Aquellos que poco a poco me vais conociendo (¡no! los que
escarbáis en mi vida no. Me refiero a los que leeis mis epílogos póstumos)
denotareis que soy muy claro y tajante a la hora de valorar lo que hay en la
actualidad, hoy día, y no esperar a que pasen los años para darle el valor que
no se le dio cuando se pudo y se tuvo que hacer por no tener valor de
enfrentarse a la gente que devaluaba, infravaloraba y, por qué no decirlo,
despreciaba lo que había en ese momento.
Tengo el
convencimiento (aunque no sé la razón del por qué eso es así ahora y no antes)
que lo que os gusta y en lo que estáis obcecados en la actualidad es en lo
antepasado, en lo antiguo, en lo que hubo y que el propio ser humano se encargó
de hacer desaparecer para ahora, de nuevo, tratar de sacarlo a la luz cual
tesoro escondido y a la espera de ser redescubierto por alguien necesitado
porque la vida le ha tratado mal. Actualmente se ensalza y se magnifica aquello
que sucedió, se construyo o se instauró hace décadas, como si cuando ocurrió no
fuera lo mismo que se ve, se oye, se utiliza o se paladea en la actualidad.
Fiestas patéticas y
desvirtuadas tratando de imitar formas de vestir de décadas anteriores
malavenidas con música de esa etapa (no siempre) de vuestra (que no mía)
historia. Reuniones carnavalescas teatralizadas y camufladas en intereses
económicos y particulares. Reconstrucciones (que no rehabilitaciones) de lo que
pudo haber sido y no se está seguro de que fuera. Restauraciones de aquello que
desapareció por el propio paso del tiempo y de la vida y su empecinamiento en
su recuperación pero adaptándolas al nuevo estilo de vida social y personal.
Actos más encaminados a buscar el perdón por haber participado en su desaparición
o demolición que en la función que puedan desarrollar hoy día o el beneficio
que puedan aportar a la persona y a la sociedad. En definitiva, hacer algo por
hacer, hacer para que la gente no se olvide de ese alguien “promotor” y “motor”
de penas y “quejíos”, motivador y creador de expectativas fatuas.
Pero, sinceramente,
creo que en el trasfondo de todo ese ensalzamiento anticuario, lo que de verdad
hay es vanidad, pura, dura y mucha más vanidad. Da la sensación que el hombre
de hoy está solo en el mundo, se encuentra solo rodeado de personas que a su
vez se encuentran solos y necesitan cierta actividad para hacerse notar, para
dejarse ver, para clamar: ¡Eh! ¡Que estoy aquí! ¡Miradme! ¡Soy yo! Esas
exclamaciones no tratan de gritarlas por medio de actos hacia los demás, actos
donantes, sin contraprestaciones económicas ni besuconas. La exclamaciones las
orean a los cuatro vientos cuando han conseguido ser el centro de atención y
los “jefecillos” de esas “nouvelles” recuperaciones, rememoraciones, que, como he
dicho en numerosísimas ocasiones, no pueden ni deben ser lo mismo, ya que se
crearon cuando se crearon y para lo que se crearon y desaparecieron porque
dejaron de cumplir la función para la que se crearon. Tratar de refundarlas de
nuevo es, además de una falta de respeto hacia su función primigenia,
devaluarlas, quitarles todo el valor que en su día tuvieron.
Pero eso no se tiene
en cuenta. Lo que de verdad vale, y sobre todo se busca, es recordar no lo que
se está haciendo en sí mismo, sino quién lo está haciendo; tan sólo eso, quién.
No busquéis motivos (convencimientos y consuelos habrá a montones), no busquéis
causas (más de los mismo), no busquéis porqués, ni dondes ni cuandos. Buscad al
quién, al necesitado, al solitario en busca de personas, al ávido de
reconocimientos vitales para su vida.
