¡No ronquéis que vais a despertar a
los de al lado! ¡Será posible la que traen liá unos y otros! ¡¿Tanto sueño
tenéis?! ¡¿… o es que estáis más aburríos que una oveja mohína?! ¡Vamos, vamos!
¡Espabilad, que no es para tanto! Vamos a terminar como podamos esta segunda
parte dedicada al conocimiento de los distintos elementos que caracterizan al
Arte Románico. Quizás lo tratado en el capítulo anterior sea lo más completo y
complejo además de más largo, aunque también os tengo que decir que quizás sean
los elementos más distintivos por excelencia del Arte Románico.
Los
elementos que vamos a tratar en esta segunda parte son igualmente importantes,
aunque con el paso de los años y la evolución artística y arquitectónica, han
permanecido en mayor o menor medida en nuevas construcciones, adaptándolos a nuevos
estilos.
Uno
de esos elementos que han permanecido y permanecerán, no solo en el arte, sino
también en cualquier construcción o edificación que esté compartimentada, es la
puerta. ¿La puerta? os preguntaréis unos ¿Y eso es un elementos distintivo del
un estilo artístico y arquitectónico? protestaréis otros. ¡Pero si hay puertas
por todas partes y en todo sitios! ¡Este curita, con tal de arrimar el ascua a
su sardina, ya no sabe que decirnos! ¡Ahora va y dice que la puerta es
características importante del Románico! ¡Don Ino chochea! ¡… y la edad
también!
¡Chiiicos!
¡Chiiicos! ¡Tranquilizaos! Vamos a explicarlo.
Como
bien habéis dicho, hay puertas por todos sitios. Siempre ha habido puertas y
siempre las habrá, pero lo característico y diferenciador de las puertas en el
Arte Románico con cualquier otra puerta de cualquier otra época es el
significado de atravesarla, de pasar del exterior al interior de una iglesia o
templo. Pensareis que nuevamente estoy barriendo para casa, pero os voy a poner
unos cuantos ejemplos para que entendáis lo que os quiero decir.
Os
pregunto: ¿no es la puerta un paso previo para comunicarte con otra estancia
diferente que nada tiene que ver con la anterior? Cuando atraviesas la puerta
para ir al baño, ¿no es otra estancia muy diferente al salón o a la cocina o al
dormitorio? Incluso peor: ¿no es muy diferente la vida cuando alguien traspasa
la puerta para ingresar como recluso en una cárcel? No sólo cambia de estancia,
o de fuera-dentro, sino que incluso cambia su forma de vida, una vida
totalmente diferente a la del resto de las personas que permanecemos fuera de
ella. ¿Y cuando alguien atraviesa la puerta de un quirófano para tratar de
curarse de una desgraciada enfermedad? Al atravesarla, ¿no está tratando de
cambiar su vida, de conseguir una vida mejor? Ese es el significado que quiero
que entendáis de la puerta en el Arte Románico.
Nuevamente
tenemos que tratar de entender la vida de las personas en la época medieval,
una vida totalmente dominada por la religión, la salvación de sus almas, lo
divino, y rodeada de pecados por todos sitios, donde, o todo era divino, o todo
era pecado. Es en ese contexto donde debemos entender la puerta.
La
puerta era el símbolo de penetración en un mundo diferente, en otra dimensión
espacial, en una nueva atmósfera interior muy diferente de lo que hay afuera.
Pasamos de un mundo exterior que el creyente acaba de abandonar, por otro
interior nuevo para ellos. La puerta es el acceso de lo mundano a lo divino, de
lo profano a lo sagrado. Pasamos al lugar donde reside la divinidad, pasamos a
la Jerusalem celeste, al lugar donde reside Cristo sacrificado. Y como en
tantas ocasiones hemos comentado, ese significado divino tiene su fundamento
nuevamente en las Sagradas Escrituras, en el Nuevo Testamento. El Evangelio de
San Juan ya nos anuncia: “Yo soy la
puerta, el que entre a través de mí, se salvará.” (Jn 19, 9). Una vez más,
el Arte Románico utiliza pasajes evangélicos para dar significado a cualquier
elemento constructivo, como ya pudimos apreciar en un capítulo anterior.
Pero
la puerta en el Arte Románico no es solo un paso intermedio o mediador. Es
también un elemento arquitectónico inmiscuido dentro del propio edificio.
La puerta es un vacío o un vano en el
muro que permite penetrar al edificio. Su construcción en el Arte Románico se
realiza, una vez más, a partir del arco de medio punto, sobre todo para cubrir
la parte superior de la misma. Ese mismo arco de medio punto puede estar
proyectado hacia el interior o el exterior, según se mire, por medio de otros
arcos mayores o menores, las arquivoltas,
que aportan un impacto visual de abocinamiento. Esas arquivoltas pueden ser lo
más espectacular de la puerta si están sus dovelas labradas por figuras
humanas, vegetales o antropomorfas, constituyendo un enorme atractivo visual.
El complemento perfecto de ese deleite son los capiteles de las columnas
laterales que se corresponden con cada una de las arquivoltas que tuviera la
puerta. En ellos se aloja la escultura simbólica y didáctica conveniente, tan
utilizada en este arte para catequizar a sus fieles. Estos capiteles
constituyen otras de las características principales de la puerta por su alto
grado de decoración.
Portada de la iglesia de Santa María del Rey.
Atienza (Guadalajara)
La
parte interna del arco con el que se forma la puerta puede estar ocupado por un
tímpano o bien puede estar vacía. El
tímpano es el espacio delimitado entre el dintel de la puerta (parte superior)
y las arquivoltas de la fachada o de la puerta. Si lo hubiera, también puede
estar adornado con escultura de variada laboriosidad, pero siempre de una
importante significación, porque esa era la función de este elemento: resaltar
lo que se desease figurar, ya que está colocado bajo el arco de entrada de una
forma especialmente señalada.
Tímpano de la portada de la iglesia de la Virgen
de la Peña. Sepúlveda (Segovia)
Eso es lo que caracterizó a los
tímpanos románicos, independientemente de su función mecánica dentro del
edificio. Es en ese lugar donde va a tener lugar la aparición de los diferentes
mensajes que los clérigos pretendían que fuesen absorbidos por el pueblo que a
su entrada los contemplaba. Serán programas que abarquen todo tipo de
catequesis evangélica, desde los más sencillos a los más complicados, pero
siempre con la finalidad funcional que se pretendía: transmitir el mensaje
homilético de las Sagradas Escrituras.
Ese
mensaje, en la mayoría de las ocasiones, se transmitía por medio de imágenes
esculpidas y adaptadas al tímpano, aunque también era habitual esculpir
inscripciones en los espacios adecuados como parte fundamental del desarrollo
de las teorías pedagógicas, a pesar de no poder ser entendidas por la totalidad
de los fieles. Cuando esto sucedía, siempre había símbolos apropiados para
completar el programa iconográfico o apoyar convenientemente el mensaje
escrito, símbolos como el Crismón, que representaba el nombre de Cristo, o
figuras que nos informasen del Cordero degollado, de la Dextera Domini, de los
ancianos del Apocalipsis, etc.
Inscripción en el tímpano de la portada de la
iglesia de Santa Cruz de la Serós, (Huesca)
La unión de puerta y tímpano era una
unión fundamentalmente mecánica; el tímpano ya formaba parte de la puerta como
espacio propio del arco de medio punto con que era construida la puerta. Ésta
tenía sólo la lisa funcionalidad de la entrada. Cuando la puerta trataba de
extender su área de influencia a los laterales de la misma, pasaba a denominarse
portada, donde se alojaba escultura
de gran volumen y calidad.
No
todas las iglesias y templos románicos tenían portada. En el Primer Románico,
no existían; la puerta era el nexo entre el exterior y el interior del templo.
Durante el Segundo Románico, la mayoría de las iglesias eran rurales, de un
pequeño tamaño, con escasos o nulas posibilidades de realizar nada en sus
muros, más aún por lo costoso de la obra y los escasos recursos económicos de
sus gentes.
Será a partir de la segunda mitad del siglo
XII, y sobre todo con la consolidación y estabilidad del Camino de Santiago,
cuando aparezcan estas portadas plenas de calidad escultórica en construcciones
de muy alta consideración estética. Iglesias como Santa María la Real de
Sangüesa, San Miguel de Estella, San Salvador de Leyre, todas ellas en Navarra,
San Esteban de Sos del Rey Católico (Zaragoza), Santiago de Carrión de los
Condes (Palencia) y la propia catedral de Santiago de Compostela (A Coruña)
fueron auténticos paradigmas de las portadas románicas en España.
