viernes, 16 de diciembre de 2016

SIMBOLISMO ROMÁNICO (II)



          ¡Chaaachooooos! ¡’Amos ya, hooombreee! Que tenemos a medias un tostón románico, y éste es “güeno” de verdad. No os desaniméis, chicos, que esta segunda parte va a ser un poco más amena porque vamos a descubrir y conocer animales fantásticos que eran utilizados en la antigüedad y en el mundo románico para significar y simbolizar aquello que el hombre de esa época tenía la necesidad de expresar y no tenía otros medios para hacerlo, salvo de esta forma, nada más que por medio de animales fantásticos creados por la unión de dos o más animales reales cuyo resultado final fuera otro diferente pero con las virtudes y los defectos de los que lo forman. También veremos animales reales y cotidianos, que muchos de vosotros tenéis en vuestras casas o vuestros huertos, que también eran utilizados en esa época románica para significar y simbolizar virtudes y defectos. Habrá frutos y frutas, formas geométricas, representaciones humanas, poses, escenas cotidianas, etc., todo ello con el único fin de expresar algo, de significar algo, de simbolizar algo, y todo con finalidad, todo a conciencia, con conocimiento y con funciones propias y delimitadas.

         Haciendo recordatorio por enésima vez del analfabetismo galopante de la casi totalidad de la población románica, el clero sobre todo tuvo que buscarse unos medios para poder instruir a toda esa población que no sabía leer ni escribir, ni que, además, entendía la lengua culta que éstos utilizaban en sus oficios religiosos: el latín. Por ello, tuvieron que ideárselas para hacerlo, utilizando símbolos a los que le dieron una especie de significado, bien por convención, bien por convencimiento, bien por asimilación de culturas anteriores, o bien por su adaptación a la nueva sociedad de la que formaban parte. El caso es que por medio de símbolos, materiales, animales o de cualquier otra índole, trataban de instruir a toda esa masa de analfabetos (tal y como suena; era la pura y dura realidad).

         En la primera parte de este larguísimo capítulo hablamos de la dificultad de interpretar personalmente cada símbolo. Para cada uno de nosotros podían llegar a tener significados diferentes, incluso contradictorios. Si a eso le añadíamos que muchas veces eran representados por personas que no sabían lo que estaban representando, y además lo representaban mal, el símbolo creado nada tenía que ver con el original, creando un algo que ha llegado a nuestros días carente de simbolismo y significación, con todo lo que ello puede acarrearle a un hombre moderno a la hora de realizar o buscar una interpretación personal. Historiadores y especialistas (sííií, mucho más que nosotros) se afanan diariamente para tratar de descifrar su significado, no llegando, la mayoría de las veces, a una conclusión clara y definitiva. Ello da muestras de la dificultad de la tarea a realizar, y de la dificultad que es tratar de encasillar algo objetivo a la subjetividad de la persona, no ya de la de ahora, sino también de la persona de aquellas época románica, mucho peor preparada que la actual pero, a la vez, mucho mejor preparada, también que la actual (parece una contradicción, pero no lo es; hay que contextualizar cada preparación), sobre todo para asimilar y aceptar esas representaciones como su libro de la vida, personas carentes de expresividad pero con la necesidad imperiosa de esa aceptación y gritar al mundo todo lo que tenían guardado en su interior y que algo y alguien le impedían poder exteriorizarlo. Esa necesidad les hacía mucho más receptivos, y a la vez más expresivos, muy alejados de las personas que formamos la sociedad actual, faltos de estímulos y de espiritualidad, no ya para seguir realizando esa misma labor, sino también para intentar comprender la labor de esas personas románicas y el mundo donde habitaron. La prueba evidente la tenemos en la sobriedad y “desnudez” de los tempos cristianos que se construyen en la actualidad, que apenas permiten la incorporación de la imagen central o la de a quien está dedicado dicho templo, como si los feligreses y el clero en general se hubieran cansado de abundantes imágenes, o, simplemente, no tengan nada que representar porque no tienen nada que enseñar, que quizás sea ésta la verdadera razón de esta nueva época de iconoclastia (una palabrita más ‘pal cubo de la Guada).

Iglesia del Jubileo (1996) - Roma

         Como todos sabéis, en la época medieval, y más concretamente en la época románica que es la que a nosotros nos interesa, la religión se manifiesta por encima de cualquier otra actividad humana, aunque no es el único elemento preponderante de la vida del hombre románico, aunque sí puede ser considerada como fuente reguladora de todas las demás fuentes existenciales. Y como no podía ser de otra forma, era también la reguladora a la hora de expresar, por medio de representaciones, todo aquello que esas personas estaban dispuestas a dar a entender. Pero como personas que eran, no solamente tenían la necesidad de expresar su espiritualidad, sino también aquello más mundano, más vulgar, más cercano a su verdadera vida social, familiar, amorosa, y también sexual, así como festiva y ociosa, vida muy alejada de los preceptos religiosos pero tan válida y necesaria como aquella que promulgaba la religión. La consecuencia de esa dicotomía era la aparición de determinadas figuras o representaciones enfrentadas entre sí, pero representadas dentro de un mismo espacio arquitectónico: la iglesia o el templo. A una se las denominó figuraciones sagradas y a las otras, profanas.

