viernes, 19 de diciembre de 2014

ELEMENTOS DISTINTIVOS DEL ARTE ROMÁNICO (I)





         ¡Aeouiiiiiii! (saludo torralbeño aún en vigor, expresado con perfecta ligazón fonética, complementado con un leve doblez lateral del tronco, y con la mano contraria al doblez troncal levantada) ¿Va eso bueno? ¡m’alegro! … y m’alegro más porque el tema que ahora comenzamos en un tema un poco largo (por no decir muy largo), y un tanto enfarragoso, ya que vamos a hablar de términos técnicos propiamente arquitectónicos, pero aplicados, como no, a lo que a nosotros más nos gusta: el Arte Románico. Muchos de estos términos, elementos o partes constructivas de una edificación religiosa románica, ya los conocemos por otros capítulos, pero será en éste donde profundicemos aún más en ellos, dejándolos totalmente “vistos para sentencia”; es decir, sin volver a insistir en ellos ni en sus características cuando aparezcan en cualquier otro capítulo venidero.

         Como pudimos apreciar en el capítulo dedicado a los “Aspectos simbólicos de la arquitectura románica”, el Arte Románico tiene unos componentes estéticos fijos codificados desde su creación, independientemente de los valores arquitectónicos. La geometría románica en la arquitectura sagrada se aplica de manera rigurosamente simbólica. Ya vimos como las plantas de los edificios, sobre todo religiosos, se basan en un diálogo entre círculos y cuadrados, resumiendo la relación fundamental entre Dios y el Hombre. El círculo significa cielo, lo sagrado, el mundo espiritual; el cuadrado representa el Cosmos, las cosas materiales y la condición terrestre. El concepto de Divino Conocimiento –Hagia Sophia- (… y me estoy metiendo en camisas de once varas) recae sobre todo en el simbolismo de la edificación en los templos cristianos de la antigüedad (cuando en algunas representaciones nos encontremos con un cuadrado dibujado en un círculo, estaremos ante un símbolo divino; el círculo se hace un cuadrado, y el espíritu se hace material; Dios descendiendo sobre el mundo terrenal). La creación del Arte Románico, como un estilo conciso y preciso, es conocido y aceptado por el maestro constructor y arquitecto, sabedores que las más poderosas civilizaciones antiguas utilizaron el templo como emblema de su imperio para engrandecimiento de su Creador.
 
San Bartolomé. Campisábalos (Guadalajara)

          Cuando nosotros miramos y admiramos un templo, una iglesia o una catedral (románica, gótica, renacentista), de lo primero que nos damos cuenta es que están construidos en piedra, o en menor medida, en ladrillo. Recordaréis que el aspecto simbólico de la piedra ya lo analizamos en un capítulo anterior, cuando hablamos del pasaje evangélico de San Mateo, en el capítulo 16: “Tu eres Pedro, y sobre ti edificaré mi Iglesia.” Pero como todo sabéis, la piedra pesa mucho y construir todo un edificio, por muy modesto que sea, a base de piedras, supone un gran peso sobre el terreno donde se aposenta. Si el terreno no es muy propicio para construir, el peligro de derrumbe del edificio es muy grande, por lo que los maestros constructores o arquitectos de la época, debían realizar, antes de nada, una buena cimentación sobre el terreno.


         Como podéis suponer, los medios técnicos de la época del Arte Románico eran más bien nulos o muy escasos, por lo que los maestros constructores realizaban las cimentaciones a lo que comúnmente se suele decir: “a ojo de buen cubero”. Lo único que tenían claro era el tipo de edificio que se iba a construir y la distribución que éste iba a tener. Trazaban unas líneas en el suelo con cuerdas y estacas dibujando esa distribución, y cavaban unas zanjas muy anchas y profundas: los cimientos. De la profundidad y anchura de estos cimientos dependía la posterior buena estabilidad del edificio.


         Las zanjas se rellenaban con piedras irregulares y escombro, y se ejecutaban a modo de fajas corridas (como galerías comunicadas), tanto horizontalmente como verticalmente, de tal forma que donde se cruzaba una faja horizontal con una vertical era ahí donde iría construido un pilar para sustentar los arcos transversales para aligerar las pesadas bóvedas de piedra del techo. Simplemente con visualizar las zanjas sobre el terreno ya se podían hacer una idea de cómo iba a ser edificado el templo o iglesia.

