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viernes, 12 de agosto de 2016

DON INO Y LOS "MOLONES"

          
          Eso de las modas y los cambios de costumbres siempre ha existido. Y en mis tiempos, los padres se enfadaban con sus hijos sobre las nuevas formas de vida que éstos iban adquiriendo. El enfado de los padres no era tanto por el nuevo estilo de vida adoptado por sus vástagos, sino por no continuar con lo ya establecido, con la costumbre, con la tradición. La nueva vida del hijo no era por llevar la contraria a los padres, sino como forma de reivindicarse en el mundo, en la vida, como un llamar a la puerta del avance y del progreso, siendo unas veces conscientes y otras inconscientes de lo que podía acarrear lo nuevo por establecer, y el poco conocimiento o el mal uso de las palabras avance y progreso, la mayoría de las veces prostituidas para ocultar la verdadera realidad: querer hacer lo que venga en gana el día que venga en gana, a la hora que venga en gana.

         A la par de la existencia de modas y cambios de costumbres, también ha existido siempre, y asociados a esos cambios, el borreguismo, la magnificencia de lo conseguido, y el enfrentamiento y la rotura de relaciones con todo aquel que le intente discutir su nueva cultura y forma de vida. El “conmigo o contra mí” se convierte en la mayoría de las ocasiones en el lema que agita su bandera, bandera que como todas las anteriores, las presentes y las venideras acabará desfilachada, rota y menguada en forma y tamaño de tanta agitación, y tanto ondeaje al viento. Eso es lo que quizás ellos no saben o lo ocultan si lo saben, lo que es aún peor y más peligroso, porque lo que hacen y cómo lo hacen lo hacen a conciencia y con un determinado fin oculto, casi siempre enfocado en el prójimo, y si es el más débil, mejor, más fácil es todo.

         Pero mientras que en mis tiempos y años posteriores, muy posteriores, esos cambios sociales juveniles y no tan juveniles se producían más o menos separadas en el tiempo, en la actualidad los cambios son más veloces, más rápidos, no dando tiempo a adaptarse a una moda cuando ésta desaparece de la noche a la mañana, y de la mañana a la noche aparece otra nueva.

         El motivo es bien fácil de adivinar: los creadores de las modas y sus pseudoseguidores quieren la exclusividad, quieren darse a conocer como una minoría vanguardista, rompedora, salvadora, respetuosa con los animales (ver la violencia literariamente hablando de los antitaurinos), deportistas, poco consumistas, ecológicos. En el momento que el borreguismo ensalza y comienza a agitar su nueva bandera, dicha cultura o moda desaparece para iniciar la andadura una nueva contracultura con el mismo fin que la anterior, y por supuesto que la venidera: tratar de vender cosas y molar, a la par que llamar la atención con un buen número de imbecilidades y escándalos con el único objeto de mantenerse en la palestra. Si no ha quien les diga lo guapos y molones que son, comienzan a incendiar las redes sociales contra todo aquel que no participa de sus estupideces, y cuando comienzan a darse cuenta que lo que querían hacer (si es que querían hacer algo de verdad válido) no iba a cambiar el mundo y tratar de adaptarse a sus gustos, desaparecen de la escena social y aparecen al cabo de un ratito con otro surtido de imbecilidades y estupideces muy cercanas y similares a las dejadas por sus antecesores (que en realidad son los mismos, ya que en vez de llevar pantalón de campana lo llevan de pitillo. Hay que ver lo puesto que estoy en esto para ser un cura de los siglos XIX y XX). Y es que para ellos, todo lo masivo no significa nada y tienen que sacar e inventar una nueva y absurda etiqueta social para poder soportar mejor la estupidez humana, basada, como no, en el vanaglorismo y en el miramiento de ombligo.