Portada de Santa María la Real. Sangüesa (Navarra)
En las
portadas se hacían convivir los programas teológicos con los profanos, en una
demostración de que el mundo no estaba tan dividido como trató de aparentar la
crítica histórica. Tetramorfos, Maistas Domini y Dexteras Domini aparecían mano
con mano con réprobos, condenados y salvados; apostolados, escenas bíblicas u
oficios de la época, como escenas de caza, además de animales monstruosos de
leyendas del mundo antiguo, aparecen mezclados con la fauna real de aquel
momento, como el león, aunque era muy poco conocido o casi desconocido en
Europa. Los artesanos y teólogos de la edad del Románico utilizaron la creencia
de que el león duerme con los ojos entreabiertos para esculpirlo en la parte
superior de ambas jambas de la puerta de entrada al templo, las llamadas mochetas. De esta forma, cuando un fiel
traspasaba el umbral para acceder al templo, éstos se sentían protegidos por su
presencia, simbolizando estos leones al mismo Cristo, vigilante del bien y
guardador de lugares sagrados (paso de lugares profanos a espacios sagrados).
Mocheta con un forma de cabeza de felino,
pudiéndose interpretar
como un león.
Si habéis estado atentos a todos los
elementos distintivos del Arte Románico que hemos analizado hasta aquí, os
habréis dado cuenta que en ninguna iglesia ni ermita de Torralba podemos
encontrar alguno de ellos. Ábsides y puertas los hay en cualquier construcción
religiosa de Torralba, pero que cumpla con las características propias del Arte
Románico, no. En más de una ocasión hemos aventurado los motivos de esa
ausencia, por lo que no creo necesario volver a insistir sobre ello.
Sin
embargo, sí me gustaría insistir en nuevos elementos distintitos. En el primer
capítulo que versaba sobre la construcción de una iglesia románica, tratamos,
eso sí, de pasada, muchos elementos propios del Arte Románico que podemos
encontrar en construcciones religiosas edificadas bajo los cánones de otro
estilo artístico, elementos que han permanecido con el tiempo debido a su
utilidad y la funcional solución arquitectónica que aporta al edificio.
Contrafuertes, pechinas, arcos fajones o torales ya fueron tratados con
anterioridad. Aún así, todavía quedan ciertos elementos que sí que me gustaría hablar
de ellos, aunque sea de una manera más breve, ya que considero que forman parte
viva del Arte Románico, permaneciendo en el tiempo y en los diferentes estilos
artísticos posteriores al Arte Románico.
El
primer elemento distintivo con el que quiero comenzar esta nueva serie es
quizás el elemento más “simpático” y el menos serio de todos los que hemos
tratado o vayamos a tratar. El elemento en cuestión es el canecillo, nombrado como diminutivo (¿cómo andamos en Lengua y
Literatura?) debido a su pequeño tamaño.
En
arquitectura, el canecillo es una pieza voladiza que soporta la cornisa
aprovechando la propia viga que sustenta el tejado, pero que con el tiempo
evolucionó para ser empleado como elemento meramente decorativo hasta el punto
de perder su utilidad primitiva de sustento para pasar a ser una pieza sola,
sin sujeción, con la simple función de embellecer las cubiertas exteriores.
Arriba: canecillos de la ermita de Cubillas.
Albalate de Zorita (Guadalajara). Debajo: canecillo de la iglesia de San
Miguel. San Esteban de Gormaz (Soria)
Los canecillos y su ubicación eran el
lugar privilegiado de los maestros constructores por su colocación alta y su
aparente significado, para poder expresarse libremente sin estar sometido a la
liturgia, al dogma ni a la teología. En ellos se explayaban con total libertad,
sin reservas, plasmando sus mundos, sus símbolos, en definitiva, a ellos
mismos. Se retrataban en forma de perros (al perro también se le llama can; de
ahí el nombre de canecillos), por obedecer la voz de su amo, el comitente o
teólogo redactor. Se retrataban en forma de monos en el caso de los aprendices,
porque deben imitar a los compañeros sin saber todavía muy bien lo que hacen, y
también se solían representar como lobos, en concreto como lobos solitarios, sobre
todo el maestro constructor porque, en realidad, estaba sólo en la construcción
del templo, sin nadie a su lado, tan sólo mandado por el teólogo redactor.
Pero en las representaciones que
mostraban los canecillos no sólo se representaban figuras de animales aludiendo
a personas, sino que, generalmente, se utilizaban símbolos materiales para
representar aquello que es inmaterial. Se representaban escenas profanas, a
gentes corrientes aludiendo a su vida cotidiana, leyendas antiguas, mitologías
y seres mitológicos, temas de animales fantásticos con gran carga simbólica,
etc. Hojas de acanto, esferas en mayor o menor número, hojas enroscadas y sin
enroscar, círculos, anillos, lazos, flores, hombres bebiendo de un barril,
mujeres contorsionistas, músicos tocando instrumentos de la época, hombres y
mujeres desnudos mostrando sin ningún pudor su sexo, osos amaestrados,
personales con libros, rostros de muy diversas formas, leones, terneros,
dioses, etc. eran representaciones frecuentes y recurrentes en los canecillos
de los templos e iglesias románicas.
Canecillos profanos de temática sexual.
Si los canecillos se encuentran en la
parte más alta del templo o de la iglesia, el siguiente elemento no se
encuentra precisamente en la parte baja, sino muy baja, en la parte profunda
del templo. Estamos hablando de las criptas,
esos espacios tipo cueva que algunas iglesias poseen, que para visitarlas
tenemos que bajar unas escaleras y donde hay mucha humedad y mucho “fresco”,
por no decir frío. Parecen lugares misteriosos donde, cuando bajamos a ellas,
esperamos encontrar tesoros, gente enterrada, esqueletos, tumbas, cadenas,
grilletes, etc. pero que en realidad su función está muy alejada de nuestra
tétrica imaginación, con la consiguiente desilusión que nos produce su visita.
Las
criptas son otros de los elementos característicos y distintivos del Arte
Románico. Su nombre procede de la palabra griega kriptos, gruta, sáncrito, cuyo sentido es esconder o cubrir.
Normalmente se aplica a todo lo que tiene un carácter secreto, que no se
manifiesta al exterior; acceso tanto a los dominios subterráneos o infernales
como a los supraterrestres.
Cripta de la colegiata de San Vicente de Cardona
(Barcelona)
El origen de las criptas son las catacumbas romanas (¡me imagino que sabéis lo que son! ¿no?), lugares de enterramiento de los primeros cristianos cuando el cristianismo era una religión perseguida y prohibida. Al liberarse el cristianismo, pues como sabéis estuvo prohibido durante mucho tiempo, dejan de tener su razón de ser y es cuándo la liturgia y la propia Iglesia emergente cambia y amplía su cometido, haciendo de ellas un lugar fundamental en las iglesias y templos. A medida que la Iglesia iba recibiendo donaciones y aumentaba progresivamente su enriquecimiento, las criptas se convierten en mausoleos (también me imagino que sabéis lo que es), y es cuando comienzan a albergar reliquias de mártires y santos de la Iglesia. Con este culto popular de venerar estos restos de santos y mártires, estos espacios son ampliados para albergar a un número cada vez más creciente de peregrinos, lo que conlleva la construcción de verdaderas iglesias subterráneas.
Cripta de San Salvador de Leyre (Navarra)
Pero si de ver es de lo que se trata,
lo mejor para ello es la luz, la iluminación, mejor si es con los rayos del
sol, más natural y más mística a la vez. El siguiente elemento a tratar será el
encargado de realizar esa función, aunque no es un elemento que ha estado
siempre presente en las construcciones románicas, pues como sabemos, las
primeras iglesias eran muy oscuras y “tenebrosas”, debido a ese grosor desmesurado
de sus muros y a la poca oportunidad que había de abrir ventanas al exterior
para una buena iluminación interior. Con la evolución del Románico, los muros
fueron perdiendo grosor y esto permitió la abertura de ventanas y de rosetones,
el elemento del que trataremos brevemente a continuación.
Un rosetón
es una ventana circular calada realizada en piedra, dotada de vidrieras y cuya
tracería se dispone generalmente de forma radial. Su origen está en los óculos
(que significa ojo, oculus) de las
basílicas latinas, y eran unas aberturas o ventanas de forma circular u ovalada
cuya función era del la proporcionar iluminación. En España comenzaron a ser
empleados a partir del siglo XI. Inicialmente solían ser de pequeño diámetro y
se disponía a modo de óculo en los laterales de las naves para ir aumentando en
tamaño y decoración hasta llegar a increíbles grados de filigrana pétrea.
Pasaron a situarse en las fachadas, por encima de las portadas, y en cada uno
de los frentes del transepto. Las vidrieras se decoraban normalmente con
escenas bíblicas en vivos colores.
