viernes, 30 de enero de 2015

ELEMENTOS DISTINTIVOS DEL ARTE ROMÁNICO (II)





          ¡No ronquéis que vais a despertar a los de al lado! ¡Será posible la que traen liá unos y otros! ¡¿Tanto sueño tenéis?! ¡¿… o es que estáis más aburríos que una oveja mohína?! ¡Vamos, vamos! ¡Espabilad, que no es para tanto! Vamos a terminar como podamos esta segunda parte dedicada al conocimiento de los distintos elementos que caracterizan al Arte Románico. Quizás lo tratado en el capítulo anterior sea lo más completo y complejo además de más largo, aunque también os tengo que decir que quizás sean los elementos más distintivos por excelencia del Arte Románico.



         Los elementos que vamos a tratar en esta segunda parte son igualmente importantes, aunque con el paso de los años y la evolución artística y arquitectónica, han permanecido en mayor o menor medida en nuevas construcciones, adaptándolos a nuevos estilos.



         Uno de esos elementos que han permanecido y permanecerán, no solo en el arte, sino también en cualquier construcción o edificación que esté compartimentada, es la puerta. ¿La puerta? os preguntaréis unos ¿Y eso es un elementos distintivo del un estilo artístico y arquitectónico? protestaréis otros. ¡Pero si hay puertas por todas partes y en todo sitios! ¡Este curita, con tal de arrimar el ascua a su sardina, ya no sabe que decirnos! ¡Ahora va y dice que la puerta es características importante del Románico! ¡Don Ino chochea! ¡… y la edad también!


         ¡Chiiicos! ¡Chiiicos! ¡Tranquilizaos! Vamos a explicarlo.



         Como bien habéis dicho, hay puertas por todos sitios. Siempre ha habido puertas y siempre las habrá, pero lo característico y diferenciador de las puertas en el Arte Románico con cualquier otra puerta de cualquier otra época es el significado de atravesarla, de pasar del exterior al interior de una iglesia o templo. Pensareis que nuevamente estoy barriendo para casa, pero os voy a poner unos cuantos ejemplos para que entendáis lo que os quiero decir.



         Os pregunto: ¿no es la puerta un paso previo para comunicarte con otra estancia diferente que nada tiene que ver con la anterior? Cuando atraviesas la puerta para ir al baño, ¿no es otra estancia muy diferente al salón o a la cocina o al dormitorio? Incluso peor: ¿no es muy diferente la vida cuando alguien traspasa la puerta para ingresar como recluso en una cárcel? No sólo cambia de estancia, o de fuera-dentro, sino que incluso cambia su forma de vida, una vida totalmente diferente a la del resto de las personas que permanecemos fuera de ella. ¿Y cuando alguien atraviesa la puerta de un quirófano para tratar de curarse de una desgraciada enfermedad? Al atravesarla, ¿no está tratando de cambiar su vida, de conseguir una vida mejor? Ese es el significado que quiero que entendáis de la puerta en el Arte Románico.



         Nuevamente tenemos que tratar de entender la vida de las personas en la época medieval, una vida totalmente dominada por la religión, la salvación de sus almas, lo divino, y rodeada de pecados por todos sitios, donde, o todo era divino, o todo era pecado. Es en ese contexto donde debemos entender la puerta.



         La puerta era el símbolo de penetración en un mundo diferente, en otra dimensión espacial, en una nueva atmósfera interior muy diferente de lo que hay afuera. Pasamos de un mundo exterior que el creyente acaba de abandonar, por otro interior nuevo para ellos. La puerta es el acceso de lo mundano a lo divino, de lo profano a lo sagrado. Pasamos al lugar donde reside la divinidad, pasamos a la Jerusalem celeste, al lugar donde reside Cristo sacrificado. Y como en tantas ocasiones hemos comentado, ese significado divino tiene su fundamento nuevamente en las Sagradas Escrituras, en el Nuevo Testamento. El Evangelio de San Juan ya nos anuncia: “Yo soy la puerta, el que entre a través de mí, se salvará.” (Jn 19, 9). Una vez más, el Arte Románico utiliza pasajes evangélicos para dar significado a cualquier elemento constructivo, como ya pudimos apreciar en un capítulo anterior.



         Pero la puerta en el Arte Románico no es solo un paso intermedio o mediador. Es también un elemento arquitectónico inmiscuido dentro del propio edificio.


