lunes, 15 de julio de 2019

VÍRGENES NEGRAS (I)



            ¿Por dónde empiezo sabiendo quién soy y lo que soy?

            Siendo sincero, desde hace bastante tiempo tenía ganas de hablar acerca de este tema tan escabroso para mi condición y profesión, pero tan desconocido y a la vez tan misterioso, atrayente y vetado para la mayoría de los cristianos; no así para los gnósticos y ateos, que lo suelen utilizar como arma arrojadiza contra todos aquellos que no tienen sus mismas creencias (si es que tienen alguna, pensaréis más de uno, pero que realmente las tiene por su propia condición de ser humano).

            Es un tema escabroso porque puede resultar inmoral para las personas como yo pertenecientes al clero o a la Iglesia Católica, y misterioso, atrayente y vetado para la mayoría porque podría poner de manifiesto lo que algunos ya pensaban de la Iglesia Católica y la religión católica. Aún así, lo considero un tema más atrayente y misterioso que escabroso; de ahí el hacerlo aún a sabiendas de lo que realmente puede suceder. El espíritu crítico de cada uno debería prevalecer sobre la opinión a ciegas, aquella que se defiende a capa y espada sin tener un conocimiento real y claro acerca del cual se manifiesta.

            En los últimos tiempos, y más especialmente hoy día, la fe en lo sobrenatural se considera una creencia primitiva, arcaica, desfasada y, en el mejor de los casos, una creencia patética, nacida de una neurosis y de una inseguridad personal y emocional; de ahí esa campaña actual contra cualquier manifestación religiosa de todo tipo e ideología. Imagineros o pasos de Semana Santa son considerados muñecos o muñecos lujosos que le abren la puerta a la crítica barata, demagoga y sucia contra la Iglesia Católica, sus posesiones arquitectónicas, sus dispendios económicos en ajuares y ropajes, y la nula ayuda a refugiados, inmigrantes y personas sin hogar (según argumentan ellos con el mayor inquinamento posible).

            Sin embargo, aunque es fácil rechazar las creencias de los demás por irracionales o equivocadas (en el mejor de los casos), es raro no sostener absolutamente ninguna opinión personal acerca delo que subyace a nuestra existencia. La variedad de teorías y divinidades a las saque se atribuye el enigma de la vida es interminable, y ha suscitado algunos de los conflictos más candentes de la historia, entre ellos la religiosidad natural de la humanidad: la necesidad de mantenerse en contacto con una fuerza superior cuya presencia puede ser invocada, aplacada o desafiada, y que, si las respuestas humanas son apropiadas, pueden influir en la vida de los creyentes. La creencia en los divino es sencillamente una proyección de la necesidad humana de creer en la existencia de la algún plan u orden deliberado. Se esgrimen argumentos persuasivos para autoconvencerse, por encima de cualquier duda o escepticismo, sobre la realidad de su fe. Cualesquiera que sean las convicciones personales de un individuo, no se puede dudar de la influencia que en él ejercen las numerosas creencias, tanto actuales como pasadas. De ahí que creer en algo, sea una diosa de la tierra o en un horóscopo mensual o semanal, sea considerado extraño, esté mal visto por aquellos que no tienen las mismas ideas (actitud muy propia del ser humano). Eso mismo les pasa a los ateos: creen en cualquier cosa que ellos consideran vital o motor de su vida, pero rechazan las creencias de los demás, sobre todo si esas creencias tienen algo que ver con la religiosidad, con Dios, la Virgen o cualquier otra divinidad relacionada con la Iglesia Católica.

            Pero el ser humano siempre ha sentido la necesidad de creer en algo; es inherente a su propia existencia, y para muchos creyentes católicos y, sobre todo, para los que se sienten ajenos al dogma, cada día es más necesario complementar su fe y sus creencias y conocimientos con lo que aporta la antropología en sus diversas facetas.

            Y quizás esté aquí, en la antropología, el punto de partida necesario y casi obligado para comenzar a entender el “conflictivo” mundo de las Vírgenes Negras.

            En los albores de la prehistoria, el hombre era el encargado de la caza y de conseguir el alimento para su subsistencia, mientras que la mujer era la encargada de la recolección. Ello hacía que fueran personas nómadas, sin un sitio fijo donde establecerse, buscando tanto caza como recolección en distintos lugares y emplazamientos. Con la llegada de la “revolución neolítica” o “revolución agrícola” apareció la agricultura, potenciando la tradicional tarea de la mujer, ya que era ella la que seguía recolectando todo lo sembrado, lo que acarreó una nueva valoración del elemento femenino dentro de esa comunidad que dejó de ser nómada para irse estableciendo poco a poco en lugares definidos y determinados. Hasta entonces, no se reconocía una relación entre el hecho de engendrar (germinar la semilla dentro de la tierra) y dar a luz (engendrar un nuevo ser humano en el seno interno de la mujer).

