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sábado, 11 de mayo de 2013

LA CULTURA DE LA TAPA



     La cultura de la tapa, como cualquier otra tradición, debe formar parte del “modus vivendi” de las personas de un determinado pueblo, ciudad o provincia. La cultura de la tapa no se puede implantar de la noche a la mañana a través de semanas gastronómicas de pinchos, tapas u otras viandas a precios populares cual almacenes orientales. La cultura de la tapa debe de tenerla inculcada el hostelero que pone su negocio en una determinada población o ciudad, y la debe de tener el consumidor exigiéndola “per se” como un derecho creado en la noche de los tiempos.

     La cultura de la tapa no se puede crear; se debe de nacer con ella. No podemos ofrecer semanas gastronómicas de lo que sea y cerrar los negocios hosteleros los domingos o domingos tarde. Eso pone de manifiesto que dicha cultura de la tapa no está arraigada ni entre la población ni entre los propios hosteleros, y que estos últimos se obligan a hacerlas y ofrecerlas a sus clientes simplemente como mero incentivo económico, pero no cultural ni tradicional.

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     En provincias como Ciudad-Real, y la mayoría de las provincias de Castilla y León y País Vasco, la cultura de la tapa está instalada entre su población y, por ende, entre sus hosteleros. Allí no hacen falta semanas gastronómicas de nada para fomentar su consumo ni para atraer a la gente a estos locales. Ellos lo hacen y consumen tapas porque es su forma de vida y otra forma de ocio. Podrán hacer semanas gastronómicas, pero siempre enfocadas a un determinado producto de su tierra o a un determinado animal autóctono, nunca las harán para fomentar el consumo y atraer clientes a sus locales. Para ellos la tapa forma parte de su vida social y familiar. Celebran festividades privadas en torno a ella en vez de hacerlo en chalets y casas de campo alejadas de toda vida social. Y lo mismo ocurre con los dueños de los locales hosteleros, que compiten entre ellos por llevarse el mejor reconocimiento de su población, y lo hacen sin semanas culturales ni gaitas, porque lo llevan dentro y porque son conscientes de que si no lo hacen así no van a tener clientela. Y lo que jamás se les ocurriría sería cerrar un domingo, ni siquiera por la tarde; las consecuencias de esa decisión serían “mortales de necesidad”. Un pueblo de la provincia de Valladolid tiene tan inculcada la cultura de la tapa que los comercios cierran todos los jueves para abrir durante todo el domingo y así facilitar y fomentar la compra en sus negocios aprovechando la ingente cantidad de gente que sale a “tomar tapas” durante todo el día del domingo. Eso es cultura de la tapa; lo demás es “música celestial”.

     La cultura de la tapa se tienen que “mamar” y quedar con los amigos para “comer en vaso”, en vez de visitar y comer de “sobaquillo” en ciudades más cosmopolitas cercanas a la nuestra. Todo lo demás es dar palos de ciego sin querer reconocer nuestra propia realidad. Es querer curar a un enfermo sin saber lo que le pasa; ni tan siquiera sin saber si realmente está enfermo o es su propia constitución.

martes, 23 de abril de 2013

DE "PINÍCULA" A "FLIM"



¡Toda la vida se ha dicho “pinícula” y ahora se dice “flim”!



         Con esta frase tan popular en la sociedad rural de la España de finales de la postguerra, se quería expresar el desacuerdo o queja por la introducción paulatina y progresiva de anglicismos que el sector más “progre” de la incipiente y emergente nueva sociedad española utilizaba para referirse a situaciones, conceptos y definiciones plenamente establecidos y conocidos por todos, pero que cambiaban de nombre sin motivo y explicación aparente alguna. “¡Siempre lo hemos llamado así! ¿Por qué ahora hay que llamarlo de otra forma y liarnos más de lo que ya estamos, después del esfuerzo que nos ha costado aprenderlo de esta manera?” No lo entendían. Nunca lo entendieron.



         Y es que, ese cambalache lexicográfico siempre ha sido, incluso aún en nuestros días, un signo de modernismo, de progreso, de transgresión que la sociedad ha utilizado en las diversas etapas por las que ha ido pasando. ¿A quién no se le escapa un “chiao” para despedirse cuando en realidad es un “adiós” a secas? Queda más finolis. ¿Y lo de “pavos” en vez de euros? Una americanada más, aunque no podamos tragar a los americanos y los califiquemos de mil formas diferentes y ninguna sea la de guapos.



         Sin embargo, no siempre que eso ocurre trata de expresar modernismo; mucho menos progresismo. Hay veces que los nombres se cambian con el fin de camuflar o despistar sobre el verdadero sentido del concepto, de la situación, de un acierto o de un fracaso.



         Tal es el caso de los restaurantes de alta cocina, los estelares de Michelín, esos que te vendían humo (literalmente) con sabor a aguacate con roquefort. Restaurantes con menús degustación que te ponían como plato una especie de dornillo blanco, y en el fondo, un trocito de carne pintada con una crema de cualquier color. Me recordaban a aquel señor que entró en un restaurante y pidió un filete en su punto con patatas fritas. Al poco rato de servírselo, el maître del restaurante se le acercó y le preguntó: “¿Cómo ha encontrado el señor el filete?”, y el señor comensal le respondió: “… pues de casualidad. ¡Estaba debajo de una patata!”.



         Ahora, estos negocios hosteleros, los de los grandes chefs españoles, en vista de la poca aceptación de sus “menús”, han pasado a denominarse “gastrobares”; son los que aún mantienen la conciencia de progresismo y modernismo. Otros han preferido llamar a las cosas por su nombre y los denominan “bares de tapas” a secas, como siempre.


         Desde que un rey obligara a los taberneros de su territorio a poner encima de la boca del jarro de vino, a modo de tapa, una vianda para acompañar al vino y evitar la ebriedad prematura de sus soldados, la cultura de la tapa ha arraigado, y de qué forma, en nuestra sociedad. Tapas, pinchos, aperitivos son nombres que se le da al pequeño sustento que estos locales nos ofrecen como acompañamiento a nuestra consumición. De ahí su nombre: bares de tapas, bares de pinchos, aperitivos variados, etc.



         La denominación de gastrobares, amén de lo rebuscado de la palabra y el empacho de modernez que provoca, no deja de ser esos mismos negocios culinarios de alto standing pero ofreciendo variedad de tapas y aperitivos a modo de degustación, lo cual no deja de ser un camuflaje, un cambio de nombre de los restaurantes michelinenses de alta cocina. Dicen que lo hacen para adaptarse a las nuevas costumbres de la sociedad, cuando lo que hacen en realidad es camuflar el fracaso de sus negocios, ocultar el ocaso de un estilo de vida que no se correspondía en modo alguno con nuestra cultura.



         Las juergas a 70 u 80 euros han pasado a mejor vida. El comer y beber humo embotellado no alimentaba, aunque tampoco ayudaba a mantener la dieta, menos aún si ésta es económica. Urgía una reconversión en nuestros hábitos culinarios, y qué mejor que una vuelta a nuestros orígenes, a aquello que nunca deberíamos de haber olvidado y dejado de lado, a los bares de tapa de toda la vida, los de nuestro pueblo, nuestro barrio, de nuestro vecindario. Pero eso sí, llamándolos como siempre se les ha llamado. Dejémonos de “flimmes” y sigamos viendo nuestra propia “pinícula”, esa en la que nosotros mismos somos los verdaderos protagonistas.