         Con la cantidad de vocaciones sacerdotales que había en mis tiempos, ¿os imagináis que cada poco tiempo comenzáramos un grupo de curas a tratar de cambiar la liturgia de la misa? ¿Os imagináis una misa oficiada por una caterva de estos gafapastosos? Veamos: en vez de utilizar agua y vina en la consagración, utilizarían un gin-tonic con bolitas negras parecidas a cagarrutas de oveja; en vez de una oblea de pan, utilizarían pan de pueblo con una corteza de dos centímetros de gorda, por lo artesanal y fermentación casera, lo que obligaría a sacerdotes de cierta edad a llevarse a la misa un mortero para machacar la corteza del pan para poder tragárselo en vista de las poquísimas piezas dentales de que dispone para atacar semejante lancha de pan; en vez de darnos la mano en la paz, se inventarían un saludo estilo afroamericano que los feligreses deberían ensayar media hora antes del comienzo de la misa debido a la complejidad del mismo, pero santo y seña oficial de dicha congragación; en vez de rezar el Padrenuestro cogidos de la mano, realizarían la ola, lo que añadiría un plus de calidad al oficio debido a su compenetración con el deporte, aunque con la edad media de los feligreses, … no sé yo; y ya en la comunión en vez de dar al feligrés que así lo desee una hostia consagrada, le darían una rosquilla de San Isidro o una caridad de San Antón, con el agravante de que, obviamente, los feligreses comulgados no podría tragarse así como así, teniendo que dar tiempo para su masticación y quitada de hipo posterior, entrando en este punto de la misa un nuevo elemento muy nuestro: el vasillo de “limoná”, para tratar de acelerar la quitadura de hipo y de paso fomentar la gastronomía de la zona, valor añadido tanto para la misa como el fomento del turismo en la zona. ¡Tope la misa!

         Si todo esto os ha parecido una soberana idiotez (que lo es, sin parecer ni nada) y lo trasladamos al día a día, nos daríamos cuenta de la cantidad de imbecilidades que tratar de meternos por los ojos y por la boca, además de por otros sitios, tratándonos de convencer que eso es lo que de verdad vale, lo que debe ser, lo que debemos hacer y seguir para estar en la onda y, cómo no, en la cresta de la ola. No hay día que pase sin que aparezca un nuevo producto, un nuevo complemento, un nuevo alimento, un nuevo estudio dirigido sobre tal o cual cosa que avale el nuevo estilo social estúpido impuesto. Hay mucho y muy variado, pero trataré de citar sólo algunos, quizás los más llamativos o los que más a mano nos pueden quedar a nosotros, los “normales”, los “anti”, los “criticaores”, “carcas” y “pasados de moda”.

-      Cerveza artesanal: esta mezcla de jarabe para la tos, agua oxigenada y alcohol de noventa y seis a partes iguales, con una graduación alcohólica superior en algunos casos a los siete grados, está subiendo como la espuma (no la de la cerveza) Son incontables las marcas de cervezas artesanales que están surgiendo. Parece como si cada uno de estos visionarios tuviera un alambique o una destiladora en su casa. Eso sí, ninguno siembra o cosecha su “cebá”; eso es para otros, suyo es el trabajo artesanal y la comercialización y convencimiento borreguil. Lo de ir de cañas con este tipo de cervezas puede ser lo más parecido a una quedada para zampar potitos aguados pero con mucho alcohol. La anunciada castaña futura es cuestión del número de “cucharás” de potitos.


-      Café de color azul: es el tope de la gama de imbecilidades, estupideces e idioteces. Se la denomina blue latte, y se vende por el pírico precio de ocho euracos (no sé si el trago o la taza tipo café solo negro). Su alto valor nutricionista es que es antioxidante, de lo que se infiere que este potingue no está fabricado con agua, porque si hay algo que oxide más que el agua que me lo digan. Dicen que es muy saludable y que está cien por cien libre de materia animal, lo que no acabo de entender, ya que el café no es producto animal, a no ser que se refieran al borrico usado por Juan Valdés cuando baja el café de las montañas colombianas camino al “tostaero”, o se refieran al mismo Juan Valdés, animal también él pero de otro estilo. En fin, a ocho euros la tirada, los fabricantes de Lexatín están que les topa la ropa al cuerpo, por la caída de ventas.


-      Bicicletas viejas para no montar: como estas tribus (no sé si urbanas o no) no utilizan el transporte público (apoyando lo nuestro que se llama), utilizan la tracción animal, es decir, la suya, y prefieren, entre otros transportes, la bicicleta, aunque en muchos casos, o mejor dicho, en la mayoría, no van subidos en ella, sino empujándola, signo y símbolo de la confraternización entre hombre y máquina. Pero antes de esa ceremonia, la máquina ha sido repintada con colores chillones estilo Titanlux a brocha y papal recogegotas, por si alguna vez les da por madrugar para pasear por en mitad el campo y ofrecer un colorido campestre rompedor, muy lejos del mimetismo de la fauna autóctona lo habita, pero esa es la única forma que alguien pueda reparar en ellos, aunque sólo sea para soltar una borriquería verbal muy propia y adecuada a la situación. Siempre les quedará la opción, en el piso de treinta metros cuadrados, de colgarlas en el techo y llenarlas con macetitas de cactus y bonsáis atados con bridas de electricista, aunque esto último no sea una buena idea, ya que, con el tiempo, una bolsa de bridas para un electricista profesional puede llegar a costar cinco euros por brida, con el consiguiente incremento en las instalaciones eléctricas. Para que luego digan que no convierten en oro todo lo que tocan.