Mujeres en la prehistoria.
Cueva de Cogul. Comarca de las Garrigas. Lérida

            La agricultura y su estrecha relación con el sol, la luna y la tierra propiamente dicha pasaron a ser su referente de subsistencia. La necesidad de creer en algo les condujo a rendir cuentas y culto al día y la noche, al sol y a la luna, por ser los astros que dirigían el culto de la vida más cercana a la naturaleza, de la vida diaria y su propia subsistencia. La tierra era el punto inferior de sus creencias, mientras que el sol y la luna se encontraban en el superior. Pero la relación era muy estrecha. La tierra era la creadora de la vida, la dadora de los alimentos que permitía la supervivencia humana. En ella se sucedían los fenómenos naturales en los que el hombre basaba sus creencias. Tormentas, terremotos, vientos, mareas; todo se debía a la tierra, semilla de la existencia. La tierra primigenia era fecundada por el sol para convertirse en fuente de toda vida. La tierra se convertía en lo femenino, mientras que el sol era lo masculino. La naturaleza y el universo nacían siempre del encuentro y la síntesis de un principio masculino y otro femenino. Se comenzó a relacionar las fuerzas fecundas de la tierra y las de la mujer, lo que desembocó en el culto a la Madre Tierra, la Magna Mater, la Gran Madre, la primera divinidad que englobaba todo el universo humano.

            A partir de ese momento, el hombre comenzó su adoración a esa Gran Madre Tierra, celebrando ritos y acontecimientos relacionados con el fertilidad, las cosechas, la salud, la familia; todo lo relacionado con la vida del hombre en la tierra, como miembro de una sociedad o ente familiar. Agradecía a la Madre Tierra su generosidad y su poder regenerador, rindiéndole culto en santuarios rurales que se fueron diseminando por toda Europa. Se divinizó a la Madre Tierra como dadora de vida y de muerte. Su culto era esencialmente femenino, y las antiguas culturas así lo fueron reflejando, creando sus propias creencias y religiones tan afines al ser humano y su propia existencia.


Diosas Madre

            No fue hasta la ulterior expansión del cristianismo cuando ese culto femenino fue definitivamente sustituido por el masculino. La creación y la llegada del cristianismo lo cambio todo. Ahora se trataba de adorar a Dios, encarnado en la figura de Jesús Mesías. Con el cristianismo, el culto masculino se convierte en el redentor del hombre, pero el culto a la Diosa Madre no pudo, ni ha podido ser desarraigado del seno de la humanidad.

            Los primeros cristianos fueron conscientes de la resistencia por parte de los fieles de la Diosa Madre a aceptar los fundamentos de un dios único propugnado por un cristianismo ya jerarquizado a imagen y semejanza del imperio romano. Por ello tuvieron que conciliar el naciente cristianismo con esas religiones arcaicas basadas en divinidades femeninas. Tuvieron que dar forma a una nueva divinidad femenina que se asimilara a la Diosa Madre de los ritos antiguos y que concentrara en una misma imagen los poderes ancestrales y las nuevas revelaciones cristianas. Los padres del cristianismo observaros que, aunque la población comenzaba a creer en el Mesías, no abandonaban sus ritos anteriores y ancestrales. La solución que dieron para erradicar estas creencias tan arraigadas fue cambiar los nombres de sus dioses por santos, y sustituir las festividades ligadas a acontecimientos de la naturaleza por hechos cristianos, adaptando algunos de los símbolos o mitos que se venían venerando desde hacía siglos. Realmente lo que hicieron los padres del cristianismo fue sincretizar, es decir, juntar o unir dos tendencias o corrientes: la antigua, matriarcal, con divinidad femenina en la Madre Tierra, y la otra actual, patriarcal, con la figura de Jesús Mesías. En sus orígenes, la palabra sincretizar procede de la palabra synkretizein, que significa aliarse contra un enemigo común, palabra muy apropiada para describir ese proceso “usurpador” (¡menuda palabra para quién escribe!) del cristianismo hacia religiones ancestrales ya existentes, pero paganas a los ojos de la nueva religión naciente.