         Pero, … ¿qué es algo profano? La RAE de la Lengua define lo profano como “aquello que no es sagrado ni sirve para usos sagrados.”, en contraposición con el término sagrado, que lo define como “digno de veneración por su carácter divino o por estar relacionado con la divinidad.”. Ambas representaciones no sólo conviven en dichos espacios religiosos, sino que tenían la obligación de hacerlo, ya que toda la creencia religiosa de la época interactuaba con otros sistemas de creencias, adquiriendo valores sociales y morales que les ayudaban a determinar la selección de metas a largo plazo, además de ayudarles a controlar su propia conducta y su propio equilibrio emocional. No debemos olvidar que nuestra conducta humana siempre ha estado guiada por el sistema de creencias que tengamos cada uno de nosotros. A esto hay que añadirle que casi toda la trayectoria del ser humano se ha desarrollado sin la existencia de la escritura (recordamos una vez más el galopante nivel de analfabetismo de la sociedad románica), lo que contribuye, aún más, a utilizar representaciones simbólicas para expresar su pensamiento. En la historia de la humanidad, los fines religiosos del arte no han estado reñidos con los utilitarios y estéticos, en tanto que una belleza sobrecogedora ayuda a asegurar la efectividad de lo mágico, lo divino y lo espiritual.

     ¡Vaya introducción que me he marcado! Supera, con creces, y sin conocimiento, cualquier otro rollazo románico que pudiera haber soltado. Pero es que cuando me lío, me lío, y no sé cuándo parar. Vamos a aterrizar en lo que quizás más pueda interesarnos, que os veo una cara de “empanaos” que no hay por donde cogerla.

         De entre todas las representaciones simbólicas que podemos encontrarnos en los templos e iglesias románicas, hay unas que sobresalen por encima de las demás, dejando a un lado las representaciones de escenas concretas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, que simbólicamente no tienen otros significado que el propio que adquieren dentro de ambos textos sagrados, y que conociendo ambos textos, identificamos correctamente dichas representaciones y el contexto dentro de su ubicación (siempre y cuando sea la primigenia, que eso es harina de otro costal) en el edificio religioso. Las representaciones a las que me refiero son las representaciones de animales. Sí, animales, esos mismos que vosotros conocéis porque tenéis algunos en casa o en los huertos, y otros más raros, no reales, que llamaremos fantásticos, que, normalmente, lo forman partes de otros animales para darle un simbolismo específico además de cristianizarlo o satanizarlo.
Gallo. San Pedro de Tejada (Burgos)

         Los que tenéis animales (y los que no los tenemos) podéis apreciar que su presencia es algo inherente a vuestra vida y, por extensión, mucho más en la vida de una persona de la sociedad románica. La relación entre esa persona y los animales era una relación casi íntima, ya que éstos no solo servía como instrumento de trabajo y medio de alimentación, sino que también servían de compañía, una compañía más íntima que la actual, ya que en aquella época, los animales vivían en el mismo habitáculo o cabaña que las personas. Por ello, y debido al conocimiento que el hombre tenía de ellos, fueron también utilizados para enseñar a comprender las complejas estructuras sociales, los sistemas políticos y los dogmas religiosos que estructuraban la sociedad medieval. El hombre románico comenzó a representarlos asociándoles a cada uno de ellos una simbología normalmente de naturaleza cristiana y moral siempre al servicio de la Iglesia, que los utilizará para la representación del bien y del mal. A través de los animales, el hombre encuentra modos de comportamientos por comparación o metáfora con los mismos. El animal es una criatura divina pero que no se encuentra a la altura del hombre, y es por ello que va a emplearse, asociándole un cierto simbolismo en sentido alegórico, para explicar ciertos conceptos teológicos de difícil interpretación que éste debe asimilar.

         La simbología animal impregna todo el medievo, y eso se percibe en las distintas representaciones de los mismos que aparecen en los más diversos soportes al existir una sacralización de la representación en la Edad Media. Esas representaciones, junto a la personificación del comportamiento animal, fueron tomadas de las tradiciones de la antigüedad, fundamentalmente de Oriente (India, Asiria, Egipto, etc.), y enriquecidas progresivamente con la labor de los teólogos y los exégetas medievales.

