¡Aeouiiiiiii!
(saludo torralbeño aún en vigor, expresado con perfecta ligazón fonética,
complementado con un leve doblez lateral del tronco, y con la mano contraria al
doblez troncal levantada) ¿Va eso bueno? ¡m’alegro! … y m’alegro más porque el
tema que ahora comenzamos en un tema un poco largo (por no decir muy largo), y
un tanto enfarragoso, ya que vamos a hablar de términos técnicos propiamente
arquitectónicos, pero aplicados, como no, a lo que a nosotros más nos gusta: el
Arte Románico. Muchos de estos términos, elementos o partes constructivas de
una edificación religiosa románica, ya los conocemos por otros capítulos, pero
será en éste donde profundicemos aún más en ellos, dejándolos totalmente
“vistos para sentencia”; es decir, sin volver a insistir en ellos ni en sus
características cuando aparezcan en cualquier otro capítulo venidero.
Como
pudimos apreciar en el capítulo dedicado a los “Aspectos simbólicos de la
arquitectura románica”, el Arte Románico tiene unos componentes estéticos fijos
codificados desde su creación, independientemente de los valores
arquitectónicos. La geometría románica en la arquitectura sagrada se aplica de
manera rigurosamente simbólica. Ya vimos como las plantas de los edificios, sobre
todo religiosos, se basan en un diálogo entre círculos y cuadrados, resumiendo
la relación fundamental entre Dios y el Hombre. El círculo significa cielo, lo
sagrado, el mundo espiritual; el cuadrado representa el Cosmos, las cosas
materiales y la condición terrestre. El concepto de Divino Conocimiento –Hagia
Sophia- (… y me estoy metiendo en camisas de once varas) recae sobre todo en el
simbolismo de la edificación en los templos cristianos de la antigüedad (cuando
en algunas representaciones nos encontremos con un cuadrado dibujado en un
círculo, estaremos ante un símbolo divino; el círculo se hace un cuadrado, y el
espíritu se hace material; Dios descendiendo sobre el mundo terrenal). La
creación del Arte Románico, como un estilo conciso y preciso, es conocido y
aceptado por el maestro constructor y arquitecto, sabedores que las más
poderosas civilizaciones antiguas utilizaron el templo como emblema de su
imperio para engrandecimiento de su Creador.
San Bartolomé. Campisábalos (Guadalajara)
Cuando nosotros miramos y admiramos un
templo, una iglesia o una catedral (románica, gótica, renacentista), de lo
primero que nos damos cuenta es que están construidos en piedra, o en menor
medida, en ladrillo. Recordaréis que el aspecto simbólico de la piedra ya lo
analizamos en un capítulo anterior, cuando hablamos del pasaje evangélico de
San Mateo, en el capítulo 16: “Tu eres
Pedro, y sobre ti edificaré mi Iglesia.” Pero como todo sabéis, la piedra
pesa mucho y construir todo un edificio, por muy modesto que sea, a base de
piedras, supone un gran peso sobre el terreno donde se aposenta. Si el terreno
no es muy propicio para construir, el peligro de derrumbe del edificio es muy
grande, por lo que los maestros constructores o arquitectos de la época, debían
realizar, antes de nada, una buena cimentación sobre el terreno.
Como
podéis suponer, los medios técnicos de la época del Arte Románico eran más bien
nulos o muy escasos, por lo que los maestros constructores realizaban las
cimentaciones a lo que comúnmente se suele decir: “a ojo de buen cubero”. Lo
único que tenían claro era el tipo de edificio que se iba a construir y la
distribución que éste iba a tener. Trazaban unas líneas en el suelo con cuerdas
y estacas dibujando esa distribución, y cavaban unas zanjas muy anchas y
profundas: los cimientos. De la profundidad y anchura de estos cimientos
dependía la posterior buena estabilidad del edificio.
Las
zanjas se rellenaban con piedras irregulares y escombro, y se ejecutaban a modo
de fajas corridas (como galerías comunicadas), tanto horizontalmente como
verticalmente, de tal forma que donde se cruzaba una faja horizontal con una
vertical era ahí donde iría construido un pilar para sustentar los arcos
transversales para aligerar las pesadas bóvedas de piedra del techo.
Simplemente con visualizar las zanjas sobre el terreno ya se podían hacer una
idea de cómo iba a ser edificado el templo o iglesia.
Las
zanjas llegaban a ser tan anchas que en el interior de algunas iglesias y
templos románicos aún podemos observar unos bancos corridos o plintos. No eran
bancos para que la feligresía pudiera sentarse, sino que era la diferencia
constructiva entre la anchura de la zanja de cimentación y el espesor de los
muros laterales de la edificación. Ello da muestras de que los templos no
guardan proporcionalidad con la profundidad y anchura de las zanjas, que se
ejecutaban en exceso sin previo cálculo alguno.
Una
vez trazadas, cavadas y rellenadas las zanjas, se procedía, como no podía ser
de otra forma, a levantar los muros. Normalmente se levantaba primero el
ábside, como la parte divina del templo, a partir del cual, una vez levantado,
ya se podían realizar oficios divinos mientras se terminaba de construir la
totalidad del edificio. Posteriormente, y poco a poco, se iban levantando los
demás muros de la edificación.
Es
realmente en los muros donde comienzan y terminan las fuerzas mecánicas (los
empujes de la piedra) del edificio. Los muros son sólidos, rotundos, compactos,
donde esas fuerzas mecánicas se reflejarán en el exterior con gruesos
contrafuertes que resistan las presiones de las bóvedas evitando la fractura
del mismo y la ruina total de la iglesia. Solían tener un espesor que oscilaba
entre los sesenta centímetros y el metro, incluso más.
Para
la construcción de los muros, el material más preciado, pero también el más
caro, era la piedra, ya que ésta debía de extraerse de la cantera más próxima
al lugar de edificación y, posteriormente, transportarla hasta ese mismo lugar,
lo que podía encarecer terriblemente la construcción. Una solución que
adoptaron los maestros constructores para abaratar costes era la de aprovechar
las piedras de edificios de época romana que en estado ruinoso se encontraban
cerca del lugar de construcción. Ello ha dado lugar a que hoy en día podamos
apreciar en los lienzos de los muros de muchas iglesias y templos románicos,
inscripciones romanas en muchas de las piedras o sillares utilizados en su
construcción.
Dependiendo de la tradición del lugar,
y de la cercanía de una cantera, lo más generalizado en las fábricas de los
muros eran dos paramentos de piedra, una interior y otra exterior, recibidas
con mortero de cal con un relleno entre ambas de tierra y/o escombros.
Núcleo de cascotes y caras de sillería
Para unir las piezas se utilizaba una
argamasa o mortero de cemento y arena, con la adición de una cantidad
conveniente de agua. Antiguamente se utilizaba también el barro, al cual se le
añadían otros elementos naturales como la paja, y, en algunas zonas rurales,
excrementos de vaca o caballo.
Otra
manera muchísimo más barata de construcción era la mezcla de aparejos:
mampostería (piedras irregulares) en los lienzos grandes de muro, y sillería
(piedra labrada) en las zonas más delicadas y necesitadas de refuerzo, como las
esquinas, ventanas y puertas, ya que es allí donde recaen las mayores
tensiones. Esta forma constructiva es más barata, ya que se necesita menos mano
de obra y es más fácil de encontrar. Pero tenía un problema ya que se originaba
una heterogeneidad entre las hojas exteriores y el relleno interior, por lo que
era preciso el uso de contrafuertes en el exterior. Esta solución constructiva
ya la comentamos y conocido en un capítulo anterior.
Aunque
ya hemos dicho en múltiples ocasiones que en Torralba no hay ni una sola
construcción románica, sí que podemos observar en las esquinas de la iglesia y
de ambas ermitas, la utilización de sillares para afianzar constructivamente el
edificio; incluso en la ermita de la Concepción, en la esquina oeste del lienzo
sur, los sillares que se utilizaron en su construcción, podrían proceder del
castillo que pudo existir en aquel lugar, según los diversos historiadores que
han estudiado esta edificación, con Manuel Romero como pionero actual (pero no
contemporáneo mío) en dichos estudios. Esa forma constructiva con sillares en
las esquinas utilizados en la construcción de la iglesia y las ermitas también
la podemos apreciar en algunas casas o casonas de Torralba, de lo que podemos
inferir que esa técnica constructiva ha permanecido en el tiempo debido a la
gran solidez y estabilidad que aporta a las edificaciones.
También podemos apreciar los huecos que dichos lienzos poseen, los mechinales, huecos dejados por el andamiaje durante la construcción, que normalmente se tapaban a la finalización de las obras y que, con ls restauraciones nuevas llevadas a cabo hoy día, tienden a dejarse al descubierto como tratando de darle un valor añadido a la construcción.
Arriba: sillares en esquina suroeste de la ermita de la Purísima Concepción de
Torralba donde también se pueden apreciar los mechinales utilizados para la
construcción del lienzo sur y fachada norte; debajo: sillares en casona de Torralba.
La
utilización del ladrillo en las obras de edificación era la técnica más barata
de todas las formas constructivas, bien porque el lugar geográfico de
construcción careciese de canteras en la cercanía o bien porque la piedra
resultaba muy cara en determinados momentos.
Ábside de Santa María, Arévalo (Ávila)
Las zanjas, las piedras, el mortero,
todo esto ya lo tenemos preparado, pero mucho antes de comenzar a construir los
muros de un edificio religioso en el Románico, fuera de la importancia que
fuera, primero se comenzaba a construir el ábside, es decir, se comenzaba a
construir por la cabecera, por la parte más sagrada de todo el edifico,
tratando de terminar su construcción cuanto antes para poder instalar en él el
altar, y comenzar a celebrar las liturgias divinas, incluso sin haber
finalizado totalmente la iglesia; mejor dicho, en algunos casos sin ni tan
siquiera comenzado a construir sus muros.
El
ábside era el núcleo principal de los
templos románicos, el lugar privilegiado del santuario, el de máxima
sacralización de la celebración de la liturgia eucarística. Su ubicación dentro
del edificio habría de ser visible por la mayor cantidad de fieles que habían
de agruparse en la nave o naves. Su establecimiento en la cabecera del edificio
adquiría el máximo de funcionalidad al poder ser contemplado por la comunidad
de fieles.
La
aparición del ábside se debe al mundo romano y a su arquitectura. La palabra
ábside deriva del latín apsis, que
significa arco o bóveda, y en origen era un nicho en un templo romano dispuesto
para acoger la estatua de un dios. En los edificios administrativos, el
magistrado ocupaba ese lugar principal aposentado sobre su silla presidencial.
La arquitectura cristiana adoptó este espacio para sus templos para asignarle
ese lugar prominente dentro del edificio religioso.
Los ábsides eran fundamentalmente
semicirculares, representando la parte divina del templo o iglesia, en
contraposición con la nave o naves cuadradas, representando la parte humana del
edificio (recordar el tema de los “Aspectos simbólicos de la arquitectura
románica). Aún así, hay zonas dentro de España que no siempre tienen forma
semicircular los ábsides, sino que la tienen cuadrada o poligonal
principalmente. Lo que sí que tiene que ser primordial es que, en su
construcción, éstos deben de estar orientados hacia el este, a oriente, de
donde provienen los primeros rayos de luz del día, los que indican la llegada
de Cristo en el alborear del día (recordar de nuevo el mismo tema de antes).
Ábside de Santa Coloma. Albendiego (Guadalajara)
Ábside de San Salvador. Sepúlveda (Segovia)
Pero no penséis que en todas las
edificaciones religiosas románicas había un solo ábside. Las posibilidades de
construir uno o más ábsides dependían de la estructura de la planta, que a su
vez dependía de su ubicación y monumentalidad del edificio. En las iglesias o
ermitas rurales, donde las dimensiones eran más bien mínimas, y en función del
número reducido de fieles que habitaban en ese lugar, tan solo se construía un
ábside, semicircular, poligonal o cuadrado, según, aunque éste pudiera estar
más profusamente decorado que el mejor de los ábsides que formaran parte de
cualquier catedral románica por muy monumental y fastuosa que pudiera parecer.
Si la iglesia tenía una sola nave, le correspondía un solo ábside, ya fuera
semicircular, poligonal o rectangular. Si la planta era de cruz latina, podía
tener uno o tres ábsides, siempre de mayor decoración el central que los
laterales. Si la planta era basilical, estaba establecida la norma de tres
ábsides, con mayor importancia el central. Si la iglesia poseía girola, se
podían prolongar ábsides alrededor de ésta en un número indeterminado, como una
corona en torno a un deambulatorio que actuaba entonces como un gran ábside
central.
Ese
ábside central conseguido podía tener su similitud con una cabeza si comparamos
una iglesia con planta de cruz latina con un crucificado; de hecho en el latín
de los teólogos de la época, al ábside se le denominaba caput, cabeza.
Con
la construcción del ábside ya podían realizarse oficios litúrgicos y divinos.
Mientras tanto, los parroquianos del lugar estarían levantando los muros de su
iglesia, unos muros que, en teoría y en principio debían ser muy anchos y no
muy altos. La razón era que dicha iglesia debía de estar cubierta, no solo con
una techumbre de pizarra o tejas a dos aguas, sino que dentro del templo o
iglesia, también se debía de cubrir.
Las
primeras construcciones románicas utilizaban la madera a modo de artesonado
para la cubrición de su templo, pero este material era muy perecedero además de
ser un foco importante de incendios a medida que pasaba el tiempo y la madera
se iba secando cada vez más. Un incendio, por muy pequeño que fuera, podía
acarrear la destrucción, la ruina y el abandono a cualquier edificación
religiosa románica, echando por tierra el trabajo de muchísimos años. De ahí
que se tomara la decisión de cubrir las naves de sus templos e iglesias
utilizando la piedra al igual que en los muros y en el ábside. De paso,
mantenían esa máxima teológica de construir siempre con piedra por su
característica imperecedera ya argumentada por Jesucristo en un pasaje del
evangelio de San Mateo. Además, con las cubriciones pétreas, no solo se
mantenía una continuidad teológica, sino que mejoraba la acústica del templo
para el canto de los oficios divinos y se engalanaba estéticamente cuando éstas
se pintaban.
Por
definición, una bóveda es una obra de
mampostería o fábrica de forma curva, que sirve para cubrir el espacio
comprendido entre dos muros o una serie de pilares alineados. Es una estructura
muy apropiada para cubrir espacios arquitectónicos amplios con piezas pequeñas,
las dovelas, muy utilizadas en el
Arte Románico.
Bóvedas de la iglesia de El Salvador.Sepúlveda
(Segovia)
Las bóvedas gravitaban sobre la
alineación de los muros. Al estar construidas en piedra, ejercían una gran
presión y peso sobre los muros de las iglesias o templos, pudiendo producir un
resquebrajamiento de éstos, provocando su hundimiento. Esto hacía que los muros
tuvieran que ser muy gruesos para contrarrestar dicho peso (como hemos visto
anteriormente), además de reforzarlos en el exterior con los contrafuertes, de
tal forma que serían éstos los que cargaran con todas las presiones que
ejercían las bóvedas. Los arquitectos o maestro constructores debían de tener
muy en cuenta estas cargas y repartirlas convenientemente, pues podía darse el
caso de estar construyendo un edificio que ya, desde sus inicios, estaba
abocado a la ruina. Una bóveda bien calculada, con sus cargas bien repartidas,
se podía considerar como la culminación de la obra, el remate final de todo el
entramado constructivo.
En
el Arte Románico, la bóveda más común era la de medio cañón, que no era más que
un arco de medio punto alargado longitudinalmente. Se empleó profusamente para
cubrir espacios longitudinales como las naves de las iglesias o sus transeptos.
Sus paramentos presentan la forma de media superficie cilíndrica, similar al
ánima de un cañón (de ahí su nombre). El empleo de este tipo de bóvedas tiene
como resultado un gran empuje horizontal, empuje que debe absorberse por medio
del empleo de contrafuertes exteriores y arcos fajones o perpiaños en el
interior. De estos dos sistemas de contención, los contrafuertes exteriores
quizás fueran más eficaces, ya que en el peso total de la bóveda no es solo
peso vertical, sino también horizontal e incluso en diagonal, con cierta curva,
y en estos dos empujes donde los contrafuertes ofrecían una mejor actuación.
