Quién no ha visto en verano a un cura,
bien con una camisa gris o bien con una camisa negra, con el cuello abrochado
pegado a la garganta y sellado con la típica tirilla blanca, y no se ha
preguntado cómo puede ese hombre aguantar el calor que hace. Si además es un
cura algo mayor y, como se dice ahora “chapado a la antigua”, lleva su sotana,
la extrañeza y la incomprensión nos invaden y los calificamos como personas
peculiares o singulares en el mejor de los casos. Pero lo cierto y verdad es
que en mi época, la sotana, tanto en invierno como en verano, era una prenda
obligatoria, con calor, con frío, con viento, con lo que fuera. Con frío o con
lo que fuera todavía tenía pase, pero en verano era algo incomprensible. Y la
llevábamos durante todo el verano, porque, a diferencia de ahora, los curas de
mi época no teníamos vacaciones, no disfrutábamos de ese periodo ocioso en el
que una persona dejaba de lado su vida laboral y se dedicaba en pleno a los
placeres mundanos; es ahí, en ese periodo vacacional cuando podríamos habernos
quitado la sotana, pero ni por esas. También es cierto que la vida en mi época
se desarrollaba de otra manera: la casi totalidad de las personas se pasaban el
verano en sus faenas agrícolas o ganaderas, no había tantos hoteles, ni la
playa tenía ese estatus de paraíso terrenal. Sin embargo, lo que era
invariablemente inevitable era el calor sofocante del verano, días larguísimos
de sol machacándonos con calores horribles y noches sudorosas en camas húmedas.
Eso es el verano, para muchos la mejor época del año, la que más les gusta, o
por lo menos eso es lo que dicen.
Siempre
he estado convencido que el verano no es bueno para las personas, que no les
puede gustar, por mucho que digan que es la mejor época del año. Aguantar
cuatro meses temperaturas de casi treinta y cinco grados día sí, día no, no es
sano, ni bueno, tanto biológicamente como mentalmente. Afirmar que el verano
gusta es confundir las vacaciones, el ocio, la cervecita, la playa y la siesta
(recordamos que España es el país paradigmático de la fiesta, la siesta e
Iniesta) con el calor, con días interminables de sol (demostrado científicamente
que es anti natura para el ser humano), y con noches y noches sin dormir ni
descansar adecuadamente.
Pero
lo cierto y verdad es que pasamos la mayor parte del año esperando el verano,
reclamándolo con fuerza, pensando, programando y contratando las “merecidas”
vacaciones estivales, aquellas que nos van a sacar de la monotonía del trabajo,
las que van a solucionar todos nuestros problemas de convivencia, las que nos
van a permitir descansar más y mejor, cuando en realidad las vacaciones se
pueden convertir en una trampa mortal para nosotros y para nuestra familia, amén
de los problemas económicos que nos pueden acarrear por haber tirado la casa
por la ventana al contratar ese viaje o estancia fuera de nuestro alcance y
posibilidades, pero con la noble intención de tratar de solucionar problemas
familiares. El resultado, las mayores de la veces, es totalmente el contrario y
terriblemente nefasto.
Dejando
a un lado aquellos que prefieren menos días de vacaciones en un hotel de costa
pero con la única obligación de comer y beber sin conocimiento, aquellos que
prefieren más días en un apartamento playero con la obligación de seguir
realizando las mismas actividades caseras que en su propia casa pero con la
cesta de la compra disparatada un doscientos por cien por estar donde está, o
aquellos que prefieren una larga estancia en el pueblo (pegar la gorra en
lenguaje coloquial) visitando a familiares que no han visto desde hace casi
cuatro meses (desde Semana Santa más o menos, el que haya ido al pueblo por no
haberse ido al extranjero o a la playa que es lo que mola hoy en día en esa época
del año), lo cierto y verdad es que las vacaciones se convierten en un desafío,
en una auténtica lucha de supervivencia, en un mal humor constante aderezado
con fatiga crónica y explosiones de mal humor. Vamos, flipando en colores.
