¡Chaaachooooos!
¡’Amos ya, hooombreee! Que tenemos a medias un tostón románico, y éste es “güeno”
de verdad. No os desaniméis, chicos, que esta segunda parte va a ser un poco
más amena porque vamos a descubrir y conocer animales fantásticos que eran
utilizados en la antigüedad y en el mundo románico para significar y simbolizar
aquello que el hombre de esa época tenía la necesidad de expresar y no tenía
otros medios para hacerlo, salvo de esta forma, nada más que por medio de
animales fantásticos creados por la unión de dos o más animales reales cuyo
resultado final fuera otro diferente pero con las virtudes y los defectos de
los que lo forman. También veremos animales reales y cotidianos, que muchos de
vosotros tenéis en vuestras casas o vuestros huertos, que también eran
utilizados en esa época románica para significar y simbolizar virtudes y
defectos. Habrá frutos y frutas, formas geométricas, representaciones humanas,
poses, escenas cotidianas, etc., todo ello con el único fin de expresar algo,
de significar algo, de simbolizar algo, y todo con finalidad, todo a
conciencia, con conocimiento y con funciones propias y delimitadas.
Haciendo recordatorio por enésima vez
del analfabetismo galopante de la casi totalidad de la población románica, el
clero sobre todo tuvo que buscarse unos medios para poder instruir a toda esa
población que no sabía leer ni escribir, ni que, además, entendía la lengua
culta que éstos utilizaban en sus oficios religiosos: el latín. Por ello,
tuvieron que ideárselas para hacerlo, utilizando símbolos a los que le dieron
una especie de significado, bien por convención, bien por convencimiento, bien
por asimilación de culturas anteriores, o bien por su adaptación a la nueva
sociedad de la que formaban parte. El caso es que por medio de símbolos,
materiales, animales o de cualquier otra índole, trataban de instruir a toda
esa masa de analfabetos (tal y como suena; era la pura y dura realidad).
En la primera parte de este larguísimo
capítulo hablamos de la dificultad de interpretar personalmente cada símbolo.
Para cada uno de nosotros podían llegar a tener significados diferentes,
incluso contradictorios. Si a eso le añadíamos que muchas veces eran
representados por personas que no sabían lo que estaban representando, y además
lo representaban mal, el símbolo creado nada tenía que ver con el original,
creando un algo que ha llegado a nuestros días carente de simbolismo y
significación, con todo lo que ello puede acarrearle a un hombre moderno a la
hora de realizar o buscar una interpretación personal. Historiadores y especialistas
(sííií, mucho más que nosotros) se afanan diariamente para tratar de descifrar
su significado, no llegando, la mayoría de las veces, a una conclusión clara y
definitiva. Ello da muestras de la dificultad de la tarea a realizar, y de la
dificultad que es tratar de encasillar algo objetivo a la subjetividad de la
persona, no ya de la de ahora, sino también de la persona de aquellas época
románica, mucho peor preparada que la actual pero, a la vez, mucho mejor
preparada, también que la actual (parece una contradicción, pero no lo es; hay
que contextualizar cada preparación), sobre todo para asimilar y aceptar esas
representaciones como su libro de la vida, personas carentes de expresividad
pero con la necesidad imperiosa de esa aceptación y gritar al mundo todo lo que
tenían guardado en su interior y que algo y alguien le impedían poder
exteriorizarlo. Esa necesidad les hacía mucho más receptivos, y a la vez más
expresivos, muy alejados de las personas que formamos la sociedad actual,
faltos de estímulos y de espiritualidad, no ya para seguir realizando esa misma
labor, sino también para intentar comprender la labor de esas personas
románicas y el mundo donde habitaron. La prueba evidente la tenemos en la
sobriedad y “desnudez” de los tempos cristianos que se construyen en la
actualidad, que apenas permiten la incorporación de la imagen central o la de a
quien está dedicado dicho templo, como si los feligreses y el clero en general
se hubieran cansado de abundantes imágenes, o, simplemente, no tengan nada que
representar porque no tienen nada que enseñar, que quizás sea ésta la verdadera
razón de esta nueva época de iconoclastia (una palabrita más ‘pal cubo de la
Guada).