            A partir de este punto surge una pregunta cuya contestación aclara perfectamente este proceso sincretizador y nos coloca en un nuevo punto de partida para comprender los inicios de la divinización de María, madre de Jesús y su conversión en la Virgen María: ¿sabían los primeros cristianos quién era la madre de Jesús o cuando el cristianismo se oficializó y se fusionó con el paganismo tuvieron que darle una continuidad al culto a la Magna Mater o Madre Tierra que por los años del siglo II estaba muy de moda en el imperio romano? Sólo cuando el cristianismo optó por su “paganización” como única alternativa para conseguir prosélitos entre los “gentiles europeos”, el culto a la Virgen comenzó a tomar realmente auge. No podemos olvidar las palabras de San Pablo a los gálatas hacia el año 52 d.C.: “… envió Dios a su hijo, formado de una mujer y sujeto a la ley”, por lo que por aquellos años se la consideraba más bien una mujer corriente que había dado a luz a un hijo extraordinario. El estado virginal de María, por esas fechas, no parecía que suscitara gran interés entre los primeros cristianos, y así se pone de manifiesto en el Nuevo Testamento, ya que en este libro canónico no aparecen muchas referencias a la Virgen María. Nada se conoce sobre su vida, excepto los momentos de máxima integración con Cristo: escenas de la infancia, crucifixión, resurrección y Pentecostés. Lo relativo a su familia, su infancia, las circunstancias y pormenores de su matrimonio, su vida durante el apostolado de Cristo, sus últimos años y su muerte son hechos que interesan al pueblo y que sin embargo son silenciados por los textos canónicos (no así por algunos textos apócrifos). Tampoco se especifica en estos textos nada sobre su función teológica o la necesidad de su culto, aspectos que interesan esencialmente a la Iglesia, ya que la figura de la Virgen María ha sido a menudo el blanco de las críticas más exacerbadas al cristianismo (léase dogma de la concepción virginal de María, entre otros).

            Esas críticas comenzaron bien pronto a tener presencia en el cristianismo, prácticamente al unísono se su implantación, desarrollo y expansión. En el siglo IV, durante la expansión y difusión del cristianismo, en vez de encarnar el culto en una Diosa Tierra o Diosa Madre, lo encarnaba en la Virgen María, una mujer a la que hacen ocupar un lugar inferior en el panteón, mientras que la divinidad se le conceden a su Hijo: Madre Virgen de un hijo divino que sustituye a la Diosa Virgen. Los aspectos divinos del Diosa Madre atribuidos a la madre de Jesús, divinizando así la figura de María, fue el motivo de la oposición mostrada por un sector del clero a esta falsificación. Nestorio fue su principal impulsor por aquellos años.

            Nestorio, un monje antioquiano, fue nombrado patriarca de Constantinopla a principios del siglo V. De él se decía que tenía una gran elocuencia y un enorme poder de persuasión de las masas. Fue por ello por lo que el influjo de su predicación tuviera gran relevancia y calara en una significativa parte de la población constantinopolitana. Entre los años 428 y 431 se opuso y se enfrentó a la jerarquía de la incipiente Iglesia, sugiriendo que María era sólo la madre de la naturaleza humana de Jesús, pero no su naturaleza divina; es decir, la Virgen María era madre de Cristo (Christotokos), pero no madre de Dios (Theotokos). Obviamente, tanto el papa que dirigía los designios de la Iglesia por aquellos años, Celestino I, como Cirilo, el patriarca de Alejandría, condenaron la teoría nestoriana como herética.

Nestorio

            El emperador Teodosio II intentó calmar la situación convocando un concilio en la ciudad de Éfeso en el año 431, el concilio de Éfeso. En ese concilio se debía decidir sobre la naturaleza de María: Madre de Dios (Theotokos) o madre de la naturaleza de Cristo (Christotokos). El acuerdo al que llegaron todos aquellos que participaron en dicho concilio fue declarar a María como Theotokos, Madre de Dios, y no como madre de Cristo, haciendo especial hincapié en la naturaleza divina de Cristo. Al mismo tiempo, los argumentos de Nestorio fueron condenados como heréticos. Nestorio fue depuesto de su cargo y condenado al destierro, pasando los últimos años de su vida en Egipto. A partir de ese concilio comenzó una sangrienta persecución de los veneradores de la Madre Tierra, sus seguidores, sacerdotisas y sacerdotes fueron masacrados sin piedad por los fanáticos del cristianismo, sus templos despojados y destruidos.

Concilio de Éfeso

            Posteriormente, en año 451, se celebró un nuevo concilio en Calcedonia, el concilio de Calcedonia, donde tan sólo tuvieron que refrendar todo lo acordado en Éfeso: la madre de Jesús era la Theotokos, la Madre de Dios, ya que dio a luz a Jesús, que era totalmente divino y humano. Desde ese momento, María ha sido honrada como la “Madre de Dios” por los católicos, ortodoxos y la mayor parte de los protestantes, expresando oficialmente el dogma de la Maternidad Divina.

          ¡Hasta pronto!



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