Foto de Sanz J Danilo

-      Batidos de frutas y verduras (smoothies para los amigos): todo molón barbudo y gafapastoso debe tomar un batido de frutas (solo) o verduras (solo) o un potingue de ambos, si es verdad que se considera un rompedor y un amante de la comida vegana (¿vegetariano de “toa la vida”?), probiótica (seguro que casi ninguno sabe qué es eso), proteínica (ver anterior paréntesis) y protectora y preservadora del medio ambiente, aunque esto último solo puede ser cierto a medias. Después de tomar uno de esos mejunjes, esta tribu nota como poco a poco van sintiéndose mejor, sobre todo de un día para otro, cuando la papilla alimentaria comience a hacer su efecto y se pasen toda la noche dándole voces al señor Roca sin posibilidad de un alivio “levantaor”, aunque sólo ser para estirar las piernas. Como no pueden reconocer la “tontá” que han hecho, siempre les quedarán consecuencias buenas conseguidas con el brebaje, como lo “limpicos” que se van a quedar y su iniciación a la literatura en la biblioteca del pobre, comenzando, eso sí, con algo fácil y sencillito: Ulises de James Joyce. Sobre la cuarta página, con permiso duodenal, van a su mesita de noche para coger uno de sus libros de cabecera, Fray Perico y su borrico, de Juan Muñoz Martín que, para autoconvencerse de nuevo, dicen que lo leen y memorizan para cuando les cuenten cuentos a sus hijos. Más cuentistas no pueden ser. Tope.


-      Pan artesano o pan moreno: como ya dije cuando auguré una misa hípster y molona, el pan de estos contraculturas es un pan con un cortezón de tres o más centímetros de grosor, conseguida con una fermentación natural y una cocción lenta. Esto hace que el pan pueda durar algo más de un día, muy lejos del tiempo que dura una barra caliente de los establecimientos pret-a-porte orientales que hay cada dos puertas en cualquier ciudad o pueblo más o menos grande que se precie. Eso sí, el precio de esta maravilla incorruptible y fibrosa puede rondar los nueve euracos el kilo, lo que hace que no pongamos cara de extrañeza cuando en un establecimiento hostelero nos cobren diez euros por un montadito de tortilla francesa sin más más; el pan es artesanal, suele ser la justificación. Si a eso le añadimos que los huevos son ecológicos (¿o lo son las gallinas?) y proteínicos, lo que favorece una alimentación macrobiótica y ortoréxica (que tanto ellos como  yo no sabemos qué significa ese tipo de alimentación aunque mucho me temo que es una alimentación de “toa la vida” cambiada de nombre, muy de estos molones para vender y, sobre todo, encarecer productos), los diez euros del “montao” se nos hacen baratos y dejamos cincuenta céntimos de propina balbuceando algo sobre su uso en una barbería, síntoma del cabreo que llevamos por ser víctimas de otra estafa legar a la que nos abocan estos molones. Como el pan, dicen, puede durar más de un día, decidimos comernos el “montao” a trocitos pequeñitos tipo miguitas de Pulgarcito durante las cinco comidas que recomienda la OMS para darle coba a los diez con cincuenta euros del manjar, acordándonos siempre de nuestra gloriosa barra de Viena con trozos de magras dentro, sólo para merendar. Han vuelto a convertir en oro (o en miseria, según para quién) todo lo que tocan.