         Las zanjas llegaban a ser tan anchas que en el interior de algunas iglesias y templos románicos aún podemos observar unos bancos corridos o plintos. No eran bancos para que la feligresía pudiera sentarse, sino que era la diferencia constructiva entre la anchura de la zanja de cimentación y el espesor de los muros laterales de la edificación. Ello da muestras de que los templos no guardan proporcionalidad con la profundidad y anchura de las zanjas, que se ejecutaban en exceso sin previo cálculo alguno.

         Una vez trazadas, cavadas y rellenadas las zanjas, se procedía, como no podía ser de otra forma, a levantar los muros. Normalmente se levantaba primero el ábside, como la parte divina del templo, a partir del cual, una vez levantado, ya se podían realizar oficios divinos mientras se terminaba de construir la totalidad del edificio. Posteriormente, y poco a poco, se iban levantando los demás muros de la edificación.

         Es realmente en los muros donde comienzan y terminan las fuerzas mecánicas (los empujes de la piedra) del edificio. Los muros son sólidos, rotundos, compactos, donde esas fuerzas mecánicas se reflejarán en el exterior con gruesos contrafuertes que resistan las presiones de las bóvedas evitando la fractura del mismo y la ruina total de la iglesia. Solían tener un espesor que oscilaba entre los sesenta centímetros y el metro, incluso más.


         Para la construcción de los muros, el material más preciado, pero también el más caro, era la piedra, ya que ésta debía de extraerse de la cantera más próxima al lugar de edificación y, posteriormente, transportarla hasta ese mismo lugar, lo que podía encarecer terriblemente la construcción. Una solución que adoptaron los maestros constructores para abaratar costes era la de aprovechar las piedras de edificios de época romana que en estado ruinoso se encontraban cerca del lugar de construcción. Ello ha dado lugar a que hoy en día podamos apreciar en los lienzos de los muros de muchas iglesias y templos románicos, inscripciones romanas en muchas de las piedras o sillares utilizados en su construcción.



         Dependiendo de la tradición del lugar, y de la cercanía de una cantera, lo más generalizado en las fábricas de los muros eran dos paramentos de piedra, una interior y otra exterior, recibidas con mortero de cal con un relleno entre ambas de tierra y/o escombros.
 
Núcleo de cascotes y caras de sillería 

          Para unir las piezas se utilizaba una argamasa o mortero de cemento y arena, con la adición de una cantidad conveniente de agua. Antiguamente se utilizaba también el barro, al cual se le añadían otros elementos naturales como la paja, y, en algunas zonas rurales, excrementos de vaca o caballo.

         Otra manera muchísimo más barata de construcción era la mezcla de aparejos: mampostería (piedras irregulares) en los lienzos grandes de muro, y sillería (piedra labrada) en las zonas más delicadas y necesitadas de refuerzo, como las esquinas, ventanas y puertas, ya que es allí donde recaen las mayores tensiones. Esta forma constructiva es más barata, ya que se necesita menos mano de obra y es más fácil de encontrar. Pero tenía un problema ya que se originaba una heterogeneidad entre las hojas exteriores y el relleno interior, por lo que era preciso el uso de contrafuertes en el exterior. Esta solución constructiva ya la comentamos y conocido en un capítulo anterior.



         Aunque ya hemos dicho en múltiples ocasiones que en Torralba no hay ni una sola construcción románica, sí que podemos observar en las esquinas de la iglesia y de ambas ermitas, la utilización de sillares para afianzar constructivamente el edificio; incluso en la ermita de la Concepción, en la esquina oeste del lienzo sur, los sillares que se utilizaron en su construcción, podrían proceder del castillo que pudo existir en aquel lugar, según los diversos historiadores que han estudiado esta edificación, con Manuel Romero como pionero actual (pero no contemporáneo mío) en dichos estudios. Esa forma constructiva con sillares en las esquinas utilizados en la construcción de la iglesia y las ermitas también la podemos apreciar en algunas casas o casonas de Torralba, de lo que podemos inferir que esa técnica constructiva ha permanecido en el tiempo debido a la gran solidez y estabilidad que aporta a las edificaciones.

          También podemos apreciar los huecos que dichos lienzos poseen, los mechinales, huecos dejados por el andamiaje durante la construcción, que normalmente se tapaban a la finalización de las obras y que, con ls restauraciones nuevas llevadas a cabo hoy día, tienden a dejarse al descubierto como tratando de darle un valor añadido a la construcción.


