¡Qué
pena! ¡Cómo han crecido! Desde las primeras charlas románicas hasta ahora,
¡cómo se nota el cambio! Antes jugaban aquí en la plaza o en el paseo y tenía
que ir a buscarlos y arrejuntarlos para los tostones románicos. Ahora no. Ahora
se quedan sentados en un bando en la plaza, tranquilamente, hablando de sus
cosas y construyendo castillos en el aire a la espera de su derrumbe posterior,
cuando el tiempo y la vida soterren los cimientos de su ilusoria construcción y
comiencen a edificar una morada en una pequeña parcela terrenal en la que poder
vivir y esperar a lo que la vida les vaya pidiendo, casi siempre algo muy
alejado de sus propias ideas y diametralmente opuesto a su visión idílica de
futuro. Es lo que podríamos llamar un palo tras otro sin saber cómo te han
venido, y generando una de las mayores preguntas dubitativas de la vida de una
persona: ¿de verdad me merezco esto que me está sucediendo, esto que me está
pasando? Nada ni nadie les responderán, y a medida que pasa el tiempo esa
pregunta se hará cada vez más persistente, se hará cada vez más grande e
incluso tan insoportable como para querer acelerar la marcha hacia arriba o
hacia abajo, pero marchar, abandonar, terminar. Tanto esfuerzo para esto,
pensarán. Algo de razón tendrán, pero ¿qué podrán hacer sino malgastar su vida aguantando
palos? Más palos, más grande la duda; más grande la duda, más palos. Y así
hasta el final.
En fin, vamos a arrearlos para adentro
que no saben la que les va a caer esta vez. Como son ya mayorcetes, los temas
románicos a tratar serán cada vez más serios y trascendentales, más profundos,
acordes, se supone, con su edad y su madurez.
¡Fiuuuuuuiiii! Así me gusta, como
pastor de almas inmaduras y en blanco en vías de formación. ¡’Amos pa’dentro’ que
hoy hay charla románica! ¡Míralos! ¡Qué ‘corrías’ dan pa llegar! ¡Vamos
hooooombreeeeee! ¡Seja alaaaannnnnteeeee!
Bueno chiquetes, hoy vamos a comenzar
de una manera totalmente diferente a como lo hemos hecho hasta ahora. Hoy vamos
a comenzar santiguándonos. Sí, sí, santiguándonos. ¡Todos! En el nombre del
Padre, del Hijo, y del Espíritu Santo, Amén. Bien, ¿qué es lo que hemos hecho?
Hemos realizado el signo de la cruz, el signo que identifica a todo cristiano
que se precie. La cruz es el símbolo por antonomasia de la religión católica,
ya que fue el instrumento de suplicio de Jesús, donde consumó su muerte para
posteriormente resucitar, y donde salvó al mundo y a la humanidad. Cada vez que
una persona ve una cruz, automáticamente la identifica con la religión
católica. Ese proceso automático mental se debe a que la cruz es un objeto
material que por convención representa la muerte de Jesús en la cruz y su
posterior resurrección. Es un objeto previamente convenido para representar
otra cosa o sustituir a algo. Es lo que se llama un signo.
Como todos sabéis, o deberíais saber
por la cantidad de veces que lo hemos dicho en estas charlas
románico-soporíferas, en la época del Arte Románico, la inmensa mayoría de la
población, salvo los que pertenecían al clero y algunos nobles y reyes, no
sabía leer ni escribir, eran totalmente analfabetos, y la Iglesia Católica, con
el clero a la cabeza, utilizaron los templos, ermitas o iglesias para ilustrar
y enseñar a toda esa gente analfabeta. ¿Cómo lo hicieron? Pues con signos y símbolos
que esculpían o pintaban en dichos templos o iglesias. De esa forma unos
trataban de enseñar y los otros de aprender. Pero como no se hacía de una
manera material, sino sugerente o etérea, los resultados no siempre eran los
deseados, ni en esa época ni en épocas venideras, ya que la utilización de
símbolos y signos acarreaba ciertos problemas de comprensión y aceptación.
Veamos.
Aunque la escritura ya había nacido en
épocas anteriores a la época del Románico, en la antigüedad, ésta no era de
fácil acceso y aprendizaje, sobre todo para esa masa de gente “laboratores”.
