martes, 30 de marzo de 2021

DON INO Y LA SECULARIZACIÓN DE LA SEMANA SANTA

 


Ilustrísimas y reverendísimas fuerzas vivas todas que pululáis por este templo de la sabiduría y el conocimiento, que os decantáis por textos ensalzadores del dios Hipnos en vez de disfrutar de imágenes poderosas, edificantes y dignas de toda loa sobre el ser humano y sus formas y maneras de ser aún mejores personas de lo que ya lo son (¡el que lo sea o quiera ser!), autoridades domésticas y de “andar por casa”, hermanos mayores, medianos y pequeños. Hermanos todos: hoy es un buen día pandémico, vírico y con “el moco tendío” para sermonear uno, oír todos y escuchar pocos o ninguno, y continuar con nuestra tan querida, controvertida y, a veces, problemática Semana Santa.

En este nuevo pseudopanegírico me gustaría hacer alusión a una situación que comenzó a ir tomando cuerpo y forma hace ya unos cuantos años, y que en la actualidad está muy implantada en nuestra sociedad, incluida la parte o faceta religiosa, cristiana y católica, por supuesto. Me estoy refiriendo concretamente a la secularización de la Semana Santa, al laicismo de la misma, a su separación de cualquier confesión religiosa, cristiana y católica en este caso. Si la Semana Santa conmemora la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús entre nosotros, su tránsito desde este mundo hacia su Padre, hacia Dios, ¿qué ha podido suceder para que esa dimensión totalmente cristiana pueda haberse convertido de una dimensión cuasi profana? ¿Qué ha ocurrido o cambiado en nuestra sociedad para que se pueda haber producido ese cambio tan radical, opuesto y profundo?

Antes de tratar de dar una respuesta a esas preguntas deberíamos analizar qué ha ocurrido realmente en nuestra sociedad para que se haya podido producir ese cambio tan radical. Ese análisis, para que pueda tener algo de valor y pueda ser la puerta de entrada a la razón de la desacralización de la Semana Santa, debe ser claro y, sobre todo, verídico y realista, sin paños calientes, sin tapujos, llamándole al pan pan, y el vino vino. Un análisis en el que nos veamos todos reflejados, en el que estemos todos incluidos y con el cual se nos incite a realizar un acto de contrición por ser creadores y partícipes activos de esta nueva sociedad.

Como todos sabemos, el proceso globalizador al que está sometido en la actualidad el orbe mundial ha cambiado totalmente la perspectiva de la sociedad y, por ende, del hombre, del ser humano. A ese cambio tan brutal no podía ponerse de perfil la sociedad española, contagiándose del mismo e incluso extrapolándolo a su faceta más íntima y personal como es la religiosa en este caso.

Actualmente, nuestra sociedad es una sociedad sin identidad, cuyo ritmo cotidiano desborda inconsistencia del ser. Se vive en una constante y perpetua individualización colectiva, en una estetización de la realidad, fugacidad del disfrute, con relaciones personales inconsistentes, con pasión y fervor exagerados, y con una moral espontánea permisiva y autolegitimante. El ser humano vive y se orienta exclusivamente por lo inmediato, lo pragmático, lo empírico, y suele acabar buscando un horizonte finito y superficial, un estado dionisíaco que le permita su emancipación y le otorgue una identidad propia en una oscuridad y tenebrosidad vital, donde no quiere fundamentos absolutos, donde el principio unificador de todo es encontrar la profundidad de la vida, entendida ésta como un renovado “carpe diem” o “collige vigorosas”, antes de que la vida se marchite. Se vive en el permanente cambio, en la permanente movilidad, lo que acarrea una desvirtualización general de la persona.

Esa alteración de la verdadera naturaleza del ser humano afecta también a la faceta religiosa, la cual se ve alterada ante la propuesta de una desclerialización de la misma, buscando una religión que no moleste, que haga estar bien a uno mismo, que garantice el confort aunque sea un coladero de injusticias y éticas deshumanizantes. El relativismo y la privatización de la religión puede generar una religiosidad-humanidad-sociedad babélica que, lejos de ser tolerante e integradora, puede acabar en división, exclusión y conflicto. Ese fenómeno secularizador actual y contemporáneo trata de acabar con los restos confesionales que impregnan el terreno social.

Fiestas que antes estructuraban la vida de la sociedad han pasado a paganizarse o descristianizarse. Emergen Halloween y el Carnaval con más fuerza que nunca; la Navidad pasa a descristianizarse. Los nombres de los santos siguen existiendo, pero sólo para identificar fiestas locales importantes; las fiestas patronales no buscan honrar a nadie. Festividades religiosas apreciadas por la tradición popular son sustituidas por manifestaciones folclóricas de gran sugestión, hasta el punto de reducirlas a un mero acto sociocultural, disociando el aspecto lúdico del espiritual. Los momentos religiosos se han ido exteriorizando en múltiples tradiciones festivas que han reutilizado costumbres precedentes de tradiciones diferentes, queriendo enseñar al mismo tiempo a ir alternando el trabajo con el descanso para así podernos recuperar física y espiritualmente. La consigna es no entorpecer el ritmo laboral de la sociedad: Corpus Christie o la Ascensión han sido trasladadas al domingo siguiente, al igual que la mayoría de las fiestas patronales. Se ha pasado de un universo mental sacralizado a una sociedad secularizada, a un cristianismo desinstitucionalizado que busca fluir por otros itinerarios más significativos de la vida real y de la experiencia cotidiana.

