Ilustrísimas y reverendísimas fuerzas vivas todas que pululáis por este templo de la sabiduría y el conocimiento, que os decantáis por textos ensalzadores del dios Hipnos en vez de disfrutar de imágenes poderosas, edificantes y dignas de toda loa sobre el ser humano y sus formas y maneras de ser aún mejores personas de lo que ya lo son (¡el que lo sea o quiera ser!), autoridades domésticas y de “andar por casa”, hermanos mayores, medianos y pequeños. Hermanos todos: hoy es un buen día pandémico, vírico y con “el moco tendío” para tratar de hablar uno, oír todos y escuchar pocos o ninguno, acerca de un tema que, a medida que va pasando el tiempo, va generando más y más polémica, sobre todo socialmente. Un tema en el que todas las personas se autogeneran el derecho y la obligación de opinar, y en el que cada vez hay más detractores “practicantes”, postureadores” de cara a la calle, y cultivadores de aquello de lo que están empeñados en aparentar, pero que en el fundo no son más que feroces y agónicos ociosos en busca de un escape de sí mismos y de una libertad añorada el resto del año. Están en contra de la festividad de este tiempo, pero la preparan con una anticipación digna del mejor astrólogo de la antigüedad al predecir la llegada de tal o cual rey a su trono. Externamente siguen las directrices marcadas por sus “sidis”, sus mensajeros, mentores y guías sociales, pero internamente este tiempo festivo y celebrante les retrotrae a su infancia, a su familia, a sus pueblos, a sus años felices e inocentes donde sus amigos de juegos y escuela eran amigos de verdad, donde sus padres eran sus verdaderos mentores y valedores, y donde la paz, sobre todo interna, les hacía disfrutar cada momento vivido, momentos que nunca se han olvidado, y que en estos días tratan de recordar y rememorar, considerándolos su poderoso elixir para poder soportar el resto del año. Internamente los necesitan, e intensamente los tratan de aprovechar, aunque luego, externamente, pueda parecer otra cosa. Se puede engañar a todo aquel que lo queramos hacer, pero nunca podremos engañar a nuestro cuerpo y a nuestra mente.
Hermanos mayores, medianos y pequeños. Hermanos todos: un año llega el Domingo de Ramos. Un año más se lee la Pasión. Un año más la primavera pide paso anunciándose con la claridad nocturna de Selene, iluminando el inicio de un tiempo cíclico que otorgará al tiempo social un carácter festivo-religioso, recordándonos que el sentido del tiempo pertenece de igual manera tanto al dominio de la cultura como al dominio de la naturaleza. La intensa y clara iluminación selenita parece indicarnos que puede haber luz incluso en la más absoluta oscuridad, anuncio subliminal y anticipado de cómo va a ser el final de este tiempo cíclico festivo: vuelta a la luz después de días de tinieblas y oscuridad. Resurrección y vuelta a la vida después de abstinencias, sacrificios, sufrimientos, Pasión y Muerte.
Llena la luna primaveral comienza uno de los ciclos más importantes en que está dividido el calendario cristiano: la Semana Santa. Y Selene, con toda su cara plateada7 en lo alto, se erige en cruz y guía de toda la serie de actos lúdico-festivos-litúrgicos quizás más controvertidos de toda la sociedad española; mucho más en la actualidad, por el propio cambio social que se va produciendo, fruto y signo inequívoco de que permanece viva y evolutiva. Hay que tener en cuenta que las fiestas se han transformado, o quizás mejor dicho, reinventado. Han ido cambiando los factores sociales, políticos, económicos e ideológicos de la sociedad que las celebra. Por ello, un fenómeno tan complejo como la Semana Santa solamente puede abordarse teniendo presente todos los matices, y más si somos conscientes que al ser humano, un fenómeno vivo es cambiante.
La Semana Santa siempre ha sido una época del año en la que más se ponen de manifiesto las principales diferencias personales de cada uno para abordar ese tiempo lúdico-litúrgico, diferencias que se mantienen más allá de ese tiempo religioso, incluso engangrenándose durante todo el año, no sólo por parte de cofradías, hermandades o juntas locales, sino también por parte familiar, enfrentando a generaciones de familias aferradas a posturas irreconciliables y estáticas basadas en las vivencias y experiencias de ese tiempo que en muchos casos, y mayormente en la actualidad, no tienen por qué ser todas ellas vivencias de carácter religioso obligatoriamente.
Podríamos decir que la Semana Santa es una coctelera muy personal y particular. Unos le echan una experiencia primaveral, otros experiencia sensual antropológica, otros pertenencia a determinados colectivos, como el barrio, la gente, su familia ,…, otros experiencia artística. Para otros es un contrato con la memoria, acordarse de cuando le llevaba su padre o su madre y ahora lleva a su hijo o a su hija. Cada uno hace su coctel a su manera, y luego se lo bebe a modo de acto metafórico acerca de cómo son sus vivencias y experiencias en “su” Semana Santa. Debemos tener en cuenta, y no lo podemos olvidar, que la Semana Santa afecta a una multiplicidad diferente de dimensiones: religiosa, social, económica, política, identitaria; involucra de una manera u otra a toda una sociedad, a todos los sectores de la población, por lo que no es indiferente para casi nadie.
La Semana Santa convoca a creyentes y no creyentes unidos por la profundidad de las emociones que, cuando se comparten, son más hondas y profundas. Es una manifestación pública, es la vida que surge de las relaciones entre personas, actores esos días, que participan activa o pasivamente en manifestaciones objetivas, fundamentalmente de religiosidad popular, que con frecuencia son anacrónicas, pero no por ello carecen de un profundo significado. No podemos ni debemos olvidar que no hay, ni habrá, certificados para las verdades de la fe.
Para vivir y entender la Semana Santa, la fe no es estrictamente necesaria. Puede vivirse desde la convicción, desde la duda, e incluso desde la descreencia. Entre las tres maneras hay un hilo invisible que las une a los sentimientos personales y a la identidad colectiva, a la memoria, al territorio, a la tradición y la cultura. Cada uno, individualmente, es quién elige a qué distancia se quiere colocar en cada una de esas manifestaciones: se puede vivir desde un misticismo profundo y abrazado a la liturgia más ortodoxa, hasta la simple expectación contemplativa, pasando por la admiración artística o el éxtasis estético. Por eso, la Semana Santa implica y mueve a tanta gente distinta, y por eso pertenece a lo más puro de los sentimientos, a un patrimonio inmaterial de todo un pueblo que en la actualidad no acostumbra a disponer de puntos de encuentro tan amplios, ni tan respetuosos, ni tan acogedores.
Por todo lo dicho hasta ahora, podría parecer que la Semana Santa sea más profana que religiosa. Que nadie se asuste; tan sólo se trata de aclarar y actualizar conceptos. Aunque pueda parecer lo contrario, la Semana Santa es profunda y tremendamente religiosa, pero eso no quiere decir que el nivel de espiritualidad de quienes participan más activamente en los ritos litúrgicos que en los ritos populares sea más elevado, más verdadero. Un alto nivel de espiritualidad puede alcanzarse tanto en unos casos como en otros, como también pueden ser vividos ajenos a toda espiritualidad.
La Semana Santa es una manera de relacionarse con Dios, pero también es una manifestación de religiosidad popular, una inculturización de la fe sometida a diferencias culturales y a la idiosincrasia propia de cada pueblo. Es la pervivencia de normas religiosas y valores sociales, el mantenimiento de las tradiciones de los mayores, la devoción de una imagen o la expresión de comunidad y de identidad propia a través de una cofradía. Se trata de la rememoración de otros momentos, otras vivencias, otras maneras de ser, otras maneras de estar. Porque, aunque pueda parecer mentira, la Semana Santa no es igual cada año, porque cada persona llega a ella de forma diferente y distinta, ya que cada año han pasado cosas diferentes que hace que no se llegue a ella de igual manera que el año anterior. Aun así, la vivencia de la Semana Santa siempre te paga con beneficios de carácter emotivo (¿quién no ha llorado delante de una imagen, delante de un paso?), espiritual, sentimental, estético o identitario con un colectivo humano permanente o temporal de contenido religioso o no.
El fenómeno secularizador al que está sometida la Semana Santa en la actualidad no va acabar con el sentido confesional de la misma, bien sea religioso o social. La justificación de un estilo propio de vida personal e incluso grupal, el escapismo de la sobriedad, cuando no agonía de la vida cotidiana, en vez de generar un principio de sentido e identidad, cristiana o no cristiana, engendra otra perspectiva de vida en la actualidad: la celebración de la persona emancipada. Pero esa festividad actual personal y afectiva puede derivar en una experiencia fácilmente manipulable, totalmente alejada de la implicación religiosa y, sobre todo social e incluso personalísima que demanda la Semana Santa. Muchas de estas personas “libres” se implican en organizaciones, grupos sociales, cofradías, etc., con el convencimiento de la pertenencia a un grupo estable identitario, cuando en realidad de lo que se trata no es de una opción fundamental, sino de un instante altruista “necesario-para-mi”.
La Semana Santa debe ser la esperanza renovada en el amanecer de una nueva sociedad que pretenda proyectar al individuo más allá de uno mismo, que lo haga sentir parte de algo en el que esté contenido, fuera de los límites de sí mismo como único universo.
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