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a los que fomentan, alientan, ejecutan y se alardean de terminar las noches de
los sábados a las 12 de la mañana del domingo.
No se le puede considerar una nueva
moda o moda millenians, ya que este tipo de ocio adolescente, juvenil, incluso
adultil se viene desarrollando desde haces más de una década; no hay más que
echar la vista atrás y recordar las discotecas específicas de la música “bakalao”,
cuando los bakaladeros ingresaban en ellas un viernes por la noche y eran dados
de alta el domingo siguiente por la mañana. Al llegar a casa, dormitaban el
resto del domingo. Cuando, si acaso, se
despertaban para ir la baño y expulsar litros de alcohol, se inflaban a llorar
porque al día siguiente era lunes. De esta forma, perdían un día a la semana
durmiendo y llorando. ¡Lo que se dice vivir la vida y pasárselo bien!
Aunque ahora la moda bakaladera ha desaparecido,
aún se mantiene la moda nocturna o “after”, como se la denomina en la
actualidad. Da igual el tipo de música
que pueda oírse (no escucharse, que no es lo mismo). Da igual que se esté bien
o mal. Da igual que se esté cansado o
no. Da igual que se tenga sueño o no. Todo da igual. Pero lo que no da
igual es irse a su casa antes de las diez o doce de la mañana del domingo. Todo
aquel que lo haga antes de esa hora será tratado como se merece: cagao, mal
amigo, amargao, aburrio, gallina, parao y demás calificativos apropiados para
tal afrenta al resto de la manada.
Una vez cumplido el pertinente trámite
nocturno, llegados a casa, pasan directamente a su cubiculum para disfrutar del
resto del domingo durmiendo y saliendo al baño, tal y como se hacía
antiguamente, hace una década, lo que demuestra lo que ha cambiado y avanzado
la sociedad en el modo y manera de disfrutar los fines de semana, sobre todo el
domingo.
Atrás quedaron aquellos domingos de
paseos matutinos postmisales con amigos, amigas, novios y novias (no se vaya a
enfadar algún aburrio en otro sentido) clausurados con unas cervezas en el bar
de la plaza antes de la comida dominical. Las tardes eran igualmente paseables
con los mismos protagonistas, además de con un transistor con pinganillo en la
oreja como invitado de honor en la reunión para informarnos de lo que ocurría
en los terrenos de juego de toda España. Sentada nocturna en el mismo bar de la
plaza con colación incluida, pudiendo ser sustituida algunos domingos por
quedada en casa de alguien dispuesto a ofrecer su morada para marcarnos un
baile popular con dornillo de limoná con algo de canela por aquello del estamos
tan agustillo. Recogida pronto a casa para empezar la semana con fuerza y alegría.
¡Vamos, como ahora!
Como esta nueva generación, y
venideras, no se dejan aconsejar porque lo saben todo (eso es lo que ellos se
creen; saben lo que es interesa cuando se lo dice el móvil al que le
preguntan), hacen oídos sordos (tampoco escuchan, que no es lo mismo oír que
escuchar) a cualquier consejo que venga de fuera de su manada y que contravenga
la sagrada regla hebdomadaria de llegar a casa a las diez de la mañana los
domingos. Son conscientemente inconscientes de lo que están haciendo. Son
inconscientemente inconscientes de que están perdiendo un día a la semana; que
comienzan la semana de forma fraudulenta; que están perdiendo días de vida, y,
lo que es peor de todo, están perdiendo salud, salud que tarde o temprano les
va hacer falta el día menos pensado. Entonces vendrá el llanto y crujir de
dientes, el arrepentimiento interno (jamás externo eso es de gallinas y
perdedores), las preguntas incontestables del por qué y del cómo. Pero nadie
alzará la voz contra esas preguntas. No quieren ser rechazados una vez más a la
hora de explicar las consecuencias de tal moda. Antes no se admitían consejos,
ahora no se quieren dar aunque se pidan por la gracia de Dios. Si no se quería
oír ni escuchar, ahora no es tiempo de hablar y preguntar. Eso era lo que se
quería y eso es lo que se tiene.
Por todo ello, estás patás en las quijás
van para todos aquellos que se declaran búhos, aves nocturnas que, al contrario
que los búhos, noven en la oscuridad por mucha luz que haya donde estén
amelgados. (¡Pobre gente!)
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