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viernes, 29 de noviembre de 2019

CULTURA ACTIVA Y OTRAS HIERBAS


      “La cultura no es estática, está en constante evolución adaptándose a los cambios sociales, modificando festividades, desapareciendo unas que han dejado de tener razón de ser en la actualidad, y apareciendo e implantándose otras como forma de adaptación o evolución a los nuevos tiempos”.

         La frase anterior bien podría ser una declaración de cualquier profesional de la antropología que quisiera justificar, entre otros cambios sociales, el decaimiento progresivo que viene sufriendo la festividad de los Reyes Magos como noche mágica de espera de regalos, además de señalar el fin de las fiestas navideñas, y el auge y casi implantación que ha tenido Papá Noel al comienzo de las mismas a modo de pistoletazo de salida para dar comienzo a bacanales y diversión sin coto ni medida. Lo que antes era una noche familiar y casi entrañable aderezada con villancicos y buenos deseos, hoy día es una noche “maldita”, donde la hipocresía, los rencores y los malos modos son los platos fuertes de la cena, esperando con impaciencia la gran tarta de postre que es Papá Noel pare recibir regalos insulsos e inservibles que marquen el comienzo del fin de esa pesadilla que se está viviendo un año más y que no se termina de ver el fin.

         Y la pregunta que yo me haría ahora es: “¿de verdad que ese cambio extremista en cuanto al concepto que tenemos de esa noche obedece a una cultura activa y a una evolución social, o más bien obedece a una actitud personal de cada uno provocada por una alteración de la comodidad en la que estamos instalados y que nos impide adaptarnos, no ya a los cambios sociales, sino a los demás? Creo que si hoy día habláramos llamándole al pan, pan, y al vino, vino, dejaríamos de hablar de cultura activa o pasiva, de sociedad cambiante o conservadora, y llamaríamos por su nombre a lo que realmente está sucediendo: comodidad y aburrimiento por hartazón de todo. Hoy día tenemos todo y de todo, y queremos sensaciones y vivencias nuevas que, sin sacarnos del todo de nuestra queridísima comodidad y zona de confort, si nos trate de expulsar de ese aburrimiento y soporífero vivir que se hemos convertido nuestra vida. Y digo que hemos convertido, no que se ha convertido, porque los únicos que nos hemos querido instalar en ese soporífero aburrimiento hemos sido nosotros mismos con nuestra actitud hacia la vida, hacia la sociedad y, por ende, hacia los demás.
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         Podríamos dejar de lado la tan aludida y socorrida Navidad como paradigma de fiesta bandera para justificar ese “cambio social y de costumbres” y hacer una referencia a otras muchas que van apareciendo y surgiendo de ese hipócrita aburrimiento al mismo tiempo que se están eliminando otras por atentar gravemente contra nuestra comodidad.

         Halloween, Oktoberfest, Black Friday, Cyber Monday, Babyshower, Single Day, despedidas de soltero bacanalíticas, etc, etc. Todas estas fiestas no son más que una asimmilación de fiestas de otros países (fundamentalmente fiestas norteamericanas) que las vamos o ya las hemos asimilado como propias; incluso nuestros más jóvenes las tienen inmiscuidas e interiorizadas como fiestas pertenecientes desde tiempos inmemoriales a nuestro calendario festivo, fruto de vivirlas desde la primera y tierna infancia en guarderías y colegios de educación infantil, impuestas, a su vez, por profesionales de la enseñanza instalados en ese pertinaz y dañino aburrimiento en que han convertido su vida. Sus propias vivencias las trasladan a sus pupilos en una edad en la que la asimilación de nuevas experiencias y sensaciones está en el punto más álgido de su evolución.