Sin embargo, el hombre tenía y sentía la necesidad de expresarse a sí mismo, de
expresar su cultura, sus sentimientos, sus valores y, por qué no decirlo, sus
pecados y sus virtudes. Es ahí donde nace la necesidad del símbolo.
Podríamos dar una simple definición de
lo que es un símbolo diciendo que es un signo o una figura que, de acuerdo con
la intención del autor que lo creó, evoca una idea o una realidad espiritual.
Apreciamos en esta primera definición del símbolo que en ella aparece o se
utiliza la palabra signo, de lo que se puede inferir que símbolo y signo no son
lo mismo. El signo es una mera convención que expresa exclusivamente un
significado previamente convenido, mientras que el símbolo hace percibir a
quién lo contempla todos los aspectos de una realidad, ya sea visible o velada,
manifestada u oculta. Un símbolo trata de llegar allí donde no llega la palabra
y expresa realidades esenciales de nuestra vida. Por su carácter subjetivo más
que objetivo o material, su significado ha de ser descubierto por cada persona
según su alcance espiritual y sus parámetros culturales, pudiendo llegar a
evocar a personas diferentes mensajes muy distintos. Por ello, un símbolo nunca
significa o expresa, sino más bien, sugiere o índuce un conocimiento subyacente
a la realidad visible.
Como sustituto, en parte, de la
escritura, el símbolo siempre ha estado ahí, aunque nunca se ha narrado ni
expresado de la misma forma y manera. Debemos tener en cuenta el carácter
histórico y contextual desde la concepción del símbolo en las primeras culturas
de las diversas civilizaciones, sorprendiéndonos al descubrir que el símbolo
narra temas similares en todas las culturas. Sin embargo, esa aparente
universalidad de los símbolos no siempre es cierta, ya que debemos atender a
otros condicionantes históricos y contextuales como os he dicho antes.
Los símbolos no son universales. Aunque
un símbolo tenga la misma forma que otro, por ejemplo, una espiral, una cruz,
un laberinto, etc., su significado dependerá de la cultura en la que se
enmarca. Si queremos hacer historia, de cualquier cosa, para descifrar cada
símbolo hay que situarlo en su contexto espacio-temporal, y manejar las mismas
fuentes de información que había en la época. También influye, como no, el
vehículo de expresión de esas ideas o esos símbolos, la lengua en la que se
crean, etc., lo que condiciona, y mucho, el posible significado e
interpretación del símbolo. Y creo y considero que es aquí, en esta parte y
estos motivos, lo que hacen que en la actualidad, el hombre moderno no sea
capaz de interpretar correctamente un símbolo creado muchos cientos de años
antes, y que cuando trata de hacerlo, lo único que consigue es enrevesarlo todo
más, confundirlo y confundirnos cuando trata de explicárnoslo.
Debemos tener en cuenta, como os he
dicho muchísimas veces, que toda percepción del pasado constituye un ejercicio
individual de recuperación de una herencia cuyos códigos sólo resultan inteligibles
en un determinado marco social. Cada vez que ese marco social se modifica,
aquella percepción se ve igualmente alterada. A nuestras mentes modernas o de
hombre moderno les cuesta aceptar su verdadera dimensión, y siempre estamos
tentados de mirar con incredulidad y a considerar todo esto como creencias del
pasado sin ningún valor aparente ni coherencia lógica. Precisamente cuando se
trata de racionalizar un símbolo auténtico se está procediendo a su corrupción
y destrucción. En la actualidad tendemos a interpretar de manera equivocada
muchas de las antiguas tradiciones, leyendas y símbolos porque pensamos que se
refieren a un mundo como el nuestro. Pero lo cierto es que el ser humano
anterior poseía una clarividencia y sabiduría que le permitían percibir muchas
cosas que para nosotros ya no es posible percibir.
Acerca de esta problemática moderna o
postantigua ya nos avisaba Mircea Elíade cuando apuntaba: “La desacralización ininterrumpida del hombre moderno ha alterado el
contenido de su vida espiritual, pero no ha roto las matrices de su
imaginación: un inmenso residuo mitológico perdura en zonas mal controladas.”
