Que levante las manos quién no haya utilizado la palabra “escucha”
en forma exclamativa, exhortativa e incluso onomatopéyica, a modo de ¡escucha! (¡escusshhaa!
en versión andaluza con cada vez más injerencia e implantación en todo el
territorio nacional incluidos los autoexcluidos del 155). Con ella, y con el
modo y manera de utilización, se está llamando la atención a nuestro
interlocutor o interlocutores que están en las musarañas y se están pasando por
el forro lo que les estamos diciendo. Cuando les soltamos el palabrajo, vuelven
en sí, vuelven a parpadear y tratan de coger el hilo de una conversación que no
saben de lo que va. Al interpelarlos con el palabrajo, estamos tratando que nos
hagan caso a lo que les estamos diciendo; nos están oyendo, pero no nos están
escuchando, porque no es lo mismo oír que escuchar.
Muchas son las
personas que en el trabajo tienen una radio sintonizada a una determinada
emisora, ya sea noticiaria, musical o vomitiva del corazón. Mientras realizan
su labor profesional, oyen un runrún de fondo, pero realmente no saben lo que
están diciendo, no ponen atención en lo que dicen. Si lo hicieran, poco trabajo
podrían desarrollar. Inventarían una nueva profesión: oyente de radio. Por lo
tanto, no escuchan. Oyen el runruneo como acompañamiento a su trabajo como
ruido rosa aislador de conversaciones personales, pero no escuchan, no saben
realmente que es lo que dice quién habla o quién canta.
Esa es la gran
diferencia entre oír y escuchar. No es lo mismo por mucho que nos empeñemos,
por mucho que la sociedad haya dado buena su equiparación a la hora de su
utilización en una conversación, por mucho que los medios de comunicación (una
vez más culplables de otro atentado terrorista a nuestro vocabulario) lo
utilicen a diario (periodistas con más faltas de ortografía que un nini
escribiendo en el móvil).
Como muestra valga
un botón. Una de las sintonías últimas de la Vuelta Ciclista a España, cantada
por un andaluz (o al menos ese era el deje que tenía) utilizaba dicho palabrajo
para que su ficticia pareja amorosa oyera lo que le estaba cantando (le decía “escusshhaa”,
pero quería que simplemente la oyera). Esa sintonía sonó infinidad de veces
antes y durante ese evento deportivo, uno de los más importantes del mundo en
el ciclismo internacional, y fue oída, y creo que algunas veces escuchada por
millones de personas de todo el mundo.
Pero quizás no sea
ese el mayor problema. El problema o daño (en este caso es lo mismo) ya estaba
hecho, una vez más. Esa canción había sido compuesta, cantada y seleccionada
por personas que aceptaban la equiparación de significados entre oír y
escuchar. La conclusión y clausura es clara y contundente: si ellos la utilizan
y la equiparan en ese contexto, si la dan por buena en esa canción, no debe ser
un error su utilización en el lenguaje vulgar. Y como el vulgo necesita muy
poquillo para repetir papagállicamente y vulgarmente cualquier palabro o frase
que les haga gracia, pues ¡mariflor el último!
¡A ver quién lo dice más veces el cabo de un día!
Como se ha puesto de
manifiesto anteriormente, los medios de comunicación tienen mucho que ver en
todo este asunto. Ellos crean una nueva forma de hablar siendo
inconscientemente inconscientes que lo hacen. No hace mucho, en un programa
radiofónico nacional de fin de semana, su locutora y presentadora daba las
gracias a sus “escuchantes” por está ahí. Si todas las personas que tienen sintonizada
esa emisora y ese programa estuvieran escuchándolo, no podría hacer otra cosa
que no fuera eso: escuchar. Pararían de hacer lo que estuvieran haciendo y
escucharían atentamente lo que dice la locutora o quién hablara. Realmente oyen
el ruido de fondo la mayoría de las veces, pero escuchan las minorías de las
veces. Si ya el periodista está diciendo “escuchantes”, ¡qué no diría el vulgo
papagalleador, siempre a la espera y a la escucha (¡esta vez sí!) de cualquier
palabrajo o frase hecha.
Pero no todas las
culpas van a ser para los medios de comunicación (que tienen bastantica). Aún
no he visto que nadie, especialista en este tema ni ningún miembro de la RAE
haya salido a la palestra para poner las cosas en su sitio. Ya en su día,
Fernando Lázaro Carreter, en su obra “El dardo en la palabra”, explicaba la
correcta utilización de palabras y frases hechas que los españoles (incluidos
los autoexcluidos del 155) usaban mal a diario. De vez en cuando algún
iluminado publica un artículo con la misma temática, pero, como hoy día casi
nadie lee los periódicos, sólo mira los santos, nadie se entera cómo hay que
utilizar esa palabra o frase hecha que, realmente, suena mal al decirla, al oírla
y al escucharla.
Otro botón de
muestra. La utilización del “ha sido” para
referirse a un hecho pasado, en sustitución del “fue”. “Tal cosa ha sido
encontrado”; “ayer ha sido inaugurado”. Cuesta mucho escribirlo y suena mal
decirlo; no concuerdan tiempos con personas. ¿No es más fácil decir “tal cosa
fue encontrada”, “ayer fue inaugurado”? “Ha sido” es cacareado constantemente
en los medios de comunicación (esta vez también culpables) y, ya se sabe, unos
lo cacarean, otros lo papagallean. Al final, otro atentado terrorista al idioma español (también del de los incluidos
en los autoexcluidos del 155).
Realmente, al vulgo
le trae al pairo oír que escuchar. Dicen lo que oyen. Nadie escucha lo que
dicen. ¡¿A quién le importa si hay diferencia entre oír y escuchar?! ¡Se dice
así y punto en boca! ¡No hay que ser tan tiquismiquis!
Siempre la mayoría
tienen razón, pero eso no quiere decir que sea bueno ni verdadero. Simplemente
indica que hay muchas más gente que piensa y habla igual; nada más. Otra cosa
es la verdadera verdad, la que no gusta oír ni escuchar.
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