         La puerta es un vacío o un vano en el muro que permite penetrar al edificio. Su construcción en el Arte Románico se realiza, una vez más, a partir del arco de medio punto, sobre todo para cubrir la parte superior de la misma. Ese mismo arco de medio punto puede estar proyectado hacia el interior o el exterior, según se mire, por medio de otros arcos mayores o menores, las arquivoltas, que aportan un impacto visual de abocinamiento. Esas arquivoltas pueden ser lo más espectacular de la puerta si están sus dovelas labradas por figuras humanas, vegetales o antropomorfas, constituyendo un enorme atractivo visual. El complemento perfecto de ese deleite son los capiteles de las columnas laterales que se corresponden con cada una de las arquivoltas que tuviera la puerta. En ellos se aloja la escultura simbólica y didáctica conveniente, tan utilizada en este arte para catequizar a sus fieles. Estos capiteles constituyen otras de las características principales de la puerta por su alto grado de decoración.

Portada de la iglesia de Santa María del Rey. Atienza (Guadalajara)

          La parte interna del arco con el que se forma la puerta puede estar ocupado por un tímpano o bien puede estar vacía. El tímpano es el espacio delimitado entre el dintel de la puerta (parte superior) y las arquivoltas de la fachada o de la puerta. Si lo hubiera, también puede estar adornado con escultura de variada laboriosidad, pero siempre de una importante significación, porque esa era la función de este elemento: resaltar lo que se desease figurar, ya que está colocado bajo el arco de entrada de una forma especialmente señalada.
Tímpano de la portada de la iglesia de la Virgen de la Peña. Sepúlveda (Segovia)

          Eso es lo que caracterizó a los tímpanos románicos, independientemente de su función mecánica dentro del edificio. Es en ese lugar donde va a tener lugar la aparición de los diferentes mensajes que los clérigos pretendían que fuesen absorbidos por el pueblo que a su entrada los contemplaba. Serán programas que abarquen todo tipo de catequesis evangélica, desde los más sencillos a los más complicados, pero siempre con la finalidad funcional que se pretendía: transmitir el mensaje homilético de las Sagradas Escrituras.



         Ese mensaje, en la mayoría de las ocasiones, se transmitía por medio de imágenes esculpidas y adaptadas al tímpano, aunque también era habitual esculpir inscripciones en los espacios adecuados como parte fundamental del desarrollo de las teorías pedagógicas, a pesar de no poder ser entendidas por la totalidad de los fieles. Cuando esto sucedía, siempre había símbolos apropiados para completar el programa iconográfico o apoyar convenientemente el mensaje escrito, símbolos como el Crismón, que representaba el nombre de Cristo, o figuras que nos informasen del Cordero degollado, de la Dextera Domini, de los ancianos del Apocalipsis, etc.


         Las inscripciones a que me refería anteriormente manifiestan a la puerta como un mundo nuevo, simbólico, más allá de su relación con la simple presencia de la piedra. En la iglesia de Santa Cruz de la Serós (Huesca) se puede leer en el tímpano la siguiente inscripción: “… Yo soy la puerta de fácil acceso: fieles pasad a través de mí. Yo soy la fuente de la vida: tened más sed de mí que de vino, quien quiera que penetra en este bienaventurado templo de la Virgen…”.

Inscripción en el tímpano de la portada de la iglesia de Santa Cruz de la Serós, (Huesca)


          La unión de puerta y tímpano era una unión fundamentalmente mecánica; el tímpano ya formaba parte de la puerta como espacio propio del arco de medio punto con que era construida la puerta. Ésta tenía sólo la lisa funcionalidad de la entrada. Cuando la puerta trataba de extender su área de influencia a los laterales de la misma, pasaba a denominarse portada, donde se alojaba escultura de gran volumen y calidad.



         No todas las iglesias y templos románicos tenían portada. En el Primer Románico, no existían; la puerta era el nexo entre el exterior y el interior del templo. Durante el Segundo Románico, la mayoría de las iglesias eran rurales, de un pequeño tamaño, con escasos o nulas posibilidades de realizar nada en sus muros, más aún por lo costoso de la obra y los escasos recursos económicos de sus gentes.


         Será a partir de la segunda mitad del siglo XII, y sobre todo con la consolidación y estabilidad del Camino de Santiago, cuando aparezcan estas portadas plenas de calidad escultórica en construcciones de muy alta consideración estética. Iglesias como Santa María la Real de Sangüesa, San Miguel de Estella, San Salvador de Leyre, todas ellas en Navarra, San Esteban de Sos del Rey Católico (Zaragoza), Santiago de Carrión de los Condes (Palencia) y la propia catedral de Santiago de Compostela (A Coruña) fueron auténticos paradigmas de las portadas románicas en España.