-      Canastas de frutas (madera de palés para ser más exactos y llamarle al pan, pan y al vino, vino): en otro intento de llamar la atención, tanto por la “tontá” como por el engaño, estos urbanitas molones han puesto de moda las canastas de madera de frutas y los complementos de interior fabricados con madera de palés. No hay casa molona ni café clónico, restaurante o establecimiento regentado por esta gente que no tenga mesas, estanterías, maceteros, armarios (empotrados y sin empotrar), sillas, etc., etc., fabricados con esa madera. Ellos dicen que son complementos ecológicos, que es madera reciclada, cuando lo cierto y verdad es que es madera rutilantemente nueva de puro pino gallego, llegando a hablar diversas federaciones regionales y nacionales de la madera de una “maderización”, o sea, una tendencia nueva en los envases con el fin de imitar la madera o realizarlos con madera. Y si fuera el Amazonas me pondría a temblar pensando en el estropicio que me harían estos molones madereros en los próximos años. Por cierto, ¿habrán oído hablar estos listos de la carcoma? Lo mismo la cocinan a fuego lento después de criarla en su casa pensando que también es comida ecológica.


-      Obsolescencia de Ortega y Gasset: aquello se “yo soy yo y mis circunstancias” que decía esta buen José lo han asimilado, abanderando y prostituido de tal forma que todo lo demás se lo pasan por el arco de sus piernas con galibo bajo con el fin que roce donde debe rozar. Ellos son ellos, y no los demás, o como los demás, y para conseguirlo y tratar de diferenciarse del resto de los “normales” han cambiado de nombre a todo aquello que les ha parecido bien, mejor dicho, más que cambiar de nombre lo han inglesizado, por no decir idiotizado. Ahora no hay compradores con personalidad comprando lo que desean, sino “Personal Shooper”, que no es lo mismo; ellos son una cosa y nosotros otra, pero sigue sin ser lo mismo. Ellos utilizan la técnica del Mindfulness para trabajar; nosotros, cuando trabajamos, prestamos atención plena en cada momento en lo que estamos haciendo, aunque no entiendo muy bien donde está la diferencia de unos y de otros, ¿quizás en que nosotros no tenemos tantos pájaros en la cabeza cuando trabajamos?. Ellos tienen “coachs” para todo y consultan con “influencers”; nosotros nos las apañamos como podemos y aprendemos todos los días del día a día, nuestros éxitos y nuestros fracasos son nuestros y de nadie más, como nuestras alegrías y nuestras penas. Eso sí, somos y seremos siempre mucho más libres y personales, sin “coachs” ni “influencers”. Ellos miran al adelgazamiento para obtener un cuerpo que cumpla con sus cánones establecidos. Para ello utilizan el “running”, el “crossfit”, el “fitness”, el yoga, la terapia dietox, comen “clean food” y no comen “bad food” y obtienen el estado “wellness” después de intentos y más intentos sin conseguirlo, pero diciendo y vanagloriándose de ello en los círculos adecuados y molones. Nosotros seguimos comiendo turrón y polvorones en verano, comemos “cascamonos” de primer plato y una sarta de chorizos y morcillas secados encima de la leñera como segundo plato. El postro puede ser pan de Calatrava o media sandía, según si el tiempo acompaña. Luego nos vamos a inflar la rueda de un tractos con una bomba manual (eso sí, la rueda pequeña). Ellos toman quinoa, bayas de Goji, aguacates (guacamole), chía, kale (berzad de “toa la vida”); nosotros tomamos patatas en bicicleta, macarrones con chorizo, migas, gachas, magras, chorizo cabecero, torreznillos de carántula, tiznao, poleo, atascaburras, patatas al montón, cebolla con huevo, perdiz en escabecha, sardinas de cuba, tortas de chicharra, rosquillos fritos, pestiños, roscapiña, torrijas, arrope, y hacemos vinos de pitarra y mistela con mucho clavo (miedo me da pensar cómo y, sobre todo, con qué harían ellos la mistela); vamos menudencias tentempiés para pasar la mañana, … y nosotros tan normales. ¡Mundo cruel!


Estos molones, hípster, yuccies o como se llamen ahora o dentro de un rato, tienen entontecida a media sociedad, sobre todo a la parte más joven de ella. Los están llevando a una sociedad de la excelencia, de ritmos frenéticos, de resultados inmediatos. Les están creando un entramado sociocultural que les construye sus propias subjetividades, eliminando de ellos cualquier resquicio de personalidad, lo que de verdad diferencia a un ser humano de otro. Da pena verlo y mucha rabia decirlo y denunciarlo, pero considero que solo así se puede llegar a cambiar toda la tontunez de la que estamos invadidos.

