¿Por dónde empiezo
sabiendo quién soy y lo que soy?
Siendo sincero, desde
hace bastante tiempo tenía ganas de hablar acerca de este tema tan escabroso
para mi condición y profesión, pero tan desconocido y a la vez tan misterioso,
atrayente y vetado para la mayoría de los cristianos; no así para los gnósticos
y ateos, que lo suelen utilizar como arma arrojadiza contra todos aquellos que
no tienen sus mismas creencias (si es que tienen alguna, pensaréis más de uno,
pero que realmente las tiene por su propia condición de ser humano).
Es un tema escabroso
porque puede resultar inmoral para las personas como yo pertenecientes al clero
o a la Iglesia Católica, y misterioso, atrayente y vetado para la mayoría
porque podría poner de manifiesto lo que algunos ya pensaban de la Iglesia
Católica y la religión católica. Aún así, lo considero un tema más atrayente y
misterioso que escabroso; de ahí el hacerlo aún a sabiendas de lo que realmente
puede suceder. El espíritu crítico de cada uno debería prevalecer sobre la
opinión a ciegas, aquella que se defiende a capa y espada sin tener un
conocimiento real y claro acerca del cual se manifiesta.
En los últimos
tiempos, y más especialmente hoy día, la fe en lo sobrenatural se considera una
creencia primitiva, arcaica, desfasada y, en el mejor de los casos, una
creencia patética, nacida de una neurosis y de una inseguridad personal y
emocional; de ahí esa campaña actual contra cualquier manifestación religiosa
de todo tipo e ideología. Imagineros o pasos de Semana Santa son considerados
muñecos o muñecos lujosos que le abren la puerta a la crítica barata, demagoga
y sucia contra la Iglesia Católica, sus posesiones arquitectónicas, sus
dispendios económicos en ajuares y ropajes, y la nula ayuda a refugiados,
inmigrantes y personas sin hogar (según argumentan ellos con el mayor
inquinamento posible).
Sin embargo, aunque
es fácil rechazar las creencias de los demás por irracionales o equivocadas (en
el mejor de los casos), es raro no sostener absolutamente ninguna opinión
personal acerca delo que subyace a nuestra existencia. La variedad de teorías y
divinidades a las saque se atribuye el enigma de la vida es interminable, y ha
suscitado algunos de los conflictos más candentes de la historia, entre ellos
la religiosidad natural de la humanidad: la necesidad de mantenerse en contacto
con una fuerza superior cuya presencia puede ser invocada, aplacada o
desafiada, y que, si las respuestas humanas son apropiadas, pueden influir en
la vida de los creyentes. La creencia en los divino es sencillamente una
proyección de la necesidad humana de creer en la existencia de la algún plan u
orden deliberado. Se esgrimen argumentos persuasivos para autoconvencerse, por
encima de cualquier duda o escepticismo, sobre la realidad de su fe.
Cualesquiera que sean las convicciones personales de un individuo, no se puede
dudar de la influencia que en él ejercen las numerosas creencias, tanto
actuales como pasadas. De ahí que creer en algo, sea una diosa de la tierra o
en un horóscopo mensual o semanal, sea considerado extraño, esté mal visto por
aquellos que no tienen las mismas ideas (actitud muy propia del ser humano).
Eso mismo les pasa a los ateos: creen en cualquier cosa que ellos consideran
vital o motor de su vida, pero rechazan las creencias de los demás, sobre todo
si esas creencias tienen algo que ver con la religiosidad, con Dios, la Virgen
o cualquier otra divinidad relacionada con la Iglesia Católica.
Pero el ser humano
siempre ha sentido la necesidad de creer en algo; es inherente a su propia
existencia, y para muchos creyentes católicos y, sobre todo, para los que se
sienten ajenos al dogma, cada día es más necesario complementar su fe y sus creencias
y conocimientos con lo que aporta la antropología en sus diversas facetas.
Y quizás esté aquí,
en la antropología, el punto de partida necesario y casi obligado para comenzar
a entender el “conflictivo” mundo de las Vírgenes Negras.
En los albores de la
prehistoria, el hombre era el encargado de la caza y de conseguir el alimento
para su subsistencia, mientras que la mujer era la encargada de la recolección.
Ello hacía que fueran personas nómadas, sin un sitio fijo donde establecerse,
buscando tanto caza como recolección en distintos lugares y emplazamientos. Con
la llegada de la “revolución neolítica” o “revolución agrícola” apareció la
agricultura, potenciando la tradicional tarea de la mujer, ya que era ella la
que seguía recolectando todo lo sembrado, lo que acarreó una nueva valoración
del elemento femenino dentro de esa comunidad que dejó de ser nómada para irse
estableciendo poco a poco en lugares definidos y determinados. Hasta entonces,
no se reconocía una relación entre el hecho de engendrar (germinar la semilla
dentro de la tierra) y dar a luz (engendrar un nuevo ser humano en el seno
interno de la mujer).