Portada de Santa María la Real. Sangüesa (Navarra)

           En las portadas se hacían convivir los programas teológicos con los profanos, en una demostración de que el mundo no estaba tan dividido como trató de aparentar la crítica histórica. Tetramorfos, Maistas Domini y Dexteras Domini aparecían mano con mano con réprobos, condenados y salvados; apostolados, escenas bíblicas u oficios de la época, como escenas de caza, además de animales monstruosos de leyendas del mundo antiguo, aparecen mezclados con la fauna real de aquel momento, como el león, aunque era muy poco conocido o casi desconocido en Europa. Los artesanos y teólogos de la edad del Románico utilizaron la creencia de que el león duerme con los ojos entreabiertos para esculpirlo en la parte superior de ambas jambas de la puerta de entrada al templo, las llamadas mochetas. De esta forma, cuando un fiel traspasaba el umbral para acceder al templo, éstos se sentían protegidos por su presencia, simbolizando estos leones al mismo Cristo, vigilante del bien y guardador de lugares sagrados (paso de lugares profanos a espacios sagrados).

Mocheta con un forma de cabeza de felino, pudiéndose interpretar
como un león.

          Si habéis estado atentos a todos los elementos distintivos del Arte Románico que hemos analizado hasta aquí, os habréis dado cuenta que en ninguna iglesia ni ermita de Torralba podemos encontrar alguno de ellos. Ábsides y puertas los hay en cualquier construcción religiosa de Torralba, pero que cumpla con las características propias del Arte Románico, no. En más de una ocasión hemos aventurado los motivos de esa ausencia, por lo que no creo necesario volver a insistir sobre ello.



         Sin embargo, sí me gustaría insistir en nuevos elementos distintitos. En el primer capítulo que versaba sobre la construcción de una iglesia románica, tratamos, eso sí, de pasada, muchos elementos propios del Arte Románico que podemos encontrar en construcciones religiosas edificadas bajo los cánones de otro estilo artístico, elementos que han permanecido con el tiempo debido a su utilidad y la funcional solución arquitectónica que aporta al edificio. Contrafuertes, pechinas, arcos fajones o torales ya fueron tratados con anterioridad. Aún así, todavía quedan ciertos elementos que sí que me gustaría hablar de ellos, aunque sea de una manera más breve, ya que considero que forman parte viva del Arte Románico, permaneciendo en el tiempo y en los diferentes estilos artísticos posteriores al Arte Románico.



         El primer elemento distintivo con el que quiero comenzar esta nueva serie es quizás el elemento más “simpático” y el menos serio de todos los que hemos tratado o vayamos a tratar. El elemento en cuestión es el canecillo, nombrado como diminutivo (¿cómo andamos en Lengua y Literatura?) debido a su pequeño tamaño.



         En arquitectura, el canecillo es una pieza voladiza que soporta la cornisa aprovechando la propia viga que sustenta el tejado, pero que con el tiempo evolucionó para ser empleado como elemento meramente decorativo hasta el punto de perder su utilidad primitiva de sustento para pasar a ser una pieza sola, sin sujeción, con la simple función de embellecer las cubiertas exteriores.


Arriba: canecillos de la ermita de Cubillas. Albalate de Zorita (Guadalajara). Debajo: canecillo de la iglesia de San Miguel. San Esteban de Gormaz (Soria)


          Los canecillos y su ubicación eran el lugar privilegiado de los maestros constructores por su colocación alta y su aparente significado, para poder expresarse libremente sin estar sometido a la liturgia, al dogma ni a la teología. En ellos se explayaban con total libertad, sin reservas, plasmando sus mundos, sus símbolos, en definitiva, a ellos mismos. Se retrataban en forma de perros (al perro también se le llama can; de ahí el nombre de canecillos), por obedecer la voz de su amo, el comitente o teólogo redactor. Se retrataban en forma de monos en el caso de los aprendices, porque deben imitar a los compañeros sin saber todavía muy bien lo que hacen, y también se solían representar como lobos, en concreto como lobos solitarios, sobre todo el maestro constructor porque, en realidad, estaba sólo en la construcción del templo, sin nadie a su lado, tan sólo mandado por el teólogo redactor.


