“La cultura no es estática, está en constante evolución
adaptándose a los cambios sociales, modificando festividades, desapareciendo
unas que han dejado de tener razón de ser en la actualidad, y apareciendo e
implantándose otras como forma de adaptación o evolución a los nuevos tiempos”.
La frase anterior
bien podría ser una declaración de cualquier profesional de la antropología que
quisiera justificar, entre otros cambios sociales, el decaimiento progresivo
que viene sufriendo la festividad de los Reyes Magos como noche mágica de
espera de regalos, además de señalar el fin de las fiestas navideñas, y el auge
y casi implantación que ha tenido Papá Noel al comienzo de las mismas a modo de
pistoletazo de salida para dar comienzo a bacanales y diversión sin coto ni
medida. Lo que antes era una noche familiar y casi entrañable aderezada con
villancicos y buenos deseos, hoy día es una noche “maldita”, donde la
hipocresía, los rencores y los malos modos son los platos fuertes de la cena,
esperando con impaciencia la gran tarta de postre que es Papá Noel pare recibir
regalos insulsos e inservibles que marquen el comienzo del fin de esa pesadilla
que se está viviendo un año más y que no se termina de ver el fin.
Y la pregunta que yo
me haría ahora es: “¿de verdad que ese cambio extremista en cuanto al concepto
que tenemos de esa noche obedece a una cultura activa y a una evolución social,
o más bien obedece a una actitud personal de cada uno provocada por una alteración
de la comodidad en la que estamos instalados y que nos impide adaptarnos, no ya
a los cambios sociales, sino a los demás? Creo que si hoy día habláramos
llamándole al pan, pan, y al vino, vino, dejaríamos de hablar de cultura activa
o pasiva, de sociedad cambiante o conservadora, y llamaríamos por su nombre a
lo que realmente está sucediendo: comodidad y aburrimiento por hartazón de
todo. Hoy día tenemos todo y de todo, y queremos sensaciones y vivencias nuevas
que, sin sacarnos del todo de nuestra queridísima comodidad y zona de confort,
si nos trate de expulsar de ese aburrimiento y soporífero vivir que se hemos
convertido nuestra vida. Y digo que hemos convertido, no que se ha convertido,
porque los únicos que nos hemos querido instalar en ese soporífero aburrimiento
hemos sido nosotros mismos con nuestra actitud hacia la vida, hacia la sociedad
y, por ende, hacia los demás.
https://sp.depositphotos.com/187124150/stock-illustration-smiley-depicting-expression-being-bored.html
Podríamos dejar de
lado la tan aludida y socorrida Navidad como paradigma de fiesta bandera para
justificar ese “cambio social y de costumbres” y hacer una referencia a otras
muchas que van apareciendo y surgiendo de ese hipócrita aburrimiento al mismo
tiempo que se están eliminando otras por atentar gravemente contra nuestra
comodidad.
Halloween, Oktoberfest, Black Friday, Cyber Monday,
Babyshower, Single Day, despedidas de soltero bacanalíticas, etc, etc. Todas estas fiestas
no son más que una asimmilación de fiestas de otros países (fundamentalmente
fiestas norteamericanas) que las vamos o ya las hemos asimilado como propias;
incluso nuestros más jóvenes las tienen inmiscuidas e interiorizadas como
fiestas pertenecientes desde tiempos inmemoriales a nuestro calendario festivo,
fruto de vivirlas desde la primera y tierna infancia en guarderías y colegios
de educación infantil, impuestas, a su vez, por profesionales de la enseñanza
instalados en ese pertinaz y dañino aburrimiento en que han convertido su vida.
Sus propias vivencias las trasladan a sus pupilos en una edad en la que la
asimilación de nuevas experiencias y sensaciones está en el punto más álgido de
su evolución.
Si las fiestas
anteriores las analizáramos con algo más de detenimiento, concluiríamos que son
fiestas populares que nada dicen de nuestro riquísimo calendario festivo, civil
y religioso del que deberíamos hacer gala. Son fiestas puntuales, de un solo
día en su primigenia implantación de procedencia en la mayoría de los casos, y
que nosotros las hemos asimilado e implantado “sólo y exclusivamente” en
sábados, no en cualquier otro día, incluso sin respetar el verdadero día de
celebración. Esto último no es más que la certera y clara aseveración de lo que
veníamos diciendo acerca de la maldita comodidad y el dañino aburrimiento en el
que se ha instalado la sociedad actual. Incluso muchas de ellas, con sólo leer
el nombre, deduciríamos fácilmente el país de procedencia. Es el país que tanto
admiramos para lo que nos interesa y tanto odiamos para lo que no nos interesa.
