Ilustrísimas y reverendísimas fuerzas vivas todas que pululáis por este templo de la sabiduría y el conocimiento, que os decantáis por textos ensalzadores del dios Hipnos en vez de disfrutar de imágenes poderosas, edificantes y dignas de toda loa sobre el ser humano y sus formas y maneras de ser aún mejores personas de lo que ya lo son (¡el que lo sea o quiera ser!), autoridades domésticas y de “andar por casa”, hermanos mayores, medianos y pequeños. Hermanos todos: hoy es otro buen día pandémico, vírico y con “el moco tendío” para sermonear uno, oír todos y escuchar pocos o ninguno, y continuar con nuestro tan querido, añorado y ya casi olvidado Arte Románico.
¡Cuánto tiempo ha pasado desde que comenzamos con esto! ¡Qué pequeños eráis! ¡Que trabajo me costaba “meteros en vereda”! No queríais dejar de jugar en la plaza para meteros en la sacristía y oír “tostones románicos” a cargo del curita de siempre. ¡Qué tiempos aquellos!
Ahora, bien creciditos, y casi con las mismas ganas de oir al mismo curita, podemos adentrarnos en un tema algo más “profundo”, más interior (al menos en sus comienzos), pero a la vez más científico (¡este curita no sabe lo que dice!, pensaréis más de uno), ya que podremos adentrarnos, aunque sea de refilón, como se dice aquí, en el mundo de las matemáticas. Sí, de las matemáticas, esa asignatura tan odiada en vuestra juventud cuando ibais a la escuela o al instituto, pero tan necesaria en vuestra vida, aunque desconozcáis en profundidad su utilidad en vuestro día a día.
Tranquilos que no vamos a meternos en “camisas de once varas” en esto de las matemáticas y nuestro día a día, pero sí que trataremos temas puramente matemáticos que aparecieron en la antigüedad y en la naturaleza (¿qué fue antes el huevo o la gallina?) y que en la actualidad no solo se siguen estudiando sino que los utilizamos en nuestro quehacer diario sin ni tan siquiera saberlo o darnos cuenta. ¡Ya veréis como al final os gusta el tema que os propongo!
Cuando por aquellos años comenzamos a tostonear, románicamente hablando, pudimos aprender cómo era la arquitectura románica: sus formas, sus estilos, sus elementos constructivos, las personas que hicieron posible esas construcciones, sus oficios, etc. Pero también hablamos, aunque un poco de pasada, de algunos elementos geométricos que conformaban toda construcción románica, al menos en la parte de la arquitectura. Esos elementos geométricos básicos eran el cuadrado y el círculo. Recordaréis que durante la construcción de un edificio religioso se utilizaba el círculo o esfera como significado del cielo, de lo sagrado, del mundo espiritual, mientras que el cuadrado representaba el cosmos, las cosas materiales, la condición terrestre. De ambas figuras geométricas podíamos sacar como primera conclusión que la geometría románica, aplicada a la arquitectura, tenía una función rigurosamente simbólica, herencia a su vez de lo realizado en la edificación de los templos cristianos de la antigüedad. La planta de un edificio religioso, basada en un diálogo entre círculos y cuadrados, resume la relación fundamental entre Dios y el Hombre. La representación de un cuadrado dibujado en un círculo representaba el espíritu que se hace materia; Dios desciende sobre el mundo terrenal.
Recordaréis también que la edificación de un templo conllevaba ese gran simbolismo al que aludíamos antes. El rito de fundación de un templo comprendía tres operaciones: primero el trazado del círculo; segundo el trazado de los ejes cardinales y la orientación; y tercero el trazado del cuadrado base. Estas tres tareas determinaban el simbolismo fundamental del templo, y su finalidad era la de orientar el edificio y efectuar la cuadratura del círculo. Con estas actividades se entablaba una relación entre lo humano y lo divino: relación cuadrado-círculo. Por tanto, podemos considerar que desde la antigüedad, la erección de un templo era un acto simbólico en el que había una imitación o reflejo de la creación del mundo, ya que el arquitecto fabricaba un edificio orgánico a partir de la materia bruta, la piedra, y en esa realización imitaba al Creador, a quién se le llamaba el Gran Arquitecto del Mundo, porque, como dijo el filósofo, “Dios es geómetra”. Intentaban emular la obra de la Creación o el papel del Creador, ya que, en su condición de hombre, estaba hecho “a su imagen y semejanza” (Gen I, 26), y por tanto, participaba de su sabiduría.
Sin embargo, esa sabiduría estaba muy lejos de ser tal o de llegar a alcanzarla. Los edificios se levantaban basándose en la experiencia, de forma empírica, y buena parte de ellos se hundían. Todos los que participaban en esa edificación intentaban aportar algo, ya fuera experiencia, dinero o, más comúnmente, mano de obra; incluso se daba el perdón de los pecados a quienes podían y querían colaborar en dicha edificación.
Mientras todo esto sucedía, en el mundo de los “oratores” se comenzaban a impartir enseñanzas en forma de materias; lo que hoy día se viene considerando las asignaturas de cualquier tipo de enseñanza en colegios o institutos. En el inicio de estas enseñanzas se impartía el llamado Trivium, enseñanza que comprendía la gramática, la retórica y la dialéctica, materias o asignaturas algo alejadas de todo lo que era necesario saber para la edificación o erección de un templo. Por ello, y con el paso del tiempo, se cambió ese tipo de enseñanzas por otras más “científicas”, desembocando en lo que posteriormente se llamó el Quadrivium, enseñanzas basadas en la astronomía, la aritmética, la música y la geometría, enseñanzas propias de la escolástica (¡madre mía, ¿qué será eso?!), movimiento con el que se ha querido reconocer la impartición de tales enseñanzas en las escuelas catedralicias, creadas al amparo de la Iglesia para preservar el conocimiento.
En este último “paquete académico” ya sí que aparecen “asignaturas” más propias o necesarias y útiles para la edificación de un templo, como son la aritmética y, más cercana aún, la geometría, teniendo en cuenta esa simbiosis entre el círculo y el cuadrado a la hora de imitar la acción del Creador. Los monjes benedictinos, entre los siglos VIII y IX conservaron o redescubrieron los textos matemáticos griegos antiguos, tratados arquitectónicos como el de Vitrubio (ya lo conoceremos mejor más adelante), y transmitieron en general la mística de Pitágoras (otro que también conoceremos aunque nos suene más su nombre) y la geometría de los sólidos platónicos (Platón, otro que tal baila) y sus correlaciones armónicas. Al mismo tiempo, tanto monjes como constructores, o jefes de obra, tenían por costumbre realizar viajes de aprendizaje, movilidad que facilitaría la expansión de tales conocimientos y la adquisición de otros nuevos.
La Geometría enseñando a los monjes
¡Bueno, bueno! Ya vamos teniendo “gatillos” en el estómago al oír hablar de esos tres personajes, de geometría y de aritmética. Y, además, se van acercando las tan “queridas” matemáticas y los bailones números. ¡No preocuparse! Veréis cómo en realidad todo es más fácil y, por ende, más ameno.
Venimos diciendo que la creación del románico, como cualquier estilo arquitectónico anterior o posterior a él, es una creación precisa, que es aceptada por los maestros constructores o arquitectos (los Magister Muri, ¿os acordáis de ellos?), como una forma de proceder matemática y concisa conocedora del templo como emblema de su época y tiempo. En su construcción no se dependía de impresiones, sentimientos religiosos o afectividad del artista, sino de leyes objetivas que se apoyaban en la geometría transmitida entre organizaciones de constructores (gremios que guardaban con celo el secreto de todo lo que pudiera tener relación con su oficio). El elemento esencial era, para éstos, la noción de la relación y proporción entre las distintas partes del edificio. La “proporción divina” vinculaba, mediante analogía sutil, las formas, las superficies y los volúmenes arquitectónicos. Las realidades últimas de la creación eran las formas geométricas y los números matemáticos. Los elementos y toda cosa hecha de ellos se consiguieron a través de sus combinaciones.
Sin embargo, no podemos perder de vista la sociedad en la que se desarrollaban todas estas construcciones. Debemos tener muy presente que era una sociedad tremendamente marcada por la religión; todo tenía o debía tener un porqué religioso o divino, cuyo final siempre era Dios. Por lo tanto, las edificaciones religiosas se podrían considerar como el esfuerzo humano supremo por imitar a Dios, imponiendo la geometría y el número en forma de materia. La geometría y las proporciones antropomorfas son el resultado de la aplicación de las sorprendentes relaciones que existen entre todos los elementos naturales del Cosmos y Dios. Por tanto, los Magister Muri del Románico y estilos arquitectónicos anteriores y posteriores a él, construyeron sus templos utilizando la geometría sagrada, cuyo origen, como toda cosa perfecta, el hombre de fe lo encuentra en Dios. Utilizaron lo que se ha venido denominando el “Divino Conocimiento”.
De la unión de las “proporciones divinas” en sus formas, superficies y volúmenes con el “Divino Conocimiento” nacieron los edificios religiosos, fundamentalmente, que hoy conocemos y que han llegado a nosotros debido a esos “conocimientos divinos”, que no son otros que la unión de un ímprobo trabajo empírico con los números y las matemáticas, ciencia que en aquellos años no era conocida como tal, como ya hemos dicho con anterioridad (recordad el quadrivium). Una meticulosa unión o fusión de ambos conocimientos hacía que los edificios resultantes fueran tremendamente proporcionales a la vez que ajustados a un diálogo eterno con Dios y su Creación; de ahí su grandiosidad y su belleza que tanto nos cautiva hoy en día.