Mujeres en la prehistoria.
Cueva de Cogul. Comarca de las Garrigas. Lérida
La agricultura y su
estrecha relación con el sol, la luna y la tierra propiamente dicha pasaron a
ser su referente de subsistencia. La necesidad de creer en algo les condujo a
rendir cuentas y culto al día y la noche, al sol y a la luna, por ser los
astros que dirigían el culto de la vida más cercana a la naturaleza, de la vida
diaria y su propia subsistencia. La tierra era el punto inferior de sus
creencias, mientras que el sol y la luna se encontraban en el superior. Pero la
relación era muy estrecha. La tierra era la creadora de la vida, la dadora de
los alimentos que permitía la supervivencia humana. En ella se sucedían los
fenómenos naturales en los que el hombre basaba sus creencias. Tormentas,
terremotos, vientos, mareas; todo se debía a la tierra, semilla de la
existencia. La tierra primigenia era fecundada por el sol para convertirse en
fuente de toda vida. La tierra se convertía en lo femenino, mientras que el sol
era lo masculino. La naturaleza y el universo nacían siempre del encuentro y la
síntesis de un principio masculino y otro femenino. Se comenzó a relacionar las
fuerzas fecundas de la tierra y las de la mujer, lo que desembocó en el culto a
la Madre Tierra, la Magna Mater, la Gran Madre, la primera divinidad que
englobaba todo el universo humano.
A partir de ese
momento, el hombre comenzó su adoración a esa Gran Madre Tierra, celebrando
ritos y acontecimientos relacionados con el fertilidad, las cosechas, la salud,
la familia; todo lo relacionado con la vida del hombre en la tierra, como
miembro de una sociedad o ente familiar. Agradecía a la Madre Tierra su
generosidad y su poder regenerador, rindiéndole culto en santuarios rurales que
se fueron diseminando por toda Europa. Se divinizó a la Madre Tierra como
dadora de vida y de muerte. Su culto era esencialmente femenino, y las antiguas
culturas así lo fueron reflejando, creando sus propias creencias y religiones tan
afines al ser humano y su propia existencia.
Diosas Madre
No fue hasta la
ulterior expansión del cristianismo cuando ese culto femenino fue
definitivamente sustituido por el masculino. La creación y la llegada del
cristianismo lo cambio todo. Ahora se trataba de adorar a Dios, encarnado en la
figura de Jesús Mesías. Con el cristianismo, el culto masculino se convierte en
el redentor del hombre, pero el culto a la Diosa Madre no pudo, ni ha podido
ser desarraigado del seno de la humanidad.
Los primeros
cristianos fueron conscientes de la resistencia por parte de los fieles de la
Diosa Madre a aceptar los fundamentos de un dios único propugnado por un
cristianismo ya jerarquizado a imagen y semejanza del imperio romano. Por ello
tuvieron que conciliar el naciente cristianismo con esas religiones arcaicas
basadas en divinidades femeninas. Tuvieron que dar forma a una nueva divinidad
femenina que se asimilara a la Diosa Madre de los ritos antiguos y que
concentrara en una misma imagen los poderes ancestrales y las nuevas
revelaciones cristianas. Los padres del cristianismo observaros que, aunque la
población comenzaba a creer en el Mesías, no abandonaban sus ritos anteriores y
ancestrales. La solución que dieron para erradicar estas creencias tan
arraigadas fue cambiar los nombres de sus dioses por santos, y sustituir las
festividades ligadas a acontecimientos de la naturaleza por hechos cristianos,
adaptando algunos de los símbolos o mitos que se venían venerando desde hacía
siglos. Realmente lo que hicieron los padres del cristianismo fue sincretizar,
es decir, juntar o unir dos tendencias o corrientes: la antigua, matriarcal,
con divinidad femenina en la Madre Tierra, y la otra actual, patriarcal, con la
figura de Jesús Mesías. En sus orígenes, la palabra sincretizar procede de la
palabra synkretizein, que significa
aliarse contra un enemigo común, palabra muy apropiada para describir ese
proceso “usurpador” (¡menuda palabra para quién escribe!) del cristianismo
hacia religiones ancestrales ya existentes, pero paganas a los ojos de la nueva
religión naciente.
A partir de este
punto surge una pregunta cuya contestación aclara perfectamente este proceso
sincretizador y nos coloca en un nuevo punto de partida para comprender los
inicios de la divinización de María, madre de Jesús y su conversión en la
Virgen María: ¿sabían los primeros cristianos quién era la madre de Jesús o
cuando el cristianismo se oficializó y se fusionó con el paganismo tuvieron que
darle una continuidad al culto a la Magna Mater o Madre Tierra que por los años
del siglo II estaba muy de moda en el imperio romano? Sólo cuando el
cristianismo optó por su “paganización” como única alternativa para conseguir
prosélitos entre los “gentiles europeos”, el culto a la Virgen comenzó a tomar
realmente auge. No podemos olvidar las palabras de San Pablo a los gálatas
hacia el año 52 d.C.: “… envió Dios a su hijo, formado de una mujer y sujeto a
la ley”, por lo que por aquellos años se la consideraba más bien una mujer
corriente que había dado a luz a un hijo extraordinario. El estado virginal de
María, por esas fechas, no parecía que suscitara gran interés entre los
primeros cristianos, y así se pone de manifiesto en el Nuevo Testamento, ya que
en este libro canónico no aparecen muchas referencias a la Virgen María. Nada
se conoce sobre su vida, excepto los momentos de máxima integración con Cristo:
escenas de la infancia, crucifixión, resurrección y Pentecostés. Lo relativo a
su familia, su infancia, las circunstancias y pormenores de su matrimonio, su
vida durante el apostolado de Cristo, sus últimos años y su muerte son hechos
que interesan al pueblo y que sin embargo son silenciados por los textos
canónicos (no así por algunos textos apócrifos). Tampoco se especifica en estos
textos nada sobre su función teológica o la necesidad de su culto, aspectos que
interesan esencialmente a la Iglesia, ya que la figura de la Virgen María ha
sido a menudo el blanco de las críticas más exacerbadas al cristianismo (léase
dogma de la concepción virginal de María, entre otros).
Esas críticas
comenzaron bien pronto a tener presencia en el cristianismo, prácticamente al
unísono se su implantación, desarrollo y expansión. En el siglo IV, durante la
expansión y difusión del cristianismo, en vez de encarnar el culto en una Diosa
Tierra o Diosa Madre, lo encarnaba en la Virgen María, una mujer a la que hacen
ocupar un lugar inferior en el panteón, mientras que la divinidad se le
conceden a su Hijo: Madre Virgen de un hijo divino que sustituye a la Diosa
Virgen. Los aspectos divinos del Diosa Madre atribuidos a la madre de Jesús,
divinizando así la figura de María, fue el motivo de la oposición mostrada por
un sector del clero a esta falsificación. Nestorio fue su principal impulsor
por aquellos años.
Nestorio, un monje
antioquiano, fue nombrado patriarca de Constantinopla a principios del siglo V.
De él se decía que tenía una gran elocuencia y un enorme poder de persuasión de
las masas. Fue por ello por lo que el influjo de su predicación tuviera gran
relevancia y calara en una significativa parte de la población
constantinopolitana. Entre los años 428 y 431 se opuso y se enfrentó a la
jerarquía de la incipiente Iglesia, sugiriendo que María era sólo la madre de
la naturaleza humana de Jesús, pero no su naturaleza divina; es decir, la Virgen
María era madre de Cristo (Christotokos),
pero no madre de Dios (Theotokos).
Obviamente, tanto el papa que dirigía los designios de la Iglesia por aquellos
años, Celestino I, como Cirilo, el patriarca de Alejandría, condenaron la
teoría nestoriana como herética.
Nestorio
El emperador Teodosio
II intentó calmar la situación convocando un concilio en la ciudad de Éfeso en
el año 431, el concilio de Éfeso. En ese concilio se debía decidir sobre la
naturaleza de María: Madre de Dios (Theotokos) o madre de la naturaleza de
Cristo (Christotokos). El acuerdo al que llegaron todos aquellos que
participaron en dicho concilio fue declarar a María como Theotokos, Madre de
Dios, y no como madre de Cristo, haciendo especial hincapié en la naturaleza
divina de Cristo. Al mismo tiempo, los argumentos de Nestorio fueron condenados
como heréticos. Nestorio fue depuesto de su cargo y condenado al destierro,
pasando los últimos años de su vida en Egipto. A partir de ese concilio comenzó
una sangrienta persecución de los veneradores de la Madre Tierra, sus
seguidores, sacerdotisas y sacerdotes fueron masacrados sin piedad por los
fanáticos del cristianismo, sus templos despojados y destruidos.
Concilio de Éfeso
Posteriormente, en
año 451, se celebró un nuevo concilio en Calcedonia, el concilio de Calcedonia,
donde tan sólo tuvieron que refrendar todo lo acordado en Éfeso: la madre de
Jesús era la Theotokos, la Madre de Dios, ya que dio a luz a Jesús, que era
totalmente divino y humano. Desde ese momento, María ha sido honrada como la
“Madre de Dios” por los católicos, ortodoxos y la mayor parte de los
protestantes, expresando oficialmente el dogma de la Maternidad Divina.
¡Hasta pronto!
¡Hasta pronto!
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