Una vez más se ha
puesto de manifiesto la calidad humana y profesional de nuestros políticos,
gobernantes y representantes de la ciudadanía en Parlamentos y Congreso de los
Diputados. La actitud y actuación del diputado de Candidatura d’Unitat Popular
(CUP) David Fernández en la comisión de investigación sobre la crisis de las
cajas de ahorro que se estaba produciendo en el Parlament de Catalunya con la
asistencia “voluntaria” de Rodrigo Rato como expresidente de Bankia, el
vocabulario utilizado, y las preguntas amenazantes dejadas en el aire, ponen al
descubierto, no sólo que dichas castas privilegiadas dejan mucho que desear con
respecto a la ciudadanía que representan, sino la brutal y abismal diferencia
de condescendencia benevolente que éstos tienen con respecto al resto de la
ciudadanía, permitida y bendecida por los presidentes de los propios
parlamentos o máximos dirigentes de sus partidos políticos.
Lejos de aprobar,
aplaudir o enaltecer la actitud de este diputado catalán hacia uno de los
responsables del rescate bancario a que está siendo sometido nuestro país,
siento rabia y vergüenza con sólo pensar que personas de esta calidad humana
puedan representar a toda una ciudadanía que les mostró su apoyo y confianza en
las urnas. Sin embargo, ese sentimiento de rabia y vergüenza no llega a ser
totalmente sincero y puro en tanto en cuanto no quede claramente respondida y
justificada una pregunta que me ronda por dentro durante bastante tiempo: ¿qué
ocurriría si esos insultos, esos descalificativos, esas amenazas hubieran sido
realizadas por un ciudadano de a pié hacia ese mismo expresidente banquero,
hacia cualquier otro político del partido que fuere o a cualquier otra
personalidad que ellos consideraran de relevancia nacional? Nadie ha sabido aún
respondérmela fehacientemente, aunque la mayoría de nosotros intuimos la
respuesta y las consecuencias de esos actos.
Sin embargo, esas
consecuencias se convierten en leves sonrisas consentidas y pequeños
asentimientos cabeceados cuando el sentido de esos insultos y descalificaciones
viajan en sentido contrario, es decir, de políticos y personajes influyentes
(quienes los consideren así o quienes se consideren así) hacia la ciudadanía de
a pié, paupérrima y desprotegida ante tamaña élite.
Máximos dirigentes
del partido gobernante en España, y la presidenta de “esta nuestra comunidad”,
han llegado a llamar terroristas y nazis a personas que ellos consideraban que
lo eran tan sólo por el mero hecho de reunirse en la calle y dar a conocer
desahucios inmorales e inhumanos, por protestar contra las ayudas a los bancos
y la negación de esa ayuda a personas discapacitadas y dependientes, por apoyar
una sanidad pública y una educación pública; en definitiva, por tratar de
proteger y perpetuar en el tiempo unos derechos sociales adquiridos en las
últimas seis décadas. ¿Esas personas deben ser condenadas por haber cometido
delitos de sangre intentando tambalear el Estado de Derecho? Si fuera así, ¿qué
tendría que haber ordenado del Tribunal de Estrasburgo acerca de aplicar la
doctrina Parot a los verdaderos asesinos de gente inocente, es decir, a los
verdaderos terroristas? Y de llamarlos nazis, ¡qué decir!. ¿Sáben estos
“angelicos” quienes fueron realmente los nazis? ¿Conocen el número de
asesinatos cometidos por ellos contra gente inocente cuyo único delito fue
haber nacido en una determinada familia, en una determinada calle, en una
determinada ciudad o en un determinado país? Pobre gente, tener que aguantar a
sus representantes semejantes adjetivos calificativos (descalificativos, diría
yo) falaces, dañinos y mentirosos sin ni tan siquiera poder tener la
oportunidad de defenderse en los tribunales de justicia, tal y como hacen ellos
a la inversa.
La desconfianza de
los ciudadanos hacia los políticos está en unos valores que rayan la
marginación social, con máximos en desprestigio y nula credibilidad, ganado
todo ello a fuerza de corruptelas y actuaciones más propias de regímenes
autoritarios que democráticos. La ciudadanía no cree en ellos porque los
considera inútiles para el ejercicio del servicio público. La abismal brecha
que hay entre los ciudadanos y los políticos queda también patente cuando de
agresiones verbales se trata. Ellos la pueden cometer como una función más de
su cargo público, sin la más mínima amonestación por parte de gobernantes y
poderes públicos. La ciudadanía no puede hacer lo mismo, no tiene el mismo
derecho; simplemente no es “políticamente correcto”. Deben callar y agachar la
cabeza, asumir su rol de perdedor y agradecer al cielo que las
descalificaciones vertidas hacia ellos no hayan ido a más. Saben que bajo
ninguna circunstancia pueden defenderse, mucho menos en los tribunales, ya que
sus agresores verbales se han encargado de impedirlo con subidas indecentes e
inmorales en las tasas judiciales.
No todos somos iguales. Ellos no pueden ganar siempre. No pueden
ampararse en sus cargos y su poder para avasallar a la ciudadanía sin que ésta
pueda defenderse de sus agresiones verbales. La igualdad es fundamental en
nuestra sociedad democrática, y mientras actuaciones como las comentadas se
sigan produciendo, el desprestigio que adquieren nuestros representantes
tardará décadas en recuperarse, con el consiguiente deterioro social que ello
produce. Ellos tienen la última palabra, aunque casi mejor que no digan nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario