CUANDO ÉRAMOS FELICES, …, NO LO SABÍAMOS, … NO LO SUPIMOS
APROVECHAR
Cuando todo
parecía que la normalidad anodina volvía a presidir mi vida, que nada ni nadie
tendría las suficientes agallas para venir a mí, ¡a mí!, a perturbar mi plácida
vida, y sacarme de mi calentita mesa camilla en la que ahora estoy acomodado,
con mi brasero de carbonilla al que mi madre sobrasa de cuando en cuando para
que no pierda ese calor que me permite permanecer adormecido mientras socializo
pantallal y pulgarísticamente con congéneres de mi mismo sector productivo, un
bichito diminuto y mudo, sin previo aviso (siempre se ha dicho que no son buenas
las mosquitas muertas) y con muy mala leche (lo dicho, no son buenas las
mosquitas muertas), viene a mi casa, se planta ante mí y me suelta dos hostias
en “toa la cara” diciéndome (¿no era mudo el bichito?) que hora él está aquí,
que ya ha llegado, que ahora es él quien manda, que tengo que espabilarme y
hacer algo de provecho en la vida (¿qué será eso de provecho? ¿Comer algo y que
te siente bien? ¡Pero si no hago otra cosa en todo el día!). ¡Maldita suerte la
mía! ¡Ahora que le había pillado el tranquillo a ésto de la tranquilidad y
buenos alimentos! ¡No es justo! ¡No es legal! ¡Eso es fascismo! (por decir
algo, porque tampoco sé muy bien qué significa fascismo).
Lo anterior, bien
podría ser la más normal de las reacciones de muchísimos (¡no todos!) adolescentes
y no adolescentes que, una vez sus familias han paliado y superado como han
podido la anterior crisis económica, han vuelto a las andadas acerca de la
despreocupación de su futuro, teniendo la certeza que, de momento, no les falta
de nada, incluso la comprensión familiar que les permite hacer lo que están
haciendo en la vida día a día: nada de nada. Como mucho, están reafirmando su
fracaso como personas y como hijos, con el beneplácito y la bendición de sus
familias (luego tampoco es tanto fracaso a vista de la familia).
Desde hace más de
mil años, el hombre ha tenido consciencia, no de sí mismo, que ya la tenía,
sino de lo importante que son los conocimientos acerca de toda su existencia y
de todo lo que le rodea; lo importantes que son los saberes que desconoce, los
desconocimientos que sabe que no sabe. Y desde ese tiempo pretérito se ha
afanado por irlos descubriendo y aprendiendo. Ello ha permitido, no sin
esfuerzo, progresar en la vida, avanzar hacia un futuro lleno de incógnitas
pero también lleno de certezas: las mismas que él ha ido descubriendo,
sabiéndolas y ofreciéndolas a todo aquel que quisiera aprenderlas con pleno
convencimiento. A ese esfuerzo de aprendizaje y comunicación de saberes y
descubrimientos, el hombre pretérito le llamó educación, esfuerzo que aún hoy
día permanece vigente, pero con mucha menos importancia en la vida personal de
lo que nuestros pretéritos le dieron, mucha menos aún entre nuestros
adolescentes y jóvenes.
Estos viejos
antepasados carcamales (como gusta definirlos a los más espabilados) no
tuvieron mucha dificultad en darse cuenta que la educación, además de enseñar
conocimientos acerca de cualquier faceta relacionada con el hombre y su
existencia, no sólo favorecía esta última, sino que era imprescindible para el
desarrollo de sí mismo y de todo el conjunto como sociedad (adaptándola cada
uno a la que le tocó vivir). Supo ver y entender que la gente que adquiría
conocimientos se iba habituando más fácilmente al mundo que le tocaba vivir,
comprendiendo mucho mejor la realidad que le rodeaba. Tuvo claro desde un
principio que la gente con educación, y además con saberes, adquiría una mayor
capacidad de adaptación y de enfrentamiento ante situaciones muy difíciles y complicadas,
riesgos asociados, problemas también asociados, y, ¡cómo no!, sobrevenidos.
Esa capacidad
resolutiva de problemas y complicaciones, la mayoría de las veces, no la suelen
tener las personas e individuos que tienen escasez educativa por cualquier
causa (incluidas las despreciativas hacia ella). Y si esos problemas y
complicaciones proceden del mercado productivo, como ya ocurriera no hace mucho
tiempo atrás (la memoria histórica es muy desmemoriada), la falta de educación
y, por ende, de formación, ha penalizado el puesto de trabajo obtenido para
desarrollarse a sí mismo y como componente social del mundo que le rodea.
Durante ese tiempo, la educación tuvo la desfachatez de expulsar de la sociedad
(no porque no hiciera falta en ella) a muchas personas que habían vivido en un
limbo paradisíaco y opíparo, alimentándose de un maná que bien poco le
importaba de donde venía, pero que tan bien rico le sabía y le alimentaba sin
mucho esfuerzo. Entonces eran felices, todo era maravilloso. Las vacas gordas
no paraban de dar leche y ellos no paraban de beberla a tragos grandes,
incluso atragantándose.
Cuando el tetamen se
secó, todo se vino abajo, y comenzó la penosa travesía por el desierto, donde
sólo había fuego en los pies, sudor en la frente y espinas en las manos, pero
nada que pudiera poner fin a los sufrimientos o paliar penalidades durante esa
triste travesía. Fue entonces cuando se les apareció una luz, los iluminó y
supieron ver que antes eran felices y no lo quisieron saber. Pensaban que esa
era la vida real, la verdadera vida. Tanta felicidad desbordaba su existencia
que cegaba su entendimiento y su razón de ser y de existir. Tuvo que venir un
espíritu diabólico para tirarles de las orejas y ponerlos en sus sitio.
Catedral de Santiago de Compostela. (La Coruña)
Como ahora.
Después de un periodo
donde las vacas flacas iban nuevamente cogiendo peso, iban nuevamente dando
leche (pero sin cacao como antes), y a lo lejos se empezaba a vislumbrar el
final del túnel los días que no hubiera niebla o calima, todo se derrumba de
nuevo, pero esta vez con mucho más dramatismo y crueldad, ya que no ha habido
un preaviso, no ha habido un toque de corneta de retirada aunque fuera en
desbandada. Ha sido una explosión traumática que está haciendo prisioneros in
posibilidad de conseguir la libertad a cambio de dinero o de otros prisioneros.
Desde la prisión en la
que cada uno está cumpliendo su condena (unos prisión de paja, otros de madera
y otros de ladrillo) van tomando conciencia poco a poco, día a día, de lo
felices que eran antes y no lo sabían, no eran conscientes. Se están comenzando
a morder y comer las uñas (primero la de las manos, después la de los pies, más
tarde la de sus allegados) acosados por el remordimiento de no haber sabido
aprovechar el chupar bien de la teta de la vaca medio flaca medio gorda (según
lo quiera haber visto cada uno). Y ello también incluye a su educación, su
formación y a ambas cosas de sus hijos y familiares, pero sobre todo la de sus
hijos.
El remordimiento y el
autoreproche les hace más insufrible e insoportable el encarcelamiento, ya que
en vez de ser cómplices del acomodamiento y acojinamiento al que han sometido a
sus hijos, deberían haber sido casi unos tiranos y déspotas, obligándoles a
formarse y educarse para un futuro llamado “por lo que pudiera pasar”, como así
ha sido. Han sido cómplices de una permisividad nunca vista, además de difamar
e injuriar una educación donde lo único que pretendía era formar de la mejor
forma y manera posible a sus hijos. Han permitido que fueran sus hijos quienes
dijeran a sus educadores lo que querían aprender y cómo lo querían aprender,
sopena de ser acusados de traidores a su causa. Han permitido que sus hijos
pantalleen constantemente convirtiendo en formación, educación y valores, todo
lo conseguido y adquirido durante su apantallamiento, olvidando lo esencial
para el desarrollo integran y social de la persona. Han permitido que sus hijos
fueran capaces de arrinconar a cualquier educador que les pudiera exigir
conocimientos y comportamientos que desafíen los suyos, alegando que son
comportamientos y conocimientos ofensivos. Han conseguido sacar a relucir su
intransigencia y arrogancia cada vez que un educador “atentaba” a la moral de
su hijo, dejando al descubierto su forma de entender el mundo, más basada en
cimientos de ignorancia que en cimientos de paja. En definitiva, han dejado ser
a sus hijos que sean como ellos han querido ser, que hagan lo que han querido
hacer, y que digan lo que han querido decir. Han dejado que sean sus hijos los
que ellos mismos decidan, ¡con su edad!, lo que quieren o no quieren hacer, con
su conocimiento social y con su experiencia. ¡Ahí es nada!
¿Y ahora qué? ¿Qué
hacer?
Ahora que ya se ha
reafirmado y consolidado el fracaso educativo de los hijos en el correspondiente
centro educativo, ¿qué hacer? ¿Se sigue mirando para otro lado como antes? ¿Se
busca un culpable o un cabeza de turco, un varón de dolores que cargue con sus
culpas como han hecho siempre los españoles para solucionar un problema? ¿Dónde
se busca? ¿Se va a encontrar? Seguro que sí, pero, realmente, no será a quien
se busca, porque a quien se busca está dentro de la casa, está dentro de cada
uno; otra cosa es que se encuentre o se quiera encontrar, que no siempre eso
ocurre, sobre todo por falta de ganas y miedo ante lo que pueda decir y cómo lo
diga.
Se podría dedicar el
tiempo de encarcelamiento y presidio a buscar, a encontrar, a jugar a
adivinanzas y acertijos, pero eso quizás sea una forma de echar balones fuera
acerca del verdadero problema que se ha creado alrededor de nuestros hijos: no
se ha aprovechado el tiempo de relativa bonanza en educar y formar conveniente
y regladamente a nuestros hijos. No lo hemos sabido aprovechar.
Ahora, después de este
periodo de confinamiento carcelario, cuando trate paulatinamente volver la
libertad a la vida, la situación puede ser aún más dramática que el propio
presidio. A la falta de educación y formación y, por qué no decirlo, a falta de
trabajo, el remordimiento y el reproche pueden dejar calvo a más de un melenudo
por tirarse de los pelos, rabiosos, pensando en la oportunidad perdida cuando
eran felices, no lo sabían y tampoco lo supieron aprovechar por desconocimiento
al no saberlo, por su descastamiento social y su egoísmo exacerbado o porque simplemente…
no quisieron saberlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario