Allá por finales del siglo XVI, un
colega mío, mejor dicho, un exjefe mío, porque era Papa, Gregorio XIII, a
principios del mes de octubre adelantó diez días el calendario para adecuar los
días y meses a las estaciones meterológicas, además de mantener en fechas
solsticios y equinoccios. Fue lo que se conoció como el Calendario Gregoriano,
que puso fin al calendario juliano, el que estableciera en su día Julio César
en Roma y en todo su orbe conquistado. Hasta esa fecha de octubre era el
calendario que regía en todo el mundo, pero iba teniendo un desfase de muchos
minutos cada año, lo que podía provocar que, por ejemplo, la Semana Santa
llegara a celebrarse en mitad del verano. De ahí esa adecuación o actualización
de dicho calendario por parte de mi exjefe.
Desde
entonces hasta ahora, ha sido el calendario que viene rigiendo en el mundo,
salvo para las otras comunidades y religiones monoteístas. No lo debió hacer
tan mal mi exjefe, puesto que, de momento, no parece que hay mucho desfase
entre estaciones, solsticios y equinoccios, y festividades asociadas a dichos
eventos astronómicos. Pero con lo que no contaba mi exjefe en aquella época era
con el cambio de mentalidad de la gente a la que cambiaba dichas fechas. Si se
trata de mantener las fechas, ahí están las personas para cansarse de ellas y
adelantarlas o atrasarlas según conveniencia o según estados de ánimo o estados
económicos.
Cerca
está ya la Navidad, con todo lo que ello lleva consigo y aparejado, fiesta
invernal cristiana y mundial por excelencia, cuya celebración fue establecida
mucho antes del nacimiento de mi exjefe; se habla de las Saturnalias romanas y
la festividad del nacimiento del sol como origen real de la Navidad. El
calendario por él impulsado trataba, entre otras cosas, que dichas fiestas se
mantuvieran en las mismas fechas que hasta entonces se venía celebrando. Pero
mira tú por donde, llegan las personas, se cansan de esas fechas y las
adelantan, en este caso, hasta cuando ellos consideran oportuno.
Hoy
día no es extraño (más bien todo lo contrario) ver luces, adornos y arbolitos
navideños finalizando el mes de octubre y bien entrado el día de los Santos y
los difuntos; casi dos meses antes de las fiestas navideñas. Y no digamos ya
los productos gastronómicos típicos: turrones, polvorones (aunque no sean de la
Estepa), licores de todo tipo de color y sabor. Éstos corren como posesos por
centros comerciales, tiendas de barrio, incluidas las famosas “Todo a cien” por
llamarlas de alguna manera. Lo bueno de esto es que te aprietas un atracón
antes de la Navidad, y durante ella casi te pones a régimen más por cansancio
de esos productos que por convencimiento propio y necesidad.
En
el día de los finaos se apagan las “mariquillas” en memoria de los difuntos de
cada casa para encender las luces intermitentes de colorines que decorarán los
balcones y ventanales de casas y todo tipo de negocios. Papas Noeles colgarán
de balcones y terrazas generando la duda de si suben o si bajan para escapar de
tan horrible y terrible desmán, sabiendo muy de antemano que en muy poco tiempo
se olvidarán de él, lo apartarán y degradarán para dar paso a la escalada de
los Reyes Magos, generando de nuevo la misma duda que días antes generara Papá
Noel. Todo esto sucederá muchos días después de que, allá por mediados del mes
de septiembre, nos hallamos echado al monte con sierra al hombro para cortar
vilmente con alevosía y premeditación, al más puro estilo ecológico que nos
caracteriza, el primer pino pequeño que se adecue en tamaño al rinconcito que
le tenemos reservado en el salón de casa, mientras silbamos alegremente el villancico
que este año ha sido la canción del verano. Y todo ello lo hacemos también para
aportar nuestro granito de arena a la hora de ambientar nuestros pueblos y
ciudades con esos adornos y esas luces que para finales de octubre ya están
encendidas, las mismas luces que se han utilizado en las pasadas y cercanas
fiestas patronales y que se reaprovechan para ambas celebraciones. Si algún
desaprensivo (ego sum) osa criticar dicho despilfarro por parte de la
corporación municipal será expuesto a escarnio público con propuesta vecinal de
destierro “ad infinitum” con carácter urgente, después de acusarle de
coeficiente intelectual rozando el cero absoluto por no entender que las
bombillas de esos arcos lumínicos son de bajo consumo, que prácticamente no
consumen nada, luego no hay tal gasto eléctrico. El desaprensivo abandonará la
población a estilo Calimero con un run-run en su cabeza: algo que está
encendido, ¿cómo podrá consumir y generar el mismo gasto que si está apagado?
Desaparecido el bicho de mal agüero y el garbanzo negro que quiere cargarse el
cocido, la fiesta continua.
La Navidad ha dejado de
ser esa fiesta entrañable, familiar, acogedora,…, para convertirse en unas fechas puramente
mercantiles, comerciales e hipócritas, de felicidad obligatoria e imperativas
de paz y amor. Lejos han quedado los días de vacaciones de los niños, las
noches familiares de juegos de mesa; incluso lejos han quedado el frío y la
nieve, desapareciendo de ese contexto festivo y lumínico a modo de
solidarización con el brutal cambio de sentido navideño. Ahora todo se ha
convertido en una bacanal comercial y monetaria. Importamos días claves de
compras descontroladas, frenéticas, compulsivas. Viajamos a cualquier lugar más
por quitarnos de en medio y desaparecer que por placer, como si fueran los
últimos días de nuestra existencia. Renegamos de todo aquello que nos pueda
recordar a la familia y a todo su entorno, para centrarnos en el yo, mí, me,
conmigo. De paso, ninguneamos cualquier otro día festivo, sea religioso o de
cualquier otra índole que pueda estar situado entre esas fechas, manifestando y
exhaltando de esta forma el total desapego que le tenemos a otra celebración
que no se el consumismo, el culto propio y la autocomplacencia. Y lo peor de
todo es que va a más.
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