Por lo tanto, el hombre moderno actual es consciente (a veces inconsciente) que
tiene que creer en algo, que necesita creer en algo, y utiliza y usa los
símbolos creados por culturas anteriores en su propio beneficio, los asimila y
los adapta a su cultura con su propia significación, que en la inmensa mayoría
de los casos, nada tiene que ver con lo que ese símbolo quiso representar cuando
fue creado. Es decir, cada uno ve en el símbolo lo que quiere ver, según su
propia percepción, su cultura, su socialización y su vida interior y
espiritual.
Hoy sí, ¿eh?, hoy sí. Hoy me estoy
superando. El rollazo románico de hoy me encumbra como el curita más “pesao” de
“tos” lo que hay. No hay quien me eche la pata. Se os nota en vuestras caras.
Pero, chicos, este tema románico que estamos abordando en una nueva aventura
románica es quizás el más personal de todos, ya que nos debe ayudar, no ya a
interpretar símbolos y simbología, sino a ser conscientes de que no podemos
estudiar el pasado con los ojos del presente. Si el pasado queremos devaluarlo
por las razones que sean, no debemos excusarnos y basarnos en la utilización de
estos símbolos como meras tonterías esculpidas en la piedra o pintadas en las
paredes. Debemos aceptar que para las personas que los crearon, tanto en la
piedra como en las paredes, tenían su significado y una significación, además
de ser un vehículo de expresión de sus ideas, de su mundo interior y
espiritual, de sus vivencias como personas, de la plasmación de un mundo que en
poco o nada se parece o se parecía al nuestro. La no aceptación de todo lo
anterior supone un rechazo frontal a toda su vida y toda su cultura, con todo
lo que ello conlleva. De ahí el hacer tanto hincapié en el pensamiento actual
del hombre moderno y su visión particular del pasado.
Pero aún con esas diferencias
temporales, racionales e interpretativas del pasado, cuando el hombre moderno
visita una iglesia, templo o claustro románico y admira todo lo que allí se
encuentra esculpido o pintado (las menos veces) no es indiferente a su belleza,
como tampoco lo es a un posible significado que pudiera conllevar esa escultura
o esa pintura. Si queda prendado de esa belleza y visita más edificaciones
románicas, religiosas en su inmensa mayoría, y se encuentra una y otra vez con
los mismos motivos y con los mismos símbolos, entonces es cuando comienza a
preguntarse por su significado, pero esta vez con una convicción más firme que
la primera vez que los encontró. Es entonces cuando comienza a descubrir que
eso mismo que se está preguntando acerca de lo admirado, otros antes también se
lo preguntaron con anterioridad, y, además, lo intentaron responder.
A veces, la respuesta es muy fácil, ya
que estamos en posesión de ciertas “claves” para descubrir ese significado. Por
ejemplo, vemos un capitel con la Natividad, la Adoración de los Reyes Magos, la
Huída a Egipto, etc., y enseguida adivinamos qué es lo que quiere representar,
qué es lo que nos quiere decir, qué es lo que nos quiere enseñar; en
definitiva, qué es lo que significa y el por qué está ahí. En el momento que
carezcamos de esas claves, todo se complica más. Así, comenzamos a insinuar
posibles interpretaciones en las que nuevamente aparece nuestro pensamiento de
hombre moderno, pero esta vez (y la experiencia es la que nos va guiando) las
interpretaciones posibles que elucubramos comienzan a perder la categoría de
incuestionables, y comienza a asomar la cabecita una duda que será nuestra
brújula en sucesivas interpretaciones. Eso sí: debemos intentar alejarnos lo
antes posible del puro reduccionismo, es decir, intentar hacer pasar por un
esquema preconcebido la totalidad del significado simbólico de lo que vemos, ya
que cualquier símbolo puede tener dualidad de significado, incluso
completamente opuestos, aunque también es cierto que la expresión plástica que
representa al símbolo es a veces tan clara que no da lugar a ningún tipo de
arbitrariedad acera de su significado.