Arriba: sillares en esquina suroeste de la ermita de la Purísima Concepción de Torralba donde también se pueden apreciar los mechinales utilizados para la construcción del lienzo sur y fachada norte; debajo: sillares en casona de Torralba.

          La utilización del ladrillo en las obras de edificación era la técnica más barata de todas las formas constructivas, bien porque el lugar geográfico de construcción careciese de canteras en la cercanía o bien porque la piedra resultaba muy cara en determinados momentos.
Ábside de Santa María, Arévalo (Ávila)

          Las zanjas, las piedras, el mortero, todo esto ya lo tenemos preparado, pero mucho antes de comenzar a construir los muros de un edificio religioso en el Románico, fuera de la importancia que fuera, primero se comenzaba a construir el ábside, es decir, se comenzaba a construir por la cabecera, por la parte más sagrada de todo el edifico, tratando de terminar su construcción cuanto antes para poder instalar en él el altar, y comenzar a celebrar las liturgias divinas, incluso sin haber finalizado totalmente la iglesia; mejor dicho, en algunos casos sin ni tan siquiera comenzado a construir sus muros.


         El ábside era el núcleo principal de los templos románicos, el lugar privilegiado del santuario, el de máxima sacralización de la celebración de la liturgia eucarística. Su ubicación dentro del edificio habría de ser visible por la mayor cantidad de fieles que habían de agruparse en la nave o naves. Su establecimiento en la cabecera del edificio adquiría el máximo de funcionalidad al poder ser contemplado por la comunidad de fieles.


         La aparición del ábside se debe al mundo romano y a su arquitectura. La palabra ábside deriva del latín apsis, que significa arco o bóveda, y en origen era un nicho en un templo romano dispuesto para acoger la estatua de un dios. En los edificios administrativos, el magistrado ocupaba ese lugar principal aposentado sobre su silla presidencial. La arquitectura cristiana adoptó este espacio para sus templos para asignarle ese lugar prominente dentro del edificio religioso.


         Los ábsides eran fundamentalmente semicirculares, representando la parte divina del templo o iglesia, en contraposición con la nave o naves cuadradas, representando la parte humana del edificio (recordar el tema de los “Aspectos simbólicos de la arquitectura románica). Aún así, hay zonas dentro de España que no siempre tienen forma semicircular los ábsides, sino que la tienen cuadrada o poligonal principalmente. Lo que sí que tiene que ser primordial es que, en su construcción, éstos deben de estar orientados hacia el este, a oriente, de donde provienen los primeros rayos de luz del día, los que indican la llegada de Cristo en el alborear del día (recordar de nuevo el mismo tema de antes).
Ábside de Santa Coloma. Albendiego (Guadalajara)
Ábside de San Salvador. Sepúlveda (Segovia)
        
          Pero no penséis que en todas las edificaciones religiosas románicas había un solo ábside. Las posibilidades de construir uno o más ábsides dependían de la estructura de la planta, que a su vez dependía de su ubicación y monumentalidad del edificio. En las iglesias o ermitas rurales, donde las dimensiones eran más bien mínimas, y en función del número reducido de fieles que habitaban en ese lugar, tan solo se construía un ábside, semicircular, poligonal o cuadrado, según, aunque éste pudiera estar más profusamente decorado que el mejor de los ábsides que formaran parte de cualquier catedral románica por muy monumental y fastuosa que pudiera parecer. Si la iglesia tenía una sola nave, le correspondía un solo ábside, ya fuera semicircular, poligonal o rectangular. Si la planta era de cruz latina, podía tener uno o tres ábsides, siempre de mayor decoración el central que los laterales. Si la planta era basilical, estaba establecida la norma de tres ábsides, con mayor importancia el central. Si la iglesia poseía girola, se podían prolongar ábsides alrededor de ésta en un número indeterminado, como una corona en torno a un deambulatorio que actuaba entonces como un gran ábside central.


         Ese ábside central conseguido podía tener su similitud con una cabeza si comparamos una iglesia con planta de cruz latina con un crucificado; de hecho en el latín de los teólogos de la época, al ábside se le denominaba caput, cabeza.