Como todos sabéis, en la época
medieval, y más concretamente en la época románica que es la que a nosotros nos
interesa, la religión se manifiesta por encima de cualquier otra actividad
humana, aunque no es el único elemento preponderante de la vida del hombre
románico, aunque sí puede ser considerada como fuente reguladora de todas las
demás fuentes existenciales. Y como no podía ser de otra forma, era también la
reguladora a la hora de expresar, por medio de representaciones, todo aquello
que esas personas estaban dispuestas a dar a entender. Pero como personas que
eran, no solamente tenían la necesidad de expresar su espiritualidad, sino
también aquello más mundano, más vulgar, más cercano a su verdadera vida
social, familiar, amorosa, y también sexual, así como festiva y ociosa, vida
muy alejada de los preceptos religiosos pero tan válida y necesaria como
aquella que promulgaba la religión. La consecuencia de esa dicotomía era la
aparición de determinadas figuras o representaciones enfrentadas entre sí, pero
representadas dentro de un mismo espacio arquitectónico: la iglesia o el templo.
A una se las denominó figuraciones sagradas y a las otras, profanas.
Pero, … ¿qué es algo profano? La RAE de
la Lengua define lo profano como “aquello
que no es sagrado ni sirve para usos sagrados.”, en contraposición con el
término sagrado, que lo define como “digno
de veneración por su carácter divino o por estar relacionado con la divinidad.”.
Ambas representaciones no sólo conviven en dichos espacios religiosos, sino que
tenían la obligación de hacerlo, ya que toda la creencia religiosa de la época
interactuaba con otros sistemas de creencias, adquiriendo valores sociales y
morales que les ayudaban a determinar la selección de metas a largo plazo,
además de ayudarles a controlar su propia conducta y su propio equilibrio
emocional. No debemos olvidar que nuestra conducta humana siempre ha estado
guiada por el sistema de creencias que tengamos cada uno de nosotros. A esto
hay que añadirle que casi toda la trayectoria del ser humano se ha desarrollado
sin la existencia de la escritura (recordamos una vez más el galopante nivel de
analfabetismo de la sociedad románica), lo que contribuye, aún más, a utilizar
representaciones simbólicas para expresar su pensamiento. En la historia de la
humanidad, los fines religiosos del arte no han estado reñidos con los
utilitarios y estéticos, en tanto que una belleza sobrecogedora ayuda a
asegurar la efectividad de lo mágico, lo divino y lo espiritual.
¡Vaya introducción que me he marcado!
Supera, con creces, y sin conocimiento, cualquier otro rollazo románico que pudiera
haber soltado. Pero es que cuando me lío, me lío, y no sé cuándo parar. Vamos a
aterrizar en lo que quizás más pueda interesarnos, que os veo una cara de “empanaos”
que no hay por donde cogerla.
De entre todas las representaciones
simbólicas que podemos encontrarnos en los templos e iglesias románicas, hay
unas que sobresalen por encima de las demás, dejando a un lado las
representaciones de escenas concretas, tanto del Antiguo como del Nuevo
Testamento, que simbólicamente no tienen otros significado que el propio que
adquieren dentro de ambos textos sagrados, y que conociendo ambos textos,
identificamos correctamente dichas representaciones y el contexto dentro de su
ubicación (siempre y cuando sea la primigenia, que eso es harina de otro
costal) en el edificio religioso. Las representaciones a las que me refiero son
las representaciones de animales. Sí, animales, esos mismos que vosotros
conocéis porque tenéis algunos en casa o en los huertos, y otros más raros, no
reales, que llamaremos fantásticos, que, normalmente, lo forman partes de otros
animales para darle un simbolismo específico además de cristianizarlo o
satanizarlo.
Los que tenéis animales (y los que no
los tenemos) podéis apreciar que su presencia es algo inherente a vuestra vida
y, por extensión, mucho más en la vida de una persona de la sociedad románica.
La relación entre esa persona y los animales era una relación casi íntima, ya
que éstos no solo servía como instrumento de trabajo y medio de alimentación,
sino que también servían de compañía, una compañía más íntima que la actual, ya
que en aquella época, los animales vivían en el mismo habitáculo o cabaña que
las personas. Por ello, y debido al conocimiento que el hombre tenía de ellos,
fueron también utilizados para enseñar a comprender las complejas estructuras
sociales, los sistemas políticos y los dogmas religiosos que estructuraban la
sociedad medieval. El hombre románico comenzó a representarlos asociándoles a
cada uno de ellos una simbología normalmente de naturaleza cristiana y moral
siempre al servicio de la Iglesia, que los utilizará para la representación del
bien y del mal. A través de los animales, el hombre encuentra modos de
comportamientos por comparación o metáfora con los mismos. El animal es una
criatura divina pero que no se encuentra a la altura del hombre, y es por ello
que va a emplearse, asociándole un cierto simbolismo en sentido alegórico, para
explicar ciertos conceptos teológicos de difícil interpretación que éste debe
asimilar.
La simbología animal impregna todo el medievo,
y eso se percibe en las distintas representaciones de los mismos que aparecen
en los más diversos soportes al existir una sacralización de la representación
en la Edad Media. Esas representaciones, junto a la personificación del comportamiento
animal, fueron tomadas de las tradiciones de la antigüedad, fundamentalmente de
Oriente (India, Asiria, Egipto, etc.), y enriquecidas progresivamente con la
labor de los teólogos y los exégetas medievales.
Pero con anterioridad a toda esa labor
teológica, en la antigüedad, y sobre todo en Oriente como hemos dicho antes, ya
se comienzan a fomentar las descripciones y representaciones de monstruos de
aquella parte del mundo. Una vez más debemos adaptar nuestra mente a aquella
época para tratar de comprender y aceptar que en ese periodo de tiempo de la
historia, el hombre no conocía la mayor parte de la fauna que poblaba la
Tierra. Para la mayoría de ellos, un elefante podía resultarle un animal
monstruoso en comparación con un caballo, un buey, y no digamos con una cabra o
una oveja, animales que pertenecían a su vida cotidiana. La inmensa mayoría de
esas personas morían sin conocer un elefante, un rinoceronte, una jirafa, un
avestruz, una llama (propia de América del Sur); si acaso conocían un león pero
en cautividad, nunca en su hábitat.
Una prueba de lo que estoy diciendo la
encontramos en la representación de un elefante en las pinturas de la ermita de
San Baudelio, en Casillas de Berlanga, Soria, donde se representa un elefante
muy deformado, en el que tan sólo sobresale la trompa, pero que más bien parece
un perro con trompa, mucho más por el tamaño con el que lo han representado.
Ello da muestra del desconocimiento total que tenían de dicho animal, de no
haberlo visto nunca en su vida el pintor que lo plasmó en esa pared, y que lo
representó tal y como aparece descrito en los diferentes libros que durante esa
Antigüedad y hasta la Edad Media
fueron apareciendo describiendo todos esos animales “fabulosos” que el hombre
se iba encontrando en su camino, sobre todo en la campañas militares que
constantemente se estaban produciendo en buena parte de Oriente y Europa.
Aristóteles (¿os suena?), tutor de
Alejandro Magno (¿tampoco os suena?) escribió Historia Animaliuns, donde describía los animales que iba viendo en
los países conquistados, incluso corrigiendo falsas descripciones. Los romanos
llevaron animales a Italia desde las provincias más remotas de su Imperio, más
que por interés científico por aumentar la pompa de los triunfos militares y
para su exhibición en los anfiteatros. Plinio (no, el de Tomelloso, no; otro
que era romano), escribió durante esa época del Imperio Romano Historia Naturalis, donde reúne
tradiciones y supersticiones populares que tanto había de influir en la
literatura medieval y renacentista referente al mismo tema.
El
Physiologus (desarrollado sin duda en
Alejandría a finales del siglo II o el principio del siglo III, es una colección
de historias de animales cuyas referencias comprenden a la vez la descripción
de una animal real o fabuloso, y la interpretación tipológica de su naturaleza), el Hexaemerón
(6 días, etimología de la palabra), escrito por San Ambrosio, los Bestiarios, la Etimologías
de San Isidoro, el Códice de Alberto
Magno, Hortus Sanitatis, etc., son
libros escritos durante todo ese tiempo y hasta la
Edad Media en los que, por medio de
imágenes y textos asociados, se les daba a los animales una serie de
características, reales o ficticias, pero siempre acorde con los tiempos y
relativamente consensuadas, narrando historias edificantes sobre las conductas
de los animales y adaptadas a la época, todas ellas de un gran valor
pedagógico.
Por lo tanto no puede extrañarnos que
los Padres de la Iglesia
se alimentaran de las fábulas moralizadoras de griegos y romanos para asociar
repetidamente a los animales a diversas virtudes y vicios del hombre; en
definitiva, dar una visión alegórica de los mismos. Incluso en el siglo VIII,
desde altas instancias se recomendaba a los clérigos que utilizaran “exempla”
en sus sermones para adaptar las fábulas y las características de los animales
a la doctrina. Santiago Sebastián López, en su libro Iconografía medieval nos lo describe: “Este conocimiento de los animales de la época románica nada tiene de
común con las ciencias naturales, ya que no los describen como son ni como se
los puede observar. Se trata de presentar al animal tal como figura en el
universo creado por Dios, un mundo encantado bajo el signo de lo sagrado, por
lo que representa su aspecto físico y su comportamiento dentro de una
significación religiosa y moral. Por otra parte, el mensaje simbólico del
animal no es fácil de descifrar, porque en el discurso se interfieren
informaciones desde diversos ángulos, no siempre coherentes, resultando que un
animal puede significar una cosa y también la contraria; tal es la ambivalencia
de su mensaje.”
Todos estos libros tenían una gran
característica en común: adolecían de un profundo conocimiento naturalista (la
mayoría de los animales que aparecen en ellos no habían sido vistos nunca “in
situ” por los autores) pero armoniosamente enlazados con la doctrina bíblica y
cristiana. No hace falta volver a recordar una vez más que en la religión,
sobre todo de aquella época románica, todo se aprovecha, y lo que hoy nos pueda
parecer una doctrina bien conformada y perfectamente diferenciable de otras
coetáneas, en su momento fue fruto de un sincretismo culturalmente
enriquecedor. El uso de documentos paganos para enriquecer la propia doctrina
nunca fue un problema irresoluble (… y mirar quién lo dice; ¡para que veáis!);
bastaba adecuar convenientemente dichos textos a la doctrina. Mirad lo que
advertía San Agustín: “El cristiano ha de
entender que en cualquier parte que hallare la verdad, es cosa propia de su
Señor.” (De Doctrina Christiana II, 18):
Capital
del cuervo y la zorra. Iglesia de San Martín de Tours.
San Martín de Fromista (Palencia)
Aún
así, los Padres de la Iglesia no tuvieron ningún reparo con aprovechar la
idoneidad del momento y conjugar felizmente la sabiduría de la antigüedad
pagana con la renovación que significaba el cristianismo. Nuevamente es San
Agustín quien, aceptando no sólo esa dualidad de significado benigno-maligno de
los animales, acepta así mismo la dualidad sensitiva de la adoración iconológica
frente a la anímica intelectual. Opinaba San Agustín que las imágenes debían variar
las conductas. Cada imagen generaría entonces su propio discurso, que debería
provocar las adecuadas reacciones de quien la interpreta, aceptando como
síntesis, según el santo que: “… enseñar
es una necesidad, deleitar un encanto y persuadir una victoria.”.
