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¡Benditos cuarenta grados!, exclama el friolero de turno al pasar
al bar cercano a su casa para tomar el cafelito que le aplaque el frío mañanero
y le haga enderezarse del encogimiento gélido que le produce su inadversión,
por no decir, mal gusto hacia esas temperaturas bajas propias de los dos
primeros meses del año. Frotándose las manos a tiempo que palmotea para
calentarlas, añora la temperatura estival, el solecito veraniego que nunca
termina de irse durante esos días calurosos. - ¿Dónde van a parar esos días con
éstos?, recalca cucharilleando su café.
Cuando esa pregunta
resuena, invierno tras invierno, invariablemente, en mis pabellones auditivos,
la respuesta que genero es siempre la misma: ¡desde luego! ¡Donde van a parar
esos días con éstos! ¡Ni más ni menos! Esos días invernales, con su
correspondiente claridad y su correspondiente oscuridad, con su correspondiente
ropa abrigada a modo de capas de cebolla, con la correspondiente nariz roja y
el vaho en la boca, con la correspondiente imposibilidad de realizar el huevo
con los dedos de las manos, con los correspondientes sabañones en las orejas y
en los dedos de las manos y los pies. ¡Ni más ni menos! ¡Menudos días!, como
los días de verano que no hay quien salga a la puerta de la calle por el
bochorno que hace.
La gente que
durante el invierno añora el caloruzo del verano son gente que no les gusta ni
el frío ni el calor, ni carne ni pescado, ni chicha ni limoná. Son gente que no
está contenta con nada. En invierno no salen a la calle porque hace frío, y en
verano no salen a la calle porque hace calor. En definitiva, lo que no les
gusta es salir a la calle, deducción harto lógica visto lo visto.
Lo que me maravilla de ellos es la rotundidad
con la que exhortan la añoranza de los cuarenta grados, como si, durante esos
cuarenta grados a la sombra, fueran a salir de sus casas para pasear al
solecito estival, mientras el sudor les va chorreando por toda la espalda abajo
hasta llegar a la corcusilla. Una vez allí, comienza a gotear en la ropa
interior y humedecerla lentamente hasta mojarla completamente y causarles un
escozor en el doblón del calvo que ni con polvos de talco quitan las heridas
que les ha provocado tan placentero y gratificante paseo.
Al contrario. Son
personas que, llegado el tiempo estival y caluroso (no digamos nada de las olas
de calor del siglo que todos los años tenemos dos o tres, como si en vez de
cumplir años cumpliéramos siglos) se quedan en sus casas ataviados con poca
ropa y fresca, sentados, o mejor dicho, tumbados, con el aire acondicionado en
su flanco izquierdo y la caja tonta en su flanco central. En esa complicadísima
y perenne postura, esperan tranquilamente y sin prisas que vaya pasando el día
y la tarde. Al llegar la noche, asoman la cabecita por debajo de la puerta para
tomar la temperatura ambiente externa a su iglú casero. Según lo que marque su
termómetro por la cara, toman la decisión de salir a estirar un poco las
patitas o quedarse en la misma postura que durante horas han adoptado, con la
felicidad que genera esos benditos cuarenta grados a la sombra que hay ahí
afuera.
Añoran los cuarenta
grados, pero cuando los tienen encima y sin poder quitárselos de en medio, se
quejan del calor que hace. Resoplan y bufan en cualquier sitio que estén, si
han tenido el valor, el arrojo y la fuerza mental y psíquica de salir fuera de
su iglú casero. Van dejando un reguero de sudor y olisquera a modo de marcaje
de territorio, exhortando y rezando al primer santo que se les viene a la
cabeza para que llegue pronto el fressssquito. Ahora sí. Ahora sí reniegan de
esos benditos cuarenta grados. Cuando el calor les impide ser personas porque
no lo pueden paliar, reniegan de él. Se olvidan de su exhortación barera e
invernal. Renuncian a sus propias ideas y plegarias, eso sí, hasta el próximo
invierno, que comenzarán nuevamente con sus cantinelas, olvidando todo el
suplicio pasado en verano con la ola de calor del siglo; la enésima.
Los que añoran los
cuarenta grados en invierno se olvidan que en sus casas tienen un artilugio que
sirve para conservar las sobras de las comidas y las cenas: los ripios que
degustarán al día siguiente o a los dos días pero conservados casi intactamente.
Es un artilugio más o menos grande, blanco en la mayoría de las ocasiones y frío
en el interior en todos ellos. Se llama frigorífico y, normalmente, sirve para
conservar alimentos cocinados y sin cocinar, además de almacenar bebidas con el
fin de tenerlas lo más fressssquitas posible cuando llegan los benditos
cuarenta grados a la sombra; incluso pueden tener una botella vacía en el
interior de los mismos para cuando alguien vaya a visitarlos y no quieran tomar
nada, lo tengan fressssquito también. Bebidas que son escanciadas o degustadas
en recipientes con una capa de escarcha extraídos del habitáculo separado y a
la vez inmiscuido dentro de ese artilugio frío, cuando los benditos cuarenta
grados a la sombra está ahí afuera y ellos está ahí adentro frente al otro
artilugio que genera una temperatura muy alejada de sus benditos cuarenta
grados a la sombra y que les hace la vida más llevadera en esos días.
Los que añoran los
benditos cuarenta grados a la sombre en invierno no saben que cuanto tienen frío
se arropan de forma que lo pueden paliar, pero cuando tienen calor ¡se joden!,
no se lo pueden quitar de encima, a menos que utilicen artilugios demoníacos
que generan frío (¡ah! ¡¿pero no decían que no les gustaba el frío?!) y les
hace la vida más llevadera con la llegada de esos benditos cuarenta grados a la
sombra. De esta forma se convierten en herejes de sus propias ideas: reniegan
de sus benditos cuarenta grados a la sombre en pleno verano.
Entonces, ¡¿en qué
quedamos?! ¡A ver si os aclaráis!
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