Como venimos diciendo, la expresión
plástica, lo que podríamos denominar significante, y su significado sigue
siendo una tarea oscura y difícil de apreciar. La mayoría de las veces debe
estar en posesión de esa clave para conocer el significado, pero si careces de
ella, ¿cómo sabes que el significado que te han dicho o el que tú mismo
elucubras es el correcto? ¿Cómo sabes que esa interpretación es correcta o es
una mera suposición? Y aún más lejos todavía: ¿cómo pueden los especialistas de
este tipo de disciplina antigua estar seguros de sus significados o de los
motivos de los autores que esculpieron esos símbolos hace novecientos o mil años?
¿De quién o de qué debemos fiarnos? La respuesta a esta última pregunta o la
duda que genera no son fáciles de encontrar ni de resolver, aunque, como
profanos que somos en la materia, debemos fiarnos y confiar en los
especialistas, ya que éstos tratan de documentarse exhaustivamente en las
fuentes originales medievales, en los textos, buscando usos comunes de ciertas
imágenes que se repiten en el tiempo y que hunden su historia en épocas
clásicas precristianas. Estos especialistas tienen claro que se deben estudiar
estos símbolos en sus fuentes, y en sus textos, pues existe el peligro de
deformar con la mejor buena fe su verdadera significación. Volvemos nuevamente
a lo que tantas y tantas veces hemos dicho y repetido a lo largo de todo este
tiempo románico: para su mejor estudio y mejor comprensión, debemos entender e
inmiscuirnos en su cultura, en su tiempo, en su forma de pensar, en su forma de
vivir, en su forma de sentir. Sólo de esa manera tendremos más posibilidades de
comprender su mensaje y su significado. Con el pensamiento del hombre moderno
estaríamos corrompiendo todo lo que ellos trataban de expresar y transmitir. El
hombre actual está lejos del lenguaje simbólico, un lenguaje espiritual que le
hace cara a la primacía actual de las apariencias, de lo inmediato, de lo
abstracto, del racionalismo, de lo convencional.
Apreciando el realismo de las imágenes
que el mundo románico nos ha dejado nos permite vislumbrar al espectador y
hombre actual la imagen que se hacían los hombres medievales de los objetos que
los rodeaban, de los animales, de los bosques, de las montañas, e incluso de
los acontecimientos naturales. Son imágenes de una gran variedad de
interpretaciones. Nada se limitaba única y exclusivamente a la existencia
física. El mundo figurativo de ese hombre románico está lleno de simbolismo,
apunta siempre tanto a lo bueno como a lo malo. Todo está estrechamente unido
mediante un entrelazado de semejanzas y pertenencias, y debajo de la
apariencia, dormita todo lo demás. El hombre medieval continuamente crea
relaciones que unen la apariencia externa del mundo sobrenatural y una verdad
suprema. Aparecen continuamente los miedos que las personas de aquella época
sufrían en vista de los castigos que, según su fe cristiana, les esperaban por
haber llevado una vida pecaminosa en la tierra. Dentro de esas imágenes de
castigos se esconden las esperanzas de pertenecer a un reducido grupo de
elegidos.
Castigos.
Portico de la Majestad. Toro (Zamora)
Pero el hombre románico y la edad media
no inventan sus símbolos, sino que bebe de fuentes anteriores y las adapta a su
momento, momento en el que todo se integra alrededor de una visión totalizadora
con centro en Dios. La cultura románica era una cultura de consensos
establecidos y adquiridos a través del tiempo con múltiples préstamos de otras
civilizaciones anteriores de las que recoge las más antiguas tradiciones. Su
lenguaje se forma sobre herencias anteriores a las que otorga nueva vida.
Reinterpreta y readapta todo aquello que le sirve para sus fines, incluso
motivos cuyo significado y función no conoce. Por todo ello, el románico es un
arte de síntesis y su simbología un intento de superación. De ahí todo lo que
comentábamos anteriormente sobre la dificultad de interpretación de esta
simbología románica por parte no ya del espectador u hombre moderno, sino de
los propios especialistas e historiadores que deben estudiar de forma
científica todas estas huellas románicas que su hombre nos dejó como una
herencia llena de fortuna.
El Arte Románico, como venimos
afirmando y reiterando continuamente, es un arte ante todo sagrado, heredero de
primitivas tradiciones cristianas de raíces judaicas. Por ello, las fuentes en
las que se basará para componer su simbología serán el Antiguo y Nuevo
Testamento, además de sucesos contemporáneos, escenas de la vida cotidiana y la
propia realidad que le rodea, sin dejar de mirar nunca de reojo a Oriente, pues
no en vano fue la cuna de buena parte de sus símbolos. Pero como arte cristiano
que es, utilizará y usará también los primeros símbolos cristianos que éstos
utilizaron en sus comienzos.
Con la persecución de Nerón en el año
64 a.C., los paganos desconfiaban de los cristianos, al considerar esta nueva
religión como una superstición extraña e ilegal. Por ello, los cristianos
comenzaron a valerse de símbolos que pintaban en los muros de las catacumbas y,
con mayor frecuencia, grabados en las lápidas de mármol que cerraban sus
tumbas. Serán el ancla, el pez y la paloma los primeros símbolos cristianos
utilizados. El ancla era el símbolo de la esperanza y la vida eterna. El pez
era el símbolo de Cristo (luego veremos por qué) y el nuevo bautizado. La
paloma denotaba la armonía, la pureza y el deseo de paz en la vida presente o
la futura de un difunto. Como podemos apreciar, estos primeros símbolos
expresaban realmente su fe.
Pero a medida que el románico fue
imponiéndose como arte sagrado y asimilando simbología y tradiciones más
antiguas, su representación y significado, en muchas ocasiones, distaba mucho
de su verdadera referencia o nacimiento. Los artistas introducían sus licencias
para facilitar la interpretación buscada de lo representado, acción ésta que en
la actualidad está provocando una controversia acerca del alcance del mensaje
del Arte Románico.
Por un lado están los que consideran
que la simbología de este arte es una simbología religiosa que se convierte en
una lengua particular para expresar la lengua sagrada y trascendentalizadora de
la que hace gala el románico. Para ellos, las formas y figuraciones que muestra
el románico ni son caprichosas ni gratuitas, ya que como arte sagrado, no puede
permitir a sus constructores frivolidades de tipo profano, ya que ello
desvirtuaría totalmente la función primordial de dicho arte.
Sin embargo, por otro lado, están los que
niegan que haya que buscar en toda figuración románica mensajes simbólicos,
sino que la mayoría de las veces son manifestaciones meramente decorativas,
sobre todo si nos atenemos a elementos vegetales y animales, independientemente
de que en algún momento determinado, alguna mente culta de la época pudiera dar
una interpretación puntual a cualquiera de estos temas, aunque lo normal era
que no hubiera nada dispuesto en su representación salvo la simple intención de
la decoración. Para apoyar sus argumentos se basan en textos de San Bernardo de
Claraval, entre otros, que siendo grandes eruditos de la época y contemporáneos
de este arte, omiten o desprecian la figuración pictórica y cualquier otra
iconografía no relacionada con la Biblia. Si estos eminentes hombres cultos no
valoraban el carácter simbólico de ciertas manifestaciones del románico, es
lógico pensar que con más razón los creadores de la obra y los hombres
corrientes, a quienes iba dirigida la obra, desatenderían tales fines.
Se puede pensar que el Arte Románico es
un arte básicamente simbólico ligado a una época de intensas vibraciones
espirituales, sobre todo en el Arte Románico clásico o pleno, de grandes
monasterios y coincidente con las rutas de peregrinación, en el que se
construyó con arreglo a una intención de manifestación espiritual de elevado
signo. Otra cosa es que la pluralidad geográfica y temporal del románico
generase copia de elementos originalmente con valor simbólico, y que al caer en
manos menos cultas se usara de manera repetitiva y más decorativa que otra
cosa. A esto habría que añadir que buena parte de los remotos símbolos
utilizados en el Arte Románico llegaban al escultor descontextualizados, ya que
suponían para él un repertorio formal ajeno a cualquier texto. En múltiples
ocasiones copiaban meras fantasías ornamentales, cuando no malinterpretaban los
motivos, revelando un desconocimiento de las leyes de la zoología y la historia
de acuerdo con sus conveniencias. Los temas que esculpían se hallaban sometidos
a la triple tiranía de la arquitectura, la decoración y la simetría. Ante ellas
no existía un sometimiento total, sino una chocante libertad ahondada por
razones confusas de su empleo. Por ello, resuelta extremadamente complejo
discernir cuándo poseen un significado real y cuándo son simples
ornamentaciones. Si a esto le añadimos que en diferentes regiones se vive de
diferente forma la realidad de una misma época, el conflicto está más que
servido. En este sentido es apasionante, más que decepcionante, percibir este
proceso de evolución y decaimiento del simbolismo románico al pasar de unos
maestros a otros. Un claro ejemplo lo tenemos en el crismón de la portada de la
Virgen de la Peña, en Sepúlveda (Segovia), donde el autor talló ingenuamente
este símbolo sin conocer su significado preciso, pues en lugar de la letra
griega omega (Ω) talló un extraño símbolo indescifrable, además de invertir la
S del Espíritu Santo. Todo ello nos obliga a ser muy cautelosos en la
identificación de los símbolos y en la formalización de los programas
iconográficos. Conocer los símbolos en el Arte Románico es una tarea muy ardua
que lleva implícita la tarea de conocer pensamientos, creencias, vivencias,
penas y alegrías de la civilización que los realizó.
El gran metafísico René Guénon decía
que “… los símbolos o deben ser
explicados sino comprendidos, ya que, pese a lo expresado, ello no nos debe
derivar a que todos los elementos en el Arte Románico sean simbólicos, y por
tanto, haya que afanarse en su desciframiento. De ahí que sea un grave error
reduccionista sistematizar los símbolos y querer buscar claves interpretativas
a los que, en portadas, capiteles y canecillos, ofrece el Arte Románico,
intentando hacer pasar por un esquema preconcebido la totalidad de su
significado simbólico”. El valor de las formas estará en función de quién
las contemple y subordinadas a su capacidad de interpretación, ya que nos
hallamos ante un arte conceptual que puede suscitar diversas lecturas. De ahí
su riqueza y modernidad.
Por todo ello, y a tenor de todo lo que
se ha argumentado hasta aquí, podemos apreciar que la simbología en general y
la románica en particular pertenece más a la subjetividad del ser humano que a
su objetividad. No se puede expresar con carácter inequívoco que una
determinada imagen “significa” o “quiere representar” algo concreto. Además,
algunos símbolos estás más repetidos que otros, no porque en todos los lugares
en donde aparecen quieran expresar lo mismo, sino simplemente porque cuajaron
especialmente en esa sociedad medieval que los esculpió o pintó, ya sea por
motivos estéticos, de gusto u otros motivos, ahora sí, más profundos. Lo único
que realmente los unifica es la temática que todos ellos utilizan, toda ella
extraída del Antiguo o Nuevo Testamento o de las hagiografías (vida de los
santos y de los mártires) más importantes y significativas. Como llevamos
repitiendo una y otra vez, la simbología románica es una verdadera catequesis
pétrea que expresa alegorías de pecados, vicios y virtudes.
La complejidad del símbolo impide la
creación o el establecimiento de un “código” uniforme que posibilite un básico
y elemental instrumento desde el cual partir en nuestro intercambio dialéctico,
pero sí puede ser un buen punto de partida para comenzar un acercamiento hacia
el Arte Románico y su rica y variada simbología, intentando de desvelar,
interiormente, qué es lo que a nosotros no está tratando de decir, qué nos
quiere representar, qué pretende aflorar de aquello que tenemos tan oculto. Si
los primeros cristianos ya los utilizaban para comunicarse entre ellos y
expresar sentimientos, vicios y virtudes, ¿por qué nosotros no podemos hacerlo
igual? Los símbolos están ahí, sólo hace falta ir a mirarlos y descubrir el
mensaje que me tienen o nos tienen preparado. Es un mensaje único, personal e
intransferible, que no tiene que ser el mismo para cada persona que lo
contempla, pero un mensaje al fin y al cabo que sale y llega al corazón de cada
persona.
El Arte Románico es un arte que nos
tiene preparados infinidad de sorpresas. Nosotros somos los destinatarios de
ellas, los elegidos para disfrutarlas. No podemos dejar pasar esos momentos que
nos tiene reservados. Además, creo que os lo merecéis o nos los merecemos
(sííííííí, unos más que otros, pero todos, al fin y al cabo).
¡Hasta pronto!
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