         Si las fiestas anteriores las analizáramos con algo más de detenimiento, concluiríamos que son fiestas populares que nada dicen de nuestro riquísimo calendario festivo, civil y religioso del que deberíamos hacer gala. Son fiestas puntuales, de un solo día en su primigenia implantación de procedencia en la mayoría de los casos, y que nosotros las hemos asimilado e implantado “sólo y exclusivamente” en sábados, no en cualquier otro día, incluso sin respetar el verdadero día de celebración. Esto último no es más que la certera y clara aseveración de lo que veníamos diciendo acerca de la maldita comodidad y el dañino aburrimiento en el que se ha instalado la sociedad actual. Incluso muchas de ellas, con sólo leer el nombre, deduciríamos fácilmente el país de procedencia. Es el país que tanto admiramos para lo que nos interesa y tanto odiamos para lo que no nos interesa. El país del que asimilamos sus fiestas (aún nos queda por asimilar el Día de Acción de Gracias sin tener ni pajotera idea de lo que es y lo que significa; tiempo al tiempo) por conveniencia, y odiamos todo lo que hace fuera de él. Estoy seguro que todos sabrían reconocer y traducir sin dificultad alguna la típica frase Yankees, go home, expresión más cerca del odio que del amor (si es que algunos saben lo que son ambas cosas y saben diferenciarlas). Una muestra más de cómo la comodidad y el aburrimiento se puede sazonar con algo de hipocresía (de ésta última, la que pida, como la harina en la cocina).
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         Pero es que esos tres virus malditos y prolíficos no solamente están infestando las “fiestas nacionales”; están carcomiéndose también la comida y la riquísima gastronomía española, esa que tanto adoran los turistas en nuestro país cuando vienen de vacaciones. Avena, alfalfa (¡es broma!), quinoa, cuscús, humus, salsa harissa, sushi, fustomaki, tofú, algas marinas, wasabi, etc., son productos o alimentos referentes de nuestra alimentación hoy día que incluso pueden llegar a calificar o descalificar a quién los consume o los deja de lado por otros más “nuestros” y, por supuesto, mucho más saludables. Hoy día desechamos por sistema los cocidos, tanto madrileños como lebaniegos, fabadas de cualquier denominación de origen, verduras de cualquier color de hoja y tallo, fruta por tener azúcares (¿qué se espera encontrar esa gente en una fruta si no es azúcar y agua?), panes y barras tradicionales, de esas de harina, levadura y masa madre, etc. Esos son alimentos que desechan “per se” por obsoletos y conservadores (no progresistas en definitiva), aunque el nutricionista más desnutrido nos diga que son los mejores y más eficaces para cuidad nuestra salud. Y los desechan porque los conocen. De los que no conocen y en tiempos pretéritos tuvieron importancia en la alimentación de sus padres y abuelos no dicen nada; ¡como los conocen! Atrás quedaron los pitos duros y blandos, los casaillos, el poleo, las sopas de leche, las rebanás (ahora se llaman picatostes y sólo se comen en mínimas dosis y en el gazpacho andaluz), la carne de membrillo, el mostillo, etc.

         Considero que llegados a este punto es tontería continuar; no vale la pena. Creo que ha quedado suficientemente demostrado que lo que los profesionales de la antropología y la sociología tratan de justificar, no tiene ninguna justificación. La cultura no es estática, eso está claro, pero tampoco su imparable activismo es consecuencia de ese cambio social al que aluden. Estoy totalmente de acuerdo en que un cambio social es producto de un cambio de sus componentes, nosotros en este caso, pero el cambio obedece más a una consecuencia del aburrimiento, hartazón y comodidad que la necesidad de ese cambio social para adaptarnos a unos nuevos tiempos impuestos por factores que se encuentran fuera de nuestras posibilidades de modificación, como puede ser el cambio climático, por mucho que se hable, se diga y se manifieste uno.

