Saliéndome una vez más por las múltiples y espléndidas tangentes
que nos ofrece el Románico, me gustaría llamar vuestra atención en el modo de
vida de las gentes que convivieron con ese arte. Una vida dura y llena de
penalidades que trataban de apaciguar, a modo de descanso, con las fiestas que
entre semana tenían, creando con ello unas tradiciones que, en la mayoría de
los casos, han perdurado hasta nuestros días. Todas ellas estaban relacionadas,
¡cómo no! con la Iglesia, pues eran mayoritariamente fiestas religiosas ligadas
a sus labores y faenas agrícolas y ganaderas. Hoy día, múltiples grupos y
asociaciones tratan de “recuperar” ciertas tradiciones que con el tiempo han
desaparecido, consiguiendo en la mayoría de las veces, un esperpento
charlotariano muy alejado de la verdadera realidad. Si las tradiciones han
desaparecido, lo han hecho por la misma razón por la que se crearon, y su
desaparición es irrecuperable tal y como fueron creadas. Todo lo que se quiera
hacer desde su desaparición hasta nuestros días es puro teatro callejero que
ofende más que recupera. El tiempo pasado se fue, pero eso no quiere decir que
tengamos que olvidarlo. Debemos basarnos en él para mantener lo que nos queda
de estas fiestas y tradiciones, y es en ese punto, y no en otro, donde debemos
enfocar nuestros esfuerzos, tanto los que ahora estamos como los venideros,
verdaderos herederos y mantenedores de ellas.
Pero mucho me temo
que la pérdida no tiene camino de retorno; su final ha comenzado. Podríamos
enumerar múltiples causas de esa pérdida pero yo me centraría, fundamentalmente,
en el relevo generacional, en ese grupo de personas (adolescentes y jóvenes en
la actualidad) que tienen en sus manos, al menos, mantenerlas. El por qué no
hacerlo también tiene múltiples facetas y lecturas. Ahí va la mía, mi esbozo
personal de tan situación.
El germen de una
tradición brota cuando un grupo de personas, en un tiempo y espacio muy
determinado, desarrollan unos actos o crean unos acontecimientos que se van
transmitiendo de padres a hijos, de generación en generación. Mientras las
variables de espacio y tiempo se mantengan, las tradiciones conservan todo su
esplendor, pudiendo incluso afianzarse aún más si las generaciones venideras
mantienen constante una variable más, además del espacio y del tiempo: la
variable social. Ésta está totalmente condicionada por el lugar donde se
desarrolla la tradición y por la época en la que lo hace. La unión de ambas
variables modelan la social, creando una sociedad muy específica y estable en
ese tiempo y lugar. Esa estabilidad social afianza las tradiciones, que, a su
vez, dan valor definitorio a las sociedades, y así sucesivamente; lo que
comúnmente se llama “la pescadilla que se muerde la cola”.
Esa relación
circular podría desembocar en una sociedad muy estable pero a la vez muy
conservadora, cerrada, introvertida, impenetrable, poco dada a cambios y a
desarrollos. Pero la historia nos ha demostrado en más de una ocasión que las
sociedades, afortunadamente, evolucionan y avanzan, son más abiertas y más
dadas a los cambios, lo cual favorece la perspectiva de futuro de sus miembros.
Sin embargo, esa evolución social puede tener su contraprestación en la
modificación de las variables tiempo y espacio que conforman las tradiciones.
Una sociedad evolucionada infiera una evolución de la época en la que se está
desarrollando y del espacio donde tiene lugar. Si la pescadilla se sigue
mordiendo la cola, las tradiciones evolucionarían, por lo que llegaría un
momento en que éstas perderían todo su fundamento de mantenerse, pues se han
modificado los gérmenes que las crearon. Esto acarrearía la obligatoria
desaparición de las tradiciones, pues los gérmenes que las crearon no tienen
ahora los mismos condicionantes que en su fundación.
La pérdida o
desaparición de tradiciones (a partir de aquí podemos sustituir la palabra
tradición por fiesta) es un hecho doloroso, incluso inaceptable por aquellas
personas que durante muchos años de su vida lucharon por mantenerlas vivas,
pero según se muestre la evolución social, puede ser un hecho irreversible en
mayor o menor plazo, pero un hecho final y terminal. Tan sólo podría haber un
atisbo de esperanza si las generaciones venideras pudieran adaptar esa
evolución y avance social al mantenimiento de las fiestas y tradiciones; es lo
que yo llamo el “relevo generacional”. Mientras la sociedad siga adelante sin
pararse a mirar hacia atrás y no sea consciente que lo que se va consiguiendo
con el avance proviene en su totalidad de lo creado en el pasado, las fiestas y
tradiciones tienen los días contados. Si los nuevos miembros de las nuevas
sociedades no quieren ser conscientes de esa interrelación imprescindible de
pasado-futuro, gran parte de las fiestas y tradiciones que definen y
diferencian a nuestros pueblos y ciudades, se ven abocadas a su total
desaparición. Una pena, pero también una realidad.
En las sociedades
anteriores a la que actualmente estamos generando, las numerosas fiestas
anuales desahogaban un poco las labores rústicas, manuales y artesanales
fundamentalmente, de sus miembros. Todas ellas tenían un significado claro
dependiendo de la época del año en la que se celebraran, salvo las fiestas
fijas anuales como la Semana Santa y la Navidad. Se celebraban en el día
señalado como comienzo o final de una etapa bien agrícola, bien ganadera, bien
estacional. A nadie se le pasaba por la cabeza una modificación festiva: iría
en detrimento de su propia vida social, incluso de su propio ciclo vital anual.
Por ello, se mantenían en el tiempo generación tras generación,
tradicionalmente.
Actualmente, la
sociedad ha cambiado. Técnicamente ha evolucionado de una manera brutal casi
sin dar tiempo a que sus miembros se adapten a ellas. La inmediatez que se ha
generado, aparte del desprecio al esfuerzo y la falta de autodisciplina, no
permite pararse a pensar ni siquiera en el momento actual. Todo avanza sin que
el presente acampe entre nosotros. Los miembros de la nueva sociedad, el relevo
generacional al que me estoy refiriendo, no ha sabido adaptarse paulatinamente
a esa imperante velocidad social; bastante tienen con lo que hay delante como
para pararse a pensar lo que había detrás. Resultado: una total banalización y
trivialización no sólo del pasado, sino también del momento presente. La
inmediatez que padecen les obliga, cuál adicción dañina, a actuar según le van surgiendo
pensamientos e impulsos. No valoran la idoneidad de sus actos; los ejecutan
como autómatas tal y como les vienen a la cabeza, todos al unísono, como robots
programados para tal o cual tarea.
Si ya para el
momento presente no tienen ninguna capacidad cognitiva para valorarlo,
olvidémonos de que puedan valorar el pasado, la heredad de sus padres, abuelos
y bisabuelos, entre las que se encuentran las tradiciones y, por ende, las
fiestas. Para el relevo generacional no hay tradiciones, no hay fiestas. Ellos
son los que deciden cuándo es fiestas y de qué tipo se trata; qué es lo que hay
que hacer ahora y cómo hay que hacerlo. Todo ello programado en el casi hoy
mejor mañana, pero nunca con vistas a su pasado, a su historia, a su verdadero
germen como ser humano y, debería ser también, como persona. El descanso
festivo semanal que buscaban sus antepasados para celebrar tal o cuál
acontecimiento relacionado con su vida personal y laborar queda anulado y
degradado; como mucho lo trasladan al sábado (nunca al domingo), casi con
desprecio, pero siempre con el convencimiento de estorbo semanal más que
festivo semanal.
De las festividades
que rigen nuestro calendario festivo en la actualidad podemos ir olvidándonos.
Les queda el tiempo que dura la generación de personas que en la actualidad
tiene entre 40 y 55 años. Un vez terminada esa generación, mueren con ella ese
tipo de fiestas y tradiciones, incluidas, como no, las fiestas patronales, y,
apurando algo más (no mucho), la Navidad (la Semana Santa es harina de otro
costal; el integrismo, el fanatismo, los exaltados, los golpes de pecho nada
tienen que ver con las fiestas y las tradiciones). A poco que queramos ver y
analizar el desarrollo actual de estas festividades y sus tradiciones
asociadas, podemos apreciar la tremenda devaluación y decadencia de la que
están siendo objeto, rozando en numerosas ocasiones el desprecio y casi la
depravación.
Toda tradición
asociada a sociedad y fiesta tiene los días contados. Los nuevos miembros de la
nueva sociedad, nuestro relevo generacional, no quieren tener nada que ver con
ellas. Para esta nueva generación son cosas del pasado, antiguas, obsoletas,
caducas, que no hacen sino molestar su florido camino en su quehacer diario. La
comodidad es una bandera que ondean con una inusitada y cada vez mayor
frecuencia, haciéndolo con más vigor si cabe a medida que pasa el tiempo. El
esfuerzo de nuestros antepasados por mantener y hacer lo que somos ahora queda
tirado por el suelo. Y eso no es lo peor: el relevo generacional tiene la gran
desgracia de no conocer el esfuerzo, y ese será, entre otras muchas lindezas,
lo que heredarán sus hijos. No heredarán esfuerzo y sacrificio; heredarán
comodidad y egoísmo, y cuando eso ocurra, casi lo de menos será la desaparición
de las fiestas y tradiciones. Lo peor será el siguiente relevo generacional, …
eso si llega a producirse.
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