Sin
dejar el sofocante y cansino calor, llegan las vacaciones que tanto nos gustan,
y con ellas el primer madrugón del primer día para iniciarlas (¡empezamos
bien!, madrugando más que para ir a trabajar). Cuatro, cinco o seis horas de
coche, sin contar atascos en la salida y en la llegada, y retenciones hasta
llegar donde vamos, sea donde sea. Una vez acoplados en nuestras nuevas
estancias comienza el calvario.
Independientemente
de donde nos hayamos dejado caer, comenzamos a comer y a beber sin conocimiento,
provocando hinchazones, llameteos estomacales y atascos colonarios y
duodenales, lo que nos obliga a buscar farmacias para adquirir pack’s de 6
unidades de enemas desatascadores, primer alivio de mis grandiosas vacaciones.
Si
hemos optado por la opción pueblo con familiares y larga estancia, cambiamos
los desatascadores por las tisanas, tila para ser más concreto y no faltar a la
verdad. Garrafas de arroba y media de tila vamos consumiendo hora a hora,
minuto a minuto, sin dejar de chupar ese macarrón que tenemos cosido
permanentemente en la boca en un extremo y con el otro en la garrafa con
ruedecillas que vamos arrastrando constante y penitentemente a modo de botella
de oxígeno vital tranquilizante a medida que nos vaya haciendo falta, cuando
notemos que se han pasado los efectos del trago aspirativo anterior y tenemos
un nuevo episodio de arrebato asesino. Y es que la convivencia con el cuñadito
de turno, los suegros halagadores y hacendosos y los sobrinos importantes hacen
que la estancia en el pueblo deje a un paseo por un campo de minas en una mera
anécdota bélica, en un Camino de Santiago espiritual y renovador. Eso sin
contar las comidas “fresquitas de cuchara”, inventadas por los ancestrales
paisanos del lugar para tratar de evacuar el calor adquirido durante la mañana,
lo que nos provoca verdaderos regueros de sudor y encharcamiento camil mientras
tratas de dormir un rato una siesta casi impuesta, buscando el botijo a tientas
para echar un trago de agua por el lado de la boca donde no tienes cosido el
macarrón tilero y vital.
La
opción playa tiene dos vertientes: opción hotel u opción apartamento. La opción
hotel es una opción más corta, más tranquila, más sosegada (si es que las
vacaciones son sosegadas) pero también la más cara. Este formato vacacional
tiene como única obligación comer y beber sin conocimiento ni control, con las
consecuencias estomacales y estreñidas ya referidas. Sabes que son pocos días,
y que en ese tiempo tienes que amortizar todo lo que han pedido que tenías que
pagar por esos días de asueto. Si no te atasquizas y envasquizas, llegas a tu
casa con la sensación de haber tirado el dinero, aunque la hinchazón de cara,
manos y pies dice lo contrario. Los próximos siete días, como poco, son de
recuperación, introduciendo frutas por la cavidad superior y peras con agua y
jabón Lagarto (por aquello de la sosa y el aceite usao para que salga más rápido el brazo de gitano) por la cavidad inferior, ya que el dinero que te queda no da para
más, por muy baratos que estén los pack’s de 6 unidades de enemas, y aunque por
el segundo pack sólo pagues la mitad. Los remedios de la abuela quizás sean
nuestra farmacia particular en los próximos meses.
Con
la opción apartamento de playa la cosa cambia. Estás como en tu casa pero en la
playa. Cocinas, haces la cama, barres, friegas, lavas la vajilla y la ropa
(cada cosa donde corresponda) haces la compra en tiendas de barrio donde un melón
puede llegar a costarte lo que todos los regalos de Reyes juntos para toda la
familia, y, cuando ya parece que no tienes nada que hacer, te vas a la playa,
ese oasis anual merecido en tu vida que te va a permitir sentirte como un auténtico
ser humano.
Es
muy probable que no tengas que coger el coche para ir a la playa, por lo que te
ahorras el buscar aparcamiento lo más cercano al borde de la playa, pero como
contrapartida tienen que ser ti mismo el portador de los complementos y utensilios
necesarios para disfrutar de tan merecido regalo.