         Aburrimiento, hartazón y comodidad, a partes iguales, son las enfermedades que más daño están causando hoy día entre nosotros. Son virus que los hemos creado nosotros y estamos poniendo muchísimo empeño en alimentarlos y engordarlos como signo de opulencia y estatus social. Ya veremos el resultado de esta sobreabundancia, pero, ya a mediados del siglo pasado, muchos médicos “pueblerinos” ya diagnosticaban que la peor enfermedad del hombre era la comodidad. De momento no se han equivocado, y mucho me temo que su diagnóstico va a ser demasiado duradero, e incluso me atrevería a decir diagnóstico perenne. Diagnóstico in seculam secolurum, como diría don Ino (¡saludos para él!).


sábado, 11 de mayo de 2013

LA CULTURA DE LA TAPA



     La cultura de la tapa, como cualquier otra tradición, debe formar parte del “modus vivendi” de las personas de un determinado pueblo, ciudad o provincia. La cultura de la tapa no se puede implantar de la noche a la mañana a través de semanas gastronómicas de pinchos, tapas u otras viandas a precios populares cual almacenes orientales. La cultura de la tapa debe de tenerla inculcada el hostelero que pone su negocio en una determinada población o ciudad, y la debe de tener el consumidor exigiéndola “per se” como un derecho creado en la noche de los tiempos.

     La cultura de la tapa no se puede crear; se debe de nacer con ella. No podemos ofrecer semanas gastronómicas de lo que sea y cerrar los negocios hosteleros los domingos o domingos tarde. Eso pone de manifiesto que dicha cultura de la tapa no está arraigada ni entre la población ni entre los propios hosteleros, y que estos últimos se obligan a hacerlas y ofrecerlas a sus clientes simplemente como mero incentivo económico, pero no cultural ni tradicional.

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     En provincias como Ciudad-Real, y la mayoría de las provincias de Castilla y León y País Vasco, la cultura de la tapa está instalada entre su población y, por ende, entre sus hosteleros. Allí no hacen falta semanas gastronómicas de nada para fomentar su consumo ni para atraer a la gente a estos locales. Ellos lo hacen y consumen tapas porque es su forma de vida y otra forma de ocio. Podrán hacer semanas gastronómicas, pero siempre enfocadas a un determinado producto de su tierra o a un determinado animal autóctono, nunca las harán para fomentar el consumo y atraer clientes a sus locales. Para ellos la tapa forma parte de su vida social y familiar. Celebran festividades privadas en torno a ella en vez de hacerlo en chalets y casas de campo alejadas de toda vida social. Y lo mismo ocurre con los dueños de los locales hosteleros, que compiten entre ellos por llevarse el mejor reconocimiento de su población, y lo hacen sin semanas culturales ni gaitas, porque lo llevan dentro y porque son conscientes de que si no lo hacen así no van a tener clientela. Y lo que jamás se les ocurriría sería cerrar un domingo, ni siquiera por la tarde; las consecuencias de esa decisión serían “mortales de necesidad”. Un pueblo de la provincia de Valladolid tiene tan inculcada la cultura de la tapa que los comercios cierran todos los jueves para abrir durante todo el domingo y así facilitar y fomentar la compra en sus negocios aprovechando la ingente cantidad de gente que sale a “tomar tapas” durante todo el día del domingo. Eso es cultura de la tapa; lo demás es “música celestial”.

     La cultura de la tapa se tienen que “mamar” y quedar con los amigos para “comer en vaso”, en vez de visitar y comer de “sobaquillo” en ciudades más cosmopolitas cercanas a la nuestra. Todo lo demás es dar palos de ciego sin querer reconocer nuestra propia realidad. Es querer curar a un enfermo sin saber lo que le pasa; ni tan siquiera sin saber si realmente está enfermo o es su propia constitución.

martes, 23 de abril de 2013

DE "PINÍCULA" A "FLIM"



¡Toda la vida se ha dicho “pinícula” y ahora se dice “flim”!