         Con la construcción del ábside ya podían realizarse oficios litúrgicos y divinos. Mientras tanto, los parroquianos del lugar estarían levantando los muros de su iglesia, unos muros que, en teoría y en principio debían ser muy anchos y no muy altos. La razón era que dicha iglesia debía de estar cubierta, no solo con una techumbre de pizarra o tejas a dos aguas, sino que dentro del templo o iglesia, también se debía de cubrir.


         Las primeras construcciones románicas utilizaban la madera a modo de artesonado para la cubrición de su templo, pero este material era muy perecedero además de ser un foco importante de incendios a medida que pasaba el tiempo y la madera se iba secando cada vez más. Un incendio, por muy pequeño que fuera, podía acarrear la destrucción, la ruina y el abandono a cualquier edificación religiosa románica, echando por tierra el trabajo de muchísimos años. De ahí que se tomara la decisión de cubrir las naves de sus templos e iglesias utilizando la piedra al igual que en los muros y en el ábside. De paso, mantenían esa máxima teológica de construir siempre con piedra por su característica imperecedera ya argumentada por Jesucristo en un pasaje del evangelio de San Mateo. Además, con las cubriciones pétreas, no solo se mantenía una continuidad teológica, sino que mejoraba la acústica del templo para el canto de los oficios divinos y se engalanaba estéticamente cuando éstas se pintaban.


         Por definición, una bóveda es una obra de mampostería o fábrica de forma curva, que sirve para cubrir el espacio comprendido entre dos muros o una serie de pilares alineados. Es una estructura muy apropiada para cubrir espacios arquitectónicos amplios con piezas pequeñas, las dovelas, muy utilizadas en el Arte Románico.
 

Bóvedas de la iglesia de El Salvador.Sepúlveda (Segovia)

      

      Las bóvedas gravitaban sobre la alineación de los muros. Al estar construidas en piedra, ejercían una gran presión y peso sobre los muros de las iglesias o templos, pudiendo producir un resquebrajamiento de éstos, provocando su hundimiento. Esto hacía que los muros tuvieran que ser muy gruesos para contrarrestar dicho peso (como hemos visto anteriormente), además de reforzarlos en el exterior con los contrafuertes, de tal forma que serían éstos los que cargaran con todas las presiones que ejercían las bóvedas. Los arquitectos o maestro constructores debían de tener muy en cuenta estas cargas y repartirlas convenientemente, pues podía darse el caso de estar construyendo un edificio que ya, desde sus inicios, estaba abocado a la ruina. Una bóveda bien calculada, con sus cargas bien repartidas, se podía considerar como la culminación de la obra, el remate final de todo el entramado constructivo.



         En el Arte Románico, la bóveda más común era la de medio cañón, que no era más que un arco de medio punto alargado longitudinalmente. Se empleó profusamente para cubrir espacios longitudinales como las naves de las iglesias o sus transeptos. Sus paramentos presentan la forma de media superficie cilíndrica, similar al ánima de un cañón (de ahí su nombre). El empleo de este tipo de bóvedas tiene como resultado un gran empuje horizontal, empuje que debe absorberse por medio del empleo de contrafuertes exteriores y arcos fajones o perpiaños en el interior. De estos dos sistemas de contención, los contrafuertes exteriores quizás fueran más eficaces, ya que en el peso total de la bóveda no es solo peso vertical, sino también horizontal e incluso en diagonal, con cierta curva, y en estos dos empujes donde los contrafuertes ofrecían una mejor actuación.

         Quizás lo que os estéis preguntando alguno es cómo podían poner todas esas pequeñas piedras, llamadas dovelas como hemos dicho antes, casi como flotando en el techo sin que pudieran caerse, sin que se derrumbara la bóveda. Realmente es fácil; la imaginación del ser humano y la física tienen la culpa de que estas construcciones estén presentes aún hoy día, después de más de mil años.

         El elemento constructivo para este tipo de cubriciones es la cimbra, un artilugio semicircular de madera de una pequeña anchura. Las siguientes ilustraciones os muestran una cimbra.

Cimbras 
          
          Las cimbras eran apoyadas entre los muros de la nave, en unos salientes llamados impostas. Mientras estaban apoyadas, los constructores comenzaban a colocar las dovelas, desde la parte de abajo hacia arriba, al mismo tiempo a ambos lados. Cuando llegaban a la parte superior, solamente les quedaba por poner una sola piedra, la clave, llamada así porque era la piedra fundamental que iba hacer de fuerte empuje sobre todas las demás, a ambos lados, de tal forma que unas empujaban a las otras, otras a las siguientes, y así sucesivamente hasta llegar de nuevo a los muros, donde, como hemos dicho antes, se producía el empuje de todas ellas haciendo que estos fueran de un gran grosor.
Estructura de una bóveda con sus dovelas y su clave 

          Pero me imagino a ahora tendréis una nueva duda, ¿no? ¡Claro! Si la parte de la bóveda construida se apoyaba sobre la cimbra y ésta sobre las impostas de los muros, ¿cómo quitaban entonces la cimbra? ¿La tenían que romper y construir una nueva para cada tramo de la bóveda que fueran construyendo? Es obvio que no. No se podía gastar tanta madera para la construcción de una sola bóveda, ni gastar tanto tiempo en la construcción de muchas de ellas. Los artífices constructores del románico tenía la obligación de reutilizar cuantos más materiales mejor, de la misma forma que se debería de hacer hoy día, aunque ellos tenía más inculcado el tema del recicla y reutiliza que nosotros. Aquel tipo de vida les obligaba y estaban más concienciados.



         Los constructores del románico idearon una forma muy sencilla y muy eficaz para reutilizar la cimbra. En vez de apoyar directamente la cimbra sobre las impostas o salientes del muro, las apoyaban sobre saquitos de arena, y éstos, sobre las impostas. Cuando terminaban de construir un tramo de bóveda, abrían los sacos, les quitaban la arena y la cimbra quedaba apoyada tan solo en la tela del saco, con lo que su altura caía lo suficiente para quitarlos con facilidad y ponerla a continuación del tramo construido para continuar con el siguiente, volviendo a llenar los sacos de arena y apoyando de nuevo la cimbra sobre ellos y las impostas. Eso sí, tenían que tener la precaución de llenarlos siempre con la misma cantidad de arena para que todos los tramos de la bóveda tuvieran la misma altura; de no ser así, el peligro de derrumbe aumenta muchísimo, si no es que ya no lo hubiera por la forma constructiva en sí de la bóveda.


         ¡Veis qué fácil lo hacían en el Románico! ¡Como ahora! Pero no vayáis a pensar que los artistas románicos se quedaron anclados en este tipo de bóveda y en su forma constructiva. En la evolución del Arte Románico, como cualquier arte o actividad viva, se produce un salto al cambiar la bóveda de cañón por la bóveda de arista, basada en la intersección de dos bóvedas de cañón, donde los empujes y las fuerzas recaen sobre los cuatro puntos de apoyo (las cuatro esquinas). Esta nueva forma constructiva conllevaba mayor dificultad en la ejecución de su aparejo, aunque también se hacía por medio de cimbras.

 Bóveda de arista.. Arriba: forma constructiva; debajo: bóveda de arista construida.



Elementos de una bóveda de arista


       Generalmente, este tipo de bóveda se utilizaba para cubrir las naves laterales en vez de la nave central, dando como resultado una cubrición de espacios cuadrados o rectangulares. Como evolución, estas bóvedas descargaban mejor su peso y más fácilmente en los muros y en los contrafuertes exteriores, evitando el pandeo de los muros y su ruina constructiva posterior.



         Como podemos apreciar, el constructor románico no se estancó en los pocos conocimientos que tenía. Se aplicaba constantemente ese dicho popular de “hacer de la necesidad una virtud”, y trataba de suplir con la experiencia su falta de formación arquitectónica y física, aunque también como ciencias vivas estas dos últimas, iban evolucionando al mismo ritmo que las construcciones románicas y estilos posteriores arquitectónicos, aplicando los avances conseguidos en dichas ciencias en las construcciones que realizaban. No tenemos más que darnos cuenta y apreciar que después de mil años, estas construcciones siguen aún en pie para admiración y disfrute de todo aquel que lo tenga a bien; más duraderas y más sólidas incluso que muchas construcciones modernas de hoy día, realizadas con materiales mucho más sólidos y resistentes que a poco de su terminación o se vinieron abajo o tuvieron serios problemas de estabilidad. Este quizás sea uno de los puntos donde más admiración produce el Arte Románico.



         ¡Disfrutadlo cuando podáis!


         ¡Hasta pronto!


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