Rosetón de San Juan de Puerta Nueva (Zamora)
La misión del rosetón es doble. Por un
lado, la más simple, la de iluminar el interior de los templos; por otro, el
conseguir un ambiente misterioso al incidir en el altar los rayos luminosos
filtrados por las vidrieras multicolores, cuando los rosetones se abren encima
de la puerta oeste del templo de la nave central.
Y
en un nuevo vaivén, pasamos de la parte alta del templo o iglesia a la parte baja,
tan baja como el mismo suelo, ese que entra en contacto con el fiel que acude a
participar, aunque sea de una forma más pasiva que activa, de los oficios
divinos.
El suelo o pavimento no se considera
importante dentro de un templo, aunque era un lugar o espacio muy visible, ya
que en aquella época no se utilizaban bancos ni reclinatorios (aunque estos
últimos, tampoco se utilizan en la actualidad; han pasado a mejor vida). Era,
generalmente, sencillo, sin piedra en la mayoría de los casos. Se trataba de
una capa de tierra asentada o, en el mejor de los casos, tenía una lechada de
mortero y cal a la que a veces se le añadía polvo de árido de machaqueo de
cerámica al “modo romano”, el llamado opus
signinum (opus, que significa “obra”, “aparejo”, y signinum, “procedente de
Signia”, ciudad de la región italiana del Lacio, rica en alfares), que tomaba
cierto color crema muy próximo al color rojo. En otros casos se utilizaba
piedra o ladrillo.
Suelo de la iglesia de San Lorenzo. Zorita del
Páramo (Palencia)
De una forma u otra, la verdad es que,
con tantas reformas a través de todo el tiempo transcurrido, el suelo quizás
sea la parte del templo o iglesia que más se ha transformado y, por lo tanto,
menos se ha mantenido en su forma original. El poco conocimiento que se tiene
de ellos procede de las excavaciones llevadas a cabo o de restauraciones a
conciencia realizadas por especialistas actuales, que nada o muy poco tienen
que ver con los que actuaron a finales del siglo XIX y comienzos del XX.
Antes
de terminar con este extensísimo capítulo, quisiera tratar, también de pasada,
una singularidad (que no elementos distintivo) de las construcciones religiosas
del Románico. Y digo que me gustaría tratarlo de pasada debido a las
controversias, discusiones y desavenencias que ha creado entre los estudiosos
del Arte Románico. Sobre este asunto, aún hoy día, no hay nada claro; todo son
conjeturas, hipótesis de trabajo, teorías, suposiciones, creencias ancestrales
con influencia mágicas o alquímicas (para algunos, pero los menos), etc. Lo
única claro es que están ahí después de casi mil años, se siguen estudiando,
van apareciendo nuevas y siguen levantando las mismas discusiones y
desavenencias que cuando comenzaros a ser estudiadas. Lógicamente, y como ya os
habéis dado cuenta, me estoy refiriendo a las marcas de cantero, esos signos de mil y una forma que están
grabadas en muchos sillares y piedras (no en todas) de la mayoría de templos e
iglesias románicas.
Las
marcas de cantero son incisiones geométricas o signos personales hechos en las
piedras y sillares de los muros y ábsides cuyo significado está todavía por
descubrir pero que pueden aportar datos interesantes sobre geografía, momento
de ejecución de la obra, talleres y gremios de artesanos, albañiles y canteros,
etc.
Las formas de estas marcas son muy
variadas e imaginativas: cruces, letras, números, figuras geométricas, objetos
religiosos, símbolos de alquimia, instrumentos musicales, animales, plantas,
instrumentos de construcción y cotidianos, símbolos eclesiásticos, etc.
Estudiándolas se pueden conocer muchos detalles acerca de los personajes
anónimos que las crearon y las incrustaron en la piedra, las rutas que hacían,
el grado de experiencia que tenían, etc.
Diversas marcas de cantero
Como habéis podido observar en el
cuadro de marcas de cantero anterior, las formas de éstas son variadísimas,
algunas de ellas muy trabajadas y otras no tanto. Las podemos encontrar aún hoy
día en nuestra vida cotidiana; otras no sabemos en realidad que representan. La
mezcla de todas ellas, la carencia de significado para nosotros de la mayoría,
la dificultad de grabar en la piedra alguna de las más elaboradas, la presencia
o ausencia en no todas las piedras y sillares del templo o iglesia, la
heterogénea distribución de éstas en los templos en los que aparecen, …, todo
esto hace que, a día de hoy, no sepamos a ciencia cierta por qué se grabaron
estas marcas en la piedra, qué finalidad tenía el hacerlo, cómo y por qué se
escogían esos símbolos y no otros.
Desde
que se comenzaron a estudiar estas marcas (por cierto, para vuestra
información, vuestra cultura y vuestro vocabulario, la ciencia que estudia,
clasifica e investiga las marcas de cantero se llama gliptografía), la opinión más unánime era que éstas servían para
contabilizar las piedras talladas por un determinado cantero y cobrar por
ellas; una manera de señalar el trabajo de cada uno y determinar el estipendio
correspondiente. Si esto es así, automáticamente nos surge la primera pregunta:
¿por qué entonces no están todas las piedras marcadas?, porque todas ellas
fueron trabajadas por algún cantero, ¿no? Luego la primera teoría y la más
comúnmente aceptada parece que comienza a cojear desde el mismo inicio.
Otra
teoría también muy aceptada es que estas marcas indican la posición correcta en
la que debe ser colocado el sillar o la piedra en su ubicación final, para que
realice la función para la que fue tallada. Si esto también fuera así, ¿qué
sentido tiene el grabar signos o símbolos tremendamente complejos para la época
si con una simple flecha o muesca es suficiente para indicar su correcta
posición?
Una
última teoría se basa en que las marcas de cantero son una indicación de la
procedencia o de la cantera de donde se extrajo dicha piedra o sillar, o bien
para indicar el destino final en una parte determinada del templo; es decir,
como en una cantera podría trabajar más de un grupo de canteros, las marcas de
cantero indicaban el comienzo y el final del gran bloque de piedra con el que
ese determinado grupo podría trabajar, delimitando el trabajo de ese grupo
dentro de la cantera, a la vez que también delimitaban la piedra extraída para
una parte específica del templo o de la iglesia, dedicándose otro grupo de
canteros a otra parte de la cantera para su colocación en otra parte de la
edificación. Esta teoría no está tan consensuada ni tan arraigada como las dos
anteriores, aunque podría tener también su razón de ser.
De
cualquier manera, e independientemente de la teoría que podamos dar como válida,
tanto a las marcas de cantero como a cualquier otro elemento formal o funcional
de un templo o una iglesia, hay un hecho que sí que es tremendamente cierto, y
es la espeluznante subjetividad con la que solemos, o se suele, tratar todo lo
relacionado con el románico y su época, mucho más si no tenemos en cuenta la
forma de vida de estas personas durante el tiempo que les tocó vivir, y, sobre
todo, por cómo estaba estructurada su sociedad que, recordémoslo una vez más,
la religiosidad era imperante y una constante y casi avasalladora obligación de
vida (sííííí´, ya sé quién lo está diciendo, pero siempre se ha dicho que
reconocer los fallos es cosa de sabios; tampoco quiero ser modesto). El
constructor románico era considerado como un servidor de Dios al elevar esos
edificios religiosos; la talla y la elaboración de la piedra o la materia
pétrea era elevada al ámbito de lo simbólico y lo significativo, religiosamente
hablando. La religión era una nebulosa que envolvía aquella vida a modo de
papel de regalo, aunque para aquellas personas, no tenía nada de precioso.
Hoy
día, con la religiosidad considerada más como una macula social que como una
forma de vida, se tiende a estudiar todo lo pretérito desde un enfoque actual,
lo que conlleva unas conclusiones muy alejadas de la verdadera realidad, pero
muy cercanas a lo que realmente queremos que hubiera sucedido, lo que supone
una distorsión histórica premeditada y acomodada a la actualidad. Las marcas de
cantero y las mil y una historia que envuelven al Arte Románico y su época son
una muestra de esa subjetividad y de la poca valoración que le da la sociedad
actual a todo aquel tiempo pasado, verdadero germen de nuestro tiempo actual.
Reyes, princesas, guerreros valerosos, monstruos horrendos y amenazantes, castillos
idílicos, magos maléficos, son algunas de las reminiscencias que la sociedad
actual tiene de aquella época. Querer descubrir el Románico y su época desde
esa perspectiva es un horrendo error, aunque reconozco que no se puede pelear
contra ello. Mi faceta de divulgador trata de paliar esa deficiencia siempre
sabedora de la mínima consecuencia que ello conlleva, pero, al menos, aporta a
mi persona una tranquilidad concienciadora que hace que no decaiga mi actitud
ante tal evento histórico y artístico.
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