Tiempo de ocio y asueto. Vacaciones.
Puentes y acueductos. Reuniones familiares, amorosas y besuconas al principio,
abroncadas y a hostias al final. Convenciones empresariales. Aniversarios
varios y demás familia. Nochesbuenas, malas y regulares. Fines de año y Reyes
Magos. Cualquier reunión interesada se desarrolla hoy día en el novedoso
alojamiento de una Casa Rural. Cualquier reunión que se precie de estar al día
en la moda hostelera celebrará su asamblea en una casa rural, allá, lejos del
mundanal ruido, donde San Pedro perdió la garrota, donde cuesta encontrarla
hasta a sus propios dueños (no digamos a sus eventuales ocupantes, que tomtones
en mano se pierden más que una cabra en un garaje, y gastan horas y días de su
hipotética estancia en, encontrase primero ellos mismos, y la casa rural
después). Pero, ¡qué más da! Vamos a una casa rural, que es lo que se lleva
ahora. Vamos al contacto con la naturaleza, con los animalitos, con las aves,
con los ríos, con los senderos. Dejamos por unos días el quehacer diario de
barrer, fregar, comprar y cocinar en nuestras casas, para barrer, fregar,
comprar y cocinar en contacto con la naturaleza. ¡No es lo mismo! En contacto
con la naturaleza todo es más llevadero. El contacto con la naturaleza
naturaliza la naturalidad diaria. La pesadez del día a día se naturaliza,
consigue que sea algo natural.
Es
natural llegar a nuestro destino rural y que el dueño del mismo, ¡zas!, nos
encasquete una boina de propaganda a modo de recibimiento de bienvenida a su
humilde morada. Con el cubrepelo negro zaíno enroscado hasta las cejas cual
montera de maestro torero, podemos acceder gratuitamente y utilizar todas las
comodidades que nos ofrecen las estancias de tan preciado palacio natural:
salón-comedor, cocina, alacena, alcoba, corral, establos, gallinero, palomar,
urdilla, redil, huerto ecológico, etc.
Realizado y
terminado el postureo de acojida, pasamos a nuestros humildes aposentos donde
la frugalidad de mobiliario nos recuerda las pocas pertenencias materiales y
terrenales que se necesitan cuando el hombre entra en contacto con la
naturaleza. Una cama con colchón de lana, para mullirlo todas las mañanas
después de levantarnos; una palangana y un jarro con agua para el aseo diario y
personal; un orinal debajo de la cama para apaciguar los estertores abdominales
y vegigales propios de nuestra biología; y unos recortes de periódicos de fecha
atrasada sujetos todos ellos por un cordelillo que pende de un clavo de cabeza
negra y oxidada martilleado a media pared entre cama y palangana. La utilidad
de esta biblioteca caduca se pone de manifiesto al término del apretón de
sobremesa, cuando, decorado abstractamente el interior del bacín, debemos asear
la válvula expulsatoria. Este acto fisiológico también podríamos llevarlo a
cabo en el corral rural, pero allí no hay biblioteca. Hay unos gallitos
americanos que, en cuanto encuclilleas, se te tiran a la cara en vez de
picotear lo sobrante. Comienza entonces una lucha hombre-animal digna de
cualquier combate entre gladiadores en la arena del coliseum, lo que provoca
que olvidemos el apretón y agudicemos todos nuestros sentidos en conseguir la
victoria en ese desigual combate. Con pantalones a media pierna y sujetos por ambas
manos, tendemos un puente de plata para abandonar el campo de combate antes que
la contienda empiece a caracterizarse por un derramamiento de sangre
innecesario.
Las actividades a
realizar durante nuestra estancia en ese paradisíaco establecimiento rural son
inmensas y variopintas, todas ellas relacionadas con un constante y perenne
contacto con la naturaleza, como es natural. Llenar el pilón de agua para que
sacien su sed los peludos burritos que pastan tercamente en el corral del
caserío; esparcir pienso por dicho corral para alimentar a esos guerreros
americanos que tantos momentos sublimes nos han dado en nuestra aventura
fisiológica; regar árboles, arbustos, plantas y rosales, capullos incluidos,
con cubo negro de goma y agua extraída por tracción bracera del pozo que decora
el centro del patio enjalbegado de blanco y rodapié añil; barrer con escoba
corta de esparto las hojas secas del suelo caídas de la parra que atechumbra el
patio mientras de los cantos sube un olor a mosto caído de los racimos de uva
de teta de vaca con el que las avispas golosas, cuales enólogas avispadas, han
tratado de elaborar caldos rubios dignos de cualquier denominación de origen;
extraer de las ubres colgantes de las locas cabras el líquido de acompañamiento
del cafelillo matutino de adultos o del energético cacao infantil; recolectar
ingredientes hortelanos del huertecito ecológico para cocinar platos típicos de
la zona propios del mejor gastrobar estrellado; colgarse la cesta de mimbre en
el antebrazo que corresponda y tratar de llenarla con las poniendas que las
habitantes del gallinero han depositado en su correspondiente cama de paja.
Esta última actividad es recomendada realizarla con nuestros queridos hijos, para
que puedan conocer en persona y con vida esos trocitos de carne dorada que dan
vueltas en una especie de estufa vertical que hay en algunos bares y ferias y
que nosotros llamamos pollitos asados. En definitiva, actividades todas ellas
en pleno contacto con la naturaleza encaminadas a fortalecer ese binomio
hombre-tierra que tan descuidado está últimamente.
