¡Toda la vida se ha dicho “pinícula” y ahora se dice “flim”!
Con esta frase tan
popular en la sociedad rural de la
España de finales de la postguerra, se quería expresar el
desacuerdo o queja por la introducción paulatina y progresiva de anglicismos
que el sector más “progre” de la incipiente y emergente nueva sociedad española
utilizaba para referirse a situaciones, conceptos y definiciones plenamente
establecidos y conocidos por todos, pero que cambiaban de nombre sin motivo y
explicación aparente alguna. “¡Siempre lo hemos llamado así! ¿Por qué ahora hay
que llamarlo de otra forma y liarnos más de lo que ya estamos, después del
esfuerzo que nos ha costado aprenderlo de esta manera?” No lo entendían. Nunca
lo entendieron.
Y es que, ese
cambalache lexicográfico siempre ha sido, incluso aún en nuestros días, un
signo de modernismo, de progreso, de transgresión que la sociedad ha utilizado
en las diversas etapas por las que ha ido pasando. ¿A quién no se le escapa un
“chiao” para despedirse cuando en realidad es un “adiós” a secas? Queda más
finolis. ¿Y lo de “pavos” en vez de euros? Una americanada más, aunque no podamos
tragar a los americanos y los califiquemos de mil formas diferentes y ninguna
sea la de guapos.
Sin embargo, no
siempre que eso ocurre trata de expresar modernismo; mucho menos progresismo.
Hay veces que los nombres se cambian con el fin de camuflar o despistar sobre
el verdadero sentido del concepto, de la situación, de un acierto o de un
fracaso.
Tal es el caso de
los restaurantes de alta cocina, los estelares de Michelín, esos que te vendían
humo (literalmente) con sabor a aguacate con roquefort. Restaurantes con menús
degustación que te ponían como plato una especie de dornillo blanco, y en el
fondo, un trocito de carne pintada con una crema de cualquier color. Me
recordaban a aquel señor que entró en un restaurante y pidió un filete en su
punto con patatas fritas. Al poco rato de servírselo, el maître del restaurante
se le acercó y le preguntó: “¿Cómo ha encontrado el señor el filete?”, y el
señor comensal le respondió: “… pues de casualidad. ¡Estaba debajo de una
patata!”.
Ahora, estos
negocios hosteleros, los de los grandes chefs españoles, en vista de la poca
aceptación de sus “menús”, han pasado a denominarse “gastrobares”; son los que
aún mantienen la conciencia de progresismo y modernismo. Otros han preferido
llamar a las cosas por su nombre y los denominan “bares de tapas” a secas, como
siempre.
Desde que un rey
obligara a los taberneros de su territorio a poner encima de la boca del jarro
de vino, a modo de tapa, una vianda para acompañar al vino y evitar la ebriedad
prematura de sus soldados, la cultura de la tapa ha arraigado, y de qué forma,
en nuestra sociedad. Tapas, pinchos, aperitivos son nombres que se le da al
pequeño sustento que estos locales nos ofrecen como acompañamiento a nuestra
consumición. De ahí su nombre: bares de tapas, bares de pinchos, aperitivos
variados, etc.
La denominación de
gastrobares, amén de lo rebuscado de la palabra y el empacho de modernez que
provoca, no deja de ser esos mismos negocios culinarios de alto standing pero
ofreciendo variedad de tapas y aperitivos a modo de degustación, lo cual no
deja de ser un camuflaje, un cambio de nombre de los restaurantes michelinenses
de alta cocina. Dicen que lo hacen para adaptarse a las nuevas costumbres de la
sociedad, cuando lo que hacen en realidad es camuflar el fracaso de sus
negocios, ocultar el ocaso de un estilo de vida que no se correspondía en modo
alguno con nuestra cultura.
Las juergas a 70 u
80 euros han pasado a mejor vida. El comer y beber humo embotellado no
alimentaba, aunque tampoco ayudaba a mantener la dieta, menos aún si ésta es
económica. Urgía una reconversión en nuestros hábitos culinarios, y qué mejor
que una vuelta a nuestros orígenes, a aquello que nunca deberíamos de haber
olvidado y dejado de lado, a los bares de tapa de toda la vida, los de nuestro
pueblo, nuestro barrio, de nuestro vecindario. Pero eso sí, llamándolos como
siempre se les ha llamado. Dejémonos de “flimmes” y sigamos viendo nuestra
propia “pinícula”, esa en la que nosotros mismos somos los verdaderos protagonistas.
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