Ya ha llegado la llegada, el “adventus” latín, adviento
castellano. Cuatro semanas anunciando la Navidad, la Natividad de Jesús, ese
Sol Invictus que gusta decir a los ateos y agnósticos que no creen ni quieren
esta festividad religiosa cristiana, pero que no se resignan a disfrutar de
todos sus placeres mundanos (que no espirituales) que ésta les reporta. Yo,
como religioso y creyente, trato de vivirlas desde la doble vertiente de
sacerdote y persona, y en ambas facetas veo y denoto unas fiestas preciosas,
alegres, profundas, significativas como eclesiástico y emocionantes como
persona, emoción incrementada cuando aflora en mí ese niño que todos llevamos
dentro y que no retrotrae a nuestra infancia, a las Navidades de nuestra
infantilidad e inocencia, teniendo su punto culmen en la noche mágica de la
venida de los Reyes Magos. Pero, ¡ay!,, las Navidades de ahora casi nada tienen
que ver con las que se vivían antiguamente, en mis tiempos. Ni en la forma, ni
en el fondo. Lo único que no ha variado son las fechas (por ahora; todo
llegará. Creo que algún político ya tuvo la “lumbrera” idea de querer quitar
del calendario festivo la fiesta de los Reyes Magos), cosa, por otro lado, muy
de agradecer, aunque sólo sea para mantener dichas fiestas ambientadas en el
frío, la nieva, la niebla, los días cortos y las noches largas.
La paz, la alegría,
el amor, la felicidad, el bien, la fraternidad, son palabras que repetimos
durante la Navidad mecánicamente, cursiladas que en muchos casos rozan la
hipocresía cuando las empleamos en felicitaciones para gente que apenas
conocemos o, que si los conocemos, durante el resto del año les negamos el
saludo por la aversión que nos producen. Con ello queremos mantener el mensaje
de la Navidad, pero realmente lo estamos disfrazando. Ahora el mensaje es menos
auténtico, más cínico, más hipócrita, creado y mantenido sin maldad, pero muy
alejado del verdadero mensaje de la Navidad. Lo hemos deshumanizado y hemos
creado un mensaje artificial que se mantiene “per se”, mecánicamente,
automatizado, robotizado, fiel reflejo de nuestra tecnosociedad actual.
Hoy día, durante la Navidad,
todos tenemos que ser buenos, amables, felices, tenemos que querernos mucho,
como la trucha al trucho, todo ello casi por decreto-ley, por obligación.
Tenemos que realizar buenas acciones, dar de comer o cenar a un pobre, regalar
juguetes a niños y niñas necesitados, visitar a los enfermos, poner buenas
caras a personas que detestamos, incluidos, por qué no decirlo, a familiares
políticos que durante todo el año los tenemos travesados y que no aguantamos.
Pero, … ¿y qué pasa si no soy tan bueno? ¿Tengo que pasar unas felices fiestas
por obligación, por mandato mundano que no divino? ¿Tengo que realizar buenas
acciones si durante todo el año no lo hago? Considero que aquí el ser humano
debería plantearse y sublevarse ante tales imposiciones superfluas e hipócritas
(repito mucho esta palabra pero creo que es la que mejor define la situación
actual en la que se ha convertido el mensaje navideño). Todo lo que se pregona
con la boca ataquizada de polvorones se debería mantener durante todo el año,
no solo durante estas fiestas. Las buenas acciones no conocen de fechas ni de
tiempo; no tienen un momento idóneo para ser realizadas, ni mucho menos
pregonadas como solicitud a una medalla al reconocimiento humano. Pobre y
pordioseros hay todo el año, niños y niñas necesitados, personas enfermas los
hay durante toda nuestra vida, no solo en estas fechas tan entrañables.
¿Entrañables para quién?
No creo (ni quiero)
que me deis la razón, pero las Navidades de antes eran más auténticas, más
reales, más puras, más modestas, más artesanas, menos mecánicas y menos
estandarizadas. Hoy día todo está programado, tienen la ruta marcada, tu
comportamiento legislado. Debes realizar esto o lo otro, saludar a fulanito y
menganito, hacer una buena acción, comer o cenar tal o cual producto. Parece
como si durante estas fechas tuviéramos que realizar ciertas acciones que
conllevan una indulgencia anual, una remisión de penas y pecados que dure el
tiempo que tarda en llegar la próxima Navidad. La felicidad en estos días
parece, no un estado de la persona, sino una imposición, algo que se puede
adquirir o desechar como si se tratara de un producto perecedero que pudiéramos
comprar en cualquier centro comercial o gran superficie que durante estos días
casi invaden nuestra intimidad abocándonos a comprar todo cuánto a ellos se les
ocurre y antoja. Tengo que decir algo y claro que la felicidad, en contra de lo
que muchos creen, no se puede comprar, no en estas fechas ni en ninguna otra.
Tenemos que ser nosotros mismos los que sepamos discernir entre lo que queremos
ser y lo que quieren que seamos. No soy quién para decir a cada uno lo que debe
o no debe hacer. Faltaría más. Pero estas fechas son un buen punto de partida
para comenzar a vivir estas fiestas como auténticas personas, con nuestras
virtudes y nuestros defectos, mostrándonos tal y como somos, alejándonos de las
imposiciones y estereotipos sociales que tanto daño están haciendo y tanta
maldad están creando entre nosotros.
Con la llegada del Nuevo
Año, la primera quincena se convierte en un tiempo teórico de renacimiento, de
reconversión, de buenos propósitos para mejorar nuestra vida, pero que con el
paso de los días vamos abandonando y olvidando porque realmente nos gusta ser y
estar como somos y estamos ahora, no de otra manera. Sin embargo, en ninguno de
esos buenos propósitos futuros aparece un cambio en nuestra filosofía de vida
para conseguir que todos esos valores que año tras año, machaconamente,
pregonamos durante la Navidad se potencien y se mantengan durante todo el año.
Día a día. Que no los saquemos de nuestro olvido selectivo durante estos días;
¿es que el resto del año no cuenta? Abandonemos los tópicos artificiales, las
acciones estandarizadas y plastificadas, la felicidad efímera. No se trata de
ir contra corriente; se trata de ser nosotros mismos, en Navidad o en cualquier
otra fecha de cualquier otro año.
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