         Pero con anterioridad a toda esa labor teológica, en la antigüedad, y sobre todo en Oriente como hemos dicho antes, ya se comienzan a fomentar las descripciones y representaciones de monstruos de aquella parte del mundo. Una vez más debemos adaptar nuestra mente a aquella época para tratar de comprender y aceptar que en ese periodo de tiempo de la historia, el hombre no conocía la mayor parte de la fauna que poblaba la Tierra. Para la mayoría de ellos, un elefante podía resultarle un animal monstruoso en comparación con un caballo, un buey, y no digamos con una cabra o una oveja, animales que pertenecían a su vida cotidiana. La inmensa mayoría de esas personas morían sin conocer un elefante, un rinoceronte, una jirafa, un avestruz, una llama (propia de América del Sur); si acaso conocían un león pero en cautividad, nunca en su hábitat.

Una prueba de lo que estoy diciendo la encontramos en la representación de un elefante en las pinturas de la ermita de San Baudelio, en Casillas de Berlanga, Soria, donde se representa un elefante muy deformado, en el que tan sólo sobresale la trompa, pero que más bien parece un perro con trompa, mucho más por el tamaño con el que lo han representado. Ello da muestra del desconocimiento total que tenían de dicho animal, de no haberlo visto nunca en su vida el pintor que lo plasmó en esa pared, y que lo representó tal y como aparece descrito en los diferentes libros que durante esa Antigüedad y hasta la Edad Media fueron apareciendo describiendo todos esos animales “fabulosos” que el hombre se iba encontrando en su camino, sobre todo en la campañas militares que constantemente se estaban produciendo en buena parte de Oriente y Europa.

Elefante. San Baudelio de Berlanga. Casillas de Berlanga (Soria)

         Aristóteles (¿os suena?), tutor de Alejandro Magno (¿tampoco os suena?) escribió Historia Animaliuns, donde describía los animales que iba viendo en los países conquistados, incluso corrigiendo falsas descripciones. Los romanos llevaron animales a Italia desde las provincias más remotas de su Imperio, más que por interés científico por aumentar la pompa de los triunfos militares y para su exhibición en los anfiteatros. Plinio (no, el de Tomelloso, no; otro que era romano), escribió durante esa época del Imperio Romano Historia Naturalis, donde reúne tradiciones y supersticiones populares que tanto había de influir en la literatura medieval y renacentista referente al mismo tema.

         El Physiologus (desarrollado sin duda en Alejandría a finales del siglo II o el principio del siglo III, es una colección de historias de animales cuyas referencias comprenden a la vez la descripción de una animal real o fabuloso, y la interpretación tipológica de su naturaleza), el Hexaemerón (6 días, etimología de la palabra), escrito por San Ambrosio, los Bestiarios, la Etimologías de San Isidoro, el Códice de Alberto Magno, Hortus Sanitatis, etc., son libros escritos durante todo ese tiempo y hasta la Edad Media en los que, por medio de imágenes y textos asociados, se les daba a los animales una serie de características, reales o ficticias, pero siempre acorde con los tiempos y relativamente consensuadas, narrando historias edificantes sobre las conductas de los animales y adaptadas a la época, todas ellas de un gran valor pedagógico.

         Todos estos libros tenían una gran característica en común: adolecían de un profundo conocimiento naturalista (la mayoría de los animales que aparecen en ellos no habían sido vistos nunca “in situ” por los autores) pero armoniosamente enlazados con la doctrina bíblica y cristiana. No hace falta volver a recordar una vez más que en la religión, sobre todo de aquella época románica, todo se aprovecha, y lo que hoy nos pueda parecer una doctrina bien conformada y perfectamente diferenciable de otras coetáneas, en su momento fue fruto de un sincretismo culturalmente enriquecedor. El uso de documentos paganos para enriquecer la propia doctrina nunca fue un problema irresoluble (… y mirar quién lo dice; ¡para que veáis!); bastaba adecuar convenientemente dichos textos a la doctrina. Mirad lo que advertía San Agustín: “El cristiano ha de entender que en cualquier parte que hallare la verdad, es cosa propia de su Señor.” (De Doctrina Christiana II, 18):

         Por lo tanto no puede extrañarnos que los Padres de la Iglesia se alimentaran de las fábulas moralizadoras de griegos y romanos para asociar repetidamente a los animales a diversas virtudes y vicios del hombre; en definitiva, dar una visión alegórica de los mismos. Incluso en el siglo VIII, desde altas instancias se recomendaba a los clérigos que utilizaran “exempla” en sus sermones para adaptar las fábulas y las características de los animales a la doctrina. Santiago Sebastián López, en su libro Iconografía medieval nos lo describe: “Este conocimiento de los animales de la época románica nada tiene de común con las ciencias naturales, ya que no los describen como son ni como se los puede observar. Se trata de presentar al animal tal como figura en el universo creado por Dios, un mundo encantado bajo el signo de lo sagrado, por lo que representa su aspecto físico y su comportamiento dentro de una significación religiosa y moral. Por otra parte, el mensaje simbólico del animal no es fácil de descifrar, porque en el discurso se interfieren informaciones desde diversos ángulos, no siempre coherentes, resultando que un animal puede significar una cosa y también la contraria; tal es la ambivalencia de su mensaje.”