Quizás
lo que os estéis preguntando alguno es cómo podían poner todas esas pequeñas
piedras, llamadas dovelas como hemos dicho antes, casi como flotando en el
techo sin que pudieran caerse, sin que se derrumbara la bóveda. Realmente es
fácil; la imaginación del ser humano y la física tienen la culpa de que estas
construcciones estén presentes aún hoy día, después de más de mil años.
Cimbras
Las
cimbras eran apoyadas entre los muros de la nave, en unos salientes llamados impostas. Mientras estaban apoyadas, los
constructores comenzaban a colocar las dovelas, desde la parte de abajo hacia
arriba, al mismo tiempo a ambos lados. Cuando llegaban a la parte superior,
solamente les quedaba por poner una sola piedra, la clave, llamada así porque era la piedra fundamental que iba hacer
de fuerte empuje sobre todas las demás, a ambos lados, de tal forma que unas
empujaban a las otras, otras a las siguientes, y así sucesivamente hasta llegar
de nuevo a los muros, donde, como hemos dicho antes, se producía el empuje de
todas ellas haciendo que estos fueran de un gran grosor.
Estructura de una bóveda con sus dovelas y su
clave
Pero me imagino a ahora tendréis una
nueva duda, ¿no? ¡Claro! Si la parte de la bóveda construida se apoyaba sobre
la cimbra y ésta sobre las impostas de los muros, ¿cómo quitaban entonces la
cimbra? ¿La tenían que romper y construir una nueva para cada tramo de la
bóveda que fueran construyendo? Es obvio que no. No se podía gastar tanta
madera para la construcción de una sola bóveda, ni gastar tanto tiempo en la
construcción de muchas de ellas. Los artífices constructores del románico tenía
la obligación de reutilizar cuantos más materiales mejor, de la misma forma que
se debería de hacer hoy día, aunque ellos tenía más inculcado el tema del
recicla y reutiliza que nosotros. Aquel tipo de vida les obligaba y estaban más
concienciados.
Los
constructores del románico idearon una forma muy sencilla y muy eficaz para
reutilizar la cimbra. En vez de apoyar directamente la cimbra sobre las
impostas o salientes del muro, las apoyaban sobre saquitos de arena, y éstos,
sobre las impostas. Cuando terminaban de construir un tramo de bóveda, abrían
los sacos, les quitaban la arena y la cimbra quedaba apoyada tan solo en la
tela del saco, con lo que su altura caía lo suficiente para quitarlos con
facilidad y ponerla a continuación del tramo construido para continuar con el
siguiente, volviendo a llenar los sacos de arena y apoyando de nuevo la cimbra
sobre ellos y las impostas. Eso sí, tenían que tener la precaución de llenarlos
siempre con la misma cantidad de arena para que todos los tramos de la bóveda
tuvieran la misma altura; de no ser así, el peligro de derrumbe aumenta
muchísimo, si no es que ya no lo hubiera por la forma constructiva en sí de la
bóveda.
Elementos de una bóveda de arista
Generalmente, este tipo de bóveda se
utilizaba para cubrir las naves laterales en vez de la nave central, dando como
resultado una cubrición de espacios cuadrados o rectangulares. Como evolución,
estas bóvedas descargaban mejor su peso y más fácilmente en los muros y en los
contrafuertes exteriores, evitando el pandeo de los muros y su ruina
constructiva posterior.
Como
podemos apreciar, el constructor románico no se estancó en los pocos conocimientos
que tenía. Se aplicaba constantemente ese dicho popular de “hacer de la necesidad una virtud”, y
trataba de suplir con la experiencia su falta de formación arquitectónica y
física, aunque también como ciencias vivas estas dos últimas, iban evolucionando
al mismo ritmo que las construcciones románicas y estilos posteriores arquitectónicos,
aplicando los avances conseguidos en dichas ciencias en las construcciones que
realizaban. No tenemos más que darnos cuenta y apreciar que después de mil
años, estas construcciones siguen aún en pie para admiración y disfrute de todo
aquel que lo tenga a bien; más duraderas y más sólidas incluso que muchas
construcciones modernas de hoy día, realizadas con materiales mucho más sólidos
y resistentes que a poco de su terminación o se vinieron abajo o tuvieron
serios problemas de estabilidad. Este quizás sea uno de los puntos donde más
admiración produce el Arte Románico.
¡Disfrutadlo
cuando podáis!
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