El país del que asimilamos sus fiestas (aún nos queda por asimilar el Día de
Acción de Gracias sin tener ni pajotera idea de lo que es y lo que significa;
tiempo al tiempo) por conveniencia, y odiamos todo lo que hace fuera de él.
Estoy seguro que todos sabrían reconocer y traducir sin dificultad alguna la
típica frase Yankees, go home,
expresión más cerca del odio que del amor (si es que algunos saben lo que son
ambas cosas y saben diferenciarlas). Una muestra más de cómo la comodidad y el
aburrimiento se puede sazonar con algo de hipocresía (de ésta última, la que
pida, como la harina en la cocina).
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Pero es que esos
tres virus malditos y prolíficos no solamente están infestando las “fiestas
nacionales”; están carcomiéndose también la comida y la riquísima gastronomía
española, esa que tanto adoran los turistas en nuestro país cuando vienen de
vacaciones. Avena, alfalfa (¡es broma!), quinoa, cuscús, humus, salsa harissa,
sushi, fustomaki, tofú, algas marinas, wasabi, etc., son productos o alimentos
referentes de nuestra alimentación hoy día que incluso pueden llegar a
calificar o descalificar a quién los consume o los deja de lado por otros más
“nuestros” y, por supuesto, mucho más saludables. Hoy día desechamos por
sistema los cocidos, tanto madrileños como lebaniegos, fabadas de cualquier
denominación de origen, verduras de cualquier color de hoja y tallo, fruta por
tener azúcares (¿qué se espera encontrar esa gente en una fruta si no es azúcar
y agua?), panes y barras tradicionales, de esas de harina, levadura y masa
madre, etc. Esos son alimentos que desechan “per se” por obsoletos y conservadores
(no progresistas en definitiva), aunque el nutricionista más desnutrido nos
diga que son los mejores y más eficaces para cuidad nuestra salud. Y los
desechan porque los conocen. De los que no conocen y en tiempos pretéritos
tuvieron importancia en la alimentación de sus padres y abuelos no dicen nada;
¡como los conocen! Atrás quedaron los pitos duros y blandos, los casaillos, el
poleo, las sopas de leche, las rebanás (ahora se llaman picatostes y sólo se
comen en mínimas dosis y en el gazpacho andaluz), la carne de membrillo, el
mostillo, etc.
Considero que
llegados a este punto es tontería continuar; no vale la pena. Creo que ha
quedado suficientemente demostrado que lo que los profesionales de la
antropología y la sociología tratan de justificar, no tiene ninguna
justificación. La cultura no es estática, eso está claro, pero tampoco su
imparable activismo es consecuencia de ese cambio social al que aluden. Estoy
totalmente de acuerdo en que un cambio social es producto de un cambio de sus
componentes, nosotros en este caso, pero el cambio obedece más a una
consecuencia del aburrimiento, hartazón y comodidad que la necesidad de ese
cambio social para adaptarnos a unos nuevos tiempos impuestos por factores que
se encuentran fuera de nuestras posibilidades de modificación, como puede ser
el cambio climático, por mucho que se hable, se diga y se manifieste uno.
Aburrimiento,
hartazón y comodidad, a partes iguales, son las enfermedades que más daño están
causando hoy día entre nosotros. Son virus que los hemos creado nosotros y
estamos poniendo muchísimo empeño en alimentarlos y engordarlos como signo de
opulencia y estatus social. Ya veremos el resultado de esta sobreabundancia,
pero, ya a mediados del siglo pasado, muchos médicos “pueblerinos” ya diagnosticaban
que la peor enfermedad del hombre era la comodidad. De momento no se han
equivocado, y mucho me temo que su diagnóstico va a ser demasiado duradero, e
incluso me atrevería a decir diagnóstico perenne. Diagnóstico in seculam secolurum, como
diría don Ino (¡saludos para él!).