         Pero en las representaciones que mostraban los canecillos no sólo se representaban figuras de animales aludiendo a personas, sino que, generalmente, se utilizaban símbolos materiales para representar aquello que es inmaterial. Se representaban escenas profanas, a gentes corrientes aludiendo a su vida cotidiana, leyendas antiguas, mitologías y seres mitológicos, temas de animales fantásticos con gran carga simbólica, etc. Hojas de acanto, esferas en mayor o menor número, hojas enroscadas y sin enroscar, círculos, anillos, lazos, flores, hombres bebiendo de un barril, mujeres contorsionistas, músicos tocando instrumentos de la época, hombres y mujeres desnudos mostrando sin ningún pudor su sexo, osos amaestrados, personales con libros, rostros de muy diversas formas, leones, terneros, dioses, etc. eran representaciones frecuentes y recurrentes en los canecillos de los templos e iglesias románicas.

Canecillos profanos de temática sexual.


          Si los canecillos se encuentran en la parte más alta del templo o de la iglesia, el siguiente elemento no se encuentra precisamente en la parte baja, sino muy baja, en la parte profunda del templo. Estamos hablando de las criptas, esos espacios tipo cueva que algunas iglesias poseen, que para visitarlas tenemos que bajar unas escaleras y donde hay mucha humedad y mucho “fresco”, por no decir frío. Parecen lugares misteriosos donde, cuando bajamos a ellas, esperamos encontrar tesoros, gente enterrada, esqueletos, tumbas, cadenas, grilletes, etc. pero que en realidad su función está muy alejada de nuestra tétrica imaginación, con la consiguiente desilusión que nos produce su visita.



         Las criptas son otros de los elementos característicos y distintivos del Arte Románico. Su nombre procede de la palabra griega kriptos, gruta, sáncrito, cuyo sentido es esconder o cubrir. Normalmente se aplica a todo lo que tiene un carácter secreto, que no se manifiesta al exterior; acceso tanto a los dominios subterráneos o infernales como a los supraterrestres.

Cripta de la colegiata de San Vicente de Cardona (Barcelona)
          
El origen de las criptas son las catacumbas romanas (¡me imagino que sabéis lo que son! ¿no?), lugares de enterramiento de los primeros cristianos cuando el cristianismo era una religión perseguida y prohibida. Al liberarse el cristianismo, pues como sabéis estuvo prohibido durante mucho tiempo, dejan de tener su razón de ser y es cuándo la liturgia y la propia Iglesia emergente cambia y amplía su cometido, haciendo de ellas un lugar fundamental en las iglesias y templos. A medida que la Iglesia iba recibiendo donaciones y aumentaba progresivamente su enriquecimiento, las criptas se convierten en mausoleos (también me imagino que sabéis lo que es), y es cuando comienzan a albergar reliquias de mártires y santos de la Iglesia. Con este culto popular de venerar estos restos de santos y mártires, estos espacios son ampliados para albergar a un número cada vez más creciente de peregrinos, lo que conlleva la construcción de verdaderas iglesias subterráneas.


         Fue a finales del siglo XI cuando comenzaron a perder importancia como receptoras de reliquias, y su construcción adquirió una nueva función arquitectónica: salvar el desnivel del terreno en la construcción de una nueva iglesia, incluso en algunos templos obtuvieron una ventaja adicional, ya que elevaban un poco el presbiterio sobre el nivel de las naves, con lo que se podía ver mejor el altar.

Cripta de San Salvador de Leyre (Navarra)


          Pero si de ver es de lo que se trata, lo mejor para ello es la luz, la iluminación, mejor si es con los rayos del sol, más natural y más mística a la vez. El siguiente elemento a tratar será el encargado de realizar esa función, aunque no es un elemento que ha estado siempre presente en las construcciones románicas, pues como sabemos, las primeras iglesias eran muy oscuras y “tenebrosas”, debido a ese grosor desmesurado de sus muros y a la poca oportunidad que había de abrir ventanas al exterior para una buena iluminación interior. Con la evolución del Románico, los muros fueron perdiendo grosor y esto permitió la abertura de ventanas y de rosetones, el elemento del que trataremos brevemente a continuación.


         Un rosetón es una ventana circular calada realizada en piedra, dotada de vidrieras y cuya tracería se dispone generalmente de forma radial. Su origen está en los óculos (que significa ojo, oculus) de las basílicas latinas, y eran unas aberturas o ventanas de forma circular u ovalada cuya función era del la proporcionar iluminación. En España comenzaron a ser empleados a partir del siglo XI. Inicialmente solían ser de pequeño diámetro y se disponía a modo de óculo en los laterales de las naves para ir aumentando en tamaño y decoración hasta llegar a increíbles grados de filigrana pétrea. Pasaron a situarse en las fachadas, por encima de las portadas, y en cada uno de los frentes del transepto. Las vidrieras se decoraban normalmente con escenas bíblicas en vivos colores.