Si antes os decía
que se buscaba enaltecer la vanidad, ahora no estoy tan seguro de que sea sólo
eso. Creo que también hay algo de desdicha y soledad a partes iguales estas dos
últimas. El tratar de salir de ambas hace que se vuelque en la vanidad, que se
utilice como válvula de escape para tratar de dejar atrás lo que realmente se
es y con lo que se está de acuerdo en seguir siéndolo. Como no se tiene fe ni
fuerza en mirar hacia el futuro, se suele mirar hacia el pasado, ya hecho, ya
conformado, ya extinto, pero olvidado. Tratar de recuperarlo puede suponer una
inyección de autoestima, no por lo que pueda o deje de representar, sino porque
se hace algo con lo que uno se encuentra contento consigo mismo, es fácil de
realizar, se olvida lo que se es o lo que se quiere ser en futuro, y se centra
en lo que fue tratando de olvidar también lo que pudo haber sido cuando ocurrió
esa época que trata de rememorar.
Formas de
autoconvencimiento hay infinidad, pero formas de convencimiento hacia y para
los demás no hay tantas; quizás el empecinamiento injustificado pueda ser una
(no digo la única) pero sí creo que es la más utilizada y usada además de ser
la menos convincente y la menos justificada. ¿La menos democrática podríamos
decir también?
A mí me tocó vivir
la vida y los años que me tocaron. No había otros, ni yo pude elegir nacer
antes o después de mi tiempo. Mi vida transcurrió y se desenvolvió como la de
cualquier otra persona de mi época y, una vez cumplido mi cometido, me fui.
Hice lo que tuve que hacer y para quienes lo tenía que hacer (esa profesión
elegí) y no fue nada extraordinario ni reseñable. Si durante mi vida tuve la
mirada puesta casi siempre en el pasado fue para tratar de mejorar el futuro de
venideros, sin contraprestaciones ni besuqueos, sin nada a cambio ni salidas a
hombros; totalmente altruista y, sobre todo, convencido que mi labor y mi
trabajo tenían que estar siempre al servicio de los demás. Pero esa labor y ese
trabajo eran tareas nuevas, diferentes y diferenciadoras. Miré al pasado para
preparar el futuro, con miras de facilitar la vida a mis sucesores (no
familiares precisamente), mis prójimos, mis hermanos. Jamás me anclé en el
pasado para divertir a mis venideros, sin ni tan siquiera saber quiénes eran
(obviamente no habían nacido).
Hoy día se mira al
pasado pero con ánimo de quedarse en él, de aprovecharse de él, de utilizarlo
como nuestra propia válvula de escape como detonador de lo que se quiere
eliminar de uno mismo, como única solución de evadirse de sus problemas. De
paso, si podemos conseguir notoriedad y popularidad, mejor que mejor,
poniéndole mala cara a quién nos considera más vanidosos que filantrópicos.
La vuelta al pasado
no debería de utilizarse con ese formato. No debería provocar un estancamiento
vital actual. No debería ser motor social ni personal. El pasado ahí quedó,
estuvo y desapareció por propia ley de vida, pero no podemos resucitarlo, mucho
menos aprovecharnos de él como motor personal y económico. Esto último podría
tomarse como una grandísima falta de respeto hacia todas aquellas personas que
tienen buenos recuerdos de él. Grandes y felices momentos de su vida están
envueltos en esa nebulosa del pasado, y ver como personas tratan de apropiarse
de él casi en beneficio propio les puede resultar muy difícil de llevar y nunca
de aceptar. La apropiación y aprovechamiento del pasado solo debería servir
para mejorar el futuro; tan solo como rampa de lanzamiento o impulso inicial.
Nunca como nueva forma de vida. Eso jamás se conseguirá (a.D.g.) y se podrá
seguir respetando a toda esa infinidad de personas que lo adoran como quizás la
parte más feliz de su vida.
Juan Antonio Vallejo
Nájera, en su libro “Concierto para instrumentos desafinados” contaba la
grandísima tristeza en la que cayó un anciano cuando murió su mujer. El médico
trataba de ayudarle a salir de su tristeza y superar su muerte y él le
contestó:”Doctor, no me quite la pena, es lo único que me queda de ella.