Muchos de vosotros consideraréis que mi denuncia social es meterme donde no me llaman, que con no hacerles caso es suficiente; que si no me gusta pues no los sigo y que deje vivir a los demás, que cada uno haga lo que quiera. Quizás llevéis razón los que pensáis eso, pero creo que yo también la llevo porque considero que todo tiene un límite, el de cada persona o ser humano, y el tener a alguien constantemente intentando cambiar los límites diciendo a los demás lo que deben y no deban hacer, lo que deben y no deben pensar, lo que deben y no deben comer, lo que deben o no deben beber, lo que deben y no deben pagar, cómo deben y no deben vestir, qué música deben y no deben oír, cómo deben y no deben trabajar, en qué deben y no deben emplearse; en definitiva, qué está bien y qué está mal.

Muy mal vamos si nos dejamos llevar y guiar por todas estas formas. El ser humano tiene, o debe tener, la suficiente personalidad para estar por encima de todo eso, y la suma de todas las personalidades de todo ser humano que forma nuestra sociedad es lo que la hace grande y fuerte. La anulación de la personalidad tiene consecuencias nefastas, terribles y horribles (ver algunos pasajes de la historia reciente de España y Europa y luego me contáis).

Soy (o fui) un “carca” (además de muy viejo y muy antiguo), y lo sé (o lo sabía), pero sé (o supe) lo que soy y siempre he querido (quise) seguir siendo lo que soy; al menos puse todo mi empeño para que nadie me anulase o me quitase mi personalidad. Es (o era) mía, y es lo que me diferencia (o diferenciaba) de los demás seres humanos. Ego sum.


sábado, 11 de mayo de 2013

LA CULTURA DE LA TAPA



     La cultura de la tapa, como cualquier otra tradición, debe formar parte del “modus vivendi” de las personas de un determinado pueblo, ciudad o provincia. La cultura de la tapa no se puede implantar de la noche a la mañana a través de semanas gastronómicas de pinchos, tapas u otras viandas a precios populares cual almacenes orientales. La cultura de la tapa debe de tenerla inculcada el hostelero que pone su negocio en una determinada población o ciudad, y la debe de tener el consumidor exigiéndola “per se” como un derecho creado en la noche de los tiempos.

     La cultura de la tapa no se puede crear; se debe de nacer con ella. No podemos ofrecer semanas gastronómicas de lo que sea y cerrar los negocios hosteleros los domingos o domingos tarde. Eso pone de manifiesto que dicha cultura de la tapa no está arraigada ni entre la población ni entre los propios hosteleros, y que estos últimos se obligan a hacerlas y ofrecerlas a sus clientes simplemente como mero incentivo económico, pero no cultural ni tradicional.

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     En provincias como Ciudad-Real, y la mayoría de las provincias de Castilla y León y País Vasco, la cultura de la tapa está instalada entre su población y, por ende, entre sus hosteleros. Allí no hacen falta semanas gastronómicas de nada para fomentar su consumo ni para atraer a la gente a estos locales. Ellos lo hacen y consumen tapas porque es su forma de vida y otra forma de ocio. Podrán hacer semanas gastronómicas, pero siempre enfocadas a un determinado producto de su tierra o a un determinado animal autóctono, nunca las harán para fomentar el consumo y atraer clientes a sus locales. Para ellos la tapa forma parte de su vida social y familiar. Celebran festividades privadas en torno a ella en vez de hacerlo en chalets y casas de campo alejadas de toda vida social. Y lo mismo ocurre con los dueños de los locales hosteleros, que compiten entre ellos por llevarse el mejor reconocimiento de su población, y lo hacen sin semanas culturales ni gaitas, porque lo llevan dentro y porque son conscientes de que si no lo hacen así no van a tener clientela. Y lo que jamás se les ocurriría sería cerrar un domingo, ni siquiera por la tarde; las consecuencias de esa decisión serían “mortales de necesidad”. Un pueblo de la provincia de Valladolid tiene tan inculcada la cultura de la tapa que los comercios cierran todos los jueves para abrir durante todo el domingo y así facilitar y fomentar la compra en sus negocios aprovechando la ingente cantidad de gente que sale a “tomar tapas” durante todo el día del domingo. Eso es cultura de la tapa; lo demás es “música celestial”.

     La cultura de la tapa se tienen que “mamar” y quedar con los amigos para “comer en vaso”, en vez de visitar y comer de “sobaquillo” en ciudades más cosmopolitas cercanas a la nuestra. Todo lo demás es dar palos de ciego sin querer reconocer nuestra propia realidad. Es querer curar a un enfermo sin saber lo que le pasa; ni tan siquiera sin saber si realmente está enfermo o es su propia constitución.

martes, 23 de abril de 2013

DE "PINÍCULA" A "FLIM"



¡Toda la vida se ha dicho “pinícula” y ahora se dice “flim”!



         Con esta frase tan popular en la sociedad rural de la España de finales de la postguerra, se quería expresar el desacuerdo o queja por la introducción paulatina y progresiva de anglicismos que el sector más “progre” de la incipiente y emergente nueva sociedad española utilizaba para referirse a situaciones, conceptos y definiciones plenamente establecidos y conocidos por todos, pero que cambiaban de nombre sin motivo y explicación aparente alguna. “¡Siempre lo hemos llamado así! ¿Por qué ahora hay que llamarlo de otra forma y liarnos más de lo que ya estamos, después del esfuerzo que nos ha costado aprenderlo de esta manera?” No lo entendían. Nunca lo entendieron.



         Y es que, ese cambalache lexicográfico siempre ha sido, incluso aún en nuestros días, un signo de modernismo, de progreso, de transgresión que la sociedad ha utilizado en las diversas etapas por las que ha ido pasando. ¿A quién no se le escapa un “chiao” para despedirse cuando en realidad es un “adiós” a secas? Queda más finolis. ¿Y lo de “pavos” en vez de euros? Una americanada más, aunque no podamos tragar a los americanos y los califiquemos de mil formas diferentes y ninguna sea la de guapos.



         Sin embargo, no siempre que eso ocurre trata de expresar modernismo; mucho menos progresismo. Hay veces que los nombres se cambian con el fin de camuflar o despistar sobre el verdadero sentido del concepto, de la situación, de un acierto o de un fracaso.



         Tal es el caso de los restaurantes de alta cocina, los estelares de Michelín, esos que te vendían humo (literalmente) con sabor a aguacate con roquefort. Restaurantes con menús degustación que te ponían como plato una especie de dornillo blanco, y en el fondo, un trocito de carne pintada con una crema de cualquier color. Me recordaban a aquel señor que entró en un restaurante y pidió un filete en su punto con patatas fritas. Al poco rato de servírselo, el maître del restaurante se le acercó y le preguntó: “¿Cómo ha encontrado el señor el filete?”, y el señor comensal le respondió: “… pues de casualidad. ¡Estaba debajo de una patata!”.



         Ahora, estos negocios hosteleros, los de los grandes chefs españoles, en vista de la poca aceptación de sus “menús”, han pasado a denominarse “gastrobares”; son los que aún mantienen la conciencia de progresismo y modernismo. Otros han preferido llamar a las cosas por su nombre y los denominan “bares de tapas” a secas, como siempre.


         Desde que un rey obligara a los taberneros de su territorio a poner encima de la boca del jarro de vino, a modo de tapa, una vianda para acompañar al vino y evitar la ebriedad prematura de sus soldados, la cultura de la tapa ha arraigado, y de qué forma, en nuestra sociedad. Tapas, pinchos, aperitivos son nombres que se le da al pequeño sustento que estos locales nos ofrecen como acompañamiento a nuestra consumición. De ahí su nombre: bares de tapas, bares de pinchos, aperitivos variados, etc.



         La denominación de gastrobares, amén de lo rebuscado de la palabra y el empacho de modernez que provoca, no deja de ser esos mismos negocios culinarios de alto standing pero ofreciendo variedad de tapas y aperitivos a modo de degustación, lo cual no deja de ser un camuflaje, un cambio de nombre de los restaurantes michelinenses de alta cocina. Dicen que lo hacen para adaptarse a las nuevas costumbres de la sociedad, cuando lo que hacen en realidad es camuflar el fracaso de sus negocios, ocultar el ocaso de un estilo de vida que no se correspondía en modo alguno con nuestra cultura.



         Las juergas a 70 u 80 euros han pasado a mejor vida. El comer y beber humo embotellado no alimentaba, aunque tampoco ayudaba a mantener la dieta, menos aún si ésta es económica. Urgía una reconversión en nuestros hábitos culinarios, y qué mejor que una vuelta a nuestros orígenes, a aquello que nunca deberíamos de haber olvidado y dejado de lado, a los bares de tapa de toda la vida, los de nuestro pueblo, nuestro barrio, de nuestro vecindario. Pero eso sí, llamándolos como siempre se les ha llamado. Dejémonos de “flimmes” y sigamos viendo nuestra propia “pinícula”, esa en la que nosotros mismos somos los verdaderos protagonistas.