Esta última frase de San Agustín puede
resultar definitiva para resumir todo lo acontecido y relacionado en el
románico y la representación animalística, sobre todo escultórica. La
animalización de las figuras en el arte románico constituye un recurso que las
dota de claras connotaciones morales. No es un arte encaminado al retrato del
reino animal, sino de un arte psicológico donde toda forma es reflejo de un significado
latente. La relación entre forma y contenido, entre figura y significado sigue
procedimientos similares a los de la metáfora o hipérbole, conduciendo hacia un
lenguaje plástico que podríamos calificar de expresionista. Realmente, la
escultura románica, y en menor medida la pintura, pone de manifiesto la
capacidad de la representación animal de referirse a comportamientos humanos
bien aceptados, bien condenado por la Iglesia.
Canecillo
de la Iglesia de San Juan Bautista
(Moarves
de Ojeda, Palencia) con cabeza de
negro
a la que se superponen dos grandes
orejas
de burro para incidir en la bestialidad
del
sujeto y en su falta de inteligencia de
acuerdo
con la proverbial necedad y tontería
asociada
al burro.
Pero
como cualquier otra sociedad latente, viva y regeneradora de sus miembros, su
evolución supuso una revolución sobre todo con la llegada del Cister con San
Bernardo de Claraval (1090 – 1153). Este monje cisterciense negaba la idoneidad
del hombre carnal frente al espiritual, negaba la forma frente a la idea, en un
intento de regenerar la opulenta vida monacal y reconducirla y devolverla a su
pobreza antigua. Para ello, una de sus mayores reformas monásticas fue la total
eliminación de las figuras de animales y monstruos de claustros e iglesias, con
el fin de no distraer al recogimiento interior y el rezo perenne de los monjes.
En su Apología a Guillermo bien lo
manifiesta: “… ¿Qué hacen aquí en
nuestros claustros donde los religiosos se consagran a las lecturas sagradas
esos monstruos grotescos, esas extraordinarias bellezas deformes y esas bellas
deformidades? ¿Qué significan aquí los monos inmundos, los feroces leones, los
extraños centauros que no tienen de hombre más que la mitad? … Aquí un
cuadrúpedo porta una cola de reptil, allá un pez presenta un cuerpo de
cocodrilo.”.
De cualquier manera, con
representaciones animalísticas y monstruosas o sin ellas, el fuerte componente
fantástico del arte románico ha llegado a producir una falsa concepción del
mundo medieval, como un mundo dominado por el sin sentido y la sin razón. Un
estudio más detallado, y sobre todo más sosegado y contextualizado, permite
comprobar que la irrealidad de estas formas no se debe a una mentalidad ingenua
de unos hombres que creían en quimeras y monstruos, sino a un lenguaje
metafórico que permitía representar en imágenes elementos del mundo
trascendente, su mundo, ideas sin cuerpo que sólo existían en el ámbito
espiritual. Como hemos expuesto en muchísimas ocasiones, el pensamiento cristiano
y la Biblia están conformados por múltiples metáforas de animales, y éstas
cristalizan con gran promiscuidad en ese renacimiento de la imagen monumental
que es el románico y que, sin duda, se distingue por un intrínseco carácter
simbólico y didáctico.
Bueno chicos, otra vez que os habéis
quedado sin conocer o saber qué significan para las personas románicas todos
los animales que dejaron representados. Nos enrollamos y nos enrollamos y no
aterrizamos nunca en ellos. En la tercera parte de este “Simbolismo Románico”
comenzaremos a ver todos los animales, aunque son tantos y de diferente
condición y procedencia que mucho me temo habrá una cuarta y una quinta parte.
No os desaniméis. Veréis qué chulo va a resultar.