Rosetón de San Juan de Puerta Nueva (Zamora)


          La misión del rosetón es doble. Por un lado, la más simple, la de iluminar el interior de los templos; por otro, el conseguir un ambiente misterioso al incidir en el altar los rayos luminosos filtrados por las vidrieras multicolores, cuando los rosetones se abren encima de la puerta oeste del templo de la nave central.



         Y en un nuevo vaivén, pasamos de la parte alta del templo o iglesia a la parte baja, tan baja como el mismo suelo, ese que entra en contacto con el fiel que acude a participar, aunque sea de una forma más pasiva que activa, de los oficios divinos.


         El suelo o pavimento no se considera importante dentro de un templo, aunque era un lugar o espacio muy visible, ya que en aquella época no se utilizaban bancos ni reclinatorios (aunque estos últimos, tampoco se utilizan en la actualidad; han pasado a mejor vida). Era, generalmente, sencillo, sin piedra en la mayoría de los casos. Se trataba de una capa de tierra asentada o, en el mejor de los casos, tenía una lechada de mortero y cal a la que a veces se le añadía polvo de árido de machaqueo de cerámica al “modo romano”, el llamado opus signinum (opus, que significa “obra”, “aparejo”, y signinum, “procedente de Signia”, ciudad de la región italiana del Lacio, rica en alfares), que tomaba cierto color crema muy próximo al color rojo. En otros casos se utilizaba piedra o ladrillo.

Suelo de la iglesia de San Lorenzo. Zorita del Páramo (Palencia)


          De una forma u otra, la verdad es que, con tantas reformas a través de todo el tiempo transcurrido, el suelo quizás sea la parte del templo o iglesia que más se ha transformado y, por lo tanto, menos se ha mantenido en su forma original. El poco conocimiento que se tiene de ellos procede de las excavaciones llevadas a cabo o de restauraciones a conciencia realizadas por especialistas actuales, que nada o muy poco tienen que ver con los que actuaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX.



         Antes de terminar con este extensísimo capítulo, quisiera tratar, también de pasada, una singularidad (que no elementos distintivo) de las construcciones religiosas del Románico. Y digo que me gustaría tratarlo de pasada debido a las controversias, discusiones y desavenencias que ha creado entre los estudiosos del Arte Románico. Sobre este asunto, aún hoy día, no hay nada claro; todo son conjeturas, hipótesis de trabajo, teorías, suposiciones, creencias ancestrales con influencia mágicas o alquímicas (para algunos, pero los menos), etc. Lo única claro es que están ahí después de casi mil años, se siguen estudiando, van apareciendo nuevas y siguen levantando las mismas discusiones y desavenencias que cuando comenzaros a ser estudiadas. Lógicamente, y como ya os habéis dado cuenta, me estoy refiriendo a las marcas de cantero, esos signos de mil y una forma que están grabadas en muchos sillares y piedras (no en todas) de la mayoría de templos e iglesias románicas.



         Las marcas de cantero son incisiones geométricas o signos personales hechos en las piedras y sillares de los muros y ábsides cuyo significado está todavía por descubrir pero que pueden aportar datos interesantes sobre geografía, momento de ejecución de la obra, talleres y gremios de artesanos, albañiles y canteros, etc.


         Las formas de estas marcas son muy variadas e imaginativas: cruces, letras, números, figuras geométricas, objetos religiosos, símbolos de alquimia, instrumentos musicales, animales, plantas, instrumentos de construcción y cotidianos, símbolos eclesiásticos, etc. Estudiándolas se pueden conocer muchos detalles acerca de los personajes anónimos que las crearon y las incrustaron en la piedra, las rutas que hacían, el grado de experiencia que tenían, etc.



Diversas marcas de cantero


          Como habéis podido observar en el cuadro de marcas de cantero anterior, las formas de éstas son variadísimas, algunas de ellas muy trabajadas y otras no tanto. Las podemos encontrar aún hoy día en nuestra vida cotidiana; otras no sabemos en realidad que representan. La mezcla de todas ellas, la carencia de significado para nosotros de la mayoría, la dificultad de grabar en la piedra alguna de las más elaboradas, la presencia o ausencia en no todas las piedras y sillares del templo o iglesia, la heterogénea distribución de éstas en los templos en los que aparecen, …, todo esto hace que, a día de hoy, no sepamos a ciencia cierta por qué se grabaron estas marcas en la piedra, qué finalidad tenía el hacerlo, cómo y por qué se escogían esos símbolos y no otros.