Tras
un organizado y mental pensamiento para transportar tanta mercancía comienza el
embarco: sombrilla al hombro a modo de fusil, bolsa de palas y pelota en el otro,
sillas plegables en una mano y bolsa playera con tentempiés hipercalóricos en
la otra, triple riñonera en cintura sujetas por las toallas playeras, gafas de
sol negras, sombrero de paja tamaño entre segador y mejicano, y chancletas de
entrededo para levantar arena hasta la altura de la espalda cuando comiences tu
entrada triunfal en la arena, después de pasear garboso esos quinientos u
ochocientos metros que separan la puerta del edificio de tu apartamento de la
arena de la playa (del piso donde te alojas no hablamos porque no hay
ascensor).
Como
te ha sido imposible bajar a las cinco de la mañana a coger sitio para plantar
tu sombrilla, la hincas en mitad de la playa, a cien metros de la orilla, allí
donde es imposible ver el agua del mar debido al gentío y las sombrillas
champiñoneras. Una vez realizado el desembarco y edificado el palacete playero,
comienza el desvestimiento y la untada de “pomá” para evitar sarpullidos y
levantamiento de pellicas, terminando en el refrescante baño de agua marina,
con el inevitable placer de descargar vejigas hinchadas después de tan azarosa
y reconfortante mañana. Esto último se puede adivinar por la sonrisilla tipo
postcoital que se te pone durante tan noble e imprescindible acción fisiológica,
amén del espatarramiento y plante quieto solo alterado por el saltito obligado
por la entrada y llegada de olas rompedoras en prominente barriguita cervecera
y estival, siguiente tarea obligada una vez terminado el termal baño y llegada
a nuestro aposento.
Ataviado
nuevamente con el sombrero seta de paja, gafas de sol negras y cartera
dineraria sujeta entre la barriga y la goma del bañador, tras paseo oteador de
ubres libres de vestidura por la orilla de la playa, llegas al chiringuito más
cercano a por las cervecitas de rigor, bien tiradas (según el camarero) y mejor "sableas" (también por el camarero), lo que te hace olvidar el encanto visual
pretérito para soltar un improperio sobre el precio de la “cebá” este año.
Cuando
te dispones a ir al hato te das cuenta que te has dejado las chancletas bajo la
sombrilla antisolanera, y, con el fin de no escaldarte las plantas de los pies,
comienzas a correr para llegar lo antes posible. La carrera se convierte en una
lucha entre llegar pronto y mantener la mayor parte del líquido cervecero en
los vasos de plástico; vamos, lo más parecido a una carrera de camareros con
bandeja el día de Santa Marta. Cuando llegas, el poco líquido restante que
queda en los vasos es el “cobete” que anuncia el comienzo de una serie de voces
desencajadas provenientes de la parienta tumbada al sol, vuelta y vuelta, y que
versan sobre el poco interés que pones para hacer cualquier cosa. Falta de afición dicen por ahí; hartura de playa afirmas tú.
Con
el fin de apaciguar el caldeado ambiente y no dar más motivos de miramientos a
la familia devoradora de files rusos de al lado, la lágrima de cerveza que te
queda en tu vaso se la viertes en el de la parienta, y la setaza que tenías y
que has aumentado con el slalom cervecil, casi te obliga a ir de nuevo al
chiringuito, pero por no ver de nuevo lacara del camarero cuando te ha
respondido por el precio de la “cebá” en longa, te aguantas hasta que llegues
al apartamento, última estación del viacrucis matinal antes de comenzar el
vespertino.
Cuando
se calcula que ha llegado la hora de marcharse a calentar los macarrones con
tomate que se quedaron hechos allá por las nueve y media de la mañana, comienza
la recolección y montaje de aparataje playil. Sombrilla, paletas y pelota (¡no
se “pa qué” les hemos traído), sillas plegables, bolsa chuchera (ni tocarlas;
bastante he tenido con las voces, que también alimentan), toallas enrolladas y
riñoneras en posición. Chancletas al pie comienza el regreso a casa, levantando
arena a más altura si cabe que en la entrada debido al hundimiento de pies,
propio del cansancio físico y mental.
El
paseo hasta la puerta del apartamento (de la subida al infierno mejor no
hablamos) es menos garboso que el de ida y más callado; tan sólo se oye ronchar
arena y soltar gargajos arenosos cuales pollos mañanero de fumador empedernío.
Esta tarde más de lo mismo. Y sonreirás levemente pensando que queda un día
menos para volver a tu casa, a tu querida, añorada y deseada casa, jurando y
perjurando que no vas a volver a la playa … hasta el año que viene.
Otra
opción vacacional es una salida al extranjero: cualquier país del norte o del
centro de Europa, incluso algún destino turístico centroamericano. Esta opción
es la más cara pero también la más arriesgada, sobre todo por el avión. Pero no
por el avión o aparato en sí, sino por todo lo que le rodea: huelga de
controladores, huelga de pilotos, huelga de azafatas, huelga de gasolineros,
cancelación de vuelos, retrasos de vuelos, sillones incómodos para dormir
durante días, aseos sin duchas para asearse durante los días de espera, etc.,
etc. Una semana en Cancún pagada a tocateja en el mes de enero puede
convertirse en cuatro días de ejercicios espirituales en el aeropuerto, dos de
ida, uno de estancia en el hotel y otros dos de vuelta al aeropuerto (hogar,
dulce hogar) y dos días libres menos para Navidad por haberte pasado en días de
vacaciones. La culpa fue del cha-cha-cha, pero sin vacaciones de Navidad te
quedas tú.
El
atontamiento jetlanguero con el que aterrizas no te hace olvidar el cabreo por
la pérdida de vacaciones en Navidad, por mucho que te mires la pulsera del colorines
del todo incluido del hotel donde no te ha dado tiempo ni de ponerte el bañador
Turbo estilo piel de leopardo para “calentar” el ambiente. Solo tienes en mente
el mojito purgante que te tomaste la única noche que pasaste en el hotel (lo
que te va a evitar la compra del pack de enemas tan celebrado en cualquier tipo
de estilo vacacional), y la obligatoria estancia navideña en el pueblo (con
todas las consecuencias ya aludidas y avisadas con anterioridad) por el exceso
de juerga caribeña que nos has “catao”. Solo pensar que quizás el año que viene
tengas que volver de nuevo a ese mismo sitio en verano para saber de lo que va
la vaína, te dan ganas de quedarte unos días más en el aeropuerto (al fin y al
cabo le acabas tomando cariño después de tantos días acogido en su seno), en
esos sillones y esos baños que tanto cariño les cogiste durante tus ejercicios
espirituales antes de tu idílico destino.
Hay
más opciones vacacionales, como las Islas Canarias, llamas “la polvaera
nacional” no sé muy bien por qué, o las otros islas, las Balerares, donde
pueden practicas un deporte que los jóvenes ingleses, todo ebrios ellos y con
modales británicos tan característicos en ellos), han puesto de moda: el “balconing”,
que traducido al español significa “piscimortix”.
Pero
la verdadera opción vacacional, la buena, la válida, es quedarte en tu casa y
hacer lo que te venga en gana, eso sí, sin molestar al prójimo. Descansarás
(incluso el esfínter), pocas alteraciones emocionales, rutina a medias, y salud
dineraria para casi todo el invierno. Para todo lo demás ya habrá tiempo,
siempre y cuando tengas la intención de hacerlo.
En
mis tiempos quizás fuera más fácil, muchos más en mi caso por la propia idiosincrasia
de mi profesión y mis aficiones. Misa matinal tempranera, mañana histórica
donde correspondiera y tarde chocolatera y rebañadera entre devotas y feligresas,
para terminar con la misa vespertina que marcaba el inicio del descanso
nocturno para un día de mañana calcado al anterior. Quizás fuera más aburrido y
más tedioso, pero era más saludable, sobre todo emocional y económicamente
hablando. Pasaba más calor con la sotana, pero me daban menos “calorás”; daba más
“cabezás” por las siestas, pero tenía menos sobresaltos durante el día. Sólo
salía de mi casa para realizar visitas históricas y pastorales (que no
pastoriles) pero aprovechaba más el día, día gemelo al de ayer y al de mañana,
pero día apacible y placentero.
Me gustan las vacaciones,
pero también me gusta el día a día, el “carpe diem”, la disciplina, la monotonía
diaria. Algunos pensarán que yo me lo pierdo, cuando tengo claro que realmente
yo me lo gano, incluso lo gano. Son formas de ver las vacaciones, pero toda
alteración del día a día conlleva unas consecuencias nefastas en la mayoría de
los casos, placenteras en situaciones muy esporádicas.
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