Capital del cuervo y la zorra. Iglesia de San Martín de Tours.
                                                San Martín de Fromista (Palencia)

          Aún así, los Padres de la Iglesia no tuvieron ningún reparo con aprovechar la idoneidad del momento y conjugar felizmente la sabiduría de la antigüedad pagana con la renovación que significaba el cristianismo. Nuevamente es San Agustín quien, aceptando no sólo esa dualidad de significado benigno-maligno de los animales, acepta así mismo la dualidad sensitiva de la adoración iconológica frente a la anímica intelectual. Opinaba San Agustín que las imágenes debían variar las conductas. Cada imagen generaría entonces su propio discurso, que debería provocar las adecuadas reacciones de quien la interpreta, aceptando como síntesis, según el santo que: “… enseñar es una necesidad, deleitar un encanto y persuadir una victoria.”.


         Esta última frase de San Agustín puede resultar definitiva para resumir todo lo acontecido y relacionado en el románico y la representación animalística, sobre todo escultórica. La animalización de las figuras en el arte románico constituye un recurso que las dota de claras connotaciones morales. No es un arte encaminado al retrato del reino animal, sino de un arte psicológico donde toda forma es reflejo de un significado latente. La relación entre forma y contenido, entre figura y significado sigue procedimientos similares a los de la metáfora o hipérbole, conduciendo hacia un lenguaje plástico que podríamos calificar de expresionista. Realmente, la escultura románica, y en menor medida la pintura, pone de manifiesto la capacidad de la representación animal de referirse a comportamientos humanos bien aceptados, bien condenado por la Iglesia.


Canecillo de la Iglesia de San Juan Bautista
(Moarves de Ojeda, Palencia) con cabeza de
negro a la que se superponen dos grandes
orejas de burro para incidir en la bestialidad
del sujeto y en su falta de inteligencia de
acuerdo con la proverbial necedad y tontería
asociada al burro.


          Pero como cualquier otra sociedad latente, viva y regeneradora de sus miembros, su evolución supuso una revolución sobre todo con la llegada del Cister con San Bernardo de Claraval (1090 – 1153). Este monje cisterciense negaba la idoneidad del hombre carnal frente al espiritual, negaba la forma frente a la idea, en un intento de regenerar la opulenta vida monacal y reconducirla y devolverla a su pobreza antigua. Para ello, una de sus mayores reformas monásticas fue la total eliminación de las figuras de animales y monstruos de claustros e iglesias, con el fin de no distraer al recogimiento interior y el rezo perenne de los monjes. En su Apología a Guillermo bien lo manifiesta: “… ¿Qué hacen aquí en nuestros claustros donde los religiosos se consagran a las lecturas sagradas esos monstruos grotescos, esas extraordinarias bellezas deformes y esas bellas deformidades? ¿Qué significan aquí los monos inmundos, los feroces leones, los extraños centauros que no tienen de hombre más que la mitad? … Aquí un cuadrúpedo porta una cola de reptil, allá un pez presenta un cuerpo de cocodrilo.”.

         De cualquier manera, con representaciones animalísticas y monstruosas o sin ellas, el fuerte componente fantástico del arte románico ha llegado a producir una falsa concepción del mundo medieval, como un mundo dominado por el sin sentido y la sin razón. Un estudio más detallado, y sobre todo más sosegado y contextualizado, permite comprobar que la irrealidad de estas formas no se debe a una mentalidad ingenua de unos hombres que creían en quimeras y monstruos, sino a un lenguaje metafórico que permitía representar en imágenes elementos del mundo trascendente, su mundo, ideas sin cuerpo que sólo existían en el ámbito espiritual. Como hemos expuesto en muchísimas ocasiones, el pensamiento cristiano y la Biblia están conformados por múltiples metáforas de animales, y éstas cristalizan con gran promiscuidad en ese renacimiento de la imagen monumental que es el románico y que, sin duda, se distingue por un intrínseco carácter simbólico y didáctico.

         Bueno chicos, otra vez que os habéis quedado sin conocer o saber qué significan para las personas románicas todos los animales que dejaron representados. Nos enrollamos y nos enrollamos y no aterrizamos nunca en ellos. En la tercera parte de este “Simbolismo Románico” comenzaremos a ver todos los animales, aunque son tantos y de diferente condición y procedencia que mucho me temo habrá una cuarta y una quinta parte. No os desaniméis. Veréis qué chulo va a resultar.

         ¡Hasta pronto!

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