         Desde que se comenzaron a estudiar estas marcas (por cierto, para vuestra información, vuestra cultura y vuestro vocabulario, la ciencia que estudia, clasifica e investiga las marcas de cantero se llama gliptografía), la opinión más unánime era que éstas servían para contabilizar las piedras talladas por un determinado cantero y cobrar por ellas; una manera de señalar el trabajo de cada uno y determinar el estipendio correspondiente. Si esto es así, automáticamente nos surge la primera pregunta: ¿por qué entonces no están todas las piedras marcadas?, porque todas ellas fueron trabajadas por algún cantero, ¿no? Luego la primera teoría y la más comúnmente aceptada parece que comienza a cojear desde el mismo inicio.



         Otra teoría también muy aceptada es que estas marcas indican la posición correcta en la que debe ser colocado el sillar o la piedra en su ubicación final, para que realice la función para la que fue tallada. Si esto también fuera así, ¿qué sentido tiene el grabar signos o símbolos tremendamente complejos para la época si con una simple flecha o muesca es suficiente para indicar su correcta posición?



         Una última teoría se basa en que las marcas de cantero son una indicación de la procedencia o de la cantera de donde se extrajo dicha piedra o sillar, o bien para indicar el destino final en una parte determinada del templo; es decir, como en una cantera podría trabajar más de un grupo de canteros, las marcas de cantero indicaban el comienzo y el final del gran bloque de piedra con el que ese determinado grupo podría trabajar, delimitando el trabajo de ese grupo dentro de la cantera, a la vez que también delimitaban la piedra extraída para una parte específica del templo o de la iglesia, dedicándose otro grupo de canteros a otra parte de la cantera para su colocación en otra parte de la edificación. Esta teoría no está tan consensuada ni tan arraigada como las dos anteriores, aunque podría tener también su razón de ser.



         De cualquier manera, e independientemente de la teoría que podamos dar como válida, tanto a las marcas de cantero como a cualquier otro elemento formal o funcional de un templo o una iglesia, hay un hecho que sí que es tremendamente cierto, y es la espeluznante subjetividad con la que solemos, o se suele, tratar todo lo relacionado con el románico y su época, mucho más si no tenemos en cuenta la forma de vida de estas personas durante el tiempo que les tocó vivir, y, sobre todo, por cómo estaba estructurada su sociedad que, recordémoslo una vez más, la religiosidad era imperante y una constante y casi avasalladora obligación de vida (sííííí´, ya sé quién lo está diciendo, pero siempre se ha dicho que reconocer los fallos es cosa de sabios; tampoco quiero ser modesto). El constructor románico era considerado como un servidor de Dios al elevar esos edificios religiosos; la talla y la elaboración de la piedra o la materia pétrea era elevada al ámbito de lo simbólico y lo significativo, religiosamente hablando. La religión era una nebulosa que envolvía aquella vida a modo de papel de regalo, aunque para aquellas personas, no tenía nada de precioso.



         Hoy día, con la religiosidad considerada más como una macula social que como una forma de vida, se tiende a estudiar todo lo pretérito desde un enfoque actual, lo que conlleva unas conclusiones muy alejadas de la verdadera realidad, pero muy cercanas a lo que realmente queremos que hubiera sucedido, lo que supone una distorsión histórica premeditada y acomodada a la actualidad. Las marcas de cantero y las mil y una historia que envuelven al Arte Románico y su época son una muestra de esa subjetividad y de la poca valoración que le da la sociedad actual a todo aquel tiempo pasado, verdadero germen de nuestro tiempo actual. Reyes, princesas, guerreros valerosos, monstruos horrendos y amenazantes, castillos idílicos, magos maléficos, son algunas de las reminiscencias que la sociedad actual tiene de aquella época. Querer descubrir el Románico y su época desde esa perspectiva es un horrendo error, aunque reconozco que no se puede pelear contra ello. Mi faceta de divulgador trata de paliar esa deficiencia siempre sabedora de la mínima consecuencia que ello conlleva, pero, al menos, aporta a mi persona una tranquilidad concienciadora que hace que no decaiga mi actitud ante tal evento histórico y artístico.


         ¡Hasta pronto!



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