Hace algún tiempo
oí decir a un premio Nobel de Economía que “civilizar era crear necesidades”.
No sé si el premio se lo concedieron por su méritos y sus trabajos (es obvio
que fue por esto) o por lo acertada y rabiosa actualidad de la frase. Y es que
en los últimos 20 años, el número de necesidades que nos hemos ido creando, han
aumentado de forma exponencial, aumento inversamente proporcional a nuestras
verdaderas necesidades.
Necesitamos dos
coches en casa: uno para cada cónyuge con el fin de facilitar la aplicación de
la conciliación familiar (eso sin contar con retoños mayores de 18 años en el
hogar, que necesitarían otro auto para “pasárselo bien con sus colegas”).
Necesitamos unas vacaciones cada trimestre para relajarnos y dejar atrás el
estrés del día a día, “cambiar el chip” en playa o nieve, según corresponda a
la temporada y “recargar las pilas”. Necesitamos ir de compras o de rebajas,
según también temporada, para completar nuestro “fondo de armario”, verdadera
reserva textil que acicalará nuestra fachada de cada a los demás, expresando de
ese modo nuestro estado de ánimo en ese momento. Y sobre todo, y por encima de
todo, necesitamos crearnos necesidades. Necesitamos las necesidades.
Pero si hay alguna
necesidad creada que se haya convertido en imprescindible para nuestras vidas,
esa necesidad se llama teléfono móvil.
El teléfono móvil se
ha convertido en muy poco tiempo en una verdadera prolongación de nosotros
mismos, en un órgano vital más para y en nuestras vidas. Es nuestro compañero
inseparable, nuestro colega del alma, nuestro confesor y consejero, aquel a
quien le contamos nuestros pensamientos más profundos para que los pueda
divulgar a los cuatro vientos a modo de sentencia filosófica. Él nos despierta
por las mañanas y nos acurruca y nos duerme por las noches, con su música
melosa que nadie como él sabe cuál os gusta. No se enfada, no protesta, está de
acuerdo en todo. Me alegra cuando estoy triste y prolonga mi alegría cuando ese
es el estado emocional que predomina en esos momentos. Todo esto y más es el
teléfono móvil; todo esto es “mi móvil”.
Sin embargo, una vez
más, el ser humano ha convertido en un verdadero problemón enfermizo algo que
nació y fue creado para facilitar nuestras vidas, para facilitar las
comunicaciones entre semejantes, entre familiares y amigos, para sacarnos de
más de un apuro en situaciones límite y extremas que antes, sin ese artilugio,
era prácticamente imposible salir de ese embrollo. Lo que nació como avance y
progreso en la vida de las personas, éstas lo han malcriado hasta el punto de
llegar a convertirlo en una verdadera enfermedad psicológica venidera.
La dependencia que
padece la sociedad en torno al móvil tardará muy poco tiempo en equipararse a
la dependencia del tabaco, el alcohol, el juego o las drogas. Se le pondrá
nombre médico a esa nueva dependencia y adicción, nombre que convivirá con
total naturalidad con ludopatía, tabaquismo y drogadicción. Nuevas terapias
aparecerán para combatirla. Mientras, la mayor parte de la sociedad (la adicta
y la no adicta) pondrá nuevamente el grito en el cielo sin entonar jamás un
“mea culpa”, fundamental y decisorio para solucionar este problema y el próximo
de similares características que aparezca, que seguro que ya lo estaremos
cocinando por entonces.
Hoy día, cuando
vemos a un grupo de jóvenes (y no tan jóvenes) reunidos en un local de ocio, o
simplemente paseando tranquilamente, y cada uno de ellos va mirando y manejando
su propio teléfono móvil, sin tener constancia de la presencia de los demás, y
devaluando y rebajando el significado de esa reunión o paseo entre semejantes,
un sentimiento de pena, rabia, frustración y enfado aflora inmediatamente en
nosotros. Al instante aparecen delante de nosotros recuerdos de nuestros
tiempos jóvenes cuando nos reuníamos para jugar en la calle, pasear por el
campo y caminos aledaños, los primeros guateques “mixtos”, los secretitos
amorosos entre pandillas; recuerdos que, mirando a esos jóvenes “solitarios”
aceptamos que ellos nunca los tendrán. Recordarán la marca y modelo de su
primer móvil y las posibilidades técnicas que les ofrecía, pero nunca podrán
recordar sus vivencias y recuerdos personales con amigos; incluso me atrevería
a decir que no recordarán nunca haber tenido amigos, ni aún buscándolos en la
red o preguntándoselo a su móvil.
