Unos meses atrás, en uno de esos debates proselitistas que en la actualidad inundan nuestra novísima y estercolera TDT, se hablaba de cuales habían sido las conclusiones más significativas a las que había llegado cada tertuliano en relación con el mayo francés del 68. Uno de ellos dijo que la conclusión a la que él había llegado era que a la juventud se le tenía miedo desde entonces. No viví aquel mayo, pero, a tenor de lo visto, sí creo que es una de las que más vigencia tiene actualmente.
Cuatro décadas han pasado desde entonces y, aunque los jóvenes de ahora no tienen ni zorra idea de aquel mayo del 68, parece que ese espíritu o, mejor, ese miedo que crearon en torno a ellos, sigue vigente y con más fuerza si cabe. No hay más que ver lo que acontece en el día a día.
Disturbios en barrios marginales de Francia hace unos años; protestas antiglobalización donde toque; enfrentamientos sistemáticos y programados contra la policía; botellódromos especiales, consentidos y pagados por los ayuntamientos de los municipios donde se celebran (algunos ayuntamientos pagan la música de los botellódromos); peleas multitudinarias en la calle como este verano en Palma; Pozuelos de Alarcones; macroconciertos en contra o a favor de algo que unos pocos aburríos se inventan con tal de armar gresca; celebraciones de conquistas de títulos por parte del equipo de turno con rotura de mobiliario urbano, asalto a negocios particulares con saqueo incluido y quema de coches particulares.
Éstas son algunas de las muchas actuaciones que han hecho que la sociedad les tenga miedo. Si a ellas añadimos la ley del menor, su peligrosidad y poder quedan más que fortalecidos en la misma medida que a los demás ciudadanos nos coartan nuestra libertad y seguridad y, por qué no, nuestro propio ocio.
Parecerá una estupidez que nuestro ocio pueda depender del miedo a la juventud pero cada vez hay más voces en contra de cómo los ayuntamientos programan los festejos de sus fiestas patronales. Los ciudadanos que tienen entre los 30 y los 55 años ven como cada año, los festejos en los pueden participar van disminuyendo en la misma medida que aumentan los programados para la juventud. Carpas para las peñas o pandillas en las afueras de la localidad, chiringuitos de los jóvenes sin horarios de apertura y cierre y sin control de decibélios, sustitución de festejos taurinos por grandes prixes en plazas de toros donde desfogarse y mostrar sus irresponsabilidades delante de sus coleguis, horarios de actuaciones a partir de las 2:00 de la madrugada (antes no están visibles), desfiles nocturnos, chocolatadas matutinas a una hora prudencial (que la pongan ellos).
A los equipos de gobierno de los ayuntamientos también les ha entrado miedo y hacen lo posible para entretenerlos. Tenerlos recogidos hagan lo que hagan, cueste lo que cueste. Que no protesten. Que no se enfaden cual niño caprichoso y consentido. Que no griten pero que den todo el ruido que quieran. Que no se molesten entre ellos, que estén contentos y graciosillos. Que beban lo que les apetezca a la edad que les apetezca. En definitiva: que no la armen. De esta forma, todos los años, las fiestas patronales son un verdadero éxito, ya que “no ha habido ningún incidente reseñable”, que diría el político de turno. Para conseguirlo, hay muchos ciudadanos que año tras año ven sus posibilidades de ocio mermadas en favor de otros ciudadanos que, por el mero hecho de tenerles miedo, ven aumentadas sus posibilidades de libertinaje y, de paso, reafirmar su poder y su impunidad dentro de la sociedad. A los demás, sólo les queda impotencia, rabia y pocas ganas de pagar impuestos sabiendo para lo que son cuando llega el momento.
Cuatro décadas han pasado desde entonces y, aunque los jóvenes de ahora no tienen ni zorra idea de aquel mayo del 68, parece que ese espíritu o, mejor, ese miedo que crearon en torno a ellos, sigue vigente y con más fuerza si cabe. No hay más que ver lo que acontece en el día a día.
Disturbios en barrios marginales de Francia hace unos años; protestas antiglobalización donde toque; enfrentamientos sistemáticos y programados contra la policía; botellódromos especiales, consentidos y pagados por los ayuntamientos de los municipios donde se celebran (algunos ayuntamientos pagan la música de los botellódromos); peleas multitudinarias en la calle como este verano en Palma; Pozuelos de Alarcones; macroconciertos en contra o a favor de algo que unos pocos aburríos se inventan con tal de armar gresca; celebraciones de conquistas de títulos por parte del equipo de turno con rotura de mobiliario urbano, asalto a negocios particulares con saqueo incluido y quema de coches particulares.
Éstas son algunas de las muchas actuaciones que han hecho que la sociedad les tenga miedo. Si a ellas añadimos la ley del menor, su peligrosidad y poder quedan más que fortalecidos en la misma medida que a los demás ciudadanos nos coartan nuestra libertad y seguridad y, por qué no, nuestro propio ocio.
Parecerá una estupidez que nuestro ocio pueda depender del miedo a la juventud pero cada vez hay más voces en contra de cómo los ayuntamientos programan los festejos de sus fiestas patronales. Los ciudadanos que tienen entre los 30 y los 55 años ven como cada año, los festejos en los pueden participar van disminuyendo en la misma medida que aumentan los programados para la juventud. Carpas para las peñas o pandillas en las afueras de la localidad, chiringuitos de los jóvenes sin horarios de apertura y cierre y sin control de decibélios, sustitución de festejos taurinos por grandes prixes en plazas de toros donde desfogarse y mostrar sus irresponsabilidades delante de sus coleguis, horarios de actuaciones a partir de las 2:00 de la madrugada (antes no están visibles), desfiles nocturnos, chocolatadas matutinas a una hora prudencial (que la pongan ellos).
A los equipos de gobierno de los ayuntamientos también les ha entrado miedo y hacen lo posible para entretenerlos. Tenerlos recogidos hagan lo que hagan, cueste lo que cueste. Que no protesten. Que no se enfaden cual niño caprichoso y consentido. Que no griten pero que den todo el ruido que quieran. Que no se molesten entre ellos, que estén contentos y graciosillos. Que beban lo que les apetezca a la edad que les apetezca. En definitiva: que no la armen. De esta forma, todos los años, las fiestas patronales son un verdadero éxito, ya que “no ha habido ningún incidente reseñable”, que diría el político de turno. Para conseguirlo, hay muchos ciudadanos que año tras año ven sus posibilidades de ocio mermadas en favor de otros ciudadanos que, por el mero hecho de tenerles miedo, ven aumentadas sus posibilidades de libertinaje y, de paso, reafirmar su poder y su impunidad dentro de la sociedad. A los demás, sólo les queda impotencia, rabia y pocas ganas de pagar impuestos sabiendo para lo que son cuando llega el momento.
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