Tras degustar el
menú típico de la zona con los productos extraídos de la tierra por nosotros
mismos y con otros que hemos traído de nuestra casa en porciones separadas y
guardadas en latillas de latón, pasamos a nuestros humildes aposentos para
echarnos la siesta según las normas consensuadas de la tradición española:
pijama, orinal y botijo, indumentaria y neceseres todos ellos que auguran un
sesteo de cinco minutos después de otros cinco minutos, repetido
escrupulosamente ese intervalo de tiempo treinta o cuarenta veces.
Iniciamos la tarde
una vez terminada la sudorosa siesta y completada la ubicación actualizada, ya
que nos cuesta orientarnos en esta nueva fiesta tras la siesta.
La piscina puede
ser una opción válida para pasar la tarde pero desechamos la idea por vulgar,
ya que este sitio es de todo menos vulgar. Hay piscinas en cualquier ciudad o pueblo
que se precie, pensamos, y siempre podremos bañarnos en ese charco cualquier
día durante el verano, incluso durante el invierno, si la piscina es cubierta
por una lona de plástico azul para que no caigan hojas secas e insectos muertos
y no se crie oba. No hemos venido hasta aquí para continuar vulgarizando
nuestra vida; somos gente de acción y nos gusta conocer cosas nuevas. Por ello,
optamos por dar un paseo por las inmediaciones de esa humilde morada. Nos
vendrá bien estirar las piernas y abrir los pulmones, mejor aún si lo hacemos
dentro de ese frondoso pinatar que rodea el señorial cortijo del que somos
dueños por unos días.
Botar gordas,
calcetines blancos aún más gordos, pantalón corto, camiseta de tirantes, gorra
de lona y mochila a las costillas, iniciamos nuestro particular peregrinaje
espiritual por esa deseada y añorada campiña. ¡Qué bien huele a naturaleza! ¡Qué
chulada de paisaje! ¡Qué paseo tan gratificante! ¡Qué asco de moscas! ¡Qué
barbaridad de nidos de procesionaria! ¡Vámonos rápido de aquí, que como nos
pique una, vamos a ser todo roncha! ¡No vamos a tener manos para rascarnos! Corriendo
y huyendo a la vez, regresamos a la base de nuestro campamento antes de lo
programado; así nos lo aconsejan las vicisitudes acaecidas.
Como aún tenemos
tarde antes de pasar a degustar una cena típica de la zona, decidimos arrancar
nuestro todo terreno para visitar el pueblo típico que da nombre al término
donde se ubica nuestro hotelito rural.
Una interminable
nube baja de polvo es el reguero delatados de nuestro recorrido, a la vez que
anunciadora de nuestra llegada. Los parroquianos sentados en poyetes de piedra
a la entrada del pueblo son el comité de bienvenido, aunque por las miradas,
gestos y braceos de los mismos, no están muy de acuerdo con nuestra decisión y
nuestra visita.
Aparcado el vehículo,
esperado el tiempo imprescindible de asentamiento de polvo en el mismo y
desahogados del caloruzo pasado por llevar las ventanillas subidas para que no
entrara polvo, comenzamos nuestra visita turística no sin antes cerciorarnos
que tenemos batería en el móvil para realizar las inmortales fotos
imprescindible, aunque allí no tenga cobertura telefónica.
Calle que subo,
calle que bajo. Calle que cojo, calle que suelto. Cagarruta que piso, cagarruta
que limpio. Pose que pongo, foto que suelto. Trago de agua que echo, esquinazo
que meo. ¡Qué pueblo tan chachi! ¡Qué dolor de pies! ¡Qué cansera tengo! ¡Qué
ganas tengo de irme y de acostarme!
Es la segunda vez
en el día que corremos y huimos, esta vez para buscar y encontrar nuestro coche
y marcharnos a descansar de tan gratificante y vacacional día. Al pasar
nuevamente por delante del anterior comité de bienvenida, las sonrisillas socarronas,
por no decir carcajás y risotás, delatan que nuestra partida ha tardado más en
producirse de lo que ellos tenían programada. Con mano en alto y cabeza moviéndose
en nuestra dirección, el comité de despedida da por concluida la tarde y
levanta el campamento para dar por clausurado el día, a la espera de uno nuevo
y una nueva visita, visita que será recibida y despedida como Dios manda.
Llegados nuevamente
a nuestro querido destino vacacional, pasamos directamente a nuestros humildes
aposentos. Hoy no tenemos ganas de degustar una cena típica de la zona.
Queremos descansar, tumbarnos, descansar la vista y esperar a un nuevo día
vacacional en nuestro alojamiento rural. Mañana será otro día agradable y
reconfortable, a la vez que descansable. Aún así, ¡cómo me acuerdo de mi casa!
Allí, hasta el culo descansa. ¡Y todavía me quedan cuatro días de estar aquí!
¡No sé si lo podré aguantar! ¡Es la última vez que vengo a una casa rural!
¡Prefiero quedarme sin vacaciones! ¡Con lo bien que está uno en su casa en vez
de estar aquí pasando calamidades! En contacto con la naturaleza dicen, ¡sí! pero
pasando calamidades. Lo dicho, ¡no vuelvo ni atao! ¡Ni harto vino! ¡Mau, la
casa rural!
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