Pero si aún queremos
ir un poco más allá y profundizar en consecuencias venideras y secuelas
incurables, podríamos fijarnos en el lenguaje que se utiliza en las
comunicaciones de estos elementos tecnológicos. Son ya muchas las comunidades
autónomas y universidades, con sus doctores y catedráticos en la materia
correspondiente al frente, los que están comenzando a dar la voz de alarma
sobre las tremendas y aberrantes faltas de ortografía que nuestros jóvenes van
adquiriendo (incluso tratado de convertirlas en normas y leyes con el apoyo de
colectivos que piden una escritura fonética sin tantas reglas ortográficas) a
medida que abusan del artilugio para comunicarse entre ellos. Para muestra un
botón: los resultados de las oposiciones a maestros de la comunidad de Madrid
en 2.011. Independientemente de las contestaciones dadas por alguno de ellos y
el porcentaje de aprobados y suspensos, las faltas de ortografía que
demostraron ponen de manifiesto que estamos ante un nuevo problema social,
independiente y a la vez consecuencia de esa adicción y dependencia de que se
hablaba antes.
Y todo esto sin
hablar del tiempo que le dedican –que pura y llanamente es tiempo perdido- y el
tiempo que pierden en su uso y abuso, no dedicándoselo a estudiar, a formarse,
o a comunicarse directamente de tú a tú. No estaríamos hablando de procrastinación,
ya que, como se ha apuntado antes, deberíamos tratarlo como adicción y
dependencia en los casos más extremos, pero sí de un problema de dejadez de
responsabilidades que a la postre produce los mismos efectos y las mismas
consecuencias.
Resulta paradójico
que, las personas que mejor comunicadas están de toda la historia de la
humanidad, y que tienen un mayor y mejor acceso a todo tipo de información,
hagan el peor uso que se puede hacer con y de ella. Diccionarios, periódicos
nacionales e internacionales, enciclopedias, infinidad de enlaces a páginas
científicas, técnicas y humanísticas, etc; todo al alcance de un click de ratón
o de un golpe en la pantalla. … y la mayoría se decanta por las comunicaciones
en redes sociales, servicios de comunicación tipo whatsapp o la obsoleta
mensajería instantánea, aderezadas todas ellas con fotografías y videos dignas
de premios Bafta, ensalzando inconscientemente el vasto poder de conocimiento
de su autor o autores.
Al igual que con la
cita del premio Nóbel que se indicó al inicio, en algún otro lugar y momento
leí que “la evolución es una descendencia con cambios, … en la que las
modificaciones de mayor éxito adaptativo son prósperas y prevalecen”. Por
éxito, al teléfono móvil no hay quien le supere, y prosperidad tiene toda la
que nosotros le queramos dar, pero eso no quiere decir que nos provoque una
evolución, aunque si nos atenemos a la definición anterior de evolución,
estaríamos de acuerdo en que es “con cambios”, no siendo éstos los apetecidos
para todos.
Los cambios que nos
provoca la evolución del teléfono móvil son unos cambios más sociales que
biológicos y humanos. Si la historia de la humanidad se ha caracterizado, entre
otras cosas, en su lucha constante por la libertad e igualdad de las personas
en el mundo, el cambio socio-cultural que no está provocando este artilugio
tecnológico hace que pasemos de ser hombres libres a estar, a la vez y al
unísono, esclavizados. Esclavizados por nosotros mismos, con nuestro
consentimiento y nuestro esfuerzo que día a día ponemos en el afán de conseguir
dominar las máquinas. Al final, la máquina ha ganado –o ganará en un tiempo no
muy lejano- y hemos sido sometidos a su esperpéntica dictadura, todo ello sin
conseguir aún el ser humano, crear máquinas inteligentes que pongan en peligro
la supervivencia del hombre. Un terminal tonto, manejado con un solo dedo, es
capaz de desposeernos de nuestra propia personalidad, de anularnos por completo
en una reunión de amigos, de mantenernos despiertos toda una noche, de impedirnos
salir de casa tan solo para pasear o tomar el sol.
Stanley Kubrick, en
su famosa “2001, una odisea en el espacio”, profetizaba que para ese año,
ordenadores con la inteligencia de HAL9000, llegarían a controlar a todo un ser
humano, incluso a tener la capacidad de eliminarlo. El tiempo ha puesto de
manifiesto que estaba equivocado en ambas cosas. En 2001 no había ordenadores
inteligentes con esa capacidad de razonamiento, y que para destruir al ser
humano no es necesario ese software inteligente. Es suficiente algo más pequeño
y mucho más tonto. Algo más parecido a la inteligencia que día a día demuestra
el ser humano hacia la tecnología. ¿Será por eso que aún no halla podido crear
ese tipo de ordenadores superinteligentes? ¿O será que tiene miedo a que una
vez creados puedan destruirnos? ¿Se habrá preguntado alguna vez el ser humano
la pregunta anterior o estará ocupado en cosas más importantes?
Como diría Bob
Dylan, la respuesta está en el viento. O mejor dicho, las respuestas se las
lleva el viento.
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