         Con esta frase tan popular en la sociedad rural de la España de finales de la postguerra, se quería expresar el desacuerdo o queja por la introducción paulatina y progresiva de anglicismos que el sector más “progre” de la incipiente y emergente nueva sociedad española utilizaba para referirse a situaciones, conceptos y definiciones plenamente establecidos y conocidos por todos, pero que cambiaban de nombre sin motivo y explicación aparente alguna. “¡Siempre lo hemos llamado así! ¿Por qué ahora hay que llamarlo de otra forma y liarnos más de lo que ya estamos, después del esfuerzo que nos ha costado aprenderlo de esta manera?” No lo entendían. Nunca lo entendieron.



         Y es que, ese cambalache lexicográfico siempre ha sido, incluso aún en nuestros días, un signo de modernismo, de progreso, de transgresión que la sociedad ha utilizado en las diversas etapas por las que ha ido pasando. ¿A quién no se le escapa un “chiao” para despedirse cuando en realidad es un “adiós” a secas? Queda más finolis. ¿Y lo de “pavos” en vez de euros? Una americanada más, aunque no podamos tragar a los americanos y los califiquemos de mil formas diferentes y ninguna sea la de guapos.



         Sin embargo, no siempre que eso ocurre trata de expresar modernismo; mucho menos progresismo. Hay veces que los nombres se cambian con el fin de camuflar o despistar sobre el verdadero sentido del concepto, de la situación, de un acierto o de un fracaso.



         Tal es el caso de los restaurantes de alta cocina, los estelares de Michelín, esos que te vendían humo (literalmente) con sabor a aguacate con roquefort. Restaurantes con menús degustación que te ponían como plato una especie de dornillo blanco, y en el fondo, un trocito de carne pintada con una crema de cualquier color. Me recordaban a aquel señor que entró en un restaurante y pidió un filete en su punto con patatas fritas. Al poco rato de servírselo, el maître del restaurante se le acercó y le preguntó: “¿Cómo ha encontrado el señor el filete?”, y el señor comensal le respondió: “… pues de casualidad. ¡Estaba debajo de una patata!”.



         Ahora, estos negocios hosteleros, los de los grandes chefs españoles, en vista de la poca aceptación de sus “menús”, han pasado a denominarse “gastrobares”; son los que aún mantienen la conciencia de progresismo y modernismo. Otros han preferido llamar a las cosas por su nombre y los denominan “bares de tapas” a secas, como siempre.


         Desde que un rey obligara a los taberneros de su territorio a poner encima de la boca del jarro de vino, a modo de tapa, una vianda para acompañar al vino y evitar la ebriedad prematura de sus soldados, la cultura de la tapa ha arraigado, y de qué forma, en nuestra sociedad. Tapas, pinchos, aperitivos son nombres que se le da al pequeño sustento que estos locales nos ofrecen como acompañamiento a nuestra consumición. De ahí su nombre: bares de tapas, bares de pinchos, aperitivos variados, etc.



         La denominación de gastrobares, amén de lo rebuscado de la palabra y el empacho de modernez que provoca, no deja de ser esos mismos negocios culinarios de alto standing pero ofreciendo variedad de tapas y aperitivos a modo de degustación, lo cual no deja de ser un camuflaje, un cambio de nombre de los restaurantes michelinenses de alta cocina. Dicen que lo hacen para adaptarse a las nuevas costumbres de la sociedad, cuando lo que hacen en realidad es camuflar el fracaso de sus negocios, ocultar el ocaso de un estilo de vida que no se correspondía en modo alguno con nuestra cultura.



         Las juergas a 70 u 80 euros han pasado a mejor vida. El comer y beber humo embotellado no alimentaba, aunque tampoco ayudaba a mantener la dieta, menos aún si ésta es económica. Urgía una reconversión en nuestros hábitos culinarios, y qué mejor que una vuelta a nuestros orígenes, a aquello que nunca deberíamos de haber olvidado y dejado de lado, a los bares de tapa de toda la vida, los de nuestro pueblo, nuestro barrio, de nuestro vecindario. Pero eso sí, llamándolos como siempre se les ha llamado. Dejémonos de “flimmes” y sigamos viendo nuestra propia “pinícula”, esa en la que nosotros mismos somos los verdaderos protagonistas.