Voy a mostraros un ejemplo de esa fusión numérico-matemática a la que me he referido anteriormente.
Los maestros arquitectos o Magister Muri utilizaban con mucha frecuencia la “cuerda de los druidas” (druidas celtas), que no era más que una cuerda de una longitud determinada en la que se habían realizado doce nudos, por lo que quedaba configurada con trece segmentos (12 nudos y 13 segmentos). Era una herramienta fundamental y personalísima, pues con ella se llegaba a definir al artista. Su longitud no era tan importante, por lo que cada uno llevaba la suya.
Para lo que servía la cuerda de los doce nudos era para plantear formas y superficies en base al triángulo rectángulo (espero que no se tenga que explicar qué es un triángulo rectángulo, ¿no?… ¡por eso!), y lo hacían dibujando el mismo de manera que un lado medía 3 (un cateto), el otro 4 (el otro cateto), y 5 la hipotenusa (5 nudos, 4 nudos y 3 nudos; en total los 12 nudos de la cuerda). Es lo que se llama el “triángulo perfecto” o “triángulo pitagórico”, que solía usarse entre otras muchas partes de las edificaciones, en la pendiente las escaleras.
Las siguientes
figuras representan esas maneras constructivas de utilizar la cuerda de los druidas
para realizar triángulos perfectos e incluso el “rectángulo áureo”, del que
daremos cuenta en las siguientes partes de esta geometría sagrada.
Otros triángulos rectángulos que se utilizaban en las construcciones o edificaciones eran el triángulo rectángulo en escuadra, con ángulos de 90º - 45º - 45º (4 – 4 – 5 segmentos); triángulo en cartabón, con ángulos de 90º - 60º - 30º; o el triángulo de base=1, cateto=2 e hipotenusa=√5. Dichos triángulos provendrían de cuadrados, rectángulos y hexágonos; es decir, de polígonos regulares y pares. Como veis, geometría y aritmética. Si a ello le unimos la armonía en las formas, superficies y volúmenes, armonía conectada directamente con los sonidos de las notas musicales, y que el replanteamiento de las construcciones que se hacía en la Edad Media consistía en tomar la sombra de un gnomon durante los equinoccios (astronomía), tenemos completas las cuatro ciencias que componían el quadrivium.
Otro ejemplo
significativo de los muchos que podemos encontrar en las construcciones o
edificaciones religiosas, lo tenemos en la planta de la iglesia del castillo de
Loarre (Huesca) cuyas dimensiones podemos apreciar en la siguiente figura:
Fuente:
www.circulo-romanico.com
Las medidas que aparecen corresponden a la zona de la iglesia donde se ubican los principales motivos escultóricos del programa iconográfico y arquitectónico. Como podéis observar, la relación entre la longitud de la nave principal (18’75 mts.) y la anchura de la misma (11’60 mts.) da como resultado 1’618 mts., número que en estos momento no os dice nada pero que no es más que la relación entre la longitud y la anchura del rectángulo áureo o rectángulo dorado, figura geométrica muy utilizada, tanto en aquellos años medievales como aún hoy, en la actualidad, como veremos más adelante. Ese resultado de 1’618 es conocido como el número Φ (se lee “Fi”) y corresponde a la letra griega mayúscula Fi. Como primer avance en el conocimiento de este número, podemos decir que su nombre procede de la primera sílaba del nombre griego Fidias, (tampoco os suena este angélico, ¿verdad?), arquitecto que construyó el Panteón de Atenas basándose en esa relación numérica.
Pero no penséis que este rectángulo áureo solamente se utilizó en la Edad Media y siguientes siglos. Como os he dicho antes, también se usa en la actualidad (veréis qué sorpresas nos llevamos) e incluso, según estudios e investigaciones realizadas, dicho rectángulo áureo también aparece en el Antiguo Egipto, mucho antes que naciera Fidias, por lo que aquí surge un dilema un tanto anacrónico: ¿cómo los egipcios podían construir en base a un número o proporción atribuids a un arquitecto que aún no había nacido
Esa pregunta, y otras muchas que nos irán surgiendo a lo largo de este “tostón románico-matemático”, no tienen una respuesta clara y concisa; mucho menos convincente, ya que todo lo relacionado con ese mundo constructivo antiguo basado en una religión exacerbada, siempre confluye en una búsqueda y semejanza a Dios. Todo tiene un porqué divino, dejando de lado el trabajo humano (contrario a lo divino), fruto de un constante e incesante trabajo empírico, base, antes y ahora, de todo éxito profesional.
¡Hasta pronto!
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