por el saber y el aprender. Esa desidia aún tiene más arraigo entre la población joven y adolescente. ¿Quién no ha oído a algún chico o chica de esas edades decir: “¿y para qué vale eso?, ¿y para qué me vale lo otro?”?, muestra inequívoca de no tener ningún interés en aprender. Ese avance tecnológico que tanto mal considero que está haciendo al ser humano (me refiero, como no, al teléfono móvil) les está haciendo polvo, les absorbe totalmente su vida, su tiempo, su sueño, su juventud, su todo. No en vano se dice en la actualidad que esta generación es la que mejor comunicada está, más información de todo tipo tiene a su alcance y peor cultura y más índices de analfabetismo posee. Para que os hagáis una idea, con todo lo que se mueve actualmente y las fuentes de información que hay, podemos llegar a los índices de analfabetismo del siglo pasado. Una pasada, como dicen ellos.



         Muchos de los jóvenes de hoy no saben quién era Mozart, ni Shakespeare, ni Einstein, desconocen el nombre de los premios Nobel españoles en cualquier disciplina, Cervantes y su Quijote los ralla, y la tecnología puntera de los molinos de viento se les escapa a sus entendederas. Sin embargo, no pestañean un segundo cuando tienen que utilizar la prolongación cargada de su cerebro para averiguar cómo se le cambia la pila a un botijo, qué nombre reciben esos caballitos blancos y lanudos que ven comer hierba en el campo cuando viajan para ir a tal o cual concierto, o si tienen que pintar patatas fritas cuando alguien les dice que dibujen un pollo y lo pinten asado, la única manera que los conocen, y lo que es todavía peor, muchos de ellos se vanaglorian de no saberlo, te responden con las preguntas a la que me refería anteriormente, además de magnificar y bendecir su propio analfabetismo. Desprecian la cultura y el saber popular y desconocen la función de un libro y el acto de la lectura. A esta última la odian, por puro desconocimiento, pero odio al fin y al cabo. Están convencidos que el tiempo que dicen perder leyendo un libro lo pueden utilizar para enseñarnos cómo se echa la siesta su perro, el plato de macarrones que van a comer (quizás sea lo más elaborado que sepan cocinar), el papel higiénico usado durante un constipado (por no decir otro uso más “natural”) o cómo se les ha quedado su moto después de limpiarla. Ese tiempo sí que es provechoso para ellos: suben en el ranking de popularidad en tal o cual red social, captan amigos con una facilidad pasmosa y su continua disertación guasapera los señala como un magnífico orador (faltas de ortografía y gramaticales aparte). Eso para ellos sí que tiene valor, sí que les vale para algo; lo otro no, la lectura no, un libro no.


         Un dato más para calibrar por dónde van los tiros: según una encuesta reciente sobre los hábitos de lectura, no sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás leía un libro, sino que, además, se vanagloriaba de ello. Es tremendo. Sí que ha cambiado la vida, sí.


         Lo que no ha cambiado es la forma de paliar este problemón. La solución es muy fácil pero me temo que va a ser tremendamente costosísima ponerla en práctica: la única forma que hay de adquirir cultura, bien sea popular o académica, es mediante la lectura, la compleja, lenta, libre y solitaria lectura. Pero no la lectura de un libro de instrucciones de tal o cual artilugio tecnológico, sino uno que requiera cierta complejidad mental y ayude a abrir mentes a nuevas opiniones, que ofrezca diversos caminos para optar en libertad la toma de decisiones en la vida. Esa lectura sosegada, solitaria y ensimismada creará una cultura interna sin que se tenga consciencia de ello, cultura que se pondrá de manifiesto cuando tengamos que redactar una carta, realizar una solicitud, un escrito reclamatorio o una tesina en la formación académica, sin hablar de la adquisición imperceptible de normas ortográficas y gramaticales asimiladas durante la lectura.


         Tan importante puede llegar a ser la lectura que incluso hay voces que comienzan a culpar a la falta de información y preparación intelectual las confrontaciones sociales que pudieran generarse a raíz de un posible suceso trágico social, como en su día pudo ser el atentado del 11M en Madrid. Ese día, medio país abogaba por ETA como autor de la masacre, mientras el otro medio culpaba al gobierno del entonces presidente J. M. Aznar por su apoyo a la guerra de Irak. Ninguna de las dos opciones fue la cierta. Lo cierto fue que la sociedad española no se había informado convenientemente sobre el auge del yihadismo en el mundo, incluida España. No leía prensa escrita (recuerdo una vez más que el periódico más leído en España es uno de temática deportiva). No le llamaba la atención lo que ocurría más allá de las fronteras de su propia casa o de la frontera de sus propias entendederas. Cuando la vida les obligó a tomar una decisión por sí misma, a tomar partido por tal o cuál camino o tratar de sacar unas conclusiones propias, todo fue caos y destrucción mental, con tumbos y vaivenes desmesurados que radicalizaron su postura pero sin tener muy claro el por qué de esa alineación. Si esa radicalización se mantiene en el tiempo, un nuevo fratricidio hermanado estaría más que alimentado para desenvolverse por sí mismo. Las consecuencias de ello todos las conocéis (yo desaparecí antes, pero me lo imagino sin querérmelo imaginar). Desde mi postura y mi vejez, siempre he dicho que el analfabetismo produce más daños y muertes que las guerras, ¡que ya es difícil!

     Debemos concienciarnos que la lectura y los libros lo único que nos aportan es bien, bien en muchas y diversas facetas, siempre y cuando los libros escogidos para esa adquisición sean de cierta complejidad y de una temática acorde a la realidad de cada uno; nada de radicalismo ni cualquier otro tema discordante ni ofensivo para la sociedad. La lectura debería convertirse en una obligación más en nuestro quehacer diario. La importancia que ésta tiene en nuestra vida solo se manifiesta cuando nos es necesaria para desarrollarnos convenientemente en la sociedad y en nuestro trabajo. Da mucha pena ver tanto jóvenes ensimismados en su terminal móvil sin ni tan siquiera conocer lo más básico de la cultura y la sociedad, y además ¡sin echarlo de menos! El atraso social y cultural que abanderan puede volverse en su contra y situarlos dos centurias más atrás que lo que les corresponde, casi coetáneos míos en cuánto a analfabetismo se refiere. Los mejores comunicados y los peores formados. Una nueva paradoja de la vida que, considero, tardará mucho tiempo en desaparecer por desgracia, pero que, mucho me temo, tampoco aprenderán de ella, simplemente porque no es eso lo que quieren aprender. Me pregunto seriamente si de verdad quieren aprender algo. La respuesta, una vez más, está en el viento.

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