Las iglesias han sido apartadas de la experiencia religiosa de nuestra sociedad. Los espacios tradicionalmente cristianos han dejado de ser significativos para el creyente actual. Entrar en una iglesia, celebrar la liturgia del santo patrón del lugar no provocan ninguna reacción cristiana, sino más bien indiferencia e incluso paganismo. Los recintos y tiempos de nuestra tradición han dejado de estructurar la vida de los bautizados, no aportando ni principio de identidad ni de sentido. Son más bien otros recintos con diferentes sentidos del tiempo los que nos uniforman y aportan experiencia humano-religiosa en la actualidad. Parques y calles, grandes superficies comerciales, estadios de fútbol, gimnasios, las calles de las procesiones, los senderos y caminos hacia la ermita de un santo, los ensayos en parques o lugares parecidos se han convertido en lugares comunes contemporáneos que aportan identidad y sirven de grandes templos de experiencia personal nueva, lugares con camuflaje neopagano.

La actual religiosidad profana incorpora otro sentido del tiempo, aportando ritos y prácticas que, en definitiva, acaban aportando a la persona otra perspectiva de la vida y otro dios al que adorar. El acontecimiento pascual es sustituido por la “resurrección” del cuerpo, a quién realmente hay que adorar y por el que sí merece la pena ayunar, incluso sometiéndolo a ascesis mayores que las absurdas penitencias cristianas. Los mismos que no entienden, critican y se mofan de la abstinencia cristiana de los viernes cuaresmales, recaen en una ascética exagerada y perjudicial para la salud: dietas extremas, ingestión de fármacos, operaciones de alto riesgo, etc. Tienen claro por qué dios se está dispuesto a sufrir o qué sacrificar, aunque, paradójicamente, ante la increencia de un dios que los puede salvar, no obstante ponen una vela a la Virgen por lo que pueda pasar, teniendo conciencia (a veces invencible) de no haber hecho nada malo, nada “ofensivo” a Dios, pero solicitan la absolución que les salve.

El proceso globalizador y la creciente secularización han provocado una desalentadora y destructiva reducción de acontecimientos rituales y solemnidades a una simple atracción turística, permitiendo la pérdida del específico sentido de lo sacro, ignorando los aspectos a los que remiten cada uno de los elementos simbólicos presentes en esta celebración. La creciente explotación turística que en la actualidad se está haciendo de la Semana Santa está influyendo negativamente en la conservación de sus tradiciones. No son infrecuentes las llamadas de atención hacia estas realidades, e incluso su repercusión en la opinión pública. El complejo festivo ritual configurado por la Semana Santa en España en la actualidad ha sobredimensionado determinadas realidades y provocado cuantitativas transformaciones debido a esa conversión en explotación y atracción turística, todo ello bajo el influjo del “modelo procesional andaluz”, con su lujuria sensorial, estética barroca y sus piropos a las bellas tallas de las vírgenes. Mientras que la sociedad es más laica y el sentido vacacional de la fecha se va imponiendo sobre el litúrgico, de forma aparentemente contradictoria se experimenta un auge de la participación activa en las procesiones, aumentando el número de cofradías y penitentes, y las riquezas de pasos o tronos que sustentan las imágenes.

La desacralización y desvirtualización propuestas por el hombre moderno han alterado el contenido de su vida espiritual, pero no han roto las generatrices principales de su imaginación. Un inmenso residuo mitológico perdura en él, generando la necesidad de creer en algo, la necesidad de mantenerse en contacto con una fuerza superior cuya presencia pueda ser invocada, aplacada o desafiada, y que, si las respuestas humanas son apropiadas, puedan influir en sus vidas. Es muy raro y tremendamente difícil no sostener absolutamente nada ni ninguna opinión personal acerca de lo que subyace a la existencia del hombre. Por naturaleza, toda persona tiende, por alguna mediación, a intervenir de algún modo en el curso de su destino de vivientes y mortales para satisfacer sus esperanzas y colmar sus temores. Demanda algo que realmente le aporte identidad de individuo y de grupo para desenvolverse en una sociedad cuyo ritmo cotidiano desborda en fragmentación, sin sentido, relativismo e inconsistencia del ser.

     En respuesta a su petición, propone ese cristianismo desclerializado y desinstitucionalizado al que se viene aludiendo, un cristianismo que le haga fluir por otros itinerarios más significativos de la vida real y de la experiencia cotidiana, reformando tradiciones pero, sobre todo, abriendo horizontes alternativos y novedosos que le sumerjan en el mundo de lo afectivo-emocional con pequeñas degustaciones o libaciones de amistad, fraternidad, cariño y, ¡cómo no!, de fiesta. Estaríamos, por tanto, asistiendo al nacimiento de un nuevo cristianismo, de una nueva religiosidad popular que trataría de manifestarse a través de la dimensión cultural y/o folclórica que, a su vez, tanto tiene que ver con las dimensiones estéticas y bellas.

Los ritos y los mitos que han dado forma, saber y sabor a las tradiciones religiosas, quieren ser reutilizados en múltiples manifestaciones folclóricas de gran sugestión popular y personal. Se trata de superponer lo sagrado y lo profano, no ya como oposición entre ambas opciones, sino como complementación, del mismo modo que en la existencia humana conviven el bien y el mal, la gracia y el pecado, la alegría y el dolor, o el trigo y la cizaña, ya en lenguaje más evangélico y simbólico.

Pero mientras ese nuevo nacimiento va tomando forma en la placenta social y personal de cada uno, ese residuo mitológico aún mal controlado los arrastra involuntaria e inconscientemente hasta ponerlos frente a frente ante Dios.


 

 


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