Toda percepción del pasado constituye un ejercicio individual de
recuperación de una herencia cuyos códigos sólo pueden resultar inteligibles en
un determinado marco social. Cada vez que este marco social se modifica,
aquella percepción se ve igualmente alterada. Pero eso no quiere decir que su
vigencia tuviera que desaparecer; se modifica al modificarse las condiciones de
su aparición y mantenimiento social, pero debería alejarse de su total
desaparición o, al menos, del intento de su total aniquilación, más que
desaparición. Porque lo hoy está sucediendo en nuestra sociedad es una
progresiva aniquilación de estructuras, formas, tradiciones y creencias del
pasado porque están alejadas o fuera de todo lugar de un mundo como el nuestro,
el que actualmente padecemos y al que castigamos diariamente como represalia a
ese padecimiento que, indirectamente, nos lo hemos autocreado de una forma
conscientemente inconsciente (aunque parezca una contradicción, que igual lo
es).
Sin embargo, esa
modificación en menor medida, aniquilación como meta final, puede producirse
como consecuencia de cambios sociales y estructurales propios de una sociedad
viva y cambiante, lo que llamaríamos cambios sociales propios sin más, pero
también por la acción de grupúsculos dominantes que incluyen entre sus
instrumentos de poder la facultad de generar o seleccionar una determinada
visión del pasado adaptándola y acondicionándola a sus propias creencias,
ignorando las de los demás. Y si eso implica deformar la realidad para imponer
su criterio, pues se deforma sin más. Parte importante de su poder lo sustentan
en condicionar la forma y manera de hacer ver la realidad a los demás, además
de modificar su comportamiento. Son otro grupúsculo (¡otro más!) con el derecho
autoconcedido de opinar y hacer opinar sobre y a los demás. Y cuánto más alejada
y más resistencia oponga esa tribu a la que se quiere domesticar, menos
benevolencia se tendrá sobre ellas, mayor intransigencia se tendrá hacia ella.
Esto último es lo que determina si una acción es buena o mala: la intención del
agente, ya que los actos en sí son moralmente neutros. En este caso la
intención queda claramente demostrada, luego la acción se califica a sí misma.
Corrección política,
posverdad, propaganda, desinformación, miedo, aislamiento social,
encasillamientos, son armas que este grupúsculo utiliza para imponer su poder.
Lejos de actuar como verdaderos dictadores totalitarios (¡que lo son!), actúan
de la manera más vil y cobarde: tiran la piedra y esconden la mano ¡Pío, pío,
que yo no he sido! Como auténticos inquisidores del totalitarismo desafían
impunemente a todos aquellos que traten de desafiar lo que ellos piensan,
alegando que son ofensivos. Sacan a relucir esa intransigencia y arrogancia
propia del autoritarismo y la tiranía cada vez que alguien difiere en su forma
de entender el mundo. Para ellos es más fácil y más provechoso verter odio
hacia todos ellos que debatir con argumentos y educación (perderían su posición
dominante y ventajista para equipararse a toda esa chusma que quieren
domesticar y atontar).
Violencia machista, igualdad hombre/mujer
(¡uy! ¡perdón! mujer/hombre), maltrato animal, democracia, progresismo,
manifestaciones, independencia, violencia callejera, justicia social,
dependencia, ocupas, desahucios, emigración, racismo, …, son temas en los que
está totalmente prohibidísimos posicionarse en su contra o manifestarse
públicamente (o en privado; ya se sabe que las paredes oyen) contrario a los
mismos, bajo pena de expulsión y exclusión social, con la imposición del saco
bendito correspondiente.
En cambio, machismo,
religión católica e Iglesia, corridas de toros, Navidad, Semana Santa, domingos
en general, cantares populares “picantes” (que lo bueno de los cantares que se
oyeron no son lo que dicen, ni su son, sino el mundo que llevan aparejado, que
en la vida, casi todos los episodios importantes tuvieron su fondo musical),
comida tradicional, vacaciones, …, son temas tabú de los que más vale alejarse
de ellos cuánto más lejos mejor; prohibidisimante prohibidos posicionarse a
favor de ellos. La exclusión social es la mínima pena impuesta por estos
inquisidores cofrades de la ofensa y del totalitarismo que ven la violencia de
la palabra una fuente de diversión al alcance de todas las edades.
Este elenco de
ignorantes pasan las horas muertas leyendo cosas que refuerzan sus prejuicios y
sus creencias, renunciando frontalmente a inclinar la cabeza en el ángulo
adecuado para entender los argumentos del otro, que casi siempre son argumentos
equivocados contrarios a la corrección por ellos impuesta. No importa que una
verdad sea lo opuesto a una mentira. Lo verdaderamente importante es que su
opinión es elevada a la categoría de verdad.
La desinformación,
la posverdad, la propaganda son armas de destrucción masiva que todo grupúsculo
totalitario magnificador de democracias liberales utiliza para distorsionar y
menospreciar los hechos objetivos verificables, menos relevantes en la
formación de la opinión pública que la
apelación a las emociones o creencias personales. Estas falacias sutilmente no
se imponen; tan sólo se ofrecen como una información útil y verídica para la
cosmovisión de un grupo, una clase, una comunidad o un país. Claramente se ve
la intención de estas acciones para calificar adecuadamente estas acciones.
Sobran las palabras.
Lo peor de todo es
lo conseguido por estos odiadores empedernidos, enfermos de su exacerbado
narcisismo: una sociedad cada día más castrada en su identidad, en su libertad
de pensar y en su libertad de creer. Una sociedad en la que sus miembros son un
número y una ficha en el ajedrez anónimo de los poderes fácticos y dominantes
que vigilan, doman y domestican para conseguir un producto que pueda ser
vendido y consumido.
Toda su vida la
reducen y simplifican en el patético empeño de deshacer su propia vida y su
propia existencia. Ensalzan a ese gran literato manchego y tomellosero cuando
decía que